Boomer Moss había cazado caimanes toda su vida. A veces lo había hecho legalmente, con mosca y durante la temporada, y otras veces no, igual que esa noche. Pensaba que los caimanes eran unos hijoputas sin corazón que merecían morir, y si él podía sacar unos cuantos pavos con sus pieles, cabezas y su carne, pues todavía mejor. Le estaba haciendo al mundo un enorme favor eliminando a esos bastardos, una vida reptante cada vez.
El hecho de que existiera una temporada para su caza, señuelos para comprar y permisos para solicitar al ayuntamiento le importaba realmente poco. Su familia había estado cazando en los pantanos, lagunas, lagos y canales de alrededor de Nueva Orleans durante unos doscientos años, no servía de nada decirle lo que tenía que hacer.
Además, cazar en los pantanos a oscuras era una experiencia como pocas. Boomer llevaba unas cuantas cervezas metidas en una nevera mientras recorría las negras aguas y pasaba junto a los fantasmales y esqueléticos troncos y raíces de los cipreses. Tenía sus lazos preparados, pero nunca sabías cuándo podías cruzarte con un caimán en el agua, hibernando o no.
En ocasiones, mataba a un mapache, una zarigüeya o una serpiente si se le presentaba la oportunidad. Pensaba que aquellos pantanos le pertenecían. Allí, era él quien mandaba, y la generosidad de aquella zona encharcada era toda para él. No quería molestarse con señuelos; diablos, no. Y sabía que un mapache o una mofeta eran mejores como cebo que las vísceras de vaca permitidas por el estado.
Una vez más, el Gobierno debería tener mejores cosas de las que preocuparse. ¡Cristo! Utilizando el rayo de luz de una pesada linterna, Boomer peinaba el agua, esperando ver ojos que emergiesen de la oscuridad, justo sobre la negra superficie del agua. Los caimanes eran lentos en aquella temporada del año, casi aletargados, pero no imposibles de encontrar.
Dispuso sus trampas y por la mañana esperaba tener al menos a uno de esos cabrones, puede que cinco o seis si tenía suerte. Por el momento, estaría al acecho, comprobaría el cebo que había atado medio metro sobre el agua, esperando atraer a un caimán para que saltara, enganchándose en el anzuelo.
Él veía sus ojos en la oscuridad, y comprendía que ellos no solamente lo veían, sino que podían sentirlo mientras realizaban cualquier movimiento en el agua. Eran unos lagartos con unos dientes endiabladamente grandes. Oyó un chapoteo, vio a uno que se deslizaba en el agua, no muy lejos de un nido donde la hierba había sido aplastada, advirtió la acumulación de lodo y hierba que indicaban el lugar donde había depositado sus huevos.
– Vamos, mamas -dijo con una voz de arrullo-. Venid todas aquí con papá. -Aguardó, mirando a su alrededor con su pistola del calibre veintidós en una mano. Pero aquella hembra de caimán se escondía en las sombras, lejos del rayo de su linterna, así que avanzó lentamente, con una mano sobre el timón, los sonidos de la noche penetrando en sus oídos: el vibrante aleteo de los murciélagos, el canto del búho, el croar de las ranas, el zumbido de algunos insectos sobre el murmullo del motor fueraborda del bote. De vez en cuando oía un chapoteo proveniente de algún pez que saltaba, o de un caimán arrastrándose hacia las tranquilas aguas.
Se pasaba horas al acecho, sin acercarse lo bastante para dispararle a un maldito caimán y cargarlo en el bote, sino explorando el pantano. Con el transcurso de las horas, dio cuenta de seis latas de cerveza Lone Star y dos sándwiches de ostra frita de Mindy Jo.
Finalmente, al acabar la noche, comprobaba sus trampas. La primera estaba vacía, el cebo arrancado con limpieza.
– Mierda -espetó, poniendo la embarcación rumbo a la siguiente trampa; y allí, colgando parcialmente en el aire, había un caimán. Tenía dos metros y medio si no le fallaba el ojo-. Aleluya, hermano -dijo Boomer, acercándose lo suficiente para poder levantar su pistola hasta el pequeño cerebro de la criatura. Disparó. Sonó una potente explosión. Tenía que asegurarse de que el reptil estaba bien muerto antes de empezar a rajarle. Boomer estaba seguro de que no deseaba tener a ningún caimán de doscientos kilos alborotando en el bote. Ya era bastante delicado tratar con uno muerto.
