– Si quieres tenerlos durante todo el día, tienen que estar de vuelta mañana a las… -El encargado, con camiseta de camuflaje y unos vaqueros sucios, miró hacia el reloj que colgaba sobre la puerta de la tienda de Alquila-Todo-, nueve y treinta y seis, pero yo te doy hasta las diez. -Mientras le guiñaba el ojo a Kristi, le ofreció una sonrisa que contenía hebras de tabaco. Intentó no mirarlas.
– Muy amable de tu parte -respondió, tratando de no sonar demasiado sarcástica. Después de todo, no era más que un chaval.
De unos dieciocho años, Randy, como proclamaba la insignia pegada a su camisa, era desgarbado y luchaba contra un caso galopante de acné juvenil, pero aun así, intentó ligar con ella. Kristi le devolvió la sonrisa. Al menos, le había ayudado a localizar el tipo de cizalla que necesitaba en aquel polvoriento almacén lleno de herramientas, aunque era un autoservicio.
– Son treinta pavos.
– ¿En serio?
– Sí señora. Esas cosas no son baratas.
Para que luego hablen de atracos. Claro que era la mejor, pero de verdad, ¿cuánto puede costar una nueva?
– Genial -respondió ella con un disimulado tono de sarcasmo.
– ¿Y qué te ha pasado? -preguntó Randy, ajustándose su gorra de camionero y esforzándose un poquito de más por ser simpático-. ¿Olvidaste la combinación de tu taquilla?
Claro, esa soy yo, solamente una mujer estúpida con mala memoria.
– Algo parecido -respondió ella y le entregó dos billetes de veinte, esperó el cambio y rechazó su ayuda para cargar con la pesada herramienta-. Gracias, ya lo haré yo -dijo, metiendo el billete de diez en su cartera, y se colgó el cordón de su bolso sobre el hombro.
– Ahora, que si no consigues que esa cizalla trabaje para ti, ya sabes, porque eres una mujer y están hechas para los hombres, después podrías querer alquilar una sierra normal o una eléctrica. -Asintió como si estuviera de acuerdo consigo mismo-. Eso te valdrá.
– Lo tendré en cuenta -respondió ella, erizándose en silencio. No es que ella fuera alguna especie de criatura débil y estúpida, por el amor de Dios, pero mantuvo guardada su lengua afilada mientras él cargaba con la cizalla al exterior. A los dieciocho, ella tampoco había sido lo que se dice un genio, y no había motivos para tomarla con el encargado.
Había considerado la idea de pedirle ayuda a Jay con su nuevo proyecto. Sospechaba que él podría tener su propia cizalla, la cual podría haberle ahorrado aquellos treinta pavos, pero deseaba limitar su implicación. Para empezar, Jay malinterpretaba su interés por él. Parecía creer que ella pretendía salir con él y esa no era su intención. De forma que era algo bueno mantenerlo a cierta distancia. Jay había hecho demasiadas preguntas y lo que ella estaba haciendo estaba bordeando lo ilegal. Tal como estaban las cosas, saldría escaldado si lo pillaban obteniendo la información que ella quería del colegio y de los archivos policiales. Si es que llegaba a hacer tanto por ella. No estaba segura de que fuese a cruzar esa línea y, además, ella no había compartido todo lo que Lucretia le había contado sobre vampiros y cultos. Ya era bastante difícil tener a Jay sobre el tablero como para meterlo en temas góticos y surrealistas.
Además, se dijo a sí misma, mientras sus zapatillas deportivas crujían sobre la gravilla del aparcamiento de la tienda Alquila-Todo, abarrotado de vehículos estropeados y un par de Monster Trucks, había algunas cosas que debía hacer por sí misma. Y colarse en el estudio almacén que contenía las cosas personales de Tara Atwater era una de ellas a pesar de lo que Randy, aquel experto de dieciocho años, opinase. Se deslizó tras el volante y encendió el coche. El polvo se había acumulado sobre el parabrisas y el interior del vehículo estaba cálido; el sol era visible a través de espesas y altas nubes. Kristi sacó un par de gafas de sol de la guantera y se las colocó sobre la nariz. Dio marcha atrás en su espacio, intentando evitar en vano los baches que había en la sucia gravilla. Pasó junto a un maltrecho camión cubierto de barro, donde un hombre se encendía un cigarrillo mientras cargaba una motosierra en la parte de atrás.
