¡Toc! ¡Toc! ¡Toc!
Kristi gruñó al girar sobre la cama y mirar el reloj. Eran las nueve y media de la mañana… Un domingo por la mañana. ¿Quién estaría llamando a la puerta? ¿Y por qué? Kristi deseó taparse la cabeza con una almohada antes de darse cuenta de que no estaba sola. Jay yacía apretado contra ella.
Las imágenes de una noche de sexo discurrieron abundantemente por su cabeza y sonrió para sí.
¡Toc! ¡Toc!
Quienquiera que fuese, era insistente. Lárgate, pensó, cómodamente abrazada a Jay, antes de despertarse de un sobresalto al pensar que la persona al otro lado de la puerta podía ser su padre.
Bruno emitió un suave ladrido de descontento.
Jay levantó la cabeza.
– ¿Qué pasa? -Le echó un vistazo al reloj y parpadeó.
– Tienes una pinta horrible -le dijo ella al ver sus ojos hinchados y su pelo revuelto en todos los ángulos.
– Tú estás preciosa.
– Oh, sí, claro.
El golpeteo continuó y, antes de que Kristi pudiera detenerlo, Jay se levantó del estrecho sofá cama y se puso sus calzoncillos.
– ¡No abras la puerta! -le advirtió, despejándose la cabeza, sintiéndose como si tuviese arena metida en las cuencas de los ojos. No quería que nadie viese a su profesor medio desnudo abriendo la puerta-. ¡No lo hagas!
Pero Jay no la escuchaba. Miró por la mirilla y comenzó a apartar la bicicleta.
– ¿Quién es? -Kristi se apresuró a ponerse el pijama. ¿Qué le pasaba?-. Jay… oh, maldita sea… ¡No!
La ignoró y abrió la puerta justo cuando ella cubría su cuerpo desnudo con la parte de debajo de las sábanas. Su ropa interior estaba en el suelo. Maldijo para sí mientras se ponía la horrible camiseta con el nombre de All Saints.
Una ráfaga de aire frío entró en la habitación, pero nada más. Jay permaneció bloqueando la entrada con Bruno asomando el hocico y agitando la cola. A través de la rendija de espacio que quedaba entre su cintura y el marco de la puerta, Kristi vislumbró una camiseta roja y unos pantalones color caqui.
– ¿Puedo hacer algo por ti? -inquirió él.
– Oh, esto, estaba buscando a Kristi… Kristi Bentz -preguntó una voz femenina. Mai Kwan. Kristi hizo una mueca. Genial. Su vecina fisgona. De nuevo a las andadas.
Kristi salió del sofá cama oyéndolo chirriar; dispuso la colcha sobre lo que era un maremágnum de sábanas y mantas, y luego mandó sus braguitas a un rincón de una patada. Tras apartarse el pelo de sus ojos, apareció detrás de Jay.
– Usted es el doctor McKnight -afirmó Mai, extendiendo su mano al mismo tiempo-. Soy Mai Kwan, una vecina. Vivo en la segunda planta.
¡Jesús! ¿Se estaba presentando a Jay? ¿Y ahora qué?
– Profesor. No estoy doctorado, al menos todavía.
– ¡Hola! -Kristi intentó sonar alegre y animada, aunque no se sintiera así en absoluto. Rodeó a Jay, pero los ojos de Mai no hicieron más que parpadear en su dirección.
Estaba centrada en Jay.
– Y trabajas en el laboratorio criminalista, ¿verdad?
¿Cómo podía Mai saber aquello?
– Sí.
– No sabía que vosotros dos… -Movió su mano atrás y adelante para, finalmente, volver a mirar a Kristi-. Quiero decir… que no sabía que os conocíais.
– Fuimos al mismo instituto -explicó Jay. Demasiada información.
– ¿Has venido por eso o querías algo más? -inquirió Kristi, preguntándose cómo cerrarle la boca a Jay. Contempló horrorizada como además colocaba un brazo alrededor de sus hombros. Maldito sea, lo estaba disfrutando. Kristi le lanzó una mirada esperando que recibiera el mensaje.
– Estaba pensando que a lo mejor querías salir a dar una vuelta, o a tomar un café o algo así -dijo Mai-. Pero ya veo que estás ocupada, que ya tienes compañía, así que… puede que en otra ocasión.
