Capítulo 25

Jay tomó asiento en su despacho y, usando una lente de aumento, examinó una imagen del brazo cortado. Había visto el auténtico, por supuesto, pero estaba siendo congelado con la esperanza de encontrar el cuerpo del que había sido despojado. También había fotografías por ordenador, aquellas que podían ampliarse, pero a veces, el viejo estilo le resultaba más cómodo.

El martes había estado en el laboratorio durante diez horas. Casi era la hora de marcharse en ese momento y estaba irritable. Nervioso. No se había sentido bien por regresar a Nueva Orleans, a pesar de la insistencia de Kristi la noche anterior. Se había negado a escuchar ninguno de sus argumentos; ni siquiera consideraría vivir en la cabaña de su tía o incluso quedarse con su perro. Se había vuelto a instalar en su apartamento a pesar de todas sus protestas. Jay se mantenía en contacto constante con ella, bien por teléfono, mensajes o el correo electrónico, y hasta ahora se encontraba bien.

Hasta ahora.

¿Y cómo vas a sentirte si le pasa algo?

Trató de no ponerse inmediatamente en el peor de los casos, pero siempre estaba ahí, oculto en los rincones de su cerebro, listo para saltar una y otra vez sobre su consciencia. Tuvo que dejar de preocuparse por Kristi. Como ella le había dicho en una ocasión, era una adulta. Podía cuidar de sí misma. Le juró que la idea de que su presunto espía de las grabaciones pudiera intentar entrar en su apartamento no le molestaba. Dijo que casi era bienvenido.

– ¡Y una mierda! -murmuró, volviendo a centrarse en la decoloración entre el codo y la muñeca.

– ¿Estás hablando conmigo? -preguntó Bonita Washington al entrar en la zona de laboratorio, contemplando los microscopios y teniendo cuidado de no tocar el cromatógrafo.

– Supongo que hablaba solo -le dijo, rodando hacia atrás con su silla.

– ¿Has detectado algo extraño en ese brazo? -Señaló hacia la fotografía que yacía sobre su lugar de trabajo.

– Le falta el cuerpo.

– Qué listo eres. ¿Nada más?

– Su esmalte de uñas no va a juego con su lápiz de labios, oh, espera… Washington, que normalmente era lacónica o taciturna, mostró una auténtica sonrisa.

– Me refería a esto -dijo, señalando con un dedo una mancha sobre la piel del antebrazo-. ¿A ti qué te parece que es?

– No estoy seguro.

– ¿Una quemadura por congelación? Jay volvió a mirar.

– Igual que cuando metes un pollo en el congelador y la bolsa no está bien cerrada o, aunque lo esté, permanece ahí durante un largo tiempo.

Jay rodó con su silla de vuelta a su escritorio y usó su microscopio para examinar la mancha sobre el brazo.

– Crees que el brazo… no, que el cuerpo fue congelado antes de ser introducido en el pantano.

– Así es.

– De modo que nuestro hombre no las conserva con vida -pensó en voz alta. Su esperanza de encontrar vivas a las estudiantes desaparecidas sufrió un duro golpe.

– No sabemos lo que les hace, pero apostaría gustosa mi nuevo Porsche a que, en un momento dado, esta mujer fue congelada.

– Creía que tenías un Pontiac.

– Por el momento. Pero si tuviera un Porsche, lo apostaría. -Ella asintió como si confirmase lo que decía-. No podría permitirme perder el Grand Am.

¿Por qué introduciría el asesino los cadáveres en hielo? ¿Por qué no simplemente arrojarlos frescos después del homicidio? ¿Acaso no deseaba que se pudriesen y olieran? ¿No podía llevarlos rápidamente a un vertedero? ¿Y por qué no había sangre en el miembro seccionado?

Jay golpeó la goma del extremo de su lápiz sobre el escritorio.

¿Qué clase de chiflado estaba detrás de todo esto?

Pensó en Kristi una vez más y, esta vez, no pudo controlar su miedo.


