Capítulo 10

Ariel se arrodilló en la capilla.

Le dolían las rodillas y se le tensaban los hombros cuando inclinaba la cabeza y rogaba consejo. De nuevo. Como había hecho cada mañana de aquella semana.

Ariel siempre había tenido una fe firme, esperaba que eso la ayudase a sobrellevar los momentos duros de su vida: la muerte de su hermano mayor, Lance; el divorcio de sus padres; su nuevo padrastro y la lista de novios que la habían dejado desde el momento en que cumplió los catorce; chicos a quienes ella había entregado su corazón y mucho más, antes de que todos ellos se marcharan.

Ninguno se había quedado.

Incluso su madre, después del divorcio, había perdido un montón de peso, empezó a teñirse el pelo y a salir con hombres que, al igual que ella, trataban de parecer más jóvenes y modernos de lo que eran en realidad. En un momento dado, Claudia O'Toole se había casado con Tom Browning, un camionero de largas distancias que era bastante guapo, pero que había destruido el diminuto sueño de Ariel de que sus padres volverían a unirse.

Así que Ariel había cambiado su familia por su fe… hasta la universidad.

– Dios, perdóname.

Desde su posición, elevó su mirada hacia el crucifijo de gran tamaño que colgaba entre dos vidrieras. La estatua de Jesús, con su corona de espinas, su cabeza, manos y costado sangrantes y los brazos extendidos, la miraba con benevolencia desde arriba.

«Yo soy la luz…»

Podía oír las palabras. Se las dijo a todos aquellos que creían en Él.

– Querido Señor. -Apretó sus ojos cerrados para contener las lágrimas. Si Dios estaba tan cerca, si le importábamos tanto, ¿por qué estaba siempre tan sola? ¿Por qué se sentía abandonada?

«Permanece a mi lado -entonó-. Por favor, padre.

Nunca antes había estado tan confusa acerca de su religión. Nunca antes se había cuestionado los dogmas de la Iglesia, y nunca se había sentido tan tentada…

Se santiguó con ligereza, igual que había hecho cientos de veces en su vida.

Ella jamás había estado lejos de casa… al menos no durante un tiempo. Es cierto que se había quedado con su padre cada fin de semana, luego menos a menudo. Y sí, también estaba la vez que se había escapado con Carl Sievers cuando descubrió que estaba embarazada… pero aquel precioso bebé no sobrevivió. Ariel, incapaz de ser madre, abortó en su tercer mes de embarazo.

Ahora se mordía el labio inferior y sentía un temblor en sus hombros. Había deseado ese bebé, aquella vida pequeñita que la amaría, pero incluso aquella criatura, de quien presentía que era una niña y la había llamado Brandy, se había marchado.

Con las rodillas doloridas, tragó con fuerza, saboreó la sal de sus lágrimas en la garganta y pensó en el grupo al que se había unido, aquellos que la habían abrazado voluntariamente.

Sin hacerle preguntas.

Sin tener prejuicios.

Y el líder… Elevó su mirada hacia el crucifijo y sintió que Cristo podía ver dentro de su alma, percibir las imperfecciones de sus bordes. Amaba a Dios. Lo amaba.

Pero necesitaba amigos. Una familia aquí, en la tierra. Sus propios padres la dejaban de lado.

Las chicas de las hermandades eran un puñado de niñatas creídas y superficiales.

Pero sus nuevos amigos…

Volvió a santiguarse, se puso en pie y se volvió, solo para encontrarse con el padre Tony, que estaba en el balcón mirando hacia ella. Vestido de negro, su alzacuello contrastaba duramente con su camisa y pantalones negros; era un hombre alto y apuesto. Demasiado apuesto para ser sacerdote. Ella apartó la mirada, sorbiendo por la nariz, limpiándose con incomodidad las lágrimas de sus ojos, pero oyó sus pasos en la escalera, sabía que no podía llegar a las puertas talladas de la capilla sin toparse con él, hablar con él, puede que incluso ser persuadida para entrar en el confesionario.