¿Sería cosa de la imaginación de Kristi o realmente Mai había mirado a Jay de forma lasciva al realizar la última oferta?
– De todas formas no habría podido ir en este momento; tengo un montón de deberes y después comienza mi turno en el trabajo, dentro de unas horas -dijo Kristi. ¿Por qué tenía que darle explicaciones? Lo que ella hacía no era de la incumbencia de Mai. Kristi solo le rezaba al cielo para que Jay no fuera lo bastante educado, o lo bastante estúpido, para invitar a la chica a que entrase.
De repente, Jay chasqueó los dedos.
– Mai Kwan. Me llamaste hace un par de días, ¿verdad? Acerca de un artículo para el periódico del colegio, ¿no?
Kristi miró a Mai con renovado interés, y esta levantó una pizca su barbilla, como si supiera que las tornas estaban cambiando en la mente de Kristi.
– Sí, así es. Estoy haciendo un trabajo sobre criminología. Me gustaría entrevistarte, obtener algo de documentación para el trasfondo, y luego relacionarlo todo con lo que estás enseñando aquí, en All Saints. De qué forma lo que discutes en clase puede ser aplicado al verdadero trabajo policial. En el tema del trabajo de campo. Esperaba poder entrevistarte, luego puede que a un detective local, puede que incluso al padre de Kristi, ya que es bastante famoso y ha ayudado en algunos casos en el campus.
Kristi gruñó para sus adentros. No le extrañaba que Mai hubiera estado intentando hacerse su amiga. Demasiado interesada para ser amistad verdadera.
– Creo que puedo ayudarte -asintió Jay.
– Cuando quieras. Elige tú el momento -dijo Mai tras ofrecerle una brillante sonrisa.
¿Así que Kristi debía suponer que Mai simplemente se había encontrado con Jay? ¿O acaso había visto su camioneta, le había observado al llegar con Kristi la noche anterior y había decidido forzar un encuentro aquella mañana?
– Tendré que consultar mi agenda y llamarte -convino Jay-. Todavía tengo tu número en mi buzón de voz.
– ¡Oh, claro! -Mai no fue capaz de ocultar su decepción mientras su mirada se desplazaba hacia Bruno-. ¿Es tu perro? -le preguntó a Jay.
– Así es.
– Es mono. -Se apoyó sobre una rodilla y rascó a Bruno detrás de sus grandes y colgantes orejas.
– No le digas eso. Él cree tener un aspecto agresivo.
Mai rió y Kristi se preguntó si alguna vez cogería la indirecta y se marcharía.
– Muy bien, bueno… mira, luego te veo Kristi. -Después le ofreció a Jay una sonrisa infantil-. Encantada de conocerte, profesor McKnight.
– Hasta luego -dijo Kristi al cerrar la puerta. Luego miró con desagrado tanto al hombre como al perro-. Recuerdo claramente haberte dicho que no abrieras la puerta.
– ¿Te avergüenzas de mí?
– No… Sí… Oh, no lo sé -admitió-. Mira, no quiero que se pregone por el campus que duermo con mis profesores, ¿de acuerdo? -Se apartó el pelo de los ojos.
Jay asintió, pero Kristi se dio cuenta de que no se lo tomaba en serio.
– Tu secreto está a salvo conmigo.
– No eres tú quien me preocupa -aclaró, antes de entrar en la cocina y abrir la alacena, aunque sabía que no le quedaba café-. Además, admítelo, estabas deseando abrir la puerta.
– Estamos un poco crispados esta mañana, ¿no?
– Ha sido una noche muy corta, ¿recuerdas?
Jay se acercó a ella por detrás y le rodeó la cintura con los brazos.
– Claramente. Y fue una noche estupenda -le recordó, acariciándole el pelo con su aliento.
Kristi pensó en besarlo, en caer sobre la cama deshecha, pero en realidad no disponía de mucho tiempo.
– Es que hay unas cuantas cosas de Mai que me molestan. Hace demasiadas preguntas, quiere saberlo todo acerca de mi vida privada, y luego no coincide con lo que ella se había imaginado. Ahora, por lo menos, creo que comprendo por qué está siempre insistiendo en que mi padre es un detective estrella.