* * *

A mitad de la semana, Kristi no estaba más cerca que antes de la verdad. Nadie había osado entrar en su apartamento; su encuentro con el doctor Grotto no había hecho más que dejarlo más tranquilo; incluso tuvo el valor de llamarla en clase y sonreír de una forma casi bondadosa. Los foros que frecuentaba cada noche, esperando coincidir con «DrDoNoGood» o con «SoloO», eran un continuo fracaso. Se habían ido silenciando lentamente, quizá a causa de los exámenes parciales que acechaban durante las próximas semanas. El campus estaba tranquilo.

Casi demasiado tranquilo.

La calma antes de la tormenta, se dijo a sí misma al maniobrar con su bicicleta a través del patio central, dirigiéndose a su clase de Redacción. Encadenó su vehículo en la horquilla para bicicletas y después se apresuró a entrar en el edificio, unos metros por detrás de Zena y Trudie.

Perfecto.

Caminaban sin prisa y ella apretó el paso, cerrando el hueco entre ellas de forma que, cuando llegaron a la puerta del aula, Kristi se encontraba pegada a sus talones. Zena encontró un sitio libre. Trudie ocupó el contiguo y Kristi tomó asiento en uno cercano. Miró alrededor de la sala. ¿No estaba Ophelia («SoloO») en aquella clase? De ser así, no se la veía por ninguna parte. Kristi estaba deseando intentar hacerse amiga suya después de su último encuentro, durante la obra de teatro. Pensaba que O guardaba secretos que compartir.

Tampoco veía a Ariel por ninguna parte. De hecho, pensó Kristi, Ariel no había aparecido por ninguna de sus clases en toda la semana.

Y Kristi había presenciado su cambio de color al blanco y negro lo cual, recientemente, no había querido decir gran cosa.

Aun así…

De no ser la temporada de la gripe, Kristi habría empezado a pensar mal. En cambio, tomó una nota mental para comprobar el estado de la chica.

Cuando Preston comenzaba su clase, volvió a mirar a Zena, pero no pudo captar la atención de la otra chica. Tendría que esperar. Fingió interés en el doctor Preston mientras este les hablaba de la importancia de la perspectiva y la claridad al escribir, y Kristi esperó no quedarse dormida.

Hoy se sentía más inclinado a reposar sus caderas embutidas en unos vaqueros sobre el borde de su mesa que a pasear. Aún así, lanzaba la tiza hacia arriba con una expresión de amabilidad; pero por debajo de ese bronceado y de su imagen californiana, Kristi creyó ver una faceta más severa.

Pero ¿acaso no había experimentado la misma sensación con los doctores Grotto y Emmerson? Incluso la profesora Senegal, madre de mellizos, parecía tener un lado oscuro, uno que ocultaba tras sus elegantes gafas y sus labios color borgoña.

La mayoría de estudiantes parecían estar en el mismo estado de letargo que ella. Kristi empezaba a reconocerlos. Unos cuantos asientos por delante, estaba Marnie, la rubia a quien había seguido hasta la casa Wagner. Según parecía, Marnie también formaba parte del grupo de amigas que incluía a Trudie y a Grace. Luego estaba Bethany, otra chica que compartía con Kristi la mayoría de sus clases. Tomaba apuntes afanosamente; sus dedos volaban sobre el teclado de su ordenador portátil, como si el doctor Preston estuviera revelando los secretos del universo.

Uno de ellos, pensó Kristi mientras la chica formulaba una pregunta para aclarar una cuestión sobre simbolismo. Una auténtica lameculos.

Hiram fruncía el ceño en su asiento y Mai dedicaba su atención a la clase tomando aburridos apuntes.

Socorro. Aquella clase era demasiado básica para su gusto. Kristi ya había publicado artículos sobre crímenes reales y tan solo deseaba afinar su destreza para el libro que estaba preparando. No estaba segura de que el doctor Preston fuera la solución.

Parecía como si le hubiera leído el pensamiento.

– ¿Señorita Bentz? -dijo, entonando con autoridad.

Kristi se quedó petrificada.

– ¿La estoy aburriendo? -inquirió y, cuando se quedó mirándola, quiso que la tierra se la tragase-. ¿O a usted? -continuó, dirigiendo su mirada hacia Hiram Calloway.

