Capítulo 22

Unas horas más tarde, Kristi condujo de vuelta al campus. No le gustaba mentir.

De adolescente, las mentiras salían fácilmente de su boca, pero ahora, diez años más tarde, tenía más problemas escondiendo la verdad. Había tenido que mentirle a Jay.

Había llegado a casa de Jay y le había contado lo de la furgoneta, y él la rodeó con sus brazos y la apretó como si no quisiera dejarla marchar.

– Estúpida, estúpida niña -le dijo, acariciándole el pelo.

– No pienso tomarme eso como un cumplido -respondió ella.

– Se supone que no lo era. ¿Quién sabe quien sería ese tipo? ¿De qué es capaz? Por el amor de Dios… -Entonces él la había besado con fuerza; sus labios estaban húmedos e impacientes, su pelo mojado por la lluvia. Kristi había enroscado sus brazos alrededor de su cuello y le había devuelto el ardor de su beso-. ¡Jesús, me has asustado! -le dijo-. Temía que…

– ¡Chist! -Ella no había querido escuchar sus miedos. Tan solo sentirse segura por su entereza.

Él no la había decepcionado. Con sus manos firmemente extendidas sobre su espalda, sus piernas presionando las de ella y, silenciosamente, aún besándola, Jay empezó a caminar hacia delante, con sus fuertes muslos empujando los de ella y llevándola hacia atrás. Se arrancaron la ropa el uno al otro, a tirones, jadeando con fuerza, mientras él la guiaba a través de una puerta abierta, hacia el interior de un dormitorio pintado de un espantoso color azul. Las piernas de Kristi toparon con algo duro y Jay la empujó hacia abajo, de forma que ambos quedaron tumbados sobre un pequeño catre con un saco de dormir y una pequeña almohada.

A ella no le importó.

Tan solo deseaba perderse en él.

Su acto sexual había sido rápido y ansioso, sus labios tocaban y saboreaban con hambre, sus dedos acariciaban la cálida y enfebrecida piel, sintiendo como la ansiedad alimentaba su deseo.

El alivio había llegado con rapidez.

Se desplomaron juntos, agotados, sudorosos, con sus latidos acordes sobre el pequeño y escuálido catre.

Kristi detestaba haber tenido que mentir. Lo había ido posponiendo una y otra vez, deseando que aquella tarde con Jay no terminase nunca.

– Esto es ridículo -afirmó, apartándose el pelo de la cara y mirando fijamente sus adormilados ojos color miel.

– Yo iba a decir que era mágico… extraordinario… increíble… y… -dijo él entre risas.

– Y tú estás flipado, MacKnight. -Entonces ella lo besó y salió del catre para vestirse.

Jay se había mostrado de nuevo inflexible sobre lo de acudir a la policía, y ella había tenido que ser persuasiva para convencerlo de que esperase. No había sido completamente sincera, al menos en lo que concernía a sus planes. No fue capaz de serlo.

Había esperado hasta que estuvo distraído corrigiendo trabajos y observando las pantallas del ordenador que mostraban el porche y el interior de su apartamento, gracias a sus cámaras de vigilancia. Ella fingió estar también ocupada, comprobando los foros de internet a pesar de que era demasiado temprano para que apareciese cualquiera de sus nuevos «amigos» de Internet. Después, cuando Jay estaba en su estudio, ella recobró la cadena con el vial de lo que se suponía que era la sangre de Tara Atwater. Esa noche, durante la obra de teatro, Kristi planeaba llevar puesto el extraño collar. Ver qué clase de reacciones provocaba.

Jay ya había intentado extraer una huella dactilar del diminuto vial, pero el cristal estaba limpio, de modo que Kristi no estropearía ninguna prueba, mientras el vial repleto del líquido rojo oscuro permaneciese intacto.

Era ligeramente aterrador, pero ¿y qué?

También lo era la cámara de su apartamento.

Y ser perseguida por una furgoneta oscura.

Si ella deseaba entrar en el círculo interno de aquel culto, tendría que darse prisa.

El vial de sangre había sido un regalo de Dios. O una obra del demonio.

De forma que había escapado sin que Jay se diese cuenta de que había cogido el vial; y allí estaba, conduciendo hacia el campus, comprobando el espejo retrovisor por si aparecían amenazadoras furgonetas oscuras. ¿Era azul marino? ¿Negra? ¿Gris carbonilla? No lo sabía. No había disfrutado de una vista clara de la matrícula, pero estaba segura de que no pertenecía a otro estado. Las ventanillas le parecieron tintadas, pero no sabía la marca del vehículo. Puede que fuese un Ford. O un Chevy. Algo nacional.