– ¿Crees?
– ¿Quién sabe si dice la verdad? Simplemente no confío en ella. Jay apartó las manos de ella.
– No confías en nadie.
Su sentencia hizo más daño del que pretendía. Kristi cerró de golpe la puerta de la alacena y se volvió para encararse con él.
– Oh, Dios… ¡Me estoy convirtiendo en mi padre!
– ¿Acaso lo que intentas hacer aquí no es ser una detective? Toda esa -trazó unas comillas imaginarias con sus dedos- investigación acerca de las chicas desaparecidas. Yo no soy psicólogo, pero a mí me parece que intentas demostrarle algo a tu querido y viejo padre.
– Pero yo confío en la gente, ¿vale? No soy… como él.
– No mucho -espetó Jay con una rápida sonrisa.
Ella lo miró estrechando sus ojos. Y todavía estaba enfadada con Mai; seguro que existía algún otro motivo que la simple entrevista para el periódico del colegio.
Jay dejó sabiamente que se apagase el fuego y abrió la puerta del frigorífico. Bruno acudió a su lado al instante.
– Lo siento, colega, no hay mucho por aquí.
– Tengo pensado ir a la tienda, pero no es una prioridad.
– No nos moriremos de hambre -le aseguró, y sacó lo que quedaba de la pizza, tres porciones frías envueltas en papel de aluminio-. El desayuno.
– Ni hablar.
– ¿Tienes café?
– No. No tengo. Tengo una bolsita de té y un par de botellas de vino, pero nada más.
– Es demasiado temprano para tomar una copa. Hasta para mí. Y con respecto al té, no gracias. ¿Quieres un trozo? -Abrió el papel de aluminio y le ofreció la pizza fría.
Kristi le echó un vistazo a la carne picada marrón con su capa de grasa blanca, todo ello mezclado con aceitunas secas, cebolla y salsa de tomate espesa, y se le revolvió el estómago.
– Es toda tuya. Creo que picaré algo en el restaurante. Tienen un sándwich en el desayuno que se llama MacDuff, que es una especie de copia del McMuffin de huevo del McDonald’s. A lo mejor lo pruebo. -Miró el reloj mientras Jay, quien aún no llevaba otra cosa encima que sus calzoncillos, apoyaba su cadera contra la repisa y masticaba la pizza iría sin molestarse en calentarla en el microondas. Bruno, siempre atento, se sentó a sus pies, con los ojos fijos en la comida; barría el suelo con el rabo cada vez que Jay bajaba la vista hacia él.
Kristi se estremeció y se dio la vuelta. Aquella presencia en su apartamento era un tanto embarazosa. Y ya había una persona que había descubierto que eran amantes. En el pasado, mientras ella y Jay habían estado saliendo, nunca habían vivido juntos, de forma que aquella mañana era algo difícil de sobrellevar. Kristi no sabía en realidad cómo podría resultar esa relación, si era así como se definía.
– Voy a ducharme. Hoy tengo un montón de cosas por hacer, lo cual, desgraciadamente, incluye el trabajo. Él asintió.
– Yo también. En casa. -Se sacudió las manos y Bruno olfateó las migas en el suelo-. Después tendré que responder a algunos correos electrónicos y corregir los trabajos de clase, incluido el tuyo.
– Pórtate bien.
– Después de esta noche seré más duro contigo que con el resto, para que no puedan acusarme de ser parcial.
– No te vuelvas loco. Y nadie va a saber una sola palabra sobre esto, ¿te acuerdas? -le recordó, aunque dudaba que Mai pudiera mantener la boca cerrada.
– Estoy libre para cenar.
Kristi lo miró a los ojos.
– ¿Me estás pidiendo una cita?
– Es mi turno. -Jay hizo una bola con el papel de aluminio y lo arrojó al interior de la papelera, luego localizó una servilleta de papel para limpiarse la grasa de sus dedos-. Últimamente eres tú quien las está pidiendo.
– Lo de la otra noche, cuando te pegué esa paliza a los dardos, no era una cita.
– Cierto. -Sus ojos, que ya no estaban hinchados por el sueño, emitieron un profundo brillo ámbar ante su evidente irritación-. Así que te recogeré aquí. ¿A qué hora sales del trabajo?
