Capítulo 6

Las puertas dobles del centro de estudiantes se cerraron con un golpe detrás de Lucretia; después volvieron a abrirse cuando una nueva oleada de estudiantes mojados por la lluvia, que charlaban y reían, se abrieron camino hacia el interior y se dirigieron hacia la barra para pedir sus consumiciones.

Sin perder tiempo, Kristi recogió su ordenador y su bolso, luego salió corriendo hacia fuera y bajó los escalones mientras las campanas de la torre de la iglesia empezaban a tocar la hora.

– Genial -murmuró, observando los pocos que aún apretaban el paso a través del complejo.

Todo el mundo se encuentra ya en clase.

Incluso Lucretia, quien había salido un momento antes que Kristi, no se veía por ninguna parte, como si se hubiera desvanecido en el oscuro día.

Esta no es forma de empezar el trimestre, se reprochó mientras correteaba a lo largo de un camino de ladrillos que abandonaban el campus y atajaban por la capilla rodeando la casa Wagner, la mansión de piedra de doscientos años donde la familia Wagner, que había donado la tierra para el colegio, vivió una vez. Haciendo ahora las veces de museo y siendo objetivo de rumores que decían que estaba encantada, la imponente mansión se elevaba hasta tres plantas, y su aspecto final se lo aportaban sus ventanas con contraluces, gárgolas sobre los bajantes y buhardillas que asomaban desde un tejado de corte abrupto.

La lluvia empezaba a caer mientras Kristi se apresuraba junto a la verja de hierro forjado que separaba el antiguo caserón del borde del campus, luego cortó tras un edificio de ciencias. Dobló una esquina y casi se dio de bruces contra un hombre alto, vestido de negro, que le daba la espalda. Levantó una mano hasta su frente, como si estuviera protegiéndose los ojos de la lluvia. Estaba envuelto en una discusión con alguien a quien Kristi no podía ver, pero, al darse prisa en pasar, vio de reojo su alzacuello blanco y sus marcadas y severas facciones. Hablaba con una mujer pequeña que llevaba un abrigo de gran tamaño. El rostro de ella se volvió hacia él mientras bajaba la voz al pasar Kristi, pero Kristi reconoció a la amiga de Lucretia, Ariel. Su pelo estaba recogido en una coleta; llevaba una bolsa de libros y sus gafas estaban salpicadas por la lluvia, pero, incluso así, parecía estar al borde del llanto.

– … Yo… yo solo pensé que debería saberlo, padre Tony -dijo Ariel, colocándose sobre la cabeza la capucha de la chaqueta.

Padre Tony. El sacerdote del que Irene Calloway se había quejado por estar demasiado a la última. Kristi había visto su nombre en el cuaderno de profesorado, donde estaba incluido como padre Anthony Mediera. En la casilla de información del All Saints, el sacerdote aparentaba estar sonriente y tranquilo, vestido con una sotana mientras miraba a la cámara con grandes ojos. Ahora aquellos ojos azules eran oscuros y cautelosos, su mentón rígido y sus finos labios apretados en un gesto de rabia contenida.

– No te preocupes -le respondió con un matiz de acento italiano, también bajando la voz cuando pasó Kristi-. Yo me ocuparé. Te lo prometo.

La sonrisa de Ariel era trémula y llena de adoración, hasta que se percató de la presencia de Kristi. Su expresión cambió con rapidez y se apresuró en alejarse, como si esperase que Kristi no la hubiera reconocido, como ella obviamente había reconocido a Kristi.

Lo cual estaba bien.

Kristi llegaba tarde. Cualquier cosa que Ariel le estuviera confesando al padre Tony no tenía nada que ver con ella.

Zigzagueó tras el centro religioso y, finalmente, casi diez minutos tarde, alcanzó el pabellón de Adán, en el que subió los escalones exteriores de dos en dos. Dentro del viejo edificio, aceleró hasta la segunda planta, donde las puertas de su clase ya se encontraban cerradas.

Maldición, pensó, abriendo las puertas de golpe hacia una sala tan silenciosa que estuvo segura de que cualquiera podría oír la caída de un alfiler; y no digamos su brusca entrada.

Las ventanas estaban cubiertas con persianas gruesas y oscuras, y el rectangular espacio del aula iluminado con falsas velas. Había un hombre alto sobre el estrado. El corazón de Kristi casi se detuvo cuando se quedó mirándola con sus ojos casi negros; después miró hacia el reloj sobre la puerta.

