– … Soy Hiram Calloway -pronunció una voz aguda y débil sobre las interferencias de una mala cobertura telefónica-. Recibí tu mensaje acerca de las cerraduras. He pensado pasar por tu apartamento y ver si puedo arreglarlas.
– Demasiado tarde -respondió Kristi, irritada. Precisamente hoy, a las dos de la tarde en Nochevieja, había decidido devolverle sus llamadas-. Ya he instalado unas nuevas y he puesto nuevos pestillos en las ventanas. No podía esperar más. Te enviaré la factura.
– ¿Qué? -chilló; su voz nasal subió un tono-. No puedes…
– Puedo y lo he hecho.
– Ese tipo de cosas tienen que ser aprobadas. Está… está en el contrato, en el párrafo siete…
– Para tu información, el apartamento no era seguro y creo que en el contrato también dice algo sobre eso. Compruébalo. Y no sé cuál es el párrafo, pero ya me he encargado del problema.
– Pero…
– Tengo que volver al trabajo -atajó antes de cerrar su teléfono móvil. Deslizó el aparato en el bolsillo de su delantal y pasó junto a dos cocineros que holgazaneaban bajo el saliente del porche trasero, donde estaban fumando con sus grasientos uniformes puestos. La puerta se cerró de golpe detrás de ella cuando se abrió paso a través de un laberinto de pasillos en el bungaló de los años treinta que años atrás había sido convertido en restaurante. La historia del edificio había sido escrita en el periódico local hacía diez años, y amarilleaba en el marco que colgaba entre los lavabos, señalados como «Caballeros» y «Damas». Como si alguno de los clientes tuviera la sangre azul. Mientras se reajustaba el delantal, Kristi atravesó las puertas de vaivén que llevaban desde la cocina hasta la zona de las mesas y dejó de pensar en Hiram. Al menos finalmente le había devuelto la llamada. Kristi había empezado a pensar que aquel nieto casero no era sino un producto de la imaginación de Irene.
Hasta ahora, había sido una mañana y comienzo de una tarde ajetreada, pero las cosas se estaban calmando, gracias a Dios. Le dolían los pies, notaba su ropa mugrienta de la grasa y el humo que había en el aire y se le pegaba al pelo. Después de unas cuantas horas de frenético trabajo en su sección, se preguntó por qué no habría seguido el consejo de su padre, tratando de conseguir un trabajo de oficina en otra compañía de seguros. Después de todo, no es que se estuviera haciendo rica a base de propinas. Sin embargo, tan solo el recuerdo de las horas al teléfono atendiendo las quejas de los clientes de Gulf Auto y Life le había refrescado su objetivo y su sueño de escribir novelas policíacas.
Le rugieron las tripas, recordándole que no había comido nada desde aquella apresurada magdalena por la mañana temprano. Al acabar su turno, pensó que se permitiría un batido Mercucio y un trozo de pastel de lima Rey Lear.
Feliz Año Nuevo, pensó sarcásticamente mientras asía una cafetera y rellenaba las tazas medio vacías en las mesas de su sección.
Entró al local un grupo de mujeres, que se apretujaron en los ajados bancos de una esquina.
Atrapando a su paso cuatro menús plastificados, Kristi se acercó a ellas. Las mujeres apenas notaron su presencia, debido a que estaban ensimismadas en su conversación, y una de las voces le sonaba familiar. Kristi no podía creerlo, pero mientras contemplaba la parte de atrás de una cabellera rizada se dio cuenta de que estaba a punto de servir a Lucretia Stevens, su primera compañera de cuarto de cuando aún era estudiante y vivía en la residencia del pabellón Cramer. En su interior, Kristi sintió vergüenza. Lucretia y ella nunca se habían llevado bien, y eran tan diferentes como el día y la noche. En aquellos días, Kristi había sido una chica marchosa, y Lucretia una cerebrito que, cuando no estaba estudiando, se pasaba horas hojeando revistas de bodas y comiendo Cheetos. No había tenido ninguna vida social y siempre evitaba hablar de su novio, quien se había marchado a otro colegio. Kristi jamás había visto al tipo, y a veces se preguntaba si tan solo existiría en la mente de Lucretia.