Pronunció una pequeña oración y se apresuró en pasar junto a las filas de bancos, y casi había llegado a las puertas principales cuando él dobló una esquina en la escalera y descendió el último tramo de escalones hacia el vestíbulo, donde había unas velas encendidas; las pequeñas llamas se agitaban a su paso.

– Ariel -susurró, con un discernible matiz italiano en su acento. Sus bellos rasgos se mostraban solemnes y preocupados-. Algo te atormenta -dijo suave, deliberadamente. Con sus cálidos dedos, le tocó la mano con gentileza.

– Sí, padre -asintió, incapaz de evitar que las lágrimas corrieran por sus mejillas.

– Igual que tantos otros. Sabes que no estás sola. Debes tener fe en el Señor. -Sus oscuras cejas se juntaron y sus ojos, de un claro azul etéreo, buscaron los de ella. Ariel apreció la tirantez en las comisuras de su boca, el hecho de que su nariz, obviamente, había estado una vez rota-. Habla conmigo, hija mía -propuso con suavidad, de forma casi seductora.

Ariel tragó saliva. ¿Osaría confiar en él? Sus pensamientos privados eran tan personales, su dilema era tal que ningún hombre mortal lo comprendería, y aun así se sintió tentada. Al permanecer frente a una mirada que, sin duda, podía escudriñar en su alma, se preguntó cuánto podía ella desnudar su alma y cuánto podía prolongar su mentira.


* * *

Kristi se bebió su último trago de café y dejó la taza sobre el fregadero; luego se aseguró de que hubiera una rendija en la ventana pare que Houdini entrara y saliera a voluntad. La luz del sol se filtraba en su apartamento, era la primera vez que hacía un día despejado desde que se mudó. Y la claridad del cielo le levantaba el ánimo de alguna forma, un bienvenido cambio después de sumergirse en cultos, vampiros y chicas desaparecidas; investigando, haciendo esquemas o conectándose durante horas a Internet para buscar nuevos artículos y páginas personales. Estaba empezando a entender a las chicas desaparecidas, a ver el sentido de sus disfuncionales vidas familiares. ¿Acaso le importaba a alguien?

Kristi había acudido a la decana de estudiantes para recibir un gélido «No es asunto tuyo» que le indicaba que la Universidad se limitaría a guardarse las espaldas de la mala prensa.

Frustrada, tensa y aprovechando únicamente unas pocas horas de sueño cada noche, Kristi apenas tenía tiempo para respirar. Había pasado unas cuantas horas en la oficina de la secretaría para obtener acceso a los archivos referentes a las direcciones y familias de las chicas desaparecidas y espiar sus trabajos e historiales. Todavía continuaba trabajando en la cafetería, asistiendo a toda una serie de clases y luchando por estar al día con montañas de trabajos de clase.

Y las chicas desaparecidas siempre estaban con ella.

En su mente durante las clases, o al caminar a través del campus, o mientras estaba en el trabajo. Había empezado a realizar algunas incursiones sociales, conociendo amigas de las chicas, pero eran escasas, sin relación entre ellas y extremadamente calladas. De todas las chicas que había tratado de entrevistar, ninguna tenía ni idea de ningún grupo especial al que hubiera pertenecido alguna de las chicas, aunque notó que escondían algo.

Algo que ella estaba totalmente decidida a descubrir.

Incluso si tenía que pedir ayuda a alguien del personal. Había estado enfrentándose a la idea, pero se había cansado de golpearse la cabeza contra un muro de ladrillos.

Hoy, bajo la luz del sol, se sentía exaltada. Durante más de una semana, el clima había calado hasta sus huesos, la humedad de la noche le había hecho desear acurrucarse junto al fuego e instalar un doble o triple cierre en las puertas.