– Idiota -murmuró para sí, y luego llevó su Honda hasta la carretera lateral y puso rumbo hacia la autopista que atravesaba el norte desde aquella sección de bajos comerciales en la parte sudeste de la ciudad, hasta el campus del All Saints.
Su plan solo estaba trazado parcialmente, pero ella le daba vueltas al asunto. El hecho de disponer de las cosas de Tara guardadas en el sótano del edificio en el que ella vivía era un regalo del cielo. Se lo enviaría todo a la policía como prueba, por supuesto, pero hasta que estuvieran interesados, supuso que cualquier cosa que hubiese en ese contenedor de almacenaje se consideraba de libre acceso. Ya había averiguado el tipo y la marca del candado de combinación que Irene Calloway usaba para guardar las cosas de Tara; después se había pasado dos horas buscando en tres ferreterías diferentes antes de encontrar un candado de las mismas características.
Ahora estaba preparada.
Le adelantó un enorme Chevrolet Suburban cubierto de pegatinas de la Universidad Estatal de Luisiana. Un seguidor de los tigres, pensó con una tenue sonrisa. Kristi pensó en la Universidad Estatal, con aquellas ingentes instalaciones en Baton Rouge. ¿No supondría aquel campus un coto de caza más grande y menos llamativo? ¿Por qué las chicas del All Saints?
Porque quienquiera que sea el que está haciendo esto se encuentra cómodo aquí. O bien es un estudiante, o un miembro de la facultad, o un licenciado. La Universidad Estatal le es desconocida. El que esté haciendo esto está intrínsecamente relacionado con el colegio, sabe cómo recorrerlo, tiene escondite, se camufla.
Sintió un pequeño escalofrío de miedo bajando por su espalda. Estaba convencida de que había un monstruo acechando el edificio de ladrillos cubierto por la hiedra de All Saints, un psicópata quien, hasta ahora, se había salido con la suya en sus horrendas obras.
– No por mucho tiempo, bastardo -dijo, y bajó la mirada hacia el velocímetro. Iba muy rápido; conducía casi treinta kilómetros por hora por encima del límite permitido. Soltó el acelerador y miró el espejo retrovisor, segura de haber visto luces rojas y azules, pero no la estaba siguiendo ningún coche patrulla. Esta vez había tenido suerte. Bien. No podía permitirse una multa.
Tomó la salida más próxima al campus y callejeó por los accesos contiguos; luego aparcó en su espacio habitual, junto a la escalera que llevaba hasta su estudio. En lugar de subir las escaleras, se dirigió a la puerta que llevaba hasta el lavadero del sótano y la zona de almacenaje, y la abrió con una de las llaves originales que había recibido de Irene Calloway. Los escalones estaban oscuros y crujían; las paredes estaban hechas de viejo cemento; las pocas ventanas eran pequeñas y mugrientas, y estaban cubiertas de telarañas, cuyas finas hebras acogían los cadáveres secos y quebrados de insectos muertos.
– Precioso -comentó al doblar una ajada esquina. Tres pasos después se encontraba en las entrañas del edificio. Al menos el sótano estaba seco. Había manchas en las paredes, indicando que el agua se había filtrado en alguna ocasión por antiguas grietas, y áreas donde se habían realizado intentos de arreglar el daño, con poco o ningún éxito.
]unto a una de las paredes, dos lavadoras se encontraban en funcionamiento, y una de las secadoras giraba y secaba, con algo en el interior del tambor que sonaba con un golpe en cada vuelta. Kristi no se atrevió a irrumpir en la sala de almacenaje en ese momento, en el que alguien podría descubrirla. No quería dar explicaciones. Planeó esperar hasta que fuera totalmente de noche y bajar un par de cajas con ella, aunque la idea de estar allí, en la oscuridad, con solo unas pocas luces sobre su cabeza, la ponía de los nervios.
Abandonó el sótano, subió hasta su apartamento y cogió su ordenador. Disponía de unas pocas horas antes de que empezase su turno en la cafetería, así que decidió realizar su trabajo en el café local, donde pudiera conectarse de forma inalámbrica a Internet y escuchar el murmullo de la conversación. Ya había supuesto que el café Bayou, en el extremo del campus junto a la casa Wagner, era el más popular entre los estudiantes del All Saints. Introdujo su ordenador en la mochila, se recogió el pelo en un moño sobre la cabeza y se ajustó una gorra de béisbol; después se marchó.