Kristi encontró uno de los pocos asientos libres que quedaban y trató de convencerse de que el hombre no la miraba con ojos como brasas, oscuros, aunque amenazando con ponerse al rojo vivo. Todo no era más que una combinación de luces y su propia imaginación. Porque el aula se había convertido en algo siniestro, y la imagen que era exhibida detrás de él, sobre la pizarra, desde un proyector instalado en su ordenador, no era sino la de Bela Lugosi, con su disfraz de Drácula, con camisa blanca y capa.

La imagen de Bela desapareció, cambiando a otra diferente; la de una horrible criatura con los dientes afilados como agujas y sangre goteando de sus labios.

– Los vampiros aparecen en muchas formas y tamaños y tienen varios poderes -dijo el doctor Grotto, mirando la siguiente fotografía, la portada de un viejo cómic con el dibujo de un vampiro acechante, a punto de lanzarse sobre una rubia huidiza y escasamente tapada, con una silueta que haría que Barbie sintiera envidia.

Kristi trató de pasar inadvertida entre los demás estudiantes, pero no tuvo suerte. El doctor Grotto pareció fijarse en ella mientras abría su cuaderno y su ordenador portátil. Finalmente, se aclaró la garganta y bajó la vista hacia sus apuntes.

– Daremos comienzo al trimestre con Drácula de Bram Stoker, y discutiremos dónde encontró su inspiración. ¿En el cruel Vlad, el Empalador, como cree la mayoría? ¿En Rumania? ¿En Hungría? ¿En Transilvania? -inquirió, pausando para causar más impresión-. ¿O tal vez en otros monstruos históricos, como Elizabeth de Bathory, la condesa que torturaba a sus sirvientas y después se bañaba en su sangre para conservar su declinante belleza? ¿Mito? ¿Leyenda? ¿Hecho? -Grotto prosiguió hablándoles del curso en sí y de lo que requería. Kristi tomó apuntes, pero estaba más interesada en el hombre que en su discurso. Caminaba sutilmente de un lado a otro de la sala, captando la atención de los estudiantes; cautivándolos en apariencia. Alto y ágil, encarnaba el objeto de su lección.

Las imágenes continuaban cambiando detrás de él; desde cutres hasta crueles. Cuando apareció a su espalda un tráiler de la serie de televisión Buffy Cazavampiros, Grotto pulsó un botón de su escritorio. Las luces del techo se encendieron y las cortinas volvieron a su lugar. La imagen de Buffy y su pandilla desapareció y la sala se transformó en un aula corriente.

– Ya es suficiente espectáculo -dijo Grotto y la clase emitió un quejido generalizado-. Ya sé que a todos nos gusta un buen espectáculo, pero esto es un curso académico acreditado, así que confío en que todos hayáis recibido un programa por correo electrónico y que sepáis que hay que leer Drácula de Bram Stoker para finales de semana. Si no es así, venid a verme después de clase.

»En fin, comencemos la discusión… ¿Qué sabéis acerca de los vampiros? ¿Son reales? ¿Son humanos? ¿Realmente se alimentan de sangre humana? ¿Se transforman en una variedad de criaturas? ¿Duermen en ataúdes? Hoy discutiremos lo que sabéis sobre los vampiros, o lo que creéis saber. -Entonces sonrió, mostrando unos relucientes colmillos, tan solo para quitarse la pieza postiza y colocarla sobre la mesa-. Dije que ya había terminado el espectáculo, ¿verdad?

A partir de ese momento, el doctor Grotto retuvo la atención de todo el mundo hasta el final de su charla. La clase estaba despierta con las preguntas de Grotto, así como con sus respuestas, y resultaba muy obvio por qué esa clase era una de las más concurridas en el colegio.

Dominic Grotto podía transformarse con la misma facilidad que las míticas criaturas bajo su estudio. Durante un momento era oscuro y pensativo, y al siguiente animado e ingenioso. Se expresaba con facilidad, y utilizaba toda la parte delantera del aula como su escenario, caminando de un lado a otro, realizando anotaciones en la pizarra o señalando a los estudiantes para que expresaran sus ideas.

Kristi reconoció a varios estudiantes de la clase, un par de ellos que habían estado en su clase de Shakespeare, con el doctor Emmerson, incluyendo a Hiram Calloway; ¿es que no había forma de alejarse de ese bicho raro? De nuevo, descubrió a la amiga de Lucretia de pelo erizado, Trudie, y a Mai Kwan, la chica que vivía debajo de Kristi.