De lo que siembras, cosecharás, pensó mientras colocaba los menús delante de las mujeres y les preguntaba lo que querían beber.
– ¿Kristi? -preguntó Lucretia, antes de que ninguna respondiese.
– Hola, Lucretia. -Dios, aquello iba a ser incómodo.
– ¿Qué estás haciendo aquí? -Los ojos de Lucretia estaban muy abiertos, probablemente debido a las lentillas que, cuando las había llevado en lugar de las gafas, siempre la hacían parecer un búho.
– Intentando anotar vuestro pedido -respondió Kristi, ofreciendo una sonrisa.
– Oídme todas, esta es Kristi Bentz, mi antigua compañera de habitación cuando era una novata; oh, Dios mío, hace un quintillón de años. -Se rió antes de dirigirse a una mujer de unos veinticinco años, con gafas de montura estrecha y el pelo marrón oscuro que le llegaba a los hombros-. Kristi, esta es Ariel.
– Hola -saludó Kristi, apoyándose sobre el otro pie.
– ¡Oh!, hola. -Ariel asintió, entonces miró hacia la puerta, como si estuviera buscando a alguien; al menos a alguien más interesante que Kristi.
– Y esta es Grace. -Lucretia señaló a su delgada amiga, quien llevaba puesta una ortodoncia y tenía el pelo rojizo y de punta. Aquella mujer no podía llegar a los cuarenta y cinco kilos-. Y esta es Trudie. -La última chica, sentada junto a Lucretia en el banco, era robusta, tenía el pelo grueso y negro recogido en una larga cola, una piel suavemente aceitunada y unos dientes algo separados. Las tres lucieron una sonrisa cuando Lucretia espetó, como si estuviera sorprendida-: Vaya, Kristi, estás genial.
– Gracias.
– ¿Bentz? -repitió Trudie-. Espera un segundo. ¿No he leído sobre ti? Ya empezamos, pensó Kristi.
– Probablemente sobre mi padre. Él es quien habla con la prensa.
– Espera un momento. Es un poli, ¿no? -inquirió Ariel, girando la cabeza para mirar a Kristi. Parecía repentinamente interesada-. ¿No resolvió aquel caso en Nuestra Señora de las Virtudes hace un año o más? -Se estremeció-. Aquello sí que fue extraño.
Amen, pensó Kristi, impaciente por acabar una conversación tan personal acerca de algo que preferiría olvidar.
– ¿No te viste envuelta? -Ahora Lucretia se mostraba seria-. Quiero decir que… leí algo sobre que te habían herido. -Su entrecejo se arrugó mientras pensaba-. La forma en que lo describía el artículo era como si casi te hubiesen asesinado. -Asentía; y los oscuros rizos de su pelo brillaban bajo la luz de las lámparas-. Igual que la otra vez.
Kristi no quería que le recordasen sus huidas in extremis de las manos de locos pervertidos. Ya eran dos las ocasiones en las que había estado a punto de ser asesinada por un psicópata, y los fragmentos del recuerdo de aquellos incidentes bastaban para helarle la sangre. Tenía que desviar la conversación, y rápido.
– Eso fue hace tiempo. Ya lo he superado. En fin, el especial de hoy son las alubias pintas con arroz, es decir, el revuelto de Hamlet.
Pero Lucretia no estaba dispuesta a cambiar de tercio. Tenía la atención de todas las mujeres de su mesa y de las circundantes, y no iba a dejarla escapar.
– Creo haber leído u oído que moriste y volviste a la vida o algo así.
– O algo así -respondió Kristi, a la vez que las mujeres de la mesa, las amigas de Lucretia que tan animadas se habían mostrado hacía tan solo unos minutos, se quedaron calladas. El son de una vieja canción de Elvis fluyó sobre el tintineo de la cubertería, el rumor de la conversación y el siseo de la vieja estufa, que se esforzaba en mantener caldeada la cafetería. Kristi se encogió de hombros, relegando la historia de su pasado a un estatus de «¿a quién le importa?»