– Sí -respondió Hiram con insolencia-. Algo parecido.

– ¿Parecido? -insistió Preston, apretando la tiza en su puño.

– Muy bien, no; lo hace. Me está aburriendo. Lo único que quiero es escribir. No creo que necesitemos estudiar simbolismo o figuras literarias. Estudiamos todo eso en el instituto. ¿No se supone que esto es una clase universitaria? Jodeeeeeeeeer. -Tras decir eso, cerró su ordenador, metió sus libros en la mochila, tiró su silla de una patada y abandonó el aula.

Kristi creyó que se desatarían todos los demonios del infierno. Pero la ira desapareció enseguida del rostro del doctor Preston.

– Si hay alguien más que opina lo mismo que el señor Calloway, le invito a que se marche ahora.

La sala quedó en un absoluto silencio. Nadie se atrevió ni siquiera a toser.

La mirada de Preston se paseó entre los estudiantes y, una vez que estuvo convencido de que nadie más tenía pensado marcharse, se aclaró la garganta.

– Bien. Continuemos…

Una vez más, comenzó a pasear lanzando su tiza hacia arriba.

Kristi prestó atención con todas sus fuerzas. Pero era difícil. Hiram tenía razón, la clase era muy aburrida.

Miró el reloj y se pasó los siguientes cuarenta y cinco minutos con la sensación de que Trudie y Zena fingían interés en la clase mientras se enviaban mensajes. Sostenían sus móviles bajo los pupitres y eran lo bastante hábiles escribiendo sobre el teclado para enviarse los mensajes sin ser descubiertas, lo cual resultaba algo extraño. Aquello era la universidad, y no el instituto. Pero Kristi también interpretó su papel, haciendo lo imposible por leer la información que se intercambiaban.

Resultó ser imposible, en su mayor parte. Las pantallas eran demasiado pequeñas, aunque logró captar una o dos frases y apuntó rápidamente los fragmentos taquigráficos que logró ver. «CW» aparecía frecuentemente… ¿Casa Wagner? ¿O eso era lo que ella deseaba? También llegó a ver: «Grto», lo cual dio por hecho que era una referencia al doctor Grotto, y una serie de números que, según creía, se referían al viernes, lo cual era más que el simple comienzo del fin de semana; también se trataba de la fecha en la que tendría lugar la última representación de Everyman. El resto de la información no tenía sentido de forma alguna, pero la anotó de todos modos.

Cuando terminó la clase, se vio de nuevo situada entre las dos chicas, pero no vio un motivo para interrumpir su conversación, y tampoco escuchó nada que mereciera la pena anotar.

Era como si el mundo entero estuviera conteniendo la respiración.

Ocurría lo mismo en el exterior. El aire no se movía. El cielo estaba lleno de nubes plomizas que no parecían moverse.

Se le erizó el vello de sus brazos y, aunque no ocurría nada aparentemente malo, en lo más profundo de su corazón, sabía que el mal acechaba en las sombras.


* * *

Era viernes, después de las cuatro, y Portia estaba algo alterada después de las ocho (¿o habían sido nueve?) tazas de café que se había tomado a lo largo del día. Tenía que dejar esa costumbre. Hoy había dejado de contar a partir de las seis tazas, aunque había cambiado al descafeinado al comienzo de la tarde. Todavía sentía los efectos al dejar su coche en el aparcamiento de la comisaría. Probablemente se debía más a la falta de sueño que a la cafeína. Había estado trabajando en turnos de doce horas, ocho de las correspondientes y cuatro de su tiempo libre. Cuando llegó a casa, caminó en la cinta corredora durante cuarenta y cinco minutos, tomó una insípida comida de microondas, baja en carbohidratos y alta en vitaminas, y luego vuelta a empezar, tomándose un solo descanso para beber una copa de vino mientras veía las noticias. Todo ello para deshacerse de los nueve kilos que había engordado desde que cumplió los treinta y dejó de fumar.

En ocasiones se preguntaba si había acertado con la decisión.

El resto de las tardes, se sumergía en su trabajo sin ni siquiera querer pensar en lo que ganaba por hora. Sería demasiado deprimente.