Nunca se había enfrentado seriamente al miedo; no después de que su madre muriese, ni siquiera tras los intentos por acabar con su vida. Pensaba que era extraño no sufrir ataques de pánico, teniendo en cuenta todo lo que había pasado. Pero últimamente, en lo más crudo del invierno, en el interior de aquel apartamento del que una mujer había desaparecido, en el campus donde había tenido tan pocos amigos, las cosas habían cambiado. En ocasiones se sentía tan paranoica como su padre policía quien, incluso aunque no había salido de Nueva Orleans, parecía estar detrás de ella echándole el aliento en la nuca.

Pero no hoy. No con aquel sol de enero que alejaba a las nubes.

Tras coger su mochila con el ordenador portátil, se dispuso a salir de su apartamento.

Era el jueves de la segunda semana y ya se encontraba en el centro de varios dilemas. Primero, estaba el asunto de Jay y sus sentimientos contrapuestos hacia él. Durante la segunda clase se había limitado a su trabajo, sin llegar a cruzar su mirada con la de ella salvo por un instante, menos que con cualquiera, mientras reconstruía la prueba de la escena de un crimen que implicaba al asesino en serie padre John. Jay se había mostrado fríamente clínico en su análisis de los diferentes fragmentos de pruebas que la policía había encontrado. Durante el descanso, Jay estuvo tan asediado por estudiantes interesados como después de clase. No parecía haberse dado cuenta de su marcha.

¿Y qué? No pasa nada. Es lo mejor que puede pasar, trató de convencerse a sí misma. Él es tu profesor. Fin de la historia.

Y aun así, el hecho de que básicamente la había ignorado le molestaba más de lo que deseaba admitir. Pero claro, sabía que estaba a punto de arreglarlo; para bien o para mal, tenía que acercarse a Jay, hablarle, comprometerle y, según esperaba, conseguir su ayuda.

– Eso sería de lo más divertido -se dijo a sí misma.

Su otra encrucijada era más complicada de resolver, pensó mientras daba con una chaqueta y se la echaba sobre los hombros. Durante los últimos diez días, de vez en cuando, Kristi había visto de reojo a Ariel O'Toole, la amiga de Lucretia. Una vez en la librería, otra en el centro de estudiantes, una tercera vez junto a la casa Wagner; y todas y cada una de las veces que Kristi había visto a la chica, Ariel estaba pálida, descolorida, con la piel del color de la ceniza.

¿Estaba enferma?

¿O a punto de tener un accidente?

¿O todo era producto de la imaginación de Kristi?

Nadie más parecía darse cuenta. ¿Podía ser que la apariencia de Ariel no existiera más que en su cabeza? ¿Exactamente igual que la muerte que estaba segura de haber visto en los rasgos de su padre una y otra vez? ¿Debería acudir a Ariel? ¿Hablar con ella? ¿Mencionárselo a Lucretia?

Frunció el ceño ante semejante idea mientras introducía el teléfono en su bolso. Si le hablase a alguien de su recién descubierta habilidad para predecir la muerte de una persona, la tomarían por una chiflada. ¿Acaso tenía alguna prueba de ese don? Bueno, una muy pequeña. Una mujer a quien había visto en un autobús y que se volvió gris delante de sus ojos había muerto una semana más tarde. Pero entonces, según el obituario cuando Kristi lo comprobó, tenía noventa y cuatro años.

Intentó alejar sus preocupaciones pero ni siquiera tenía tiempo para relajarse. Entre las clases del día, tenía Redacción creativa con el doctor Preston, otro profesor macizo. Tenía el aspecto del arquetípico surfista de California, completado con un cabello rubio despeinado y un cuerpo duro y bien formado, el cual no se molestaba en ocultar bajo sus ajustados vaqueros y camisetas viejas. Durante la clase, tenía la manía de pasear por la sala, mirando hacia la clase, sin dejar de lanzar al aire un trozo de tiza que volvía a recoger. Nunca dejaba de caminar, nunca dejaba de hablar, y jamás soltaba el trozo de tiza, el cual conservaba siempre a mano en caso de tener que garabatear alguna inspiración sobre la pizarra antes de comenzar de nuevo su paseo. Ezma le había tachado de antipático, pero sin duda era un bombón.