El mundo es un pañuelo, se dijo Kristi, para corregirse en el acto pensando, el campus es un pañuelo. Con menos de trescientos estudiantes en todo el colegio, no era sorprendente descubrir rostros familiares en sus clases.

En cuestión de segundos, la puerta volvió a abrirse y el profesor se distrajo, enfadado, mientras Ariel se deslizaba hacia el interior del aula, ocupando el primer asiento libre que encontró junto a la puerta. Ariel no parecía desear otra cosa que derretirse en su asiento. Kristi la comprendió. Ariel captó la mirada de Kristi, pero desvió la atención hacia su cuaderno, y lo abrió mientras el profesor retomaba su discurso.

Una chica extraña, pensó Kristi, preguntándose sobre la cohibida amiga de Lucretia. Ariel parecía tímida, incluso desamparada; la proverbial flor de alhelí que quería desaparecer en el ambiente. Kristi miró de nuevo a la chica, pero Ariel había levantado su cuaderno, ocultando la mayor parte de su rostro.

¿Aún estaba llorando?

¿Por qué? ¿Era nostalgia? ¿Algo más?

Fuera lo que fuese, el padre Tony había prometido «ocuparse de ello», así que Kristi dirigió toda su atención al frente de la sala.

Escuchó con interés al doctor Grotto, examinando su aspecto. Era alto, tenía unas cejas pobladas y expresivas, una robusta mandíbula y una nariz que parecía como si se hubiera roto un par de veces ya. Sus ojos no eran rojos ni negros, sino de un marrón oscuro; sus labios eran finos; su cuerpo estaba bien formado, como si hiciera ejercicio. Había arrogancia en él, pero también cordialidad, y las palabras de Lucretia resonaron en su cerebro: «Es un hombre maravilloso. Educado. Vivaz».

¿Como opuesto a muerto? No… igual que en «animado», se reprendió Kristi.

Toda esa charla sobre vampiros le estaba afectando. Lucretia había sido verdaderamente rápida al defender al doctor Dominic Grotto, a pesar de sus sospechas. Se había comportado como si aquel hombre fuera casi un dios, por decirlo así, y luego estaba el asunto del anillo…

Kristi observó las manos del profesor. Eran grandes. De aspecto fuerte. Se le notaban las venas cuando escribía en la pizarra. Pero su mano izquierda estaba desnuda. No había anillo de compromiso. Tampoco señales de bronceado o marcas que indicasen que se lo acabara de quitar. ¿Qué le había dicho Ezma en el trabajo? ¿Que había rumores de que Lucretia estaba liada con uno de los profesores? ¿Un gran secreto? Hmmm.

Observó al doctor Grotto y trató de imaginarlo con Lucretia. Simplemente no encajaban. Grotto era lo bastante listo para ella, eso era evidente, pero desprendía una sexualidad innata embutido en sus desgastados vaqueros y su informal jersey negro. Lucretia era la empollona de las empollonas. No es que fuera poco atractiva, sino que socialmente estaba un paso por detrás, casi era presuntuosa en su pseudointelectualidad; pero claro, puede que fuera ese mismo aire de superioridad lo que le había atraído de ella.

Cosas más raras se han visto.

Kristi se reclinó en su asiento y escrutó a su nuevo profesor.

Como Ezma le había advertido, Grotto estaba definitivamente «buenísimo». ¿Estaría implicado en la desaparición de las alumnas? ¿El hombre que quizá había inspirado al culto vampírico que había atraído a Rylee?

Cuando Kristi condujo su coche hasta Baton Rouge por vez primera, las advertencias de su padre habían caído en saco roto, pero ahora que se encontraba allí, en el campus de All Saints, empezaba a pensar que podría existir algo de razón en los temores de Rick Bentz. Cuatro chicas habían desaparecido. Puede que estuviesen muertas. Todas habían asistido a la clase de Grotto sobre vampiros.

¿Una coincidencia?

Kristi no lo creía.

De hecho, pretendía averiguarlo. Empezaría llamando hoy a las familias, los amigos y los vecinos de las chicas, entre clases si era necesario. Algo les había ocurrido a las alumnas ausentes. Algo malo.

Kristi estaba dispuesta a averiguar lo que era.