– A las dos y media o tres, hoy me toca el almuerzo. Depende de si está lleno o vacío. Pero después tendré que terminar un par de trabajos de clase, y más tarde quiero conectarme a Internet y comprobar los foros.
– Entonces llámame y quedaremos. -Se marchó hacia la sala de estar, donde recogió del suelo sus vaqueros al pasar.
¿Y así de simple, ya eran una pareja? Se preguntó sobre lo acertado de haber reavivado su romance, aunque decidió, por el momento, seguir con ello.
– De acuerdo.
– Yo también quiero ver lo que pasa en los foros. Y en la casa Wagner.
– Sí, y yo.
Jay recogió su ropa del suelo y aireó su camisa. Kristi apartó de mala gana la mirada de sus piernas desnudas, fibrosas y musculadas, la piel tirante, y el rizado vello negro mientras se ponía sus Levis. Tan solo el verlo vistiéndose provocaba cosas extrañas en su interior, y el simple hecho de que parecía olvidar su efecto en ella le hacía más fascinante. Dios, ¿qué le estaba ocurriendo? Contempló furtivamente como pasaba la camisa sobre su cabeza, introducía los brazos y la estiraba ligeramente, alargando la planicie de su abdomen al tirar de la camisa sobre sus hombros.
Por Dios bendito, estaba muy bien. Demasiado bien.
Kristi se volvió en cuanto la cabeza de Jay asomaba por el cuello de su camisa.
– Creía que me habías prometido hablarme de esa pesadilla -le dijo, tanteando los bolsillos para hacer sonar sus llaves. Una vez seguro de que estaban donde las quería, buscó sus zapatos-. ¿La recuerdas?
– Sí. -Sintió como si la temperatura de la habitación hubiese caído diez grados al recordar la sangrienta piscina plagada de las cabezas cortadas de las chicas desaparecidas-. Oh, sí.
– ¿Quieres hablar de ello?
Ella sacudió la cabeza.
– Ahora no… puede que más tarde.
Él se estaba poniendo un zapato, cuando se detuvo y la miró, con preocupación en el rostro.
– ¿Tan mala fue?
– Bastante mala.
Jay frunció el ceño mientras introducía un pie en el zapato antes de atarlo.
– ¿Quieres que vaya contigo a la cafetería? Ella sacudió vehementemente la cabeza.
– Estoy bien. De verdad. -Simplemente no quería ir allí; no ahora-. Después te contaré la pesadilla, ¿vale?
– ¿Estás segura?
– Totalmente.
– Si tú lo dices. -Terminó con el otro zapato, y luego se dirigió a su perro-. ¿Listo para marcharnos?
Bruno emitió un ladrido nervioso y comenzó a dar vueltas junto a la puerta.
– Tomaré eso como un «sí». -Guiñó un ojo a Kristi-. Entonces, te veo luego.
Ella asentía, esperando que cruzase la puerta en cualquier momento. Pero la sorprendió. Atravesó los escasos metros que les separaban y la agarró con tanta rapidez que ahogó un grito.
– Oye…
– No creerías que te ibas a librar de mí tan fácilmente, ¿verdad?
– ¿Qué?
La besó. Con fuerza. Sus labios se fundían con los de ella, sus brazos la estrechaban con urgencia contra él, su lengua se deslizaba entre sus dientes. Los recuerdos de la noche anterior afloraron en el cerebro de Kristi. Resultaría tan fácil caer de espaldas sobre la cama… Ella enroscó los brazos alrededor de su cuello a la vez que él escapaba del beso y ambos juntaban sus frentes.
– No me olvides.
– Ya no eres más que un recuerdo -bromeó. Jay se rió.
– Acuérdate de tener cuidado. -Antes de que pudiera responder, la liberó y, con el perro pegado a las suelas de sus zapatos, salió del apartamento.