Si el doctor Preston era todo sol y surf, la profesora Deana Senegal se situaba al otro lado del espectro. Desde que Althea Monroe se había tomado una excedencia, la profesora Senegal era la única mujer que le daba clases a Kristi. Senegal, quien enseñaba periodismo, era una mujer alrededor de los cuarenta años que hablaba con frases rápidas y los miraba a través de unas gafas elegantes y rectangulares. Deana Senegal era guapa, inteligente y había trabajado en periódicos de Atlanta y Chicago antes de obtener un máster y aceptar un puesto en All Saints tres años atrás. Se había tomado un año sabático debido al nacimiento de sus mellizos, que ya tenían dieciocho meses, pero ahora había regresado al trabajo. Con unos labios finos, pintados de un profundo color vino, una piel de porcelana y unos ojos verdes que prendían fuego tras aquella montura de diseño, Senegal era todo seriedad. Apenas había dejado escapar una sonrisa en todo el tiempo que duró la clase.

Kristi se abrió paso al bajar las escaleras, pensando en cómo se llevaría con diversas personas que residían en el edificio. Había un matrimonio que vivía al lado de Mai, en la segunda planta y, en la primera, en el estudio adyacente al de Hiram, había otro hombre soltero, puede que un estudiante, pero que llevaba un horario muy raro; tan solo lo había visto bien entrada la noche, entrando o saliendo. Era alto y normalmente llevaba un abrigo oscuro, aunque jamás le había visto la cara con la suficiente claridad para poder describir sus rasgos.

Hoy, mientras Kristi recogía un libro de texto que había dejado en su coche, observó el PT Cruiser de la señora Calloway entrando en el aparcamiento. El coche blanco con su techo descapotable llamaba la atención, y Kristi no esperaba que la anciana condujese.

Kristi alcanzaba la puerta de su coche justo cuando Irene salía del suyo y refunfuñaba hacia unos hierbajos mustios que crecían al borde del agrietado asfalto.

– Malditas cosas -protestó, antes de percibir la presencia de Kristi-. ¡Oh. Hola! He oído que has arreglado esas cerraduras por tu cuenta. -Ya se encontraba sacudiendo su cabeza y rebuscando un sombrero de ala ancha que agregar a su uniforme con pantalones de pana, una camisa de franela rosa y un jersey castaño de punto cuyas mangas llevaba subidas hasta los codos-. Te dije que Hiram lo arreglaría.

– No pude disponer de él a tiempo.

Ella se ajustó el sombrero sobre su cabeza, cubriendo sus encanecidos rizos.

– Bueno, entonces necesitaré un juego de las llaves de tu estudio, y si crees que puedes deducir de tu alquiler el gasto de cambiar las cerraduras, entonces también creerás…

– Me encargaré de que reciba un juego -le aseguró Kristi, irritada con su miserable patrona-. He oído que Tara Atwater vivió en mi apartamento.

La anciana reaccionó y Kristi supo que había golpeado un centro nervioso.

– ¿Tara? ¿La chica que huyó sin pagar el último mes de alquiler? Cierto, vivía en el piso de arriba.

– Y ha desaparecido.

– Todo lo que sé es que se marchó sin pagarme.

– O se la llevaron. Algunas personas creen que fue raptada.

– ¿Esa chica? -Irene resopló de forma burlona-. Ni hablar. Era una juerguista y una mentirosa. Mi opinión es que se le ocurrió marcharse y lo hizo.

– Y nadie la ha visto desde entonces.