– Kristi está acostumbrada -afirmó Lucretia-. Vive al límite.
– ¿Qué se siente al tener un padre famoso? -preguntó Ariel. Con el bolígrafo apoyado sobre su libreta de pedidos, Kristi ignoró el nudo en su garganta.
– Casi famoso. No es como si fuera Brad Pitt o Tom Cruise, o incluso…
– No estamos hablando de estrellas de cine -la interrumpió Lucretia-. Solo celebridades locales.
– ¿Celebridades locales como Truman Capote o Louis Armstrong? -inquirió Kristi.
– Están muertos -adujo Trudie.
– Mi padre no es más que un poli.
Lucretia se la quedó mirando como si acabara de decir que era un adorador del diablo.
– Eso ya es mucho.
Kristi mantuvo la paciencia con sumo esfuerzo. Eso no era lo que había querido decir, pero Lucretia siempre había tenido una habilidad para tergiversarlo todo a su alrededor. Quizá porque sus padres divorciados apenas habían pasado tiempo con ella; estaban demasiado ocupados con sus propios problemas. O quizá se trataba de algo completamente distinto. Fuera lo que fuese, era irritante y siempre lo había sido.
– Tienes razón -accedió Kristi-. Es genial, pero él sería el primero en decirte que no hacía más que su trabajo.
– ¿No es un encanto? -dijo Trudie.
Ya era hora de acabar con aquello.
– Bueno, ¿queréis algo de beber? -insistió Kristi-. ¿Café? Afortunadamente, Lucretia y su panda cogieron sus menús y recitaron sus pedidos.
– Dos tés con hielo, una Coca-Cola Light y un café. Marchando -cantó Kristi, agradecida por regresar a la cocina. ¿Quién habría pensado que Lucretia se acordaría de ella o de su padre? Kristi y Lucretia no habían hablado en años; de hecho, mientras vivieron juntas apenas hablaban. Por entonces no tenían nada en común. Kristi ponía en duda que eso hubiera cambiado con los años.
– ¿Viejas amigas? -curioseó Ezma, una camarera con la piel color moca y unos dientes increíblemente blancos, mientras rellenaba unos vasos de plástico con granizado procedente de un ruidoso aparato situado junto a la máquina de refrescos. De apenas metro y medio de altura y unos cuarenta y cinco kilos, Ezma era estudiante a tiempo parcial y camarera a jornada completa, esposa, y madre de una pequeña de dos años.
– Supongo. -Kristi cogió tres de los vasos y rellenó dos de ellos con la jarra del té helado; luego pulsó un botón de la máquina de refrescos y llenó el último vaso con cola light, pero dejó pulsado el botón demasiado tiempo. El refresco burbujeó por encima del borde. Con la ayuda de un trapo de un colgador cercano, limpió la cola derramada y terminó de llenar el vaso.
– Una de ellas -le dijo señalando con la barbilla hacia la mesa donde Lucretia parecía estar impartiendo cátedra-, era mi compañera de habitación cuando me matriculé en All Saints por primera vez, justo antes de empezar el nuevo milenio.
– Déjame adivinar. Lucretia Stevens -dijo Ezma, echando un vistazo hacia la mesa.
– ¿Cómo lo has sabido?
– Supongo que porque soy omnisciente.
– Sí, claro. -Kristi sonrió levemente.
– Además -continuó levantando sus delgados hombros-, suelo espiar.
– Eso tiene más sentido.
Ezma rió mientras manipulaba la palanca de la máquina de agua y rellenaba los vasos restantes.
– En realidad, la tuve en una de mis clases, creo que fue en la de Literatura de Ficción.
– ¿Es profesora?
– Ayudante.
Kristi se quedó de piedra. Siempre había sabido que Lucretia era una estudiante eterna, pero nunca habría imaginado que se quedaría en All Saints para enseñar.
– Y creo que está liada con alguien de la Universidad. Con otro profesor.
– ¿En serio?
Adiós al novio de instituto de Lucretia, por el que había suspirado durante el año en que Kristi la conoció.