Demasiado para sus excepcionales dotes de observación.

El sistema antivaho había decidido dejar de funcionar y eso la estaba irritando bastante. Tuvo que mantener bajada la ventanilla para poder ver las calles húmedas y brillantes a través del parabrisas. Ya estaba lo suficientemente oscuro con las nubes, que bloqueaban totalmente la rápida puesta de sol, la lluvia que chispeaba desde el cielo y el anochecer, que llegaba deprisa.

Afortunadamente, el tráfico era escaso para una tarde de domingo, y el aire poseía una gelidez que le hizo recordar que era pleno invierno.

Jay se había marchado a su cita, al tiempo que Kristi se dirigía a la obra de teatro moralista del padre Mathias, una nueva interpretación de Everyman [7] a pesar de que Jay había emitido una queja de última hora.

– No me gusta que vayas sola a la obra -le había dicho seriamente cuando ella se preparaba para salir-. Puedo cancelar mi cita con Hollister. Creo que solo quiere saber qué tal van las clases. Compararlo con la etapa de la doctora Monroe. Pero no tiene importancia, puedo aplazarlo.

– No creo que sea bueno que nos vean juntos.

– Alguien ya lo ha hecho -replicó él-. Y nos grabó en vídeo.

– No me lo recuerdes. -Kristi gesticuló amargamente-. Además, Hollister es la jefa de tu departamento.

– No tengo por qué verla hoy. Además, he hablado un par de veces con la doctora Monroe desde la sustitución, y tengo sus apuntes para ayudarme. Me estoy ajustando estrictamente a su programa. Si regresa el próximo trimestre, podrá continuar sin problemas.

– ¿Va a regresar? -inquirió Kristi.

– No lo sé. Depende de la reubicación de su madre. Está teniendo problemas en encontrar el sitio adecuado para ella.

– ¿Así que no tienes ni idea sobre si vas a dar clase el próximo trimestre?

– Aún no. Aunque tal vez puedas convencerme para que acepte el puesto, si me lo ofrecen.

Levantó lascivamente las cejas y ella rió mientras se dirigía al exterior.

Ahora estaba oscuro; los faros de su coche iluminaban las gotas de lluvia que caían en plateadas líneas sobre el asfalto. Se encontraba a medio camino del All Saints, cuando sonó su teléfono. Kristi esperaba que fuese otra vez Jay, para insistir en que tuviese cuidado.

– ¿Diga? -comenzó a decir mientras giraba hacia el interior del aparcamiento del edificio de apartamentos.

– ¿Kristi Bentz? -preguntó una voz profunda, mientras ella aparcaba en un espacio algo alejado del suyo debido a que algún cretino lo había ocupado con una camioneta vieja cuyos neumáticos eran demasiado grandes. Antes de que pudiera responder, la voz continuó-. Soy el doctor Grotto. Antes que nada, quiero disculparme por no responderte antes. Recibí tu mensaje. -Su voz era tersa, con el mismo tono que cuando daba clase, y Kristi lo vio en su mente, aquel hombre alto, de pelo negro y ojos oscuros, la fuerte mandíbula oscurecida por la sombra de una barba. A Kristi se le olvidó el enfado de haber tenido que aparcar a unos cuantos metros de las escaleras-. Me comentaste que te gustaría tener una reunión conmigo y ahora tengo la agenda algo más despejada. Así que, ¿qué tal mañana por la tarde? ¿Digamos… a las cuatro? Tengo esa hora libre.

Kristi realizó algunos cálculos mentales. Tenía que hacer el turno de la cafetería, pero imaginó que podría encontrar a alguien que hiciese una hora extra por ella. No estaba dispuesta a desperdiciar esa oportunidad.

– Claro -respondió con rapidez, como si no tuviera pensado preguntarle por más que un trabajo de clase particularmente difícil. Pensó en la furgoneta oscura y se preguntó si Grotto sería el conductor-. Estaré en su despacho a las cuatro.

– Te veré entonces.

Colgó mientras ella apagaba el motor del Honda. No podía esperar para hablar cara a cara con el doctor Grotto; después de todo, él era la última persona que había visto con vida a Dianne Harmon.