– Probablemente porque estaba metida en asuntos de drogas. -Irene miró a Kristi entrecerrando sus ojos-. Sé que la prensa se anima cuando hay chicas que faltan a clase, y hace mucho ruido por poca cosa. La policía no parece creer que haya ningún crimen. ¿Por aquellas chicas que desaparecieron? Ya lo habían hecho antes. Sus familias ni siquiera están preocupadas y eso puedo garantizarlo. Cuando la chica Atwater se largó, llamé a su madre y la mujer apenas podía hablar conmigo. Se quejaba de tener dos trabajos con dos hijos menores que mantener. Y en cuanto al padre, es una causa perdida. Entra y sale de la cárcel. Lo último que he oído es que aún tenía que cumplir un tiempo. Nadie quiere pagarme lo que debía de alquiler.

– Me está diciendo que a nadie le importa realmente Tara.

Irene encogió sus escuálidos hombros, agitando los pliegues rosados y castaños bajo la luz del sol.

– Era una chica fiestera. Siempre con chicos. -Chasqueó la lengua y luego se agachó y arrancó uno de los hierbajos que asomaban en las grietas del aparcamiento-. Eso en mi idioma se traduce como «problemas».

– ¿Conoce los nombres de los chicos con quienes salía?

– Mantengo mi nariz alejada de los asuntos de mis inquilinos.

Kristi sabía que aquello era una burda mentira. Irene Calloway ya le había contado a Kristi lo suficiente como para saber que le encantaba fisgonear, así que Kristi pensó que solo sería cuestión de sobornarla o intercambiar información para averiguar todo lo que sabía su patrona.

– ¿Quién recogió sus cosas? Alguien tuvo que recogerlas si las dejó allí.

– ¡Todavía no lo han hecho! Y también les cobro alquiler. El espacio no es barato, incluso si hablamos de compartimentos de almacenaje.

– ¿Almacenó sus cosas?

– ¿Yo? No -aseguró sacudiendo la cabeza-. Eso es tarea del casero.

Hiram. El inútil. Genial.

Kristi dejó a la anciana murmurando para sí mientras arrancaba más malas hierbas del aparcamiento. Irene Calloway siempre se tomaba las cosas de forma negativa.

Tras cruzar descuidadamente la calle, Kristi se encaminó hacia el pabellón de Adán, el edificio con enredaderas que albergaba el departamento de Lengua, donde tenían lugar sus clases con el doctor Preston.

Al llegar a los escalones del Pabellón de Adán, su teléfono móvil hizo sonar la melodía reservada para su padre.

Cómo no.

– Hola -saludó ella, haciendo que su voz sonara jovial, incluso aunque le fastidiaba un poco que hubiese llamado. ¿Había amanecido algún día en que no hubiese comprobado cómo estaba, ideando cualquier excusa para hablar con ella? Bueno… puede que un par, pero a grandes rasgos, Rick Bentz la había llamado a diario, inventándose penosas excusas para hablar con ella.

– Pensé en llamarte porque dijiste algo acerca de que querías tu bicicleta, así que me dije que podría acercártela este fin de semana.

– Déjalo papá. Te lo estás inventando para saber cómo estoy -respondió ella, forzando la vista mientras volvía su mirada hacia la zona de césped que separaba el pabellón de Adán del centro religioso. La aguja de la capilla se elevaba sobre las ramas de los robles de alrededor y de la fachada de ladrillos del alojamiento del abad, el cual era contiguo a un claustro, formando todo ello parte del viejo monasterio ubicado en las instalaciones.

Su padre rió y Kristi no pudo evitar una sonrisa.

– Las viejas costumbres, ya sabes -se excusó.

– Claro que lo sé, y me gustaría tener mi bici, pero no te molestes en venir hasta aquí. La traeré en mi próxima visita.

– ¿Y la llevarás en el Honda?