Kristi oyó sus pasos, ligeros y rápidos, al descender las escaleras. Cerró la puerta, la aseguró y después, sacudiéndose todos aquellos pensamientos de hacer el amor con él, de tener una relación con él, de volver a enamorarse de él, se quitó la enorme camiseta. Tenía demasiadas cosas que hacer como para ponerse a pensar en las complicaciones de una relación con Jay McKnight…
Oh, señor, ¿una relación? ¿En qué demonios estaba pensando? Y el hecho de que su mente incluso aceptase la idea de enamorarse de él… bueno, eso era pura locura. Tras dejar la camiseta sobre el suelo, se quitó la parte de debajo del pijama cuando volvió a tener… esa ligera y estúpida sensación de estar siendo observada. Sintió un escalofrío. No había nadie en el apartamento y las persianas estaban echadas. Nadie podía verla. Nadie.
Y aun así, podía percibir unos ojos ocultos, contemplando todos sus movimientos.
– Te sientes culpable por acostarte con Jay -se dijo a sí misma, aunque tiró de la puerta del baño para cerrarla y echó el pestillo.
Abrió el grifo, ajustó la potencia y esperó que se calentase el agua. Al adentrarse en el pequeño cubículo acristalado, apartó a un lado todos sus pensamientos acerca de algún mirón invisible y se dio una de las duchas más cortas de su vida.
La casa de la tía Colleen podía esperar, pensó Jay mientras conducía hasta el cobertizo para dejar los materiales de construcción que había almacenado en la parte trasera de su camioneta.
Una vez más, el cielo amenazaba con lluvia, estaba cubierto de nubes; el mecanismo anticongelante de su vehículo se enfrentaba con la condensación acumulada aquella noche. Al ser domingo por la mañana, el tráfico era escaso, algo más denso junto a las iglesias.
Por él, sus combativas primas, Janice y Leah, podían tranquilizarse de una maldita vez. Oh, probablemente empezarían a presionarlo de nuevo, especialmente Leah con Kitt, el inútil de su marido. Kitt se pasaba el tiempo fumando porros e improvisando con una banda de garaje, con la que soñaba convertirse en estrella. Kitt veía la casa de su difunta suegra como una mina de oro, y una forma de prolongar su estatus de músico sin empleo. Jay comprendía que sus primas necesitaban vender la propiedad, y pretendía seguir con las reparaciones, pero, ahora mismo, tenía cosas más importantes que considerar.
¿La primera de la lista?
La seguridad de Kristi Bentz.
Las malditas encimeras de granito y sus fregaderos de acero inoxidable estaban en un lejano segundo puesto.
Tan pronto como hubiese descargado la camioneta y ordenado, pretendía regresar al apartamento y ponerse a ello cuidadosamente con su kit de recopilación de pruebas, aunque lo que esperaba encontrar se le escapaba. Habían pasado meses desde que Tara Atwater había vivido en el estudio, y no existía nada que indicase que alguna vez hubiese sido la escena de un crimen. Pero si un merodeador había irrumpido en el apartamento, existía la posibilidad de que hubiese dejado una huella o una pisada, o un pelo, o algo así… tal vez.
Jay no sabía qué creer. El lugar no parecía haber sido registrado.
Aunque el estudio había pertenecido a Tara Atwater y esta sí que había desaparecido definitivamente.
– Así que veremos lo que haya que ver -le dijo al perro mientras las nubes se oscurecían. Se detuvo ante un semáforo y esperó a que una mujer corredora que empujaba un cochecito de bebé cruzara por delante de él. Cuando cambió la luz del semáforo, dejó atrás una furgoneta llena de adolescentes. Una vez delante de ella, cambió de carril, notando una sensación de urgencia que no se atenuaba.
Más tarde, durante aquel día, pensaba instalar una nueva cerradura en la puerta, una que Irene Calloway, su nieto, o cualquier otra persona que creyera necesitar una llave, no la pudiera abrir. También consideró instalar una cámara para el porche delantero. Después investigaría atentamente el personal del All Saints, especialmente al doctor Dominic Grotto. Jay ya había obtenido alguna información, pero, como mucho, era inconsistente, y su intención era realizar una investigación más profunda del trasfondo de los profesores que habían dado clase a las estudiantes desaparecidas. Jay también iba a realizar la visita oficial de la casa Wagner mientras Kristi trabajaba. Allí había pasado algo la noche anterior, mucho después de que las puertas del museo tuviesen que estar cerradas, algo que había asustado a Kristi hasta la médula, y ella no se asustaba con facilidad.