– Recuerda los beneficios -se recordaba una y otra vez mientras sudaba en la cinta corredora, subiendo el volumen de la música al aumentar el ritmo. Y luego estaba el simple hecho de que le encantaba su trabajo. Lo amaba. No había nada mejor. Incluso si eso significaba dormir sola la mayoría de las noches en su cama extragrande.

Tuvo que recordarse ese detalle la siguiente tarde, al cruzar las puertas de la comisaría y llegar a su escritorio. Se había pasado las últimas cuatro horas hablando con los testigos de un caso de violencia doméstica, y se sentía algo cabreada por el conflicto de testimonios. La mitad de la gente en la fiesta donde había tenido lugar el incidente insistía en que la mujer tuvo la culpa; ella había encrespado a su marido ligando con su hermano; luego encendió realmente las cosas al darle un puñetazo en sus partes. La otra mitad decía que el marido, que era un tipo celoso y posesivo, de quien se sabía que consumía esteroides, había exagerado su reacción: cogió su pistola y disparó a su mujer hasta matarla.

Exagerado… no jodas. ¿Cómo podía ser la gente tan estúpida?

Portia acababa de pasar por dos horas de papeleo, y luego iba a dar el día por finalizado. Los turnos estaban a punto de cambiar y había un montón de actividad en la oficina: teléfonos que sonaban, ordenadores que zumbaban, sospechosos esposados, que protestaban por su inocencia y por un mal trato recibido por los policías, sentados ante los escritorios.

Pasó junto a la mesa de una de las jóvenes secretarias. Una explosión de colorido en forma de claveles y rosas señalaba que alguien estaba pensando en ella. Portia se quitó el impermeable y lo colgó en una percha junto a su escritorio mientras el sonido de una carcajada surgió de algún lugar cercano al fax. Entonces, Portia se quedó mirando lo que parecía ser una montaña de informes para rellenar.

Demasiado para esta sociedad obsesionada con el reciclaje.

Llevó a cabo algunos de los archivos. Tras recordarse a sí misma que «no» le apetecía un cigarrillo, puso en orden el papeleo, así como un montón de sus correos electrónicos.

El teléfono sonó con fuerza. Portia descolgó el auricular, con los ojos todavía fijos en el monitor.

– Homicidios. Detective Laurent.

– Soy Jay McKnight, del laboratorio criminalista. Sonny Crawley me dio tu nombre. Creo que te pidió algo para mí.

– Sí, es verdad. Estaba deseando hablar contigo. -Su interés se desvió inmediatamente del papeleo y comenzó a teclear órdenes en el teclado-. Estaba pensando en darte un toque más tarde. Es que tenía algunos cabos sueltos por atar… aquí está. -Dio con el archivo correcto y lo abrió-. Veamos. Me ha llevado un poco de tiempo, pero tengo una lista de posibles furgonetas, todas de fabricación nacional y oscuras, con matrícula de Luisiana, cuyos dueños trabajan en el colegio. Te la puedo mandar si me dices tu dirección de correo electrónico.

– Genial. -Jay se la deletreó. Portia la verificó antes de enviarle la lista, a pesar de reconocer la url como perteneciente a la policía del estado.

– Esta noche voy para allá -añadió McKnight-. Podría pasar por la comisaría para intercambiar información.

– Buena idea. Puede que por entonces tenga más información sobre los antecedentes que pediste. Aún estoy trabajando en ello. -Abrió el archivo de Jay McKnight en su ordenador. Aunque nunca se habían conocido oficialmente, ella había visto su nombre y le había observado una vez en la escena del crimen. Hasta ahora, todo parecía normal.

– Llegaré un poco tarde. Trabajo hasta las siete. Para cuando llegue allí, serán cerca de las nueve. Mientras las cosas sigan en calma y no tenga que hacer horas extra.

– No importa, estaré aquí -le aseguró, agradecida de que alguien del departamento empezara a creer que tenían un problema en All Saints. Un gran problema.

– Hasta entonces.