Tardó veinte minutos en ir desde su puerta hasta el café y, para mayor suerte, dos estudiantes asiáticos dejaban libre una mesa junto a la ventana. Kristi la ocupó, dejando su mochila sobre uno de los asientos de madera; luego se puso en la cola para pedir un café con vainilla y un trozo de pastel de frambuesa. Mientras una de las máquinas de café aullaba y el vapor se elevaba sobre los grupos de parroquianos, Kristi esperó su bebida y echó un vistazo a la clientela. Reconoció a unos cuantos chicos, o bien de su clase, o bien de encontrarse con ellos en el centro de estudiantes, la biblioteca o por el campus.
Afortunadamente, ninguno se volvió gris delante de sus ojos.
Justo cuando estaba recogiendo su pedido, se abrió la puerta y entró una chica alta, de largas piernas y cabello castaño y liso que le llegaba hasta la mitad de su espalda. Le resultaba familiar y Kristi la identificó como alguien de su clase que normalmente se sentaba cerca de Ariel O'Toole. La chica examinó las mesas como si estuviera buscando a alguien.
– Hola -saludó Kristi al pasar junto a la chica. Dios, ¿cuál era su nombre? ¿Zinnia? ¿Zahara? Era alguno con Z…
– ¡Oh, hola! -La chica parecía tener problemas para identificar a Kristi.
– Eres Zena, ¿verdad? ¿Amiga de Ariel?
– Pues… ¿sí?
– Yo soy Kristi; estás en un par de clases conmigo. Vampyrismo con Grotto y Redacción con Preston.
– Eh… -balbuceó Zena sin una pizca de entusiasmo, y Kristi pudo advertir que la chica todavía estaba atando cabos, lo cual era preferible.
– ¿Has visto a Lucretia?
– ¿Stevens? Pues, eh, no desde la semana pasada, creo. He estado bastante ocupada preparando la obra.
– Estás en el departamento de Teatro -adivinó Kristi, y a la chica se le iluminó el rostro.
– Sí.
– ¿Con el padre Mathias?
– No. No estoy muy metida en eso de las obras moralistas, pero oye, es un comienzo. Me prometió que si lo hacía bien, me tendría en cuenta para algo más profundo. Creo que van a hacer algo de Tennesse Williams en primavera.
Quizá Un tranvía llamado Deseo, y me encantaría interpretar a Blanche DuBois.
– ¿Y a quién no? -dijo Kristi, aunque no tenía interés en nada remotamente relacionado con la interpretación o los escenarios-. ¿Y qué pasa con las obras moralistas?
– No lo sé -respondió encogiéndose de hombros mientras le echaba un vistazo al extenso menú de bebidas suspendido sobre las cabezas de los camareros-. Es un capricho del padre Mathias, supongo. -Se acercó a la barra y pidió un té oriental con leche y una magdalena.
Kristi advirtió que Zena no estaba interesada en continuar la conversación, de modo que regresó a su mesa y abrió el ordenador. Con un ojo puesto en la pantalla y el otro en Zena, probó su trozo de pastel.
Antes de que el pedido de Zena estuviese listo, se abrió la puerta y entró Trudie. Su cara redonda estaba colorada y parecía estar sin aliento. Cuando vio a Zena, se apresuró detrás de ella e hizo su propio pedido. En cinco minutos las dos amigas habían rebuscado por el bullicioso café y estaban pasando junto a una mesa ocupada por dos madres jóvenes y sus bebés. Uno de los niños succionaba un chupete con aire satisfecho, mientras que el otro hacía unos sonidos que indicaban que se estaba preparando para un berrinche de campeonato. Su madre luchaba encarnizadamente por asegurarlo al carrito y llevarlo al exterior. Su amiga, la del bebé tranquilo, no tenía tanta prisa, pero en el momento en que las mujeres se alejaron de la mesa con sus carritos, Trudie y Zena la ocuparon y tomaron asiento.