– Bueno, debo reconocer que, si yo no fuese una mujer felizmente casada, podría mostrar interés. ¡Algunos de los profesores están buenísimos!
Kristi recordó a algunos de sus profesores en el pasado. El extraño doctor Northrup, el nervioso doctor Sutter y el arrogante y altivo doctor Zaroster. Todos ellos eran unos rancios y ariscos académicos que sufrían de complejo de superioridad. Desde luego no estaban «buenísimos». Ni siquiera decentes. Al menos no según el vocabulario de Kristi.
– Me estás tomando el pelo, ¿no?
– Ni hablar. Lo que yo te diga, el personal del All Saints está para morirse. Al menos el departamento de Lengua. Es como si el que se encarga de contratarlos buscase bellezas para Hollywood.
– Ahora sí que me estás engañando.
– Vale, pronto lo verás. -Ezma añadió una rodaja de limón a cada vaso-. Las clases empiezan la próxima semana. Seguro que estarás de acuerdo. Kristi cargó la bandeja.
– ¿Entonces crees que Lucretia sale con uno de esos guaperas?
– Eso dicen. Pero no sé con quién. En cuanto me acerco demasiado, ella se calla, como si ocultara algo.
– ¿Por qué? Ezma sacudió la cabeza.
– No lo sé. A lo mejor está casado o prometido, o hay alguna norma en cuanto a la confraternización entre miembros del personal. O puede que sea el doctor Preston. -Sus labios se apretaron en las comisuras-. Da clases de Literatura y es un chico malo.
– Creo que lo tengo en una asignatura.
– ¿Ah, sí? Mi amiga Dionne era alumna suya y no dejaba de hablar de él, pero cuando viene aquí, no es más que un grosero. Luego Dionne desapareció.
– ¿Tu amiga es una de las chicas desaparecidas? -preguntó Kristi-. ¿Y crees que Preston podría tener algo que ver?
Ezma estuvo a punto de decir que no. Sin embargo, cambió de opinión. Kristi pudo verlo en su forma de desviar el mentón hacia un lado.
– No lo creo, pero no me sorprendería nada de ese tipo. El problema es que nadie cree que a Dionne le haya ocurrido nada malo. Creen que simplemente se ha esfumado, que probablemente se haya largado con su novio. -Ezma sacudió su cabeza.
– ¿Entonces por qué nadie sabe nada de ella?
– ¡Exacto! La explicación oficial es que está con Tyshawn y que han asumido nuevas identidades. Tyshawn Jones también es un chico malo. Está metido en drogas, cumplió condena por robo cuando todavía era un menor. Personalmente, nunca supe lo que veía en él. Antes de Tyshawn, salía con un tipo realmente estupendo, Elijah Richards. Asistía a cursos de educación profesional, planeaba ser contable, pero Dionne empezó a verse con Tyshawn y eso fue el fin de su relación con Elijah. Una lástima.
– ¿Qué hay de Tyshawn? ¿También ha desaparecido?
– Nadie habla de ello, ¿verdad?
Kristi rodeó con rapidez a uno de los cocineros, que soltó un puñado de rodajas de patata en la freidora y el aceite hirviente crepitó y burbujeó. Abrió las puertas de vaivén con la espalda, luego llevó la bandeja de las bebidas hasta la mesa de las mujeres y oyó la voz de Lucretia sobre la música enlatada.
– … te lo digo yo, es alucinante. Absoluta e innegablemente alucinante. Nunca… jamás he conocido a nadie como él.
Kristi tuvo que contenerse para no poner una mueca. Incluso como novata, Lucretia había sido una romántica sin remedio. Al parecer, las cosas no habían cambiado. Lucretia estuvo a punto de añadir algo más, pero dejó de parlotear cuando vio a Kristi. Les envió a las demás una mirada de silencio que todas comprendieron, y las ocupantes de la mesa se quedaron calladas.
Kristi captó el mensaje; Lucretia no quería que su vieja compañera de habitación supiera nada de su vida amorosa. Como si a Kristi le importara.
Mientras Kristi repartía las bebidas y servía el café, Lucretia miró a su antigua compañera.