Tanteó al reptil con un remo y luego, seguro de que el enorme animal estaba muerto, metió cuidadosamente el imponente cadáver en el fondo del bote. El caimán era un ejemplar de primera, sin muchas marcas en la piel. Sacaría un buen precio. Sintiendo que la noche no había sido un completo desperdicio, Boomer comprobó las demás trampas; encontró el cebo aún colgando sobre el agua sin ningún caimán apresado en ellas. Podría dejar el cebo en las trampas por el momento. Todavía podía tener suerte.
Puso el bote en dirección opuesta, hacia el muelle donde estaba aparcada su camioneta. No se molestó en destripar a su trofeo, simplemente envolvió al saurio en una lona mojada; lo remolcaría hasta la parte de atrás de la camioneta y conduciría de vuelta hasta su casa, un hogar prefabricado sobre bloques de cemento en el interior del bosque.
Boomer se sentía bien. Llegaría a casa, se daría una ducha, después despertaría a su mujer y le echaría un buen polvo, igual que hacía siempre tras una exitosa jornada de caza. Apenas podía esperar; sus manos apretaban el volante mientras el viejo Chevy se sacudía y bamboleaba sobre los baches de la superficie de gravilla que llevaba hasta su casa.
Mindy Jo nunca se quejaba de que la despertase para el sexo, no señor. Probablemente ahora estaba en casa, esperándolo, con el coño ya mojado. A ella le encantaba cuando la testosterona fluía plenamente por su cuerpo tras la emoción de la caza. Se pasaría horas en la cama grande y vieja que compartían, metiéndosela hasta el fondo una y otra vez, empujando encima de ella como un jodido potro salvaje.
Se pondría tan caliente que incluso le dejaría azotarle las nalgas durante el acto. ¡Dios, cómo le gustaba eso!
Una vez en casa, aparcó en el garaje, puso algo de hielo sobre la lona y después entró. Decidió olvidarse de la ducha y ver lo que ella opinaba del olor de la caza… ya lo había hecho una o dos veces y aquella mañana parecía una idea jodidamente buena, de forma que se desprendió de su ropa de caza, dejó los pantalones de camuflaje y los calzoncillos amontonados en la cocina, delante de la nueva lavadora y la secadora, y finalmente entró en el dormitorio.
Llegaba el soberano de su reino.
Estaba oscuro, las opacas cortinas echadas, y olía a humo de tabaco y a los malditos gatos que ella insistió en que rondaran el lugar.
– ¿Eres tú, cariño? -murmuró ella, con el rostro enterrado en la almohada.
– Oh, sí -contestó él-, claro que soy yo, y estoy tan caliente que voy a reventar. He atrapado un jodido caimán de dos pares.
– ¡Oh, vaya!
Él rozó su muslo con un dedo y ella se apartó, con un sonido quejumbroso y cansado. No se lo tragaba. Arrodillándose a su lado, sobre el colchón, con la polla dura como una piedra, volvió a tocarla.
– ¿Me has oído? Es una buena pieza. -Deslizó una mano sobre su cuerpo, y tocó sus pechos.
– ¡Oh, Boomer! Ahora no. Déjame en paz.
– Ni hablar, nena -replicó él, y ella suspiró, ya despierta. A lo mejor tenía suerte. A lo mejor se la chupaba.
– ¡Oooh, Dios!, apestas. -Ella se dio la vuelta hacia él, con la boca a tan solo unos centímetros de su polla-. ¿No te has duchado?
– Qué va.
– ¡Por Dios, Boomer! ¡Ve a lavarte!
Pero él ya se había inclinado para besarla, y tomó una de sus pequeñas y suaves manos y la puso sobre su pene.
– No puedo esperar, nena. Eres tan jodidamente hermosa.
– Y tú eres un mentiroso hijo de puta. Aquí está demasiado oscuro para ver nada.
– Te veo en mi cabeza, cariño.
– Menuda sarta de gilipolleces -dijo ella, pero sus dedos ya se movían a su alrededor y, cuando se arrimó hacia ella, abrió su boca para besarle con una intensidad que siempre tenía por las mañanas. Una y otra vez parecía que por la noche estaba demasiado cansada para el sexo y se lo quitaba de encima, pero se despertaba cachonda por las mañanas y a él le parecía bien.
Se puso encima de ella y decidió que, ya que había estado despierto toda la noche, no emplearía demasiado tiempo en complacerla. No señor. Lo haría de forma rápida y dura; tocaría todos sus puntos erógenos y, una vez que sintiera su cuerpo empezar a moverse contra él, profiriendo esos gemidos suaves, terminaría el trabajo. Sin embargo, había acelerado las cosas. Juzgó mal su reacción. Ella estaba un poco rígida esa mañana, algo adormilada o sin poner de su parte como normalmente hacía y, para cuando la tuvo bien mojada por dentro, no pudo esperar y se corrió en un suspiro, antes de que estuviese lista, montado sobre ella justo igual que con el caimán muerto.