Tras comprobar el aparcamiento para asegurarse de que nadie espiaba entre los coches o detrás del seto de arrayán, se dirigió nerviosamente hacia el interior de su apartamento. Por lo que pudo ver, todo estaba como lo habían dejado. No creía que nadie hubiera estado allí dentro.

Sintió la urgente necesidad de sacar la lengua a la cámara de Jay, o hacer un pequeño estriptis de broma, pero se contuvo. Solo por si había alguna otra cámara que no habían encontrado. Se limitó a dirigirle un guiño a la cámara sobre el fregadero.

Houdini salió de su escondite, debajo de la cama.

– Me preguntaba cuándo volverías a asomar la cabeza -le dijo-. ¿Te asustó ese perro grande? Créeme, Bruno no le haría daño a una mosca. -Pasó una mano sobre el lomo del gato y este tembló y trató de escabullirse de su caricia. Sin embargo, no fue tan rápido en desaparecer, de forma que Kristi vertió comida de gato en el cuenco y observó algo sorprendida como el animal la olisqueaba con desdén-. Oye, no olvides tus raíces -le dijo-. Los vagabundos no pueden elegir.

El gato se quedó mirándola como si fuera una completa estúpida, antes de saltar sobre el mostrador y deslizarse por la ventana abierta.

– De desagradecidos está el mundo lleno -le gritó; después, en el baño, se cambió rápidamente poniéndose unos pantalones negros y un jersey de cuello alto. Se echó una chaqueta por encima, cogió su bolso, preparado con el teléfono móvil y el bote de espray, y atravesó la puerta.

El tiempo había mejorado un poco, aunque el sistema antivaho todavía ponía trabas a la visibilidad. Se vio obligada a usar su mano para despejar un trozo del parabrisas, pero no pudo ver ninguna furgoneta oscura detenida en los callejones. Aun así, se mantuvo alerta mientras cubría en su coche la corta distancia que la separaba del campus, una nueva forma para aparentar que no estaría en casa aquella noche, a pesar de que la idea de «invitar» al pervertido a su casa la molestaba un poco.

La escasa luz que quedaba del día desapareció rápidamente mientras Kristi aparcaba detrás de la casa Wagner. El museo cerraría en diez minutos, pero ella deseaba comprobar el lugar una vez más.

La verja estaba abierta, y la puerta principal se abrió con un chirrido. Kristi pasó al interior, donde una chimenea de gas ardía animosamente. Las luces, con sus coloridas sombras filtradas por lo cristales de las lámparas estilo Tiffany, brillaban como joyas. Había sofás Victorianos, mesas de caoba tallada y sillones tapizados apiñados en conjuntos; la mesa del comedor estaba dispuesta con la cristalería y la plata, como si hubiera una velada con cena planeada para más adelante.

Tres mujeres cincuentonas emitían gemidos de asombro ante el mobiliario y los ornamentos mientras una pareja más joven con un bebé, sujeto al padre mediante una especie de mochila, paseaban por las habitaciones de abajo.

– Hola -saludó a Kristi una mujer delgada, de sonrisa generosa y un pelo teñido que le llegaba a la barbilla. Llevaba puesto un vestido largo, botas y un jersey de cuello vuelto. Se podía leer su nombre en una etiqueta: Marilyn Katcher-. Soy Marilyn, la encargada, y estaba a punto de comenzar un pequeño paseo para enseñar la casa antes de cerrar. ¿Te gustaría unirte a los demás?

Kristi miró a todos los rostros expectantes que había a su alrededor.

– Sería estupendo.

Después los siguió y puso atención mientras la encargada, con más entusiasmo del que Kristi hubiera creído posible, acompañaba al reducido grupo a través de los pisos inferiores, explicando la historia de la familia, magnificando al viejo Ludwig Wagner y a su legado, contando cómo había donado a la Iglesia aquella porción de sus vastas propiedades de la zona de Baton Rouge con la expresa intención de fundar un colegio. Inició el camino hacia los dormitorios, hablándoles sobre los niños que habían residido allí, y explicándoles que los actuales descendientes de Ludwig habían gastado una gran cantidad de sus propias fortunas en restaurar la casa hasta dejarla como era cuando Ludwig y sus hijos, incluyendo a una hija que precisaba de una silla de ruedas, habían vivido allí. Algunos de los ornamentos eran auténticos; otros, que simplemente se usaban para aportar un ambiente hogareño, no eran necesariamente de época.