– Así que, ¿te has apuntado al All Saints?
– Así es. -No había razón para mentir sobre ello. Kristi vertió café en una taza.
– ¿No te graduaste?
Kristi no pensaba morder el anzuelo.
– Tan solo me faltan unos créditos. -Por Dios, ¿qué le importaba a Lucretia?
– Pensaba que te había dado por escribir.
– Mmm. ¿Nata? -le preguntó a la mujer que había pedido café, ignorando las preguntas de Lucretia.
– ¿Tienes leche desnatada?
– Claro. Un segundo.
– Ahora estoy enseñando -afirmó Lucretia con orgullo.
– Eso es estupendo -espetó Kristi antes de alejarse para rellenar las tazas a medias en una mesa cercana; luego se apresuró hacia la cocina, donde llenó una jarra pequeña de leche desnatada y cogió un plato con sobres de azúcar y sacarina. Calmó su irritación con Lucretia antes de regresar a la mesa-. Aquí tenéis. -Colocó la jarra y el plato sobre la mesa, junto a la bebedora de café-. Bien, ¿habéis decidido qué vais a tomar? -Con una sonrisa forzada, anotó sus pedidos sin más incidentes y apuntó cuidadosamente las instrucciones en el tique. Una de ellas quería aliño hipocalórico para su ensalada Julio César; otra insistió en que no hubiera ningún condimento en su hamburguesa Rey Lear, y una tercera pidió un tazón de sopa de almeja Cleopatra con una menestra de fruta, en lugar de la ensalada de col y zanahoria correspondiente. Lucretia había desarrollado recientemente una alergia a toda clase de crustáceos, de modo que quiso asegurarse de que la ensalada de atún Tebaldo no se había contaminado con las ostras Ofelia o las gambas rebozadas Scaro.
Con las manos metidas hasta el fondo de los bolsillos de su chubasquero, Portia Laurent caminaba a lo largo de las aceras que se entrecruzaban sobre el complejo de All Saints. Era la víspera de Año Nuevo y estaba en el descanso para la cena. La noche ya caía, y la promesa de una juerga era evidente en los grupos de estudiantes que reían, charlaban y se apresuraban hacia los bares y restaurantes para celebrar el Año Nuevo.
Al menos cuatro estudiantes no se encontrarían entre los participantes. Dionne Harmon, Monique DesCartes, Tara Atwater y ahora Rylee Ames, quienes, según creía Portia, habían encontrado el mismo fatídico final. También podría haber otros, pensó, aunque no del All Saints. Lo había comprobado. En tres años no había desaparecido ningún otro estudiante.
«Sin cuerpo, no hay homicidio», había insistido Vernon en su más reciente conversación, pero Portia no lo creía así. Era cierto que no existían pruebas de que nada sospechoso les hubiera ocurrido a las chicas, y mientras que Dionne era afroamericana, las otras tres chicas eran blancas. Los asesinos en serie no solían mezclar razas, pero ese no era siempre el caso.
Pensó en Monique DesCartes, de Dakota del Sur. Cuando Monique tenía catorce años, a su padre le diagnosticaron la enfermedad de Alzheimer, y Portia sabía de primera mano que aquello podía arruinar a una familia. La madre de Monique se había puesto como loca debido a que su hija había solicitado una beca académica y se marchaba, dejando que su madre lidiase con un marido que empeoraba con rapidez y dos hijas más jóvenes, una de las cuales aún asistía a la escuela primaria. Monique, siempre rebelde, se había escapado dos veces en el instituto, de tal forma que se la consideraba una chica que se rendía con facilidad y se pensó que se había marchado. Se decía que bebía alcohol y fumaba porros, y había roto con su novio más reciente unas pocas semanas antes de su desaparición. Al chico, ya enfrascado en una «intensa» relación con una nueva novia, le importaba un comino lo que hubiera sido de Monique.
Al igual que a todo el mundo, al parecer. Excepto a Portia.