Kristi se esforzó en escuchar parte de su conversación, pero tan solo logró captar unas pocas palabras. Una de ellas fue «Glanzer». Como el apellido del padre Mathias Glanzer. Otra fue «moralidad». Probablemente hablaban de la obra. Zena no dejaba de hablar de la obra. Y entonces le pareció oír la palabra «hermanas». Pero nada más.
Kristi decidió que era un desastre escuchando a escondidas y estaba a punto de marcharse cuando Lucretia, que llevaba un largo abrigo negro y unas botas con tacones de diez centímetros, cruzó la puerta lateral. Ya era de por sí una mujer alta, y ahora estaba por encima del metro ochenta. Kristi consideró ir al encuentro de su ex compañera de cuarto. Después de todo, Lucretia le había pedido ayuda, y después la había estado evitando. Pero decidió esperar y ver lo que ocurría. Puede que Lucretia hubiese quedado con alguien allí. Su amante, novio, prometido, o quien fuese. O tal vez solo iba a tomarse una taza de café de camino. Fuera el motivo que fuese, Lucretia, quien no era particularmente efusiva, parecía estar frustrada y molesta, con sus rasgos rozando lo macilento. Al ponerse en la cola, se pasó una mano por su pelo rizado y se quedó mirando el menú como si nunca lo hubiera visto antes. O como si estuviera perdida en sus pensamientos, a un millón de kilómetros de distancia.
Kristi agachó la cabeza hacia su ordenador. Con la gorra de béisbol y su cara parcialmente cubierta por la pantalla, pensó que podría evitar ser detectada. No hubo tal suerte.
Justo entonces, Lucretia desvió la mirada del menú, fijándose en Kristi.
– ¡Tú! -Lucretia abandonó su lugar en la cola para cruzar la embaldosada distancia que había entre ellas, casi derribando el carro que contenía tazas navideñas y cafés marcados a mitad de precio. Las tazas con Santa y Frosty se tambalearon y Lucretia las sujetó a tiempo-. ¿Me estás siguiendo? -inquinó.
– ¿Qué? No. Llevo aquí cerca de media hora.
– ¿Estás segura? -continuó Lucretia, levantando la mirada hacia Trudie y Zena quienes, enfrascadas en su conversación, aún no habían reparado en ella.
– Totalmente -respondió Kristi con aspereza, algo más que irritada-. Aunque te he estado llamando. Te he dejado dos mensajes.
– Lo sé, lo sé. Yo… he estado ocupada. Mira… -Apoyó las manos sobre la mesa, delante del ordenador de Kristi y se inclinó, acercándose a ella-. Cometí un error. -Su voz era un agudo susurro, casi inaudible-. Respecto a aquellas chicas.
– Te refieres a Tara y…
– ¡Sí, sí! -espetó con énfasis. Su garganta se movía como si estuviera tragando con fuerza-. Nunca debí haberte hablado de… de todo aquello. Me equivoqué. ¿Vale? Estoy segura de que todas las estudiantes desaparecidas terminarán apareciendo. En cuanto ellas quieran. Después de todo, todas eran conocidas por sus fugas.
– Pero tú dijiste que las conocías, que eran tus amigas…
– No dije que fueran mis amigas -replicó-. Dije que las conocía. Y ahora te estoy diciendo que estaba equivocada. Así que… olvídalo. Cometí un error. Tú has tenido a un policía por padre. Ya sabes cómo son. Si realmente estuviera ocurriendo algo criminal, la policía estaría al tanto; de modo que déjalo correr, ¿vale? Y… no vuelvas a llamarme.
– ¿Te encuentras bien? -preguntó Kristi.
Lucretia parpadeó.
– Por supuesto. ¿Por qué?
– Estás muy pálida.
– ¡Oh, Dios! -Lucretia tragó saliva y se quedó mirando a Kristi como si hubiera visto a un fantasma-. ¿Y qué? ¿Vas a decirme que estoy en peligro? ¿Igual que a Ariel? Me lo ha contado, ¿sabes? Cree que estás como una cabra. ¿De qué diablos va todo eso?
Kristi se sintió avergonzada. Sabía que jamás debió haber confiado en Ariel, se imaginaba que ese error regresaría para morderla.
– Es obvio que Ariel y tú sois íntimas.