Dobló una esquina justo cuando un cachorro de beagle se lanzaba hacia la calle. Jay pisó el freno. Bruno chocó contra el salpicadero.
– ¡Cristo! -Un utilitario en sentido contrario patinó hasta detenerse.
Un hombre alto y delgado de algo más de veinte años, que corría con una correa en una mano, esprintó entre los coches, gritando al perseguir al huidizo perro.
– ¿Estás bien, colega? -le preguntó Jay a Bruno, con el corazón desbocado.
Bruno volvió a trepar al asiento del copiloto y le dedicó un ladrido al cachorro díscolo mientras Jay pasaba los escasos edificios hasta llegar a la cabaña. Junto a la casa, Bruno presionaba su hocico contra el cristal y agitaba su cola.
– ¿Crees que este es tu hogar? -inquirió Jay, y aparcó delante de la destartalada vivienda con su porche descolgado y el descuidado patio-. ¡Ni hablar!
Pero entonces, ¿cuál era? ¿Su aséptico apartamento de Nueva Orleans? Aquello no era mejor.
A decir verdad, desde el Katrina, Jay no había dejado de moverse, sintiéndose como si no perteneciera nunca más a ningún sitio. Su renovado apartamento le había parecido de repente pequeño y asfixiante, y cuando pasó aquellos meses con Gayle mientras salían juntos, sintió como si no perteneciera a aquel lugar en absoluto; siempre preocupado por si llevaba puestos los zapatos en casa o por si había derramado café en la alfombra… no, esa casa era demasiado perfecta; todo estaba en su sitio excepto Jay. Él había sido lo único que Gayle había escogido y que no encajaba en su hogar o en su vida.
Luego estaba el estudio de Kristi, donde podía abrir una cerveza, comer pizza fría un domingo por la mañana o dejar sus pantalones tirados por el suelo.
– ¿Y qué? -dijo en voz alta.
El apartamento de Kristi Bentz no era la respuesta que buscaba para sus necesidades de un hogar estable, no más que aquella cabaña perteneciente a sus primas.
Sin gustarle el rumbo que su mente parecía decidida a tomar, Jay salió de la camioneta. Bruno saltó al exterior, preparado para levantar la pata y marcar cada descuidado arbusto o pino que llevaba hasta la puerta principal. Jay descargó la parte trasera de la camioneta, acarreando los sacos de cemento, los elementos ligeros, y las latas de pintura. Llevó todo al interior, dio de comer al perro y se fue directo a la ducha.
Sus pensamientos volvieron a Kristi y a su noche de sexo. Después de todas las advertencias que se había hecho, sus reprimendas mentales, había caído en la misma vieja trampa y terminado en su cama. Justo donde realmente había querido estar. Y por Dios, como científico no creía en toda esa tontería del romanticismo. El sexo, después de todo, era sexo. Unas veces mejor que otras. Pero en realidad no se había creído lo de la conexión emocional. En algún momento incluso había esperado que, tras tumbarse en la cama con Kristi y pasar horas haciendo el amor, de alguna forma milagrosa pudiera haberse curado de ella.
Por supuesto, estaba equivocado.
Seriamente equivocado.
Con Kristi, había algo más que una simple gratificación sexual. Siempre lo hubo. De hecho, para ser sincero consigo mismo, había admitido que su fascinación por ella estaba peor que nunca.
– Muy bien, Romeo -murmuró, quitándose la ropa y adentrándose en la ducha del cuarto de baño verde fosforito. No podía evitar sentir sino deseo porque ella estuviese con él, por poder lavar su cuerpo con jabón, sentir sus manos deslizándose hacia abajo sobre su piel, besar sus pechos mientras el agua caía en cascada sobre ellos, y levantarla, sentir sus piernas a su alrededor y…
Uh, demonios. Se estaba provocando una erección con solo pensarlo. Se enjabonó con rapidez, manipuló los grifos para que saliera el agua fría, y se quedó ahí mientras su erección bajaba. En cuestión de minutos, se secó con una toalla, y luego se puso unos vaqueros limpios y una camiseta de manga larga de su bolsa deportiva. Después calcetines y zapatos, y tras coger su ordenador portátil, salió de nuevo por la puerta, llamó a Bruno, que yacía sobre la abundante hierba del patio, junto a un roble, donde una ardilla había sentado su residencia en una rama fuera de su alcance.