* * *

Jay salió de la ducha y se secó con una toalla después de un fin de semana arrancando paneles de la pared y reparando las grietas en el yeso que había bajo la fachada de madera. Le dolían los músculos tras horas con cincel y martillo, pero la casa iba cogiendo forma. La mayor parte de la demolición casi había terminado. Tan solo le quedaba un poco de linóleo que quitar y entonces ya estaría listo para reconstruir. Se puso unos calzoncillos, unos pantalones claros y un jersey de algodón; después se encajó unos calcetines y sus zapatos mientras miraba su reloj. Quedaba menos de una hora para su primera clase. Con Kristi Bentz. No había recibido notas de renuncia por parte de nadie, por lo que esperaba verla.

Prepárate para lo peor, pensó; y luego se reprendió por ser tan infantil. Ahora ambos eran adultos. Habían salido juntos cuando eran adolescentes. ¿Y qué? El tiempo había seguido pasando y otras relaciones llegaron y se fueron.

Sonó el teléfono y reconoció el número de Gayle. ¿Qué demonios quería? ¿Y por qué ahora, justo cuando se estaba mentalizando para encontrarse con Kristi, tenía que hablar con ella? Estuvo a punto de no responder. Pero el pensar que realmente podría estar en problemas, que realmente podría necesitarlo, le hizo coger la llamada. El bueno de Jay.

– Hola -dijo sin preámbulos. Ambos disponían de servicio de identificación de llamadas.

– Hola, Jay; ¿cómo estás? -preguntó con aquel dulce y suave acento que una vez había encontrado tan intrigante.

Era una diseñadora de interiores que adoraba las antigüedades y la arquitectura de Nueva Orleans; había crecido en Atlanta, y era la única hija de un juez y su esposa. A Jay le resultó culta, lista, hermosa y divertida. Hasta que empezaron en serio. Fue entonces cuando reconoció su fuerte, inflexible y obsesiva atención a los detalles. ¿Cuántas veces había insistido en que su corbata no hacía juego con la camisa y chaqueta, que sus zapatos estaban pasados de moda o que sus vaqueros estaban demasiado roídos para ser considerados modernos, «cariño»? También su mal humor iba demasiado lejos. ¿Qué le pasaba a su personalidad para que siempre tuviera que escoger mujeres cabezotas e insolentes que podían explotar a cada minuto? Durante un segundo, pensó en Kristi Bentz. ¡Para que hablen de mal humor! El de Kristi era prácticamente legendario. Jay pensaba que su mal criterio para las mujeres era uno de sus peores defectos.

– Estoy bien, Gayle -respondió, comprendiendo que ella estaba esperando una reacción. Esa noche no tenía tiempo para cordialidades-. ¿Y tú?

– Estoy bien, supongo.

– Bien, bien. -Se encontraba cogiendo las llaves y la cartera, asegurándose de que llevaba todo lo necesario. Su mirada revoloteó por el interior de la cabaña para asegurarse de que dejaba todo en orden.

– Pero tengo que serte sincera. A veces me siento sola. A veces te echo de menos -confesó Gayle, devolviendo su atención a la conversación telefónica.

Se le encogió el estómago.

– Creía que estabas saliendo con alguien; un abogado, ¿no? ¿Era Manny o Michael o algo así?

Ella vaciló antes de contestar.

– Es Martin. Pero no es lo mismo.

– Nada lo es. Siempre es diferente; a veces incluso mejor, otras veces peor. -¿Por qué diablos estaba siquiera manteniendo aquella conversación?

– Sé que esta es la noche de tu primera clase y quería desearte suerte -le dijo como si supiera que lo estaba presionando demasiado.

Sí, claro.

– Gracias.

– Lo harás muy bien.

Esa mujer sabía alimentar su ego.

– Eso espero.

– Créeme, a esos críos les va a encantar todo ese rollo tan macabro de los forenses.

– ¿Ah, sí?-Miró su reloj. Hora de marcharse. ¿Dónde demonios estaba la correa? No quería llevar a Bruno a ningún sitio sin ella. Oh, puede que en la camioneta.

– Oh, claro, cariño. Te he oído hablar. ¿Sabes? Me preguntaba…

Aquí está, la verdadera razón de su llamada.

– Sé que pasas la mayoría de los fines de semana allí, en la casa de tus primas, pero cuando vuelvas a la ciudad, llámame. Me encantaría salir a tomar una copa de vino o a cenar o algo así… Ya sabes, sin ataduras.

Era la parte de las ataduras la que no se creía.

– Dudo que tenga tiempo antes de que acabe el trimestre -contestó-. Ando muy liado.

– Lo sé, Jay. Siempre lo estás. Así es como lo prefiero.