Lo cual la sacó de sus casillas.
– Pedazo de inútil -espetó, empujándolo a un lado de la cama-. ¿Qué coño te crees que estás haciendo?
– No importa, nena, me ocuparé de ti.
– Olvídalo. No estoy de humor. -Él intentó besarla rudamente y ella lo apartó-. Déjalo Boomer. Ya has descargado tus pelotas, ahora déjame tranquila. -Rodó hasta un lado de la cama y palpó con sus dedos sobre la mesita de noche, buscando a tientas sus cigarrillos. Uno de sus estúpidos gatos anduvo sobre la almohada rozando la nariz de Boomer con su cola, y recordándole que nunca estaban solos, no con todos esos malditos felinos paseándose por la casa.
Boomer cerró los ojos y pensó en dormir unas cuantas horas. El caimán estaba a buen recaudo, metido en hielo como debía ser. Oyó el chasquido de un encendedor, después olió el tabaco ardiendo cuando ella dio una calada. Estaba tan cansado que se durmió y tan solo abrió un ojo cuando la sintió moverse casi seis horas más tarde. Él quería seguir durmiendo; demonios, se lo merecía; pero tenía que comprobar el estado del caimán y asegurarse de que aún estaba frío y, además, los condenados gallos de Banty que pertenecían a Jed Stomp, el gilipollas de su vecino, estaban cantando en un tono tan estridente como para despertar a los muertos.
Al levantarse de la cama, le sobrevino un ligero dolor de cabeza. Le propinó una juguetona palmadita al redondeado trasero desnudo de Mindy Jo antes de dirigirse a la cocina, donde volvió a vestirse con su ropa de caza.
El sol estaba en lo alto de aquel cielo invernal; el día prometía ser algo caluroso para el mes de enero. Un cuervo permanecía posado sobre el pico del tejado, vigilándolo y emitiendo molestos graznidos.
– Oh, cállate -gruñó, deseando tener a mano su calibre veintidós. Maldito bicho ruidoso.
Una vez en el garaje, abrió la parte de atrás de la camioneta y después arrastró al caimán con la lona hasta la gravilla del camino de entrada. Los graznidos del cuervo fueron acompañados por el canto de un arrendajo. Para mayor ruido, oyó el maldito estruendo del molinillo de café, que provenía del interior de la casa. Mindy Jo se había levantado y realizaba su acostumbrado ritual de moler café, lo que él consideraba una innecesaria molestia cuando podías comprar una lata de Folgers por menos dinero en el Piggly Wiggly.
Haciendo caso omiso de la cacofonía mañanera, Boomer cogió su cuchillo más afilado y se dispuso a cortar al caimán. Era un duro trabajo, pero él ya se imaginaba contando los dólares en su cabeza y pensando en ir a comprobar las demás trampas más tarde. Quizá hubiera tenido suerte. Justo al acabar la pringosa tarea, oyó el crujido de la puerta exterior antes de cerrarse de golpe.
Mindy Jo, ataviada con una especie de bata oriental, zapatillas rosas y un echarpe de falsas plumas de avestruz, caminó sobre el porche protegido por una mampara. Sostenía una humeante taza de café en una mano y un cigarrillo encendido en la otra. Tres de aquellos miserables gatos zigzagueaban entre sus piernas. El macho gris, sin cola y con tan solo un ojo, tuvo el valor de mirarlo. Dios, cómo odiaba a ese estúpido felino.
– Es una buena pieza -dijo ella, sin poner un pie fuera del porche al ver el cadáver del caimán-. ¿Solo uno? -Le dio una calada a su cigarrillo y echó la cabeza hacia atrás para exhalar una bocanada de humo por un lado de la boca.
– Por ahora. Volveré a mirar las trampas algo más tarde. -Estaba sudando, esforzándose en destripar al animal-. Y no tiene demasiadas marcas. La piel es buena. Este pellejo me hará ganar una pasta.
– Estupendo -comentó ella, inhalando con fuerza su cigarrillo. El gallo de Banty empezó de nuevo con su cantinela. Mindy Jo ignoró el molesto sonido-. ¿Quieres cereales y beicon?
– Sí.
– ¿Y huevos?
– Claro… oye… ¿Qué demonios? -Vio algo que parecía no estar bien. Había destripado un jodido montón de caimanes en toda su vida y jamás había visto un estómago tan extrañamente deformado-. ¿Con qué cojones te has estado alimentando, grandullón?
– ¡Ni se te ocurra abrirle las tripas aquí! -chilló Mindy Jo.