– Ríndete -le advirtió Jay a su perro mientras la ardilla, agitando la cola, emitía unos chillidos agudos-. Vámonos.
Durante los días fríos, llevaba al viejo sabueso con él a todas partes. Bruno estaba contento de esperar en el coche mientras Jay hacía los recados. Mientras la temperatura lo permitiese, Jay se imaginaba que era mejor que tener al perro encerrado en aquel destartalado sitio durante tantas horas seguidas.
Salió del camino de entrada hacia la calle. Próxima parada, la ferretería, seguida de la casa Wagner, la cual podría estar abierta por la tarde. Pensó que tal vez pudiera incluso parar en la cafetería para almorzar, ver a Kristi en acción.
Ella lo odiaría.
Y a él le encantaría.
Kristi no tenía mucho tiempo, pero, con la bici, acortó a través del campus, pasando entre peatones, corredores y patinadores hacia la casa Wagner. Hoy la casa tenía un aspecto menos siniestro ante la oscura luz del día; el tejado de pico afilado, las ventanas de cristal biselado, gárgolas sobre los bajantes; todo ello era parte del estilo arquitectónico de una época pasada. Antes de dejar su apartamento, Kristi se había tomado la molestia de obtener una nueva lista de estudiantes en la escuela, y localizó a Marnie Gage en la misma. La fotografía de Marnie había aparecido en la pantalla junto a su escueta biografía, la cual informaba de que se había graduado en el Instituto Grant en Portland, Oregón, y ahora era una estudiante superior de Lengua que llevaba de un cursillo de teatro.
Una vez más aparecía el departamento de Lengua, pensó Kristi. No hacía falta tener un doctorado para imaginar que la chica estaba, o había estado, en el mismo grupo de asignaturas que Kristi y las chicas desaparecidas. Kristi estaba empezando a creer que el departamento al completo estaba involucrado de alguna manera en aquel club vampírico alternativo, o lo que fuera eso.
– Es ridículo -dijo para sí.
Pero ¿lo era?
Su piel se erizó y volvió a percibir que alguien la estaba observando. Alguien oculto. Alguien malvado.
Sintió un escalofrío, una ráfaga de aire frío impactando en su nuca. Bajo un cielo cubierto de nubes que amenazaban lluvia, Kristi apoyó su bicicleta contra la verja de hierro forjado y comprobó la puerta. Estaba cerrada. Por supuesto. A pesar de empujarla con fuerza o de hurgar en el pestillo, no se movió, y las horas de acceso colgadas sobre la puerta indicaban que el museo no abriría sus puertas hasta las dos de la tarde. Supuestamente, el museo cerraba a las cinco y media.
Pero la noche anterior había abierto.
La misma Kristi había estado en su interior. Junto con Marnie Gage y al menos otra persona, puede que más. ¿Habían estado en el sótano al que se bajaba por la escalera cerrada? ¿Se trataba del lugar de encuentro que Lucretia había mencionado antes de negarlo?
– Esto es muy extraño -se dijo. Examinó la antigua construcción mirando entre los barrotes de hierro forjado de la verja, pero tan solo pudo ver la parte superior de las ventanas del sótano, oscuras y opacas. Probablemente lo usaban como almacén. No había reuniones secretas donde corriese la sangre, o reverenciados vampiros.
Pero la chica rubia, Marnie Gage, había entrado, y alguien la había estado siguiendo a través de las habitaciones superiores. ¿Podía ser que Marnie hubiese vuelto sobre sus huellas y se hubiera situado detrás de su espalda? ¿Pero por qué? ¿Estaba aquel lugar relacionado de alguna manera con las chicas desaparecidas?, ¿con el culto maldito que ahora Lucretia negaba?
En ese instante, Kristi se sintió tan fría como la muerte. ¿Acaso no había visto a Ariel merodeando por allí? ¿Y después a Marnie? A ambas cuyos rostros se habían vuelto del color de la muerte. Eso excluía a Lucretia. Kristi no conocía ninguna conexión que ella tuviese con la vieja mansión, pero estaba dispuesta a apostar su vida a que su ex compañera de cuarto estaba relacionada de algún modo con el antiguo y oscuro edificio.