Pasó junto a la biblioteca, donde tres plantas iluminadas brillaban con fuerza en la noche. La lluvia había cesado un poco, aunque el aire era pesado y húmedo; las hojas de algunos de los arbustos todavía goteaban al temblar bajo la lluvia. Las luces exteriores que destellaban por todo el campus tenían la apariencia de viejas farolas; un guiño a la época en la que el colegio fue fundado.
Al aproximarse al pabellón Cramer, donde había vivido hace años como estudiante de primer año, pensó en las chicas desaparecidas. Todas ellas de Lengua. Todas matriculadas en algunas clases básicas así como en una del más reciente y polémico plan de estudios. Todas se habían matriculado en Redacción de novela, Shakespeare 201 y La influencia del vampyrismo en la cultura moderna y la literatura. No existían pruebas de que las chicas se hubieran conocido entre ellas y no tomaron las clases durante los mismos trimestres, pero se habían matriculado y asistido a esas tres asignaturas. Puede que no significara nada. O puede que sí…
Se encontró directamente enfrente de la residencia. El edificio de ladrillos tenía el mismo aspecto de siempre, y ella elevó la mirada hacia la habitación en la segunda planta que había pertenecido a Rylee Ames. Rylee, al igual que las otras chicas, fue despreciada por su familia pero los comentarios de su madre no habían dado la impresión de ser ciertos. Nadine Olsen se había limitado a decir con su acento del oeste de Texas: «Ya sabes lo que pasa con algunas chicas; cuando el camino se pone cuesta arriba, las chicas duras hacen autoestop hasta Chicago y se quedan preñadas». Portia no había encontrado pruebas de que Rylee hubiera dado a luz, pero había tonteado con drogas: éxtasis, marihuana y cocaína; y había huido varias veces de adolescente mientras Nadine trataba de mantener su camada de tres hijos con el salario de un peón de fábrica. El padre de Rylee, el primero de los cinco maridos de Nadine, tan solo había dicho: «Siempre supe que esa chica no acabaría bien. Es igual que su madre».
Genial, pensó Portia de forma sombría. A nadie parecía importarle lo que le había ocurrido a Rylee Ames.
Lo cual no era sino la misma apatía que rodeaba a las demás víctimas.
«No son víctimas hasta que probemos que se ha cometido algún crimen contra ellas», había insistido Del Vernon, pero Portia tenía otra opinión. Aquellas chicas habían sido víctimas desde el día en que nacieron. Eso era lo que tenían en común. Además del hecho de haber sido estudiantes veteranas de Lengua en el colegio All Saints y que, como tales, habían asistido a los mismos cursos obligatorios y optativos.
¿Era una coincidencia?
Portia lo dudaba.
Una fría ráfaga de viento barrió el terreno, sacudiendo las ramas de los pinos y provocando que el musgo colgase de los robles, danzando y balanceándose, como fantasmas a la luz de las farolas.
Si Portia hubiese sido una mujer supersticiosa, podría haber sentido un escalofrío en su alma, o haberse preocupado cuando presenció al gato negro cruzándose en su camino. Sin embargo, ella no creía en fantasmas, demonios o vampiros. Ni siquiera estaba realmente convencida de la existencia de Dios, aunque rezaba habitualmente. Pero creía en la maldad. En el oscuro y podrido trozo del alma donde la malevolencia y la crueldad residían en su forma humana.
Y le asustaba a muerte la idea de que las cuatro chicas desaparecidas del All Saints se hubiesen encontrado con un maníaco homicida de la peor clase. Rezó a Dios por estar equivocada.
Kristi no podía soportarlo. ¿Y qué si era Nochevieja? ¿Y qué si todos sus conocidos habían salido a celebrarlo? Ella había tenido ofertas, por supuesto. De Mai, justo ayer, la cual no tenía intención de aceptar, pero también de amigos de Nueva Orleans, amigos con los que había crecido, amigos con los que había trabajado, e incluso de su nueva hermana Eve. Había rechazado todas ellas. Deseaba echar raíces, aquí, en Baton Rouge, y cuando descubrió que resultaba que tenía una medio hermana, aquello fue demasiado raro como para pensar en ello. Durante la mayor parte de sus veintisiete años, había pensado que era hija única y entonces… surgiendo de la nada, Eve Renner resulta estar emparentada con ella. Era algo demasiado extraño, y todo había sucedido en una época que preferiría olvidar.