Pero ya era tarde. La curiosidad de Boomer ya había podido con él. Abrió en canal el estómago y su interior, que apestaba a ácidos estomacales y a pescado muerto, se descubrió.
Boomer se retiró de un salto.
– ¡Santo Dios! -Casi vomitó ante aquel panorama.
– ¿Qué? -inquirió Mindy Jo.
– Creo que tenemos problemas -dijo él, preguntándose cómo demonios iba a explicar que obviamente había cazado al caimán, e inmediatamente comenzó a inventarse varias mentiras para salvar su propio pescuezo. Pero Boomer tenía conciencia-. Problemas gordos. -¿Cómo podía explicar aquello?-. Llama al sheriff.
– ¿Al sheriff?-Mindy Jo bajó en zapatillas los dos escalones y recorrió el camino de ladrillos hacia él.
– Haz lo que te digo. Este caimán no ha estado picoteando en el Fig Newton, eso seguro.
El ruido de las pisadas se extinguió y la sombra de Mindy Jo pasó por encima de él y del interior del estómago del reptil muerto.
– ¡Señor Jesús! -murmuró, con los ojos clavados en el nauseabundo contenido de las vísceras del animal. Entre los cangrejos, ranas, tortugas y peces yacía un brazo, un verdadero brazo de mujer y su mano, con las uñas pintadas y todo.
Flap, flap, flap.
Kristi se desplazaba limpiamente a través del agua de la piscina, respirando rítmicamente, sintiendo la tensión en sus músculos. Llevaba algo más de media hora, ya casi para cuarenta minutos.
El olor a cloro estaba por todas partes y las ventanas de la piscina del colegio estaban empañadas, pero aparte de un tipo mayor a algunas calles de distancia, tenía toda el agua para ella sola.
No había nadado desde hacía más de un mes y le sentaba genial. El ejercicio le despejaba la mente.
Flap.
Pensó en Jay y tenía que admitir que le había gustado volver a verlo. Pero solo como amigo…
Flap.
No había encontrado nada entre los objetos personales de Tara Atwater, pero volvería a mirar. Tenía que existir alguna prueba sobre su desaparición en el mismo maldito apartamento en el que vivió.
Flap.
Ariel y el padre de Kristi estaban vivos, desde luego. Así que su visión en blanco y negro podría ser solamente algo físico, y no alguna especie de percepción extrasensorial o visión de futuro.
Flap.
No existían tales cosas como los vampiros. Y ella iba a hablar con el profesor Grotto para ver lo que tenía que decir por sí mismo. Después, puede que con la policía.
Flap.
A lo mejor debería llamar a Jay… Ni hablar. Kristi necesitaba su ayuda, sí, pero eso era todo. No estaba tratando de comenzar una nueva relación con él.
Flap.
¡Mentirosa! Hay algo en él que te fascina. ¡Maldita sea!
No podía pensar en Jay McKnight como un hombre. Esa parte de su relación estaba acabada desde hacía ya mucho tiempo. Aun así… encontraba encantadora su manera de retirarse el pelo de los ojos; atractiva, su juvenil sonrisa en una de las comisuras de sus labios, y fascinante la forma en que sus ojos se nublaban con humor o interés. Dios santo, Kristi era un desastre cuando se trataba de aquel hombre.
Se dijo a sí misma que no lo deseaba antes y que no podía desearlo ahora. ¿Sería por todo aquello de la fruta prohibida? Era algo totalmente sobrevalorado. Aunque pensaba en él de una manera que no debería, y eso realmente la sacaba de quicio.
Al llegar al borde de la piscina, levantó la mirada hacia el reloj. Cuarenta y tres minutos. Ya era suficiente. Respiraba con fuerza cuando apoyó sus manos en el bordillo y se impulsó hasta alcanzar la superficie de cemento. ¿Qué tenía Jay que la atraía tanto? Cogió su toalla de una percha junto al vestuario y se secó vigorosamente. Tenía que apartar a Jay de su vida.
Miró sobre la azulada superficie del agua y se dio cuenta de que el anciano que estaba nadando cuando ella se arrojó al agua ya se había marchado. Se encontraba sola en la piscina y con las ventanas empañadas.
En el exterior, parecía que la noche estaba cayendo, las sombras de la última hora de la tarde reptaban a través de las ventanas. De repente sintió que alguien la estaba vigilando a través del cristal, alguien a quien ella no podía ver. Su cuerpo tembló convulsivamente. Reprendiéndose por aquel miedo, se frotó la cara.
No exageres. Toda la investigación acerca de las chicas desaparecidas te está afectando.