Portia colgó y, no solo envió la lista de vehículos a McKnight, sino que imprimió otra copia para ella. Le sorprendía que hubiera tantos empleados que poseían una furgoneta oscura. Aparte de un jardinero y un guardia de seguridad, la parroquia tenía una Chevrolet del 98; una ayudante del profesorado llamada Lucretia Stevens tenía una vieja Ford Econoline que al parecer había pertenecido a alguien más de su familia; otra persona llamada Stevens, el marido de Natalie Croft, poseía una furgoneta verde oscuro que utilizaba en su negocio de construcción; y también el hermano de Dominic Grotto tenía una furgoneta oscura. Portia había ensanchado un poco el margen, solo porque sospechaba de aquel tipo. Le había interrogado dos veces. Le resultó demasiado amable. Su conversación con él había rozado el desdén, aunque se había mostrado preocupado, como si deseara ayudar.

Pero Grotto no era la única persona del campus que ella sospechaba que ocultaba algo. Todo el maldito departamento de Lengua estaba repleto de secretismos. Incluso la jefa del departamento, Natalie Croft, era una altiva y arrogante académica en quien Portia no confió ni por un segundo. Habían cambiado el programa para introducir asignaturas de moda y «molonas», como esa de los vampiros, una clase sobre la Historia del rock and roll, y otras del estilo para atraer estudiantes al All Saints. Luego estaban los descendientes de los Wagner. Podría rellenar todo un archivo solamente con ellos. Georgia Clovis era como un grano en el culo; se comportaba como si formara parte de la realeza. Y su hermano, Calvin Wagner, un bastardo rico a quien no le duraban los empleos, por lo que Portia sabía; desde luego, era un bicho raro. El tercer heredero, la pobre y frágil Napoli, estaba a tan solo un corto paso de una crisis nerviosa permanente.

Más allá de los Wagner, estaba el clero. El padre Anthony «Tony» Mediera, era un sacerdote enérgico con su visión de lo que debería ser el colegio; y el padre Mathias Glanzer, el atareado sacerdote a cargo del departamento de Teatro, parecía tener muchos secretos.

A Portia le encantaría oír lo que todos ellos necesitaran confesar.

También había otros, nuevas caras en el colegio. Ella buscaba antecedentes en todos ellos, no es que hubiese encontrado indicios de actividades ilegales. Pero claro, acababa de empezar y todo el mundo tenía algo que deseaba ocultar. Todo el mundo.

Además, ¿quién había dicho que los sospechosos se limitaban al profesorado del colegio? ¿Qué había de los demás estudiantes? ¿Y alguien que no estuviese matriculado, pero que utilizara el campus como su coto de caza personal?

Despacio, aún no tienes los cadáveres… tan solo un brazo con esmalte de uñas cuyo color, según el laboratorio, era casi tan popular como los cereales para el desayuno.

Volvió a mirar la lista de furgonetas oscuras y se preguntó si alguno de los vehículos podría estar relacionado con las chicas desaparecidas.

Estaba a punto de salir hacia el comedor para empleados en busca de una bebida baja en calorías cuando sonó su teléfono. Tras llevarse el auricular al oído, lo encajó entre la barbilla y el hombro.

– Homicidios, detective Laurent.

– Sí, soy Lacey, de Personas Desaparecidas. -La del pelo rojo fuego y la ropa ajustada. La que tenía carácter-. Esperaba poder pillarte.

– ¿De qué se trata? -inquirió Portia, pero sintió ese hormigueo, esa pequeña sensación que le anunciaba más malas noticias en el horizonte.

– Me imaginaba que te gustaría enterarte de esto. Tenemos otra persona desaparecida, de la Universidad All Saints. Estudiante. Ariel O'Toole. Su madre envió la denuncia desde Houston, que es donde viven; bueno, ella y el padre adoptivo. Están de camino. No ha tenido noticias de su hija en más de una semana y ninguna de sus amigas, o conocidas, la han visto. La hija no responde a sus llamadas y al parecer siempre lo hace -dijo Lacey con un tono de sarcasmo en su voz-. ¿Qué te parece?

– ¿Vas a enviar a un agente?

– Ya hemos mandado un coche patrulla. Pensé que te gustaría acompañarlo.