Entonces, ¿dónde encaja papá?
Kristi enroscó sus dedos alrededor de los barrotes de la verja. Por lo que ella sabía, Rick Bentz no tenía nada que ver con la casa Wagner o con cualquier otra cosa relacionada con el colegio All Saints. Había resuelto un par de crímenes vinculados con el campus y, por supuesto, su única hija estaba otra vez matriculada allí, pero eso era todo. La visión que ella tenía de su grisácea palidez no parecía estar conectada.
Así que, puede que sus visiones no tuvieran nada que ver con premoniciones de muerte y, al contrario, sí con algo que no funcionaba bien en su propia cabeza, algo que simplemente se había desajustado tras haber sido atacada.
Tenía tantas preguntas.
Y ninguna respuesta.
– El museo está cerrado hasta más tarde.
Kristi casi se desmayó del sobresalto.
– A las dos en punto -dijo el padre Mathias, mirando al cielo mientras el viento volvía a arreciar-. A esa hora se abre el museo.
– Lo sé, pero tengo que ir a trabajar y… -Pensó con rapidez-. Bueno, creo que me dejé aquí las gafas de sol. Las uso por prescripción médica.
– Miraré en los objetos perdidos. -Abrió la verja y, al hacerlo, la manga de su sotana se levantó, mostrando parte de su brazo y un vendaje.
– ¿Qué le ha pasado? -inquirió automáticamente. Él retiró las llaves y la manga volvió a cubrirle el brazo.
– Nada. Un accidente. De las labores de jardinería -contestó con rapidez-. La podadora eléctrica. Supongo que la próxima vez esperaré al jardinero. Vuelve después de las dos, cuando esté aquí la encargada. Si encuentro tus gafas de sol, o lo hace ella, podrás recogerlas para entonces.
– Pero las necesito para trabajar. Iré con usted.
– En serio, hija -espetó él-, no puedo permitirlo. No falta mucho para las dos. Yo mismo tan solo he venido un momento. -Se deslizó a través de la puerta y subió los escalones mientras la verja se cerraba. Impulsivamente, Kristi evitó con su pie que el pestillo encajase y esperó hasta que el padre Mathias desapareció.
En cuanto oyó cerrarse la puerta de la mansión detrás de ella, se adentró hacia el patio tras la verja y rodeó rápidamente el perímetro de la casa. No sabía lo que esperaba encontrar, pero escudriñó a través de las ventanas del sótano sin que eso le importase, espiando la oscuridad y sintiéndose estúpida.
En el porche de atrás, Kristi pensaba en subir los escalones y comprobar la puerta, cuando oyó una voz que provenía del interior. Una voz de mujer.
– Te dije que te encargaras de eso -dijo ella-. ¡No lo conviertas en mi problema!
La otra voz sonaba apagada, más lejana. Era un hombre. ¿Pertenecía al padre Mathias Glanzer? ¿O a otra persona?
Kristi aguzó el oído cuando las primeras gotas de lluvia empezaron a caer, pero no pudo oír lo que estaba diciendo aquel hombre; tan solo la respuesta chillona de la mujer.
– Todo el asunto ha fallado, lo sé, pero deberías ser capaz de controlarlo. Cuanto antes, mejor. Antes de que la policía se involucre. ¿Sabes lo que ocurriría entonces? ¿Lo sabes?
La voz masculina otra vez.
¿Estaba discutiendo?
¿Dando explicaciones?
¿Poniendo excusas?
El corazón de Kristi latía con fuerza y tenía los nervios de punta. Estaba a punto de correr el riesgo y de subir los escalones cuando volvió a sentirla… era aquella espeluznante sensación de estar siendo vigilada. Lentamente, elevó su mirada hacia la fachada del edificio, más allá de la cocina y de la segunda planta, hasta una ventana a mayor altura, tapada por enormes aleros. La sangre se le heló al ver un rostro… el rostro de una chica… pálido como la muerte, encogido por el miedo.
¿Era Ariel O'Toole?
Puede que otra persona. La imagen era demasiado borrosa.
Kristi parpadeó y la chica había desaparecido; la ventana estaba vacía.