– Tengo un portaequipajes para bicicletas… -Miraba hacia la capilla y vio dos siluetas que salían: una era un sacerdote; no el padre Tony, sino el otro tipo; y la segunda era Ariel O'Toole. ¿Cuántas horas pasaba Ariel en la capilla o con el sacerdote? ¿Tenía una aventura con ese tipo? ¿Quería convertirse en monja? ¿Confesar una miríada de pecados?

– Mira, papá, tengo que irme. Hablaremos luego… o envíame un mensaje, ¿vale? Adiós.

Cortó la llamada y observó como el padre Mathias, siempre meditabundo, se apresuraba a entrar en la capilla y Ariel, con la cabeza agachada, caminaba rápidamente hacia Kristi. Una vez más, Kristi la vio en tonos grises. A pesar de la luz del sol, una fría sensación recorrió las venas de Kristi. Tragó saliva con fuerza y supo que no podría encararse con la chica. Ariel seguramente pensaría que era una loca. No, tendría que averiguarlo discretamente. Subió los escalones restantes antes de deslizarse hacia el pasillo; entonces esperó hasta que las puertas de cristal volvieron a abrirse y un grupo de cinco o seis alumnos pasaron por ellas. Ariel se retrasó un poco detrás de ellos, pero no levantó la mirada ni percibió la presencia de Kristi mientras recorría el pasillo que llevaba al aula del doctor Preston.

Kristi la siguió y, tan pronto como las puertas del aula se cerraron tras Ariel, esta entró. Ariel dio con un pupitre vacío y Kristi ocupó otro cercano. No llamó la atención de la chica, sino que esperó fingiendo interés en el doctor Preston mientras este comenzaba su lección sobre la importancia de la perspectiva y la claridad al escribir.

– En fin, hablemos sobre el trabajo que os pedí la semana pasada -decía Preston. Dejó el trozo de tiza, cambiándolo por un montón de papeles impresos-. El trabajo era escribir dos páginas sobre el más profundo de vuestros miedos… ¿Verdad? La mayoría de vosotros ha usado muy bien la descripción, pero, veamos… -Fue pasando las páginas hasta llegar a la que buscaba-. El señor Calloway ha tenido una perspectiva interesante del tema. Escribe: «Se supone que esto es una clase de redacción creativa y no puedo escribir creativamente cuando me obligan a escribir sobre una materia específica. Mi creatividad (y esa palabra está entre comillas), se ve asfixiada». -Preston levantó su mirada y se fijó en Hiram Calloway, quien le devolvía el gesto de forma desafiante-. Bueno, es una forma interesante de librarse de un trabajo. -Miró hacia el resto de estudiantes, deteniéndose ligeramente en Kristi antes de continuar-. Sin embargo, estaría más impresionado si el señor Calloway hubiera dicho algo como: «Me siento encadenado al pupitre, obligado a escribir un trabajo que aborrezco». Podría haber obtenido un sobresaliente por esa respuesta; tal como está, tendrá que conformarse con un notable, ya que el trabajo, o la falta del mismo, ha sido original. -Luego sonrió; sus blancos dientes contrastaban con su bronceada piel, su pelo rubio destellaba bajo los focos-. Ahora, me gustaría leeros algo más tradicional y merecedor del sobresaliente que ha recibido. Este trabajo está escrito por la señorita Kwan, y yo diría que comprende a la perfección lo que significa escribir visceral y descriptivamente.

Kristi miró hacia Mai, quien levantó un poco el mentón mientras Preston comenzaba a leer.

– Temo al diablo. Sí, Satán. Lucifer. La encarnación del mal. ¿Por qué? Porque creo que él, o ella, por si eres de los que creen que una fémina, se oculta en todos nosotros; al menos, si soy sincera, habita en mí, en las más profundas regiones de mi alma. Lucho por mantenerlo atrapado y encerrado, por miedo a lo que él, y yo, como su envase, podríamos hacer. No puedo imaginar el dolor y sufrimiento que podría infligir de ser liberado.