– Hay que ir paso a paso -se dijo mientras prendía unas cuantas velas y conectaba su ordenador portátil. Además, tenía una misión. No tenía intención de atender las mesas del Bard's Board para siempre y había regresado al colegio por una razón; para pulir su técnica.
Había tenido cierto éxito escribiendo para la revista Factual Crime y había escrito algunos artículos para una publicación digital similar, pero ella quería escribir un libro completo. Ya que su padre se había negado a darle acceso a sus casos, tendría que encontrar el suyo propio.
El ordenador zumbó al encenderse y, con algo de dificultad, encontró una conexión inalámbrica abierta que podría usar. Sentada en su pequeño rincón abuhardillado, junto a la ventana que dominaba el muro alrededor del campus, Kristi comenzó a buscar en Internet información sobre Tara Atwater, la chica que había vivido en aquel estudio cuando desapareció. Kristi se había convertido en una experta buscadora de información en la red, pero esta vez, encontró muy poca, solamente unos cuantos artículos que mencionaban a Tara Atwater. Tampoco había mucho acerca de las otras chicas desaparecidas, comprobó al repasar los artículos en la versión digital del periódico local. Pero podía olerse una historia. Puede que la que ella estaba buscando. Puede que hubiera terminado en aquel apartamento porque ese fuera el libro basado en un crimen real que debía investigar y escribir.
«Algo» se había llevado a las estudiantes.
Las chicas no desaparecían sin motivo. No cuatro del mismo pequeño colegio en un margen de dieciocho meses. No cuatro estudiantes de las mismas asignaturas.
Kristi grabó la dirección de una página al oír unos pasos en la escalera. Unos segundos después sonó el timbre de la puerta, y ella apartó su silla tipo secretaria del escritorio y cruzó la pequeña habitación para observar por la mirilla. A través del ojo de pez, vio a un tipo desaliñado de veinte años o menos que permanecía de pie en el descansillo de la escalera a modo de porche. Su empapado y goteante cabello rubio claro parecía estar pegado sobre su cabeza. Llevaba una caja de herramientas en una mano y lucía una expresión de «tengo un cabreo que no veas» que debería inspirar autoridad.
Sin duda era el invisible Hiram.
– ¿Quién es? -preguntó para asegurarse.
– El casero. Hiram Calloway. Tengo que comprobar las cerraduras.
Vaya, ¿ahora tiene que comprobar las cerraduras? Muy profesional, Hiram.
Tenía un aspecto tan patético como esperaba, con una fina barba, una vieja camiseta de un concierto de Metallica, sucios pantalones de camuflaje y una actitud del tipo «me importa un carajo».
Abrió una rendija de la puerta, dejando puesta la cadena.
– Ya me he ocupado de las cerraduras.
– No puedes ir haciéndole toda clase de reformas al apartamento, ¿sabes? No te pertenece. Yo soy quien se encarga de arreglar las cosas por aquí.
– Bueno, no podía dar contigo, así que lo arreglé por mi cuenta -sentenció Kristi con rotundidad.
Él frunció el ceño. Sus labios, medio escondidos en lo que claramente esperaba que algún día fuese una barba, se curvaron con aire petulante sobre sus dientes, ligeramente torcidos.
– Entonces tendrás que darme la llave. Es decir, una copia. Mi abuela… la señora Calloway es la propietaria de este sitio. Debe tener acceso. Está en el contrato.
– Me aseguraré de que tenga una.
– Eso no será más que una pérdida de tiempo. Me dará una copia de todas formas. Yo debo tener una llave de todos los apartamentos de este edificio. Podría tener que entrar en el estudio, ya sabes, si algo va mal o si pierdes la llave, o…
– No voy a perder mi llave.
– Es por tu propia seguridad.
– Porque tú lo digas. -Kristi no pensaba dársela.
– Dios, ¿por qué eres tan…? -Eliminó el epíteto en el último momento. Kristi empezaba a echar chispas.