– Ella sabe que fuiste mi compañera, por el amor de Dios. Yo os presenté, ¿te acuerdas? Y ahora te pones a decirle tonterías. Como si estuviera en blanco y negro.
– En ocasiones, yo… -Oh, ¿para qué? ¿Cómo podía explicarle que había veces en las que la gente se le aparecía sin color alguno, como si les hubiesen sacado la sangre?
Sacado la sangre…
El corazón de Kristi dio un inesperado vuelco en cuanto hizo aquella relación con el culto vampírico. Pero aquello no era cierto… no, la mujer del autobús que había muerto no había asistido a la clase de Grotto.
– Solo es algo extraño que suelo ver.
– Tan extraño como un psicópata, así que déjalo, ¿vale? Y déjame en paz de una jodida vez. Asúmelo, Kristi, eres rara. Tal vez sea por todo lo que has pasado, pero ahora te has colado definitivamente.
– Fuiste tú quien me pidió que investigara -le recordó Kristi, elevando el tono y volumen de su voz. La pareja mayor de al lado desvió su atención hacia ellas.
– Estás montando una escena -musitó Lucretia-. Dios, lamento haberte metido en esto.
– ¿En qué?
– ¡En nada!
Lucretia giró sus ojos hacia arriba y estiró la mano para apartarse el pelo de la cara. Al hacerlo, su manga se deslizó hacia abajo y Kristi pudo ver un trozo de gasa colocado sobre la muñeca izquierda de Lucretia.
– ¿Qué te ha pasado? -inquirió Kristi señalando el vendaje.
Lucretia se puso blanca como la tiza. Apartó la mano hacia un lado.
– Tuve un pequeño accidente. Nada serio. Es que… soy algo patosa en la cocina -respondió, y era obvio que estaba mintiendo-. Pero estoy bien. De verdad. Y esa no es la cuestión. Lo que te estoy pidiendo… no, ordenando, es que olvides que alguna vez hemos hablado sobre… ya sabes.
– El culto…
– ¡Estaba equivocada, joder! -balbuceó Lucretia-. Y ahora quiero que te retires.
– Eso ya lo has dicho, Lucretia, pero… -Kristi dejó la frase a la mitad. Le estaba hablando al viento, ya que Lucretia ya se había marchado y se dirigía hacia la mesa de Trudie y Zena. Trudie montó todo un número para dejarle un sitio a Lucretia, para que esta se sentase tan solo un minuto antes de volver a su puesto en la cola.
Kristi no estaba segura de qué pensar. Sabía que Lucretia había estado evitándola. Hasta ahí era obvio, pero ¿fingir que su conversación básicamente no había tenido lugar? ¿Después de hablar de compañeras desaparecidas o posiblemente secuestradas, de cultos y de vampiros? ¿Qué es lo que estaba ocurriendo? Además, estaba el vendaje. Kristi habría pensado que no tenía importancia, pero la reacción de Lucretia decía lo contrario.
¿Alguien le había enviado una advertencia a Lucretia?
El vello de los brazos de Kristi se erizó.
Alguien ha descubierto que habló contigo y la están amenazando. Y alguien la está siguiendo, la está asustando hasta la médula. Incluso haciéndole daño. Por eso esconde un vendaje.
Kristi miró hacia la mesa donde ahora Lucretia estaba sentada con las otras chicas, y sorprendió a su ex compañera mirando hacia ella. El rostro de Lucretia estaba pálido y ojeroso, sus labios apretados; ya parecía estar consumida por la preocupación. Sus ojos se cruzaron durante el más breve de los segundos y luego Lucretia desvió la mirada. Al hacerlo, su cara se volvió del color de la ceniza.
A Kristi casi le dio un infarto. ¿Qué demonios significaba eso?
Puede que no sea nada, se dijo para tranquilizarse. Has estado viendo muchos de estos, ¿no es así? Nadie ha muerto… todavía.
Tragó saliva con fuerza.
El color regresó al rostro de Lucretia. Como si jamás se hubiese marchado. ¡Jesús, María y José, Kristi! Puede que seas tú el bicho raro. Pensó en la conversación con Lucretia, en cómo su ex compañera había querido que olvidase todo lo que habían estado discutiendo con anterioridad. ¿Por qué? Alguien la está manipulando.