De nuevo un cuento chino. Le gustaba tener a un hombre a quien poder dar órdenes. Ahí era donde empezaban y terminaban la mayoría de sus problemas-. Escucha, Gayle; tengo prisa. Cuídate.

– Tú también -susurró ella; y Jay colgó y llamó al perro con un silbido. No estaba dispuesto a caer en la trampa de quedar con Gayle Hall otra vez. Nunca más. Había aprendido la lección, y tenía la cicatriz sobre su ceja para demostrarlo.

Comprobó por dos veces la cerradura de la puerta de atrás, y luego reunió sus apuntes y los introdujo en su sufrido maletín. También llevaba muestras en su interior. Ejemplos de pruebas que compartiría con su clase. La ciencia forense había adquirido importancia desde la emisión de los capítulos de C. S. I. en sus distintas versiones en televisión, y Jay pensaba que parte de su trabajo era señalar la diferencia entre la ficción y los hechos; entre desarrollar un episodio de cuarenta y tantos minutos, y realizar todo el trabajo de preparación y de laboratorio que requería horas y horas en la vida real. Incluso los programas de Tribunal TV eran de alguna forma confusos en cuanto a los días, semanas, meses e incluso años de trabajo policial resumidos en menos de una hora. Aunque los detectives y criminalistas y hasta los patrocinadores recordaban al espectador el tiempo que pasaba, el caso siempre se resolvía en una hora, incluyendo los anuncios. Todo era parte del corto espacio de rapidez de respuesta/acción/reacción en los programas de televisión que los espectadores habían llegado a esperar.

Si tan solo supieran la verdad acerca de los fastuosos laboratorios criminalistas de televisión, que podían conseguir la respuesta a una muestra de adn casi instantáneamente. Extraían fluido corporal, introducían una muestra de dicho fluido en un tubo de ensayo, encendían un interruptor para que girase una centrifugadora, y voilá, resultados de adn. En realidad, llevaba semanas y meses completar el proceso, y luego estaba el asunto de todas las pruebas que habían sido destruidas por el huracán. No solamente pruebas que podían condenar a un criminal, sino pruebas que podrían exculpar a un hombre inocente. O mujer. Se ponía enfermo de pensarlo.

Cerró la puerta principal después de salir, silbó al perro y luego, con Bruno pegado a sus suelas, caminó rápidamente hacia la camioneta. La lluvia que había castigado esa parte de Luisiana durante todo el día, había cesado, dejando la tierra mojada y el aire pesado, con una espesa niebla que parecía elevarse hasta las esqueléticas y blanquecinas ramas de los cipreses.

Era una noche perfecta para presentar la asignatura del homicidio.


* * *

Emergiendo fácilmente de la piscina, Vlad permaneció en el borde de las trémulas profundidades y sintió como el agua refrescaba su piel. El foco bajo la superficie del agua y el monitor de su pequeño ordenador proporcionaban la única iluminación en su refugio especial. Adoraba el ósculo del aire frío contra su húmeda carne, pero disponía de poco tiempo para saborearlo. Tenía mucho por hacer.

Y un problema que lo atormentaba. Había intentado ignorarlo, había pasado meses diciéndose a sí mismo que no tenía importancia, pero cada día que pasaba, se sentía un poco más irritado, un poco más obligado a corregir su estúpido error.

Había esperado que el atrapar a la última chica lo hubiera calmado, pero no fue así. No por completo. A pesar de que la sumisión y muerte final de Rylee lo emocionó, el hecho de haber fallado le corroía. Lo distraía. Incluso ahora, se encontraba mordiéndose las uñas y escupiéndolas en la piscina; luego se obligó a dejar aquella desagradable costumbre que padecía desde su infancia, cuando estaba seguro de que su padre regresaría, descubriría que se había metido en problemas y lo encerraría en el viejo retrete.

Ante ese pensamiento se le revolvió el estómago, así que desterró todas las imágenes de su infancia. Después de todo, el viejo se había llevado lo suyo, ¿verdad?

Vlad sonrió al recordar las ensangrentadas púas de la horca en el extraño accidente de granja de su padre. Había pasado horas relatando el horror de encontrar a su padre en el suelo del granero; cómo el viejo había caído desde la planta superior y sobre un fardo roto donde habían dejado la horca. Vlad había admitido que dejó la herramienta donde no debía estar. Y si la horca no hubiera atravesado la arteria femoral, cómo su padre podría haber sobrevivido. En cambio, el viejo había yacido sobre la horca como una tortuga sobre su espalda, con la pelvis destrozada, sin que nadie oyera sus gritos hasta que Vlad regresó de la casa del vecino para encontrar al hombre que le había criado en un charco de sangre coagulada. Qué desafortunado había sido que aquel fin de semana su madre se encontrara fuera, visitando a su hermana.