– Y tienes razón. Recogeré una copia del informe de camino. -Colgó el auricular. Otra más. Maldita sea, otra más.

Tras colocarse la pistolera, ajustó su arma, se echó el abrigo por encima y cogió su bolso. Se dirigía hacia el departamento de Personas Desaparecidas cuando se topó con Del Vernon. Le contó una versión abreviada de lo que estaba ocurriendo mientras él la acompañaba a su lado.

– Voy contigo -afirmó, apretando la mandíbula y con las pupilas dilatadas-. Odio admitirlo, Laurent, pero aquí hay algo más que chicas desapareciendo al azar -reconoció antes de enfundarse el arma y coger su gabardina.

– Me alegro de que finalmente te hayas dado cuenta, Vernon -le dijo ella, al tiempo que caminaban juntos hacia las puertas de la comisaría.


* * *

– Tenemos un cadáver flotante. -Montoya, café en mano, cruzó el umbral del despacho de Bentz algo después de las cuatro. Vestido con su chaqueta de cuero negro y con su diamante en una oreja, continuó-. Está río arriba.

Todavía en los límites de la ciudad. Mujer. Afroamericana. Lleva un tiempo en el agua. Acaban de pescarla.

Bentz levantó la vista de su montón de papeles y pudo ver que su compañero se guardaba algo. Dejó caer el bolígrafo.

– Y tenía un tatuaje, justo sobre sus nalgas. La palabra «Love» junto con flores y colibríes.

Bentz se enderezó en su asiento.

– Dionne Harmon -pronunció en voz alta, y aquel mal augurio que le había acompañado desde que tuvo noticia de las chicas desaparecidas del All Saints se convirtió en algo peor. Mucho peor.

– Es lo que parece. -Montoya apoyó uno de sus hombros contra el archivador de Bentz, uno que rescataron del huracán Katrina. Con una mano de pintura y ahora sin manchas de óxido, le servía como recordatorio constante de lo mal que podían ponerse las cosas-. Han enviado buceadores, para ver si la víctima estaba sola, o si tenía compañía.

– Mierda -murmuró Bentz, que ya estaba rodeando su escritorio. Descolgó su chaqueta del perchero-. Vámonos. Yo conduzco.

– No, yo… da igual, tú conduces. Y aún hay más.

– ¿Más?

– ¿No has oído lo del brazo que encontraron en el estómago de un caimán?

– ¿De qué coño estás hablando? -A Bentz se le revolvieron las tripas porque sabía lo que se le venía encima. El día caía en picado.

– Te lo contaré por el camino. -Montoya terminó su café y tiró el vaso de plástico en una papelera del despacho de Bentz. Sortearon los cubículos y escritorios, y Bentz vio un monitor de televisión por el rabillo del ojo, donde, con toda seguridad, el noticiario local mostraba las imágenes de una lancha de búsqueda y rescate por el Misisipi. Estaba oscureciendo, pero el equipo llevaba luces y cámaras.

– Hijo de puta -murmuró Bentz. Rebuscó en su bolsillo un paquete de chicles con sabor a fruta y le quitó el envoltorio a uno al bajar las escaleras y salir al exterior, hasta el aparcamiento, donde los moribundos rayos de un sol de invierno luchaban por atravesar las nubes. Unos pocos consiguieron reflejarse en una miríada de charcos esparcidos por el asfalto, pero la oscuridad llegaba con rapidez.

Bentz se puso al volante del Crown Vic. Mientras Montoya, pendiente de la radio y del rugido del motor, le explicaba lo del brazo descubierto en el pantano norte de Nueva Orleans, Bentz condujo hasta un lugar de su jurisdicción donde los equipos habían precintado una zona de la orilla.

Los equipos de televisión ya habían recibido la noticia del descubrimiento, y ya estaban allí, sobre sus cabezas, dos nuevos helicópteros, con sus aspas girando ruidosamente, iluminaban la oscuridad para obtener una mejor visión del escenario. Unos policías de uniforme contenían a una creciente muchedumbre.

Bentz casi deseó que empeorase el tiempo para mantener apartados a los mirones. El agua era turbia y fangosa; el húmedo perfume del Misisipi penetraba en sus fosas nasales y una fría brisa empezaba a arreciar.