Kristi cerró la tapa de su ordenador y recogió sus cosas. Dejó el café sin volver a cruzar la mirada con Lucretia, pero estaba equivocada si creía que iba a abandonar. Si acaso, estaba más decidida que nunca a descubrir lo que les había ocurrido a Dionne, Monique, Tara y Rylee.
Tan solo cuando hubo abierto el coche y ya estaba dentro, cayó en lo que tampoco era propio de Lucretia. No era solo que pareciese estar enferma de preocupación, ni que hubiese intentado convencer a Kristi de que abandonase, sino que ya no llevaba el anillo en su mano izquierda, aquel del que tanto había presumido. Kristi le había mirado las manos cuando ella se había inclinado sobre la mesa, y estas estaban desnudas. Incluso llevaba las uñas sin esmalte y mordisqueadas.
¿Me has estado siguiendo?
La acusación de Lucretia resonaba en el interior de la mente de Kristi. Aún no, pensó Kristi, pero puede que no sea tan mala idea.
– Ya te lo he dicho, no sé con qué profesor sale Lucretia Stevens -insistió Ezma mientras arrojaba el delantal en el cubo de la ropa sucia-. Puede que solo fuera un rumor.
– ¿Y quién te lo contó? -Kristi no estaba dispuesta a dejar la pista. Eran casi las once de la noche y tanto ella como Ezma se disponían a marcharse.
– No lo sé… oh, espera… fue alguien del colegio, creo, un profesor. -Empezó a chasquear los dedos para reactivar su memoria-. ¡Oh, Señor…! ¡Sí, lo tengo! -Levantó su mirada con los ojos brillantes-. Yo estaba justo aquí, atendiendo las mesas, y escuché accidentalmente el cuchicheo de dos mujeres. Veamos, era la doctora Croft, la jefa del departamento de Lengua y, oh, demonios, ¿con quién estaba sentada aquel día? -Se frotó la barbilla-. Creo que era la profesora de Periodismo. La nueva.
– ¿La profesora Senegal?
– Eso es, pero no pude oír mucho. Bajaban la voz, especialmente cuando me acercaba. Yo no podía dar crédito. Quiero decir que, la gente suele cotillear, por supuesto, pero la doctora Croft es la jefa de un departamento y este es un lugar de lo más abierto. En fin… -Se encogió de hombros, luego separó los billetes que había recibido como propinas, los contó y dejó algunos para los friegaplatos.
Kristi hizo lo mismo, dejándole a la chica que había limpiado las mesas un porcentaje de sus propinas. Ella y Ezma salieron juntas del restaurante. La noche era limpia y fresca, el aire soplaba cuando Kristi se subió al Honda y Ezma se montó sobre el asiento de su ciclomotor y se ajustó el casco. Unos segundos más tarde, la motocicleta zumbaba al salir del aparcamiento.
Kristi puso el coche en marcha. Aunque normalmente paseaba hasta el trabajo, aquel día iba con retraso, de modo que había cubierto en coche la corta distancia. Antes de meter una marcha, intentó llamar de nuevo al doctor Grotto e inmediatamente una voz le pidió que dejara un mensaje en el buzón de voz. Kristi ni se molestó; ya le había dejado dos. Obviamente no estaba recibiendo sus llamadas, o bien la estaba ignorando y evitando. Ni hablar, eso no tenía sentido.
Tamborileó con sus dedos sobre el volante y decidió que si no tenía noticias suyas para el lunes, tendría que hacer una sentada en la puerta de su despacho y obligarlo a hablar con ella. También estaban los foros de internet. A lo mejor podía hacer la prueba con el «DrDoNoGood», si es que volvía a aparecer. Flirtear con él, apelar a su ego. Hasta el momento no había encendido la cámara de vídeo en su ordenador, optando por el anonimato, pero quizá era la única forma de llegar hasta él. Podía comprarse una peluca barata, lentillas de colores o unas gafas. Tenía que hacer algo para que el misterioso profesor comenzase una conversación con ella.
Llevó el utilitario hasta la entrada y salió del aparcamiento. Pisó el acelerador hasta conducir unos veinte kilómetros por hora por encima del límite permitido en su camino de vuelta a casa. Estaba impaciente por abrirse paso hasta el estudio donde se almacenaban las cosas de Tara Atwater.