Una vez que estuvieron abajo otra vez, la señora Katcher miró su reloj e intentó acompañarlos hacia la puerta. Pero Kristi retrocedió y le preguntó por el sótano.

– Era utilizado por el personal, originariamente, por supuesto, y creo que tenía algún túnel u otra forma de acceso que conectaba con la cochera, la cual está justo al lado y ahora alberga el departamento de Teatro. También daba acceso a los establos y graneros, pero todos esos pasajes fueron declarados inseguros hace años, declarados en ruinas por la parroquia, de forma que han sido sellados. Hoy el sótano es utilizado como almacén. -La mujer mantenía abierta la puerta principal-. Para ser sincera, jamás he puesto un pie ahí abajo. No creo que nadie baje nunca por allí.

El padre Mathias sí, pensó Kristi. El sacerdote y Georgia Clovis ya sabían que Kristi le había visto cruzar la puerta del sótano y, el hecho de que hubiera túneles, en ruinas o no, bajo el edificio era algo que la intrigaba. ¿Y si todavía existían? ¿Y si Marnie Gage había bajado las escaleras para utilizarlos? ¿Pero por qué?

Marilyn Katcher no hacía nada que no estuviese programado. Consiguió conducir a todos al exterior y cerrar la verja tras ellos a las cinco y media en punto.

El viento había arreciado mientras se dirigían hacia la oscuridad que había llegado mientras se encontraban en el interior. Un golpe de lluvia sorprendió a Kristi y las luces de las farolas brillaban con un espeluznante color azul cuando se dirigía hacia el centro de estudiantes. En aquel restaurante, más parecido a una cafetería, Kristi buscó rostros conocidos de sus clases de Lengua, pero no vio a Trudie, Grace, Zena o Ariel. Entonces recordó que Zena había dicho algo acerca de estar en el reparto de la obra moralista del padre Mathias.

Puede que la viera en el escenario.

Se tomó un capuchino descafeinado e intentó llamar de nuevo a Lucretia. Después de todo, su ex compañera de habitación era la que había mencionado el culto por primera vez, antes de su repentino cambio de idea. Sin embargo, al igual que con todo el mundo los últimos días, parecía que su llamada fue enviada directamente al buzón de voz.

Kristi no dejó ningún mensaje. Lucretia la estaba evitando.

Tras apagar el móvil, Kristi se dirigió al auditorio. Si llegaba algo antes del comienzo, tal vez pudiera fisgonear un poco. Todas las chicas desaparecidas habían asistido a las obras moralistas del padre Mathias, de forma que tenía que existir una conexión entre ellas y el culto vampírico, ¿verdad?

Era tan buen lugar para encontrar respuestas como cualquier otro.


* * *

Elizabeth se examinaba cuidadosamente, completamente desnuda, frente a un alto espejo en las profundidades de su balneario subterráneo.

Estaba irritada.

Inquieta.

Obviamente necesitaba más.

¿Más qué?, se burló su mente, debido a que despreciaba decir que necesitaba sangre, la sangre de otras.

Le hacía sentir débil, igual que una adicta, y ese no era el caso en absoluto. Ella era fuerte. Poderosa. Enérgica. Pero, siendo fiel a la verdad, ansiaba más…

Deseaba sentir de nuevo aquel impulso rejuvenecedor. Pero por ahora no era así, ya que el espejo resaltaba hasta el más mínimo defecto. Situado en la misma zona que su bañera, estaba iluminado por unas pocas luces suaves que ella podía intensificar en caso de que necesitase examinar cualquier imperfección en su piel.

A un nivel puramente intelectual, no podía creer que la sangre de mujeres más jóvenes realmente hubiese retrasado el envejecimiento, o revitalizado su piel, aunque por otro lado, ¿acaso no había advertido los cambios en su propio cuerpo?

Se inspeccionó en el espejo con ojo crítico, buscando los indicios de la edad: arrugas alrededor de los labios; grietas en las comisuras de los ojos; un incipiente pliegue en la base del cuello; la flaccidez de su abdomen, a pesar de una rutina a base de abdominales inferiores, superiores, levantamiento de pesas y ejercicios cardiovasculares. Existía una línea muy fina entre estar delgada y en forma o simplemente escuálida. Pero ninguno de sus huesos estaba donde no debía. Su musculatura estaba en perfecto estado y su piel aún era suave y tirante; sus pezones eran duros y oscuros. No había mechones grises que osaran invadir su brillante pelo negro.

Aún.