Preston sonrió hacia Mai, casi como si la conociera en la intimidad. ¿De qué iba todo aquello?

– Ese era tan solo el primer párrafo y ya podemos sentir la batalla del autor, su miedo, la angustia por su propia psicosis. En ese párrafo vemos que ella aún tiene la sartén por el mango. No habla del diablo liberándose, sino de ser ella misma quien lo libere. Ella aún tiene el control, aunque es un tenue agarre para Satán y su cordura. -Asintió como si estuviera de acuerdo consigo mismo; su pelo rubio atrapaba la luz de las bombillas fluorescentes, que vibraban sobre su cabeza-. Bien hecho, señorita Kwan. Ella ha recibido el único sobresaliente porque ha sido la única que me ha hecho creer que realmente escribía desde el corazón.

Mai sonrió con autosuficiencia, ruborizada, y luego bajó la mirada hacia su pupitre, como si se sintiera ligeramente avergonzada, pero Kristi no se lo creía. Conocía lo bastante a su vecina como para creer en ese acto de humildad. Pero el tema de los miedos de Mai la hizo dudar.

¿Satán dentro de su alma? ¿No arañas, serpientes o lugares sombríos, o aviones, o caer desde un puente o casarse con la persona incorrecta, sino el diablo oculto en su alma? ¿De dónde sacaba eso?

– Jesús -suspiró Kristi, y se vio sorprendida por una mirada reprensora de Ariel-. Me refería a que eso ha sido bastante macabro. -Ariel se encogió de hombros mientras fruncía el ceño.

Su intento de hacerse amiga de Ariel no iba por buen camino. A ese paso, Kristi tardaría eones en ganarse su confianza, y sentía como si se estuviera quedando sin tiempo. ¿Por qué le importaba siquiera? ¿Porque Ariel era amiga de Lucretia? ¿Y qué? Además, lo de su cara grisácea podía ser producto de su imaginación.

Reclinándose en su asiento, Kristi concentró toda su atención en la clase. Finalmente, después de que Preston lanzase su tiza unas cuantas veces, devolviese los trabajos y les encargase una nueva tarea, Kristi recogió sus cosas y salió del edificio, unos pasos detrás de Ariel. El día aún era más caluroso de lo normal, pero ahora la luz del sol se veía filtrada por unas altas y finas nubes, que causaban sombras salpicadas sobre la tierra.

Kristi imaginaba que había fastidiado su ocasión de aproximarse a la chica. No le sorprendía. Nunca había sido capaz de fingir una amistad o de esconder sus verdaderos sentimientos. No podía contar las veces que le habían dicho que llevaba el corazón a la vista. Simplemente no le apetecía fingir, así que decidió preguntarle llanamente a Ariel qué tal le iba.

– Oye, Ariel -la llamó.

Al oír la voz de Kristi, Ariel se detuvo en seco.

– ¿Qué? -preguntó, y miró su reloj de forma insistente.

– ¿Te encuentras bien?

– ¿A qué te refieres? -comenzó a caminar de nuevo, algo más rápido. Era obvio que intentaba escabullirse.

– Pareces preocupada. -Kristi aguantaba su ritmo, zancada tras zancada, tratando de no pensar en que tenía que ir a trabajar en menos de media hora.

Ariel aventuró una rápida mirada hacia Kristi.

– Ni siquiera me conoces.

– Me doy cuenta de que algo te está molestando.

– ¿Y has venido para ayudarme? -Le lanzó una mirada confusa y, en ese instante, Kristi decidió sincerarse con ella.

– Mira, sé que esto suena extraño, pero… yo… tengo esta cosa, ¿vale? Llámala percepción extrasensorial, o lo que sea, pero la he tenido desde que estuve en el hospital y casi muero. La cuestión es que… es como si pudiera ver el futuro. No siempre, pero a veces; y puedo ver si alguien está en peligro.