En el interior del vestuario de las chicas, Kristi se quitó el bañador mojado, se duchó y se puso unos vaqueros y una sudadera. Mientras abandonaba el edificio, deseó una vez más tener su bicicleta en lugar de tener que cruzar el campus a pie. No es que fuera a estar sola; había numerosos estudiantes de camino a una clase nocturna, la biblioteca o sus residencias. Muchas de las personas con las que se cruzó estaban reunidas en grupos, o escuchando sus iPods o hablando por teléfono. Nada fuera de lo normal, excepto que observó por el rabillo del ojo a una chica alta y rubia que había visto en alguna de sus clases, y la piel de la chica cambió delante de sus ojos; el color se diluía de su piel.
¡Aquello era de locos!
¿Es que Kristi no se acababa de convencer a sí misma de que todo ese aspecto gris pálido no era más que algún truco de su mente? Ariel seguía con vida. Su padre aún caminaba sobre la tierra, persiguiendo chicos malos para el departamento de policía de Nueva Orleans. Aquel asunto del blanco y negro era producto de su imaginación; un problema suyo. Aunque…
Kristi continuó siguiendo a la chica pálida, quien caminaba a velocidad de récord más allá de la capilla. Casi se vio obligada a correr para mantenerla al alcance de la vista y le preocupaba el hecho de que estuviese saliendo de All Saints, dirigiéndose a un aparcamiento ajeno al campus.
– ¡Maldita sea! -espetó, preguntándose lo que le diría a la chica rubia en el caso de que consiguiera darle alcance. ¿Te encuentras bien? Oye, estás muy pálida. ¿Necesitas una compañera de estudio para la clase del doctor Grotto?
»Flojo, flojo, flojo -murmuró para sí mientras la chica llegaba hasta la verja de la casa Wagner, entraba y comenzaba a subir los escalones.
Pero el museo estaba cerrado.
Kristi vaciló. La rubia (¿cuál era su nombre? ¿Maren o Marie? Algo parecido) había entrado sin problemas.
Tras un momento, Kristi cruzó la verja principal a grandes zancadas como si entrar en la casa Wagner hubiera sido su intención desde el principio, y subió los escalones como una exhalación. Aunque había una señal de «Cerrado» en la puerta junto con el horario de visitas, probó suerte con la manivela y la puerta con paneles de cristal se abrió. Vaya, pensó ella, atravesando el umbral y colándose dentro. El pestillo chasqueó suavemente a su espalda y se encontró a solas. En la casa supuestamente encantada. Sin rastro de la rubia.
El vestíbulo, decorado con una mesa antigua y una placa que contaba una escueta historia de la casa, se encontraba vacío. Una solitaria lámpara Tiffany que brillaba con tonos ambarinos y azules arrojaba algo de iluminación sobre las más oscuras sombras de la sala.
Desde la entrada, unas escaleras llevaban hasta los pisos superiores, y había un salón recibidor a la derecha. Este también estaba iluminado por una sola lámpara, dejando el resto del habitáculo ensombrecido. Había antigüedades y obras de arte alrededor de una alfombra estampada y una chimenea con incrustaciones de marfil, y ventanas con parteluces flanqueaban una librería que iba desde el suelo hasta el techo, atestada de ejemplares encuadernados en cuero con aspecto de ser muy antiguos.
Por lo que ella sabía, aquella casa había pertenecido a Ludwig Wagner, el primer colono de la zona, un rico barón del algodón que había legado su propiedad y parte de su fortuna no solamente a sus hijos, sino también a la Iglesia católica, con el propósito de construir el colegio All Saints. Varios de sus descendientes aún formaban parte de la junta y desempeñaban cargos políticos activos en el colegio. Pero la casa había sido conservada, utilizada para fiestas de etiqueta y abría algunas tardes como museo. Las cuerdas de terciopelo, que obligaban a la gente que acudía a ver la casa a pasear por las habitaciones sin tocar nada, aún estaban colocadas.
Cuando Kristi llegó al pie de las escaleras, no vio a Marcia, o Marcy, o lo que sea, por ninguna parte. La casa estaba en silencio. No se oía nada. Pero el suave aroma de su perfume aún permanecía allí. Kristi pensó en llamarla, pero cambió de idea.