– ¡Detective Bentz! -Se dio la vuelta para encontrarse a una periodista muy guapa, blandiendo el micrófono y caminando directa hacia él.

– ¿Puede confirmar que ha sido encontrada una mujer en el río?

– Acabo de llegar.

– Pero parece como si hubieran sacado un cuerpo del Misisipi, y hay rumores de que podría tratarse de una de las chicas que desaparecieron del colegio All Saints, en Baton Rouge.

– Esa es una presunción muy grande -afirmó, intentando no dar nada por sentado.

– ¿Y no es cierto que fue recuperada una parte de un cuerpo en el pantano más cercano a Baton Rouge?

Hijos de puta, pensó, pero se volvió rápidamente para contestar.

– No estoy autorizado a decirlo, pero estoy seguro de que el oficial de información pública hará algunas declaraciones para la prensa a modo de resumen. -Le mostró a la mujer una profesional sonrisa antes de pasar bajo el cordón policial.

– ¡Detective Montoya! -llamó la mujer.

– Sin comentarios. -También él se deslizó bajo el cordón y se aproximaron juntos al borde del agua, donde los miembros del equipo de la escena del crimen y el juez de instrucción ya estaban reunidos. Bonita Washington les saludó con un asentimiento; su rostro era el reflejo de la seriedad.

– ¿Dionne Harmon? -preguntó Bentz.

– El tatuaje es el mismo. Afroamericana. De la misma edad, tamaño y peso. -Washington anduvo hasta una bolsa de cadáveres y bajó la cremallera, cubriendo el contenido de las miradas inoportunas con su propio cuerpo.

Bentz se quedó mirando el rostro parcialmente descompuesto de lo que alguna vez había sido una hermosa mujer negra. La hija de alguien. La hermana. La amiga. Aunque nadie, en especial el cretino de su hermano, pareció preocuparse. Además, se vio envuelta en una relación con un novio que era un mal bicho, por lo que había oído. Estaba desnuda, con las manos metidas en bolsas por los criminólogos, con la esperanza de que hubiera combatido a su asaltante y que aún quedase algún resto de adn bajo sus uñas; sus ojos permanecían abiertos, sin vida, en el interior de la gruesa bolsa.

Sobre sus cabezas, los helicópteros se mantenían suspendidos, revolviendo las turbias aguas.

Bentz conservaba pocas esperanzas de encontrar suficiente adn del asesino que no estuviese degradado para servir de algo.

Se le revolvió el estómago. Apartó la mirada.

– Hijo de puta -murmuró Montoya.

– Dionne Harmon desapareció hace cosa de un año -dijo Bentz, calculando mentalmente el estado de descomposición.

– Sí, lo sé. -Washington estaba muy por delante de él.

– Este cuerpo, tan solo parece que haya estado en el agua durante unos días, y antes de eso… -Se encogió de hombros.

– Estaba con vida -aventuró Bentz, jugando con su imaginación-. Así que las mantiene con vida, las encierra durante un año, ¿y después decide matarlas?

– Tal vez. -Obviamente, Washington estaba tan confusa como él.

– ¿Conoces la causa de la muerte?

– Aún no, pero he notado algunas heridas de pinchazos en el cuerpo.

– ¿Con qué las hicieron?

– Todavía no lo sé, pero tiene lo que parece ser la marca de un mordisco en su cuello. -Washington señaló los dos agujeros bajo la oreja de la mujer muerta-. Y luego hay otra, mayor y solo una, aquí, sobre la yugular. Y otra sobre la carótida. -Levantó la vista hacia él antes de volver a cerrar la bolsa del cadáver.

Bentz se enderezó.

– ¿Qué significa?

– Nada bueno -respondió ella, con el rostro lleno de preocupación-. Nada bueno.

– ¡Eh! -Era un grito desde la lancha.

Bentz se preparó para lo peor mientras los helicópteros se acercaban para obtener una vista mejor. Sabía lo que venía ahora. El oficial a bordo gritó sobre el estrépito de las aspas de los helicópteros.

– ¡Parece que tenemos a otra!

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