Puede que finalmente descubriera algo sobre la chica desaparecida…
Se dio prisa en aparcar y subió corriendo los escalones hasta llegar a su apartamento. Una vez dentro, se quitó rápidamente el uniforme de trabajo y lo arrojó a su bolsa de ropa sucia. También metió dos paquetes de detergente, la cizalla y una linterna; luego se puso unos vaqueros y una sudadera. Tras calzarse un par de zapatillas de tenis, comenzó su misión.
Estaba tan nerviosa como un gato; su estómago se encogió al bajar los dos pisos antes de abrir la puerta del sótano y conectar las insuficientes luces.
De noche, el subterráneo habitáculo bajo el edificio era incluso más impresionante; los rincones y recovecos eran más oscuros y tenebrosos. Ninguna de las lavadoras se movía, ni las secadoras calentaban o giraban.
Bien.
Con cuidado, consciente de que alguien podría bajar las oscuras escaleras en cualquier momento, Kristi extrajo la cizalla y la dejó en el suelo, junto a los contenedores de rejilla metálica, después separó rápidamente su ropa y puso en marcha dos de las lavadoras.
Mientras los aparatos comenzaban a llenarse de agua, agarró la cizalla y examinó los contenedores. Todos estaban claramente marcados y cerrados, uno por cada estudio y dos adicionales. Uno de estos últimos contenía material de jardinería y herramientas, obviamente para utilizarse en el edificio de apartamentos; el otro estaba lleno de cajas. Kristi iluminó la rejilla con su linterna y vio el nombre de Tara Atwater garabateado sobre ellas, junto con la fecha del trece de noviembre, un mes después de que a la chica la declarasen desaparecida.
– Suficiente -se dijo, y se puso manos a la obra.
Desgraciadamente, Randy, el machista con mentalidad de hombre de las cavernas, estaba en lo cierto. Usar la cizalla resultaba difícil. Consiguió poner las hojas alrededor del cierre, la pieza de metal que sujetaba el candado a la puerta, pero no tenía la fuerza suficiente para que el maldito cacharro lo cortase.
Lo cual la sacaba de sus casillas.
– Venga -se animó, y volvió a intentarlo, empujando los mangos hacia dentro con tanta fuerza que sintió una punzada en los brazos; el dolor se hizo sentir a través de ellos y sus músculos temblaron a causa de la presión-. Debilucha -murmuró para sí mientras las lavadoras continuaban llenándose con el agua que caía en el interior de los depósitos.
Una vez más, empleó toda su fuerza en ello.
Una vez más fracasó, logrando tan solo mellar el cierre con la cizalla.
– Esto no debe estar muy afilado -se excusó y volteó la cizalla, de forma que presionaba el mango contra la puerta metálica. Recolocó sus pies sobre el suelo de cemento y cargó su peso contra una de las asas, apoyando la otra en la puerta. Empujaba… empujaba… sudaba… sus ojos se entrecerraron… apretó la mandíbula…
¡Click!
Oh, Dios, ¿hay alguien en la puerta? ¡Joder!
¿Qué idiota haría la colada a estas horas de la noche? Solo tú.
Su corazón, ya de por sí acelerado, se desbocó por completo. La adrenalina se disparó en su circulación. Con un gruñido, empujó con más fuerza justo al oír el giro de una llave y el quejido de la puerta de arriba al abrirse, imponiéndose sobre los motores de las lavadoras; después oyó pisadas. Unos fuertes pasos que descendían.
¡No!
Realizó un último intento con todas sus fuerzas. ¡Crack!
El cierre se partió.
Kristi no se detuvo a comprobar si se había desprendido del todo. Escondió la cizalla en su bolsa de ropa sucia y, empapada en sudor, a pesar de que la temperatura en aquel sótano no superaba los quince grados, se inclinó sobre la secadora y abrió la puerta como para comprobar su colada.
Sin embargo, la colada de otra persona ya se encontraba allí. Todavía muy mojada.
¡Dios bendito! No se le había ocurrido comprobar si había ropa en la secadora.
– Mierda -murmuró, enderezándose justo cuando una enorme silueta llegaba al último escalón. Los nervios de Kristi se electrizaron. Dios santo, ¿podría ser el secuestrador? ¿Era así como aquel psicópata encontraba a sus víctimas? ¿A solas en un oscuro sótano? ¿Había estado Tara allí abajo cuando…?