Pero la edad, y ella lo sabía, era un enemigo incansable, y a pesar de que había utilizado toda clase de cremas junto a su rutina personal, no había llegado al punto de considerar seriamente la liposucción, la dermoabrasión o un láser exfoliante.

Por el momento, se había abstenido de hacer algo tan radical. No lo había necesitado.

Porque su remedio funcionaba. Ahora, al examinar minuciosamente su piel inmaculada y exenta de las marcas de la edad, la encontró casi perfecta. Lozana. La vanidad le hizo sonreír. Ella no había nacido hermosa; de hecho, recordaba a su madre diciendo que era un bebé feo, con la cabeza deforme, ojos demasiado grandes, pelo irregular y un cuerpo frágil. Pero floreció, pasando de ser una cría patosa y desgarbada a una adolescente que hacía que jóvenes y adultos girasen sus estúpidos cuellos al pasar.

Era esa sensación, ese impulso del poder de la belleza, a lo que se había negado a renunciar. Y así, había realizado su investigación y comprendió que, a pesar de sus genes y de la ayuda de los cosméticos, la edad trataría de destruirla. Sus ojos se abolsarían y se pondrían hinchados y oscuros; su piel perdería su elasticidad; sus pechos se descolgarían y pequeños pliegues fofos tratarían de aparecer.

Excepto que ella tenía una forma de contraatacar.

Su método secreto, pensó, mientras se giraba frente al espejo, mirando el reflejo sobre su hombro. Sus nalgas aún estaban prietas y firmes, y su cintura estrecha. Además, según las imágenes que había visto, guardaba un asombroso parecido con su imponente homónima. En realidad, decidió con un asentimiento, era incluso más hermosa.

Había sabido de su antepasada, Elizabeth de Bathory, desde que podía recordar y se había sentido fascinada por la condesa; pero solo había adoptado el nombre y las costumbres de Elizabeth recientemente, cuando se dio cuenta de que los años empezaban a notarse.

La historia contaba, a grandes rasgos, que a Elizabeth, quien obviamente estaba algo chiflada, le preocupaba la pérdida de su legendaria belleza. Además, la condesa disfrutaba torturando y atormentando a los demás y, un día, abofeteó tan fuerte a una sirvienta que su sangre le salpicó en uno de sus brazos. Elizabeth se comportó entonces de una forma incluso más irritada y desquiciada hasta que advirtió que la zona de su piel que había sido manchada con sangre parecía estar más joven y hermosa que la parte de carne de alrededor. Desde aquel día, Elizabeth encontró otras formas de mayor crueldad para extraer la sangre de los demás para su uso personal.

Entonces fue cuando, obviamente, la mujer se había trastornado. Una neurosis acompañada de un importante sadismo elevado a la enésima potencia.

Todo a causa de la endogamia real.

No era extraño.

Por supuesto, muchas de las historias o leyendas sobre la «condesa sangrienta» no habían sido demostradas, incluyendo los baños de sangre. Sin embargo, el hecho de que había cometido atrocidades con docenas de jovencitas estaba fuera de duda, y finalmente fue juzgada y sentenciada por asesinato, y enviada a vivir encerrada entre los muros de su castillo. Aquellos que la ayudaron no fueron tan afortunados.

Pero lo que intrigaba a esta nueva Elizabeth era la leyenda, el folclore alrededor de los baños con sangre de campesinas y de la nobleza reciente.

Incluso si las leyendas habían sido embellecidas con el paso de las décadas y, a pesar del hecho de que algunas de las más extravagantes crueldades atribuidas a Elizabeth carecían de fundamento en los hechos históricos, la teoría sobre la sangre de mujeres más jóvenes no era solamente una anécdota; parecía ser auténtica.

¿Acaso ella no había demostrado en sí misma su validez?

Entonces, mirando al espejo, Elizabeth arqueó su cuello, examinando cada centímetro de su cuerpo mientras giraba lentamente bajo la luz.

¿Acaso no habían desaparecido las primeras señales de sus bultos con aspecto de requesón bajo la piel de los muslos y el más leve rastro de celulitis con los primeros baños mezclados con sangre? ¿Y aquel primer indicio de venas en telaraña junto a su corva derecha? ¿Es que no habían desaparecido tras el primer baño?

Por supuesto que sí. Ahora, la corva era suave y delicada; ni siquiera era visible la más mínima línea de sus venas.