Pero la muerte del viejo no podía remediar la situación actual.

Vlad se enorgullecía de su perfeccionismo, y el hecho de haber cometido un error lo molestaba.

Caminó hasta el extremo más alejado de la piscina, hasta el interior de un pequeño hueco donde aún había un grupo de taquillas metálicas. Estaban vacías salvo la que reservaba para sus tesoros, aquellos que conservaba confinados. Hábilmente, en la penumbra, envuelto en el olor del cloro que había añadido, marcó la combinación de la cerradura y abrió la puerta oxidada.

En el interior, había varias filas de pequeños ganchos negros. Tres, en la fila superior, reservados para la élite, los que consideraba superiores, estaban marcados con el nombre de su propietaria, y sostenían un collar de oro del que colgaba un diminuto vial. Cuidadosamente, extrajo una de las cadenas de oro y la sostuvo a la luz para poder ver el profundo color rojo a través del cristal… igual que un vino caro, pensó. Con suavidad, desenroscó la tapa del vial y lo sostuvo bajo su nariz. Inhaló el dulce y cobrizo aroma de la sangre de Monique. Cerró los ojos y recordó cómo se había resistido. Como la atleta que era, combatió los efectos de las drogas y, al sujetarla, había llegado a escupirle en la cara.

Él se había reído y lo había introducido en su boca con la lengua, y fue entonces cuando pudo ver su miedo. No era por sujetarle las muñecas o inmovilizar su peso con las piernas, sino que disfrutaba de sus ansias de lucha, y eso la asustaba hasta el extremo.

Había visto la dilatación de sus pupilas, lo notó en la agitación de su pecho mientras la sujetaba, esperando que el cóctel que se había tomado le hiciera efecto por completo. Había sido testigo de sus intentos de lucha sobre el escenario, antes de sucumbir definitivamente ante él. Había sospechado que resultaría difícil, una luchadora. Y ella no lo había decepcionado.

La suya no fue una vida entregada fácilmente.

Al pensar ahora en Monique, se relamió los labios. Extraer su sangre había sido exquisito; contemplar su respiración volviéndose débil y vacía, ver su piel palidecer, sentir sus latidos ralentizarse y finalmente detenerse por completo, y luego mirarla a los ojos, abiertos y sin vida…

Se estremeció al revivir el momento, pero aquello no sería suficiente. Los recuerdos desaparecían con demasiada rapidez.

Afortunadamente, su sed de sangre se vería saciada.

Tapó el pequeño envase y lo observó tambalearse y brillar durante un segundo antes de devolverlo al interior de la taquilla.

Los ganchos vacíos se burlaban de él, especialmente el señalado con el nombre de Tara Atwater. Una vieja rabia ardió en su interior cuando pensó en cómo aquella pequeña zorra había tratado de desafiarle, había escondido el tesoro que él tanto apreciaba. Ninguna amenaza o medida de fuerza fueron suficientes para soltar su lengua, y murió rápidamente, casi de forma voluntaria, con poca resistencia en su interior.

Pero ella había mostrado la más leve de las sonrisas al derramar su sangre y liberar su alma, como si de alguna manera hubiera ganado la batalla.

Sus dientes rechinaron al contemplar la imperfección.

El vial estaba ahí fuera. Solo tenía que encontrarlo.

Por supuesto, lo había intentado, pero sin resultado.

Pero no se daría por vencido.

Cerró de un golpe la puerta de la taquilla. ¡Bam! El sonido resonó en las paredes, y él se dirigió, todavía desnudo, hacia la cavernosa habitación con la piscina y la celdilla que utilizaba a modo de oficina. El agua reflejaba cambiantes sombras azuladas sobre las paredes y el techo; la luz de su ordenador vibraba ligeramente.

Lo más probable era que el vial se encontrase en el apartamento de Tara, escondido en alguna parte. Hasta ahora, había tenido cuidado de mantenerse alejado del vacío estudio con aquella vieja patrona entrometida. Pero ahora tenía más de un motivo para volver. No solo estaba convencido de que el pequeño vial estaba escondido en algún lugar de la propiedad, sino que ahora Kristi Bentz ocupaba el apartamento que tenía que registrar.

Lo cual era perfecto.

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