Se encontraba a punto de lanzarse a por la cizalla para usarla como arma cuando Hiram apareció bajo la tenue luz de una de las bombillas del techo.
Kristi dejó escapar su aliento y devolvió su atención al principal problema. ¿Se daría cuenta del cierre roto?
– Oye, ¿eso es tuyo? -le preguntó señalando a la secadora, y luego abrió la compuerta de la segunda. También estaba llena de ropa húmeda.
– Sí. -Hiram llevaba puestos unos pantalones de pijama de franela que le caían por debajo de la cintura y una sudadera gris con capucha; tenía las manos dentro del único bolsillo delantero de la prenda, y calzaba unas enormes zapatillas que apenas cubrían lo que debía ser un número cuarenta y cinco o cuarenta y seis.
– ¿No encendiste las secadoras? -inquirió.
– Claro que sí.
– ¿Cuándo?
– No sé. Hace un par de horas. -Estaba a la defensiva; sus labios, tras esa barba desaliñada, se encogían sobre sí mismos.
– Pues tu ropa aún está chorreando.
– Lo puse en «mínimo» para que mis vaqueros no encogieran -respondió como si ella fuese la idiota que no sabía ni una pizca sobre métodos y procedimientos de lavandería.
– Bueno, te quedan como treinta minutos antes de que las lavadoras terminen su ciclo y, cuando lo hagan, voy a necesitar las dos secadoras.
– Me temo que vas a tener que esperar. -Se tomó una exagerada molestia en comprobar la ropa mojada. Como si realmente le importase. Por el aspecto de su uniforme, aquella podría ser la primera vez que utilizaba la lavandería desde Navidades.
Hiram volvió a apretar el botón de comienzo con el reloj programado en veinte minutos y la temperatura una vez más en «mínimo».
– Eso no va a funcionar -le advirtió ella.
Hiram resopló, se dio la vuelta y miró hacia los contenedores de almacenaje.
¡Maldita sea! El corazón de Kristi palpitaba como loco.
¿Qué iba a decir cuando la acusara? ¿Podría mentir? Con el rabillo del ojo vio su bolsa de ropa sucia y el visible contorno de la cizalla. Le dio una patada a la lavadora. El sonido metálico resonó por todo el sótano.
Hiram se giró como si tuviera un resorte.
– ¡Maldito cacharro! -espetó Kristi sacudiendo su cabeza.
– ¿Qué ha sido ese ruido?
– No lo sé, pero lo lleva haciendo desde que la llené.
– ¿La lavadora? ¿Cuál de ellas? Kristi señaló a la que había pateado.
– Cada dos minutos o así hace ese ruido metálico. No puede ser bueno. Tú eres el casero, o el encargado o lo que sea; quizá puedas arreglarla.
– Cuando yo la he usado no ha ocurrido.
– ¿Cómo lo sabes? ¿Estabas aquí abajo? -preguntó, y supo por sus ojos que no había estado. Bien. Su mentira estaba a salvo-. Podrías traer tu caja de herramientas.
Él asintió y se dirigió hacia las escaleras.
– Claro, lo haré, pero después de que hayas terminado con ella; tú, eh, podrías ponerle una nota para que nadie la utilice hasta que, hum, la arregle.
– Buena idea -reconoció, y suspiró cuando él, con las manos metidas en su bolsillo, comenzó a subir las escaleras. Cada peldaño parecía emitir un quejido de protesta por el peso.
Esperó hasta oír como la puerta superior se abría y cerraba; entonces no perdió ni un segundo más. Sacó el candado de la caja de seguridad, abrió la puerta de golpe y empezó a abrir las cajas en su interior. Ropa, discos compactos, velas, fotografías en marcos, libros y varios objetos personales. Demasiado para cargarlo en la bolsa de la ropa sucia en un solo viaje, y no se atrevía a llevar las cajas hasta arriba. Agarró algunos pequeños objetos lo más rápido que pudo, con la idea de regresar más tarde a por el resto.
Después, recogió el candado y lo cambió con el que había adquirido antes aquel día, aquel cuya combinación conocía. Encajó con un chasquido. Nadie se daría cuenta hasta que no bajasen e intentasen acceder al contenedor.