Unos pocos días antes, Ariel y sus amigas habían entrado en aquella grandiosa y vieja mansión. Kristi no lo había pensado en ese momento; el museo estaba abierto. Pero ahora…
Entró en el comedor, donde una larga mesa cubierta con un tapete y un candelabro resplandecían en la parcial penumbra. Había una pared ocupada con un armario empotrado de caoba oscura, y una abertura en forma de arco llevaba hasta una cocina que estaba acordonada. Kristi saltó sobre la barrera de terciopelo y, tras buscar en su bolso, extrajo sus llaves y la minúscula linterna del llavero. El rayo de luz era pequeño aunque intenso, y la ayudó a encontrar el camino. Miró alrededor de la obsoleta habitación, la cual todavía albergaba una estufa de leña junto a la cocina de gas, más moderna. Una mantequera descansaba en un rincón y la puerta de atrás llevaba hasta un enorme balcón. Kristi se quedó mirando por los ventanales, pero no abrió las puertas por miedo a disparar alguna alarma.
Escuchó con atención, esperando oír algún ruido, pero en la casa reinaba un silencio de muerte. No se oía el movimiento del aire, ni el zumbido de un frigorífico, ni los chasquidos de un reloj. Todo lo que podía oír eran los amortiguados latidos de su propio corazón, y sus propias pisadas, apagadas por sus zapatillas de deporte.
¿Dónde se había metido la rubia?
¿Iba a encontrarse con alguien?
¿Era allí donde trabajaba?
¿Era una especie de refugio?
En el exterior, la noche casi había caído por completo; la oscuridad cubría las ventanas; los escasos focos de luz proyectados por las lámparas bien situadas no tenían calidez alguna. La casa estaba fría y silenciosa, carente de calor.
Como si no tuviese alma.
¡Oh, Dios, por favor!; se reprendió a sí misma en silencio. Ahora estaba empezando a caer en la trampa de todo lo que había estado leyendo acerca de las sangrientas tragedias de Shakespeare que su profesor «motero», el doctor Emmerson, les había encargado leer. Aquellas obras con sus sentimientos de culpa y sus fantasmas ya eran suficientes, pero luego estaban aquellas criaturas sedientas de sangre de la clase del señor Grotto. Empezó a pensar en Grotto: alto, moreno, guapo y taciturno; con unos ojos que parecían ver el interior de la mente de una persona.
No fue más que una actuación, se recordó a sí misma. Dramatismo.
Prosiguió su camino, más allá de la puerta de la despensa y de otra que estaba cerrada con llave y que daba, suponía, a una alacena o a una serie de escalones que llevaban hasta el sótano. Rodeó la parte de atrás de las escaleras, pasando junto a una pared llena de perchas para abrigos, hasta llegar de nuevo a la parte delantera de la casa sin hacer un solo ruido. Una vez más se encontraba al pie de las sombrías y acordonadas escaleras. Kristi se quedó mirando hacia la oscuridad de la parte superior. Allí no había luces encendidas. ¿Se atrevía?
Vaciló, después se acusó mentalmente de ser una cobardica. La rubia (Marnie, así se llamaba) estaba allí dentro, en alguna parte.
Rápidamente, antes de que pudiera cambiar de opinión, saltó por encima del cordón de terciopelo y comenzó a ascender los anchos escalones. Apenas hacía ruido, ya que una desteñida moqueta con motivos florales amortiguaba sus pisadas; la tímida luz azulada de su linterna le mostraba el camino.
En el recodo, se encontró la oscura silueta de un hombre en el rincón.
¡Oh, Dios!
Kristi jadeó, sus dedos buscaron el espray en su bolso.
Estaba a punto de huir cuando se dio cuenta de que el hombre seguía inmóvil, así que le apuntó con la linterna solo para comprender que aquello no era ningún hombre, sino una armadura colocada junto a la ventana del recodo.
Kristi apretó los dientes y contó hasta diez.
Enderezando la espalda, se apresuró en subir los escalones restantes hasta la segunda planta, donde esperaba encontrar un largo pasillo con una hilera de puertas cerradas con acceso a dormitorios. En cambio, las escaleras se abrían a una amplia biblioteca repleta de altos y estrechos estantes, y un rincón de lectura que albergaba sillas y un banco junto a la ventana. Enfrente de los estantes había un piano de media cola, una partitura abierta sobre las teclas y un silenciado metrónomo, posado sobre la reluciente madera.
Kristi pasó junto al piano y los estantes. Más adelante había un pasillo que llevaba hasta un grupo de habitaciones: dos dormitorios separados por un lujoso cuarto de baño que obviamente había sido añadido después de que la casa fuese construida originariamente. En uno de los dormitorios había una cama con dosel, decorada con motivos florales y almohadones, junto a una chimenea con azulejos pintados a mano, mientras que el otro tenía un mobiliario más pesado y masculino; un rifle de caza reposaba sobre la repisa de una imponente chimenea de piedra.
Un montón de antigüedades.
Pero ni rastro de la rubia.