Estaba tan convencida del rejuvenecimiento de su piel, de las propiedades reconstituyentes de la sangre, que casi accedería a sumergirse en una piscina aderezada con la sangre de algunas de las «inferiores» de Vlad.

¡Pero no!

Contempló como su reflejo se encogía visiblemente ante la idea. Se trataba de cubrir su cuerpo con la sangre de chicas jóvenes e inteligentes. Elizabeth no se entretenía pensando si eran vírgenes o puras, ni nada de eso, pero al menos no habían bailado en una barra para el regocijo y babeo de tipos con el culo gordo. O al menos eso creía. En realidad, ¿qué era lo que sabía acerca de aquellas escogidas por Vlad?

Hizo una mueca de disgusto.

Vlad.

O así insistía en ser llamado aunque, por supuesto, ella conocía su verdadera identidad.

Se había dado a sí mismo el nombre de Vlad, el Empalador, aunque ya tenía bastantes nombres. Pero bueno, si deseaba ser Vlad, estaba dispuesta a permitirlo. Ella había acogido el nombre de Elizabeth, había asumido su identidad, de forma que también él se había sentido obligado a convertirse en otra persona.

Un leal ayudante, ese era Vlad.

Ella lo necesitaba, igual que la condesa Elizabeth original había requerido la ayuda de otros que habían sido tan crueles como ella.

Tras recogerse el oscuro cabello sobre su cabeza, admiró su perfil, luego amoldó algunos de sus rizos para que cayeran libremente sobre su nuca, para alimentar la fantasía de Vlad.

Esa era la diferencia entre ambos. Ella era una mujer práctica que lo único que pretendía era prolongar su vida y su belleza, para continuar volviendo cabezas y sintiéndose enérgica. Y sí, existía cierto sadismo implícito, pero todo era por un propósito.

Vlad, por el contrario, buscaba el placer sexual del homicidio, el derramamiento de sangre, la excitación de todo ello.

Lo cual estaba bien.

Ella podía excitarse como cualquiera, supuso frunciendo el ceño, mientras uno de sus rizos se negaba a enroscarse seductoramente. Se echó un vistazo y tensó sus músculos faciales para relajarse. No necesitaba poner a prueba su propia teoría y provocarse nuevas arrugas desde el principio, estropeando así su frente perfectamente tersa. Hasta ahora la sangre funcionaba, aunque Vlad había sugerido que el suministro de sangre escaseaba.

¿Qué clase de imbécil permitía que eso ocurriera?

Tenía miedo, eso era todo. Siempre protestando por aumentar los asesinatos de las buenas, siempre hablando de sus «inferiores». Por el amor de Dios, no lo entendía. Pero es que no era capaz. Tan inteligente como se suponía que era, se preguntaba sinceramente Elizabeth de vez en cuando. Pero era su socio y le era leal, y ella podía moldearlo con su perfecto meñique. Todo lo que él pedía era sexo con las mujeres antes y después de su muerte. Sí, era un pelín raro, pero mientras bombeara la sangre de sus cuerpos, no importaba. Además, él la adoraba. Era fiel en su corazón y en su cabeza, si no en su polla.

¿A quién le importaba?

Lo único de lo que ella tenía que asegurarse era de que hubiera suficiente. De forma que le había sugerido acompañarlo en su próxima víctima. Porque se estaba poniendo nervioso. Inquieto. Preocupado de que la policía se diese cuenta. Era un problema, pero la solución era obvia: capturar a más de una. Matar a varias a la vez. Y después, empezar a cazar en algún otro sitio. Algún lugar menos obvio.

Pero siempre cazando mujeres inteligentes, ágiles y listas que fuesen lo bastante jóvenes para conservar su vitalidad. Pero nunca una madre, como aquella última «inferior» que Vlad había tratado de colarle. ¡Por favor! ¿Es que no sabía que el parto le quitaba la vitalidad a una mujer? ¿Que una vez que una madre le había cedido su sangre a otro ser, a un bebé en su matriz, y después sangraba durante días o semanas después del parto, jamás volvía a ser la misma?

Finalmente, Elizabeth consiguió colocar en su sitio el rizo de su oscuro cabello. Al observar profundamente su propio reflejo, decidió que era el momento de contárselo. Alcanzó su teléfono móvil para comunicar las buenas noticias. Esta noche no solo deseaba verlo matar. Esta noche lo ayudaría y se aseguraría de que había más de una víctima.

Varias imágenes de alumnas pasaron por su mente.

La más clara pertenecía a Kristi Bentz.

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