– Te llamé y tardaste tres días en responder. Todas las cerraduras del estudio estaban rotas o sueltas y oí que una de las chicas que desapareció del campus vivía aquí, de modo que ya ves, pensé que sería mejor ocuparme de la situación con mis propias manos.
Hiram se quedó con la boca abierta.
– ¿Nunca te dicen que vigiles tus modales?
– ¿Quieres decir como a ti? -respondió.
Súbitamente se ruborizó y ella sintió una punzada de arrepentimiento. El chico, aunque incompetente, solo trataba de hacer su trabajo. Aunque se equivocaba, no deseaba tomarla con él.
– No tienes por qué ser tan desagradable -murmuró.
Kristi suspiró interiormente.
– De acuerdo, empecemos de nuevo. Todo va bien por aquí, ¿vale? Arreglé las cerraduras. Le daré una llave a tu abuela, la señora Calloway, y ella puede decidir que tú tengas otra, aunque doy por hecho que no entrarás aquí a no ser que me avises… creo que eso también está en el contrato. -Extrajo la cadena y dejó que la puerta se abriese del todo, después salió al pequeño rellano-. No pretendía empezar con mal pie contigo, Hiram. Es solo que me he puesto algo nerviosa al oír que una de las chicas desaparecidas vivió aquí durante el pasado trimestre. Tu abuela no lo mencionó y es un poco extraño. -Él se quedó mirando las baldosas del suelo. No parecía tener más de diecisiete años. Apenas lo bastante hombre para ser cualquier clase de encargado-. En fin, ¿la conocías? ¿A Tara?
– No mucho. Hablamos. Un poco. -Levantó los ojos para encontrarse con la interrogativa mirada de Kristi-. Era amable. Simpática. -No le hizo falta decir «no como tú», pero la acusación omitida estaba allí, en su oscura y turbia mirada. Sus rasgos se endurecieron de una forma casi imperceptible, pero lo bastante como para que Kristi percibiera la tensión en su mandíbula, los casi involuntarios pellizcos en las comisuras de su boca. En ese instante, Kristi supo que le había engañado su apariencia juvenil. Había algo siniestro reprimido en sus ojos, oscuros como la noche, algo que no le gustaba. Aquel no era ningún niño, sino un hombre en el desgarbado cuerpo de un muchacho. No se había dado cuenta a través de la mirilla, pero ahora, estando cara a cara con Hiram Calloway, comprendió que estaba frente a un hombre complejo y enfadado.
Ella elevó su barbilla.
– Entonces, ¿qué crees que le ocurrió?
Él miró por encima de la barandilla, hacia el campus.
– Dicen que se escapó de casa.
– Pero, en realidad, nadie lo sabe -dijo Kristi.
– Ella sí.
– ¿Te habló de ello? Hiram vaciló y luego sacudió la cabeza.
– No. Lo mantuvo en secreto.
– Has dicho que era simpática. ¿De qué hablabais? Una extraña sonrisa se dibujó en aquellos labios medio ocultos.
– ¿Quién sabe lo que pudo ocurrirle? Un día ella estaba aquí. Al siguiente no.
– ¿Y eso es todo lo que sabes?
– Sé que su viejo está en prisión en alguna parte y que engañó a mi abuela. -Le miró a los ojos deliberadamente-. Dejó a deber el alquiler. Mi abuela dice que era una informal y una ladrona, como su viejo. Mi abuela cree que tuvo lo que se merecía.
– Que tuvo lo que se merecía -repitió Kristi lentamente, sin gustarle cómo sonaba. A lo lejos, una carcajada crepitó a través de la noche.
Oír sus propias palabras repetidas hizo que Hiram frunciese el entrecejo.
– Le diré a Irene que tienes una llave para ella. -Y luego se marchó, bajando a grandes zancadas los escalones y cargando con sus herramientas. Kristi volvió a entrar en su apartamento y cerró la puerta de un golpe. Cerró con llave y cadena, y sintió un hormigueo en su piel. Aquel «buen chico» que era el nieto de Irene Calloway le ponía los pelos de punta.