Por un segundo, Kristi se preguntó si la chica habría entrado por la puerta principal antes de cruzar la planta baja y salir por la cocina. A lo mejor había cometido un error.
Cabía la posibilidad de que registrar toda aquella casa no fuese más que una enorme pérdida de tiempo. Aunque…
Regresó de nuevo a la escalera, iluminando con su linterna los escalones que llevaban hasta la tercera planta.
– De perdidos al río -se dijo, y comenzó a subir la escalera. Los escalones se estrechaban a medida que llegaban a la planta superior. En lo alto estaba el esperado pasillo con puertas a ambos lados.
Se le erizó el vello de la nuca al recordarse registrando los complejos y desalmados pasillos del hospital mental abandonado, Nuestra Señora de las Virtudes, en las afueras de Nueva Orleans, y el psicópata que encontró en su interior. Los recuerdos la hicieron vacilar. La casa Wagner era muy diferente del viejo manicomio, pero meter las narices en la imponente y antigua estructura le hizo recordar con demasiada claridad los hechos que terminaron en su estancia hospitalaria y su estado posterior.
Aferrándose a su coraje, Kristi puso una mano sobre el primer picaporte y abrió la puerta lentamente. Las viejas bisagras chirriaron.
Genial. Anuncia tu llegada a cualquiera que haya ahí escondido.
La sala estaba decorada como el dormitorio de un niño. Había una pequeña cama blanca encajada en un rincón, y un caballito balancín con la pintura desteñida y las crines y cola de cáñamo situado junto a la ventana… y se movía ligeramente.
Hacia delante y hacia atrás sobre los balancines.
Como si el fantasma de un niño lo estuviese montando.
A Kristi casi se le cayó la linterna.
En aquella solitaria mansión, donde el aire permanecía quieto y muerto, el caballito se balanceaba.
Fue aminorando hasta detenerse, pero el corazón de Kristi latía desbocado.
La puerta del armario estaba cerrada. Kristi se pasó la lengua por los labios. ¿Se atrevería a abrirla? ¿Y si…?
Levantó la linterna por encima del hombro, situó la otra mano sobre el pomo y tiró con fuerza.
La puerta se abrió de golpe, revelando un espacio oscuro y vacío con perchas y una barra, pero nada más. No había asesino o secuestrador de mujeres preparado para abalanzarse sobre ella, ni vampiros mostrando sus colmillos blancos y afilados goteando sangre, ni fantasmas de niños malditos que susurraban: «Ayúdame».
Kristi estuvo a punto de caerse al suelo de puro alivio. El poder de la atmósfera. Vaya.
Entonces se dio cuenta de la presencia de otra puerta, una puerta de cristal que separaba esa habitación de la siguiente. La atravesó y encontró otro cuarto, de nuevo un dormitorio infantil con una cama pequeña y una mesa en la que reposaba una casa de muñecas victoriana, con sus diminutas estancias decoradas al detalle.
Volvió sobre sus pasos hasta el pasillo. Las otras dos habitaciones eran parecidas, un nuevo dormitorio con una cama más grande y una pequeña silla de ruedas aparcada junto al armazón metálico, el cual estaba cubierto de animales de peluche; y el último, decorado como si hubiera sido ocupado por un chico interesado en barcos y pesca. Había un juego de tabas esparcido sobre una mesa, junto a un viejo tirachinas.
Pero, una vez más, ni rastro de la rubia de rasgos grises que huía a través del campus.
Kristi avanzó hacia la ventana y contempló la noche. Desde aquel lugar, podía ver más allá del patio en el centro del campus y de otros cuantos edificios. A través de los árboles, oteó el muro al otro extremo. Más lejos aún, era visible una hilera de tejados, iluminados por una farola de la calle. Las buhardillas asomaban los picos de sus hastiales y una luz iluminaba el espacio interior. Estaban demasiado lejos para ver claramente la habitación, pero…
El corazón se le encogió.
¿Era aquel su apartamento?
Entrecerró los ojos, con el corazón palpitante ante la idea de que alguien allí apostado pudiera observar directamente… Una sombra pasó por delante de la ventana. La de su apartamento. ¿En el interior?
¿Había alguien dentro de su casa?
El miedo y la rabia ardieron en su interior y se dio la vuelta rápidamente, con la intención de ir corriendo hasta su casa para enfrentarse a quienquiera que estuviese registrando sus habitaciones.
¿Y si tiene un arma?¿Entonces qué? Ya sabes que hay chicas que han desaparecido.
Y quienquiera que estuviese en su apartamento podría incluso estar ahora mirando sus notas, entrando en Internet con su ordenador, registrando sus pertenencias o entre las de Tara…
Comenzaba a avanzar hacia las escaleras cuando oyó algo. Un ruido continuo. ¿Eran pisadas?