Ariel se cruzó de brazos, encogiéndose bajo su enorme chaqueta con capucha.

– O estás loca, o esto es una especie de broma extraña.

– Lo digo en serio.

– ¿Qué quieres decir? ¿Que estoy metida en problemas?

– Peligro. Posiblemente amenaza tu vida -respondió Kristi con seriedad.

– ¡Oh, Dios mío! ¡Estás chiflada! Déjame en paz.

– Es solo que en ocasiones, cuando te veo, no hay color en tu piel. Es como si estuvieras en una película en blanco y negro.

Ariel sintió un escalofrío a pesar de su bravata. Retrocedió alejándose de Kristi, moviendo sus ojos alrededor, como si buscase ayuda.

– Déjame en paz. No vuelvas a hablarme nunca. Debes estar flipando. O estás como una cabra. Esto no tiene gracia, ¿sabes? -Kristi dio un paso hacia delante y Ariel pareció estar a punto de gritar.

«Aléjate de mí. ¡Ahora!

– Solo estoy preocupada.

Ariel se sorbió la nariz, poniendo más distancia entre ellas.

– Serías la primera -murmuró con fiereza mientras vacilaba junto a la verja de la casa Wagner. Su rostro estaba tan descolorido que parecía estar ya medio muerta-. ¡Mantente alejada de mí! ¿Me oyes? No vuelvas a acercarte o llamaré a la policía y haré que te impongan una orden de alejamiento.

Antes de que Kristi pudiera decir nada más, Trudie y Grace doblaron una esquina no muy lejos de la biblioteca. Ariel las vio y comenzó a agitar su brazo frenéticamente, como una aterrorizada mujer que se estuviese ahogando y esperase ayuda. Sin pronunciar palabra, se encontró con sus amigas y pasaron a través de las puertas abiertas. Todas ellas subieron los escalones hacia la vieja mansión de piedra. Por lo que Kristi sabía, la casa Wagner había sido el hogar del fundador de All Saints. Ahora era un museo.

Grace tiró de una de las puertas dobles y las tres chicas se adentraron en su interior. Ariel se giró para dedicar a Kristi una última mirada, con el rostro ensombrecido y macilento. A pesar de encontrarse tan solo a unos metros la una de la otra, Kristi sentía como si hubiera océanos de distancia entre ellas. La pesada puerta de madera se cerró tras el trío con un golpe característico.

Kristi dudó. Obviamente, la chica no deseaba su ayuda. ¿Y quién era ella para decir que Ariel estaba atrapada en alguna situación terrible y fatal? Era cierto que aquella mujer del autobús había muerto, pero ¿y qué? Su padre aún seguía vivo, ¿verdad? Verdad; las imágenes que había visto del fantasmagórico Rick Bentz habían sido fugaces y pasajeras; a veces no aparecían durante meses, pero no parecía estar al borde de la muerte.

El nudo de su estómago decía lo contrario, pero ella deseaba creer desesperadamente que estaba equivocada con respecto a él; que estaba equivocada con respecto a todas sus visiones. Sin embargo, en el caso de Ariel O'Toole, la apariencia fantasmal era fija. Cada vez que Kristi la veía, estaba descolorida, pálida y gris. Ariel necesitaba ser advertida, pero Kristi ya sabía que había cometido un error al confiar en ella. Ahora Ariel creía que Kristi estaba trastornada y que debería estar en un hospital mental, o que le estaba gastando una broma cruel. Aún peor, el secreto que Kristi había guardado durante los meses anteriores ya no le pertenecía a ella sola. No debería haberle contado la verdad, pero ¿qué otra opción le quedaba?

Levantó la mirada hacia los ventanales de la casa Wagner y creyó ver la imagen de Ariel, fragmentada y deforme, a través de los irregulares paneles de cristal. Incluso así, parecía un fantasma.

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