De modo que no estaba sola después de todo.
En silencio, Kristi se apresuró hacia la segunda planta, donde los continuos golpes eran más fuertes y se dio cuenta de que eran demasiado limpios para ser provocados por pisadas. Al llegar al recodo, vio el metrónomo marcando el ritmo de una inexistente pieza musical.
Se le heló la sangre en las venas.
Alguien lo había puesto en marcha. Alguien sabía que ella estaba allí y estaba jugando con ella. Alguien o algo.
Sus dedos se cerraron con fuerza sobre el frasco de espray y apuntó su linterna sobre los rincones y recovecos más oscuros de la sala, pero aparentemente estaba sola.
Kristi no creía en fantasmas ni vampiros, pero pensaba que había alguien más dentro de la casa. ¿Estaría Marnie, la rubia, tomándole el pelo? Ni hablar. No había motivo. ¿Entonces quién?
Oyó abrirse y cerrarse la puerta principal y se acurrucó en las sombras del pasillo de la segunda planta con el pulso descontrolado.
Oyó voces susurrantes, voces femeninas, y pisadas, de más de una persona. ¿Qué demonios estaba ocurriendo? Tenía la linterna encajada bajo el brazo y la apagó con suavidad. Cuidadosamente, se acercó a la barandilla, mirando hacia el pie de las escaleras, pero no vio a nadie, tan solo el ruido de gente que atravesaba el vestíbulo y, según creía, también el pasillo que llevaba hasta la parte trasera de la casa.
Caminando de puntillas, retomó el camino de vuelta hasta la planta baja. Todavía apretaba con fuerza el pequeño frasco de espray con los dedos agarrotados mientras se dirigía hacia la parte de atrás de la casa y a la cocina, manteniéndose pegada a la pared.
Estaba vacía.
Las mujeres habían desaparecido.
Kristi entró en la cocina y se detuvo, aguzando el oído, pero no oyó nada. Espió a través de las ventanas, pero no vio nada en el exterior. La respuesta era la puerta cerrada hacia el sótano; tenía que serlo. Intentó girar el picaporte. No cedió. Así que las chicas que venían aquí tenían una llave.
¿Hacia qué?
Pensó en las palabras de Lucretia acerca de un culto. ¿Podría ser aquel su lugar de encuentro? ¿Una vieja mansión con gárgolas y una leyenda de fantasmas? ¿Podía ser que el culto se reuniera allí? Su corazón se aceleró, el sudor le cayó por la espalda, y agarró el bote de espray como si le fuera la vida en ello.
Se inclinó hacia los paneles de cristal, cerró los ojos e hizo contacto para oír algo, pero la casa estaba otra vez tan silenciosa como una tumba. Lo intentó con la puerta una vez más. Nada. Paseó la luz de su linterna por la cocina, tratando de encontrar una llave, u otra cosa, que pudiera abrir aquella cerradura, pero sin resultado.
Además, no podía quedarse allí por más tiempo.
No si pretendía atrapar a la persona que había irrumpido en su apartamento.
Con el frasco de espray en una mano y su teléfono en la otra, salió de la casa Wagner y empezó a correr a través del campus, con la adrenalina espoleando en su interior, sin advertir los ojos que seguían cada uno de sus movimientos.
Corre, Kristi, corre. No podrás escapar.
Vlad la vio huir atravesando el campus y se dedicó una sonrisa. Él había sabido que ella estaba en la casa, había sentido su presencia, la había visto desde su escondite del exterior, sobre la cornisa del pórtico. Era de las valientes. Un poco temeraria, pero atlética, fuerte y lista.
Una de la élite.
Tan solo era una cuestión de tiempo antes de que se uniera a las otras, y pensó que su sacrificio no resultaría tan voluntario, y sería completo. Por lo tanto, mucho más satisfactorio que aquellos de esas buscadoras de emociones fuertes, quienes acudían a él con impaciencia. Patéticamente. Estaban buscando algo que solo él podía darles, un sentimiento de familia y de unidad, la oportunidad de no volver a estar solas.
No lo comprendían del todo, por supuesto. No podían saber lo que se esperaba de ellas en última instancia. Pero no tenía importancia. Llegado el momento, se entregaban.
Igual que haría Kristi.
Permaneció contemplándola hasta que alcanzó el otro extremo del patio; después se coló por la ventana y comenzó a bajar las escaleras. Esa noche era la elección. Después vendría la entrega.
Tan solo esperaba que la concesión de sangre fuese apropiada…
Aunque, por supuesto, no lo sería.
Nunca lo era.
El anhelo era insaciable.