Capítulo 11

La oficial Esperanza, de Personas Desaparecidas, no estaba contenta. Una mujer de grandes pechos se inclinaba al otro lado del mostrador que separaba el espacio de trabajo de la sala de espera y miraba hacia Portia.

No le gustaba Portia Laurent, ni nadie que cuestionase su autoridad, y se notaba en la tirantez de sus labios y en la abertura de sus fosas nasales. Portia apretó los labios mientras aguardaba la explosión. Casi con sesenta años, y con el pelo teñido de un rojo tipo Lucille Ball, Lacey Esperanza no era conocida por su moderación. Inteligente, insolente y, en ocasiones, simplemente desagradable, se tomaba su trabajo con algo más que seriedad. Mucho más.

– Le diré exactamente lo que le digo a cualquiera que llama de la prensa, detective, y es que lo trate con el jodido fbi. Ellos tienen los recursos, el personal y el jodido conocimiento para tratar este asunto -dijo con una voz ronca-. Ya han sido notificados y están llevando su propia investigación, o lo que sea que estén haciendo. Tal como yo lo veo, y aquí todos estamos de acuerdo, no existe caso. Sí, las chicas desaparecieron del All Saints. ¿Desaparecidas? ¡Claro, joder! ¿Asesinadas? ¿Entonces dónde coño están los cadáveres? No sé usted, pero yo tengo montones de trabajo que hacer en casos donde hay gente desaparecida. -Continuó acotando la última palabra con unas comillas que trazó en el aire con sus uñas color rojo fuego-. Ya sabe, esos en los que hay miembros de la familia o amigos llamando y buscando a alguien. -Se inclinó más hacia Portia, de forma que esta pudo olfatear el aroma a humo de tabaco mezclado con su perfume-. ¿Qué está fallando en el All Saints para que no puedan seguir la pista de sus estudiantes? ¿Eh? La Universidad de Luisiana es cinco o seis veces más grande que el All Saints y ellos parecen poder seguir la pista de los suyos.

Lo cual era exactamente el problema. ¿Qué ocurría con el pequeño colegio que perdía a algunas de sus alumnas? Portia no se lo mencionó a Esperanza, pero ella creía que se trataba de un depredador en libertad, y que su coto de caza era el campus del colegio All Saints. Lo había comprobado. Lacey estaba en lo cierto. La Universidad Estatal de Luisiana, ubicada a tan solo treinta minutos del campus del All Saints, no había informado de ningún estudiante desaparecido. Ni tampoco Nuestra Señora del Lago, ni la South University, ni el colegio de la comunidad, ni ninguno de los colegios de teología, ni siquiera las escuelas de belleza. Tan solo el All Saints. Por ahora.

Hasta que aquel monstruo que Portia creía que acechaba el pequeño colegio ampliase su coto de caza. Dios santo, esperaba estar equivocada.

– Déjeme que le diga -prosiguió Lacey-, que recibo casi un centenar de correos electrónicos al día, y eso después de haber eliminado el correo basura. Pueden llegar el doble durante un fin de semana. Estoy jodidamente ocupada. Dejemos que los federales se ocupen. Sin embargo -giró sus palmas hacia las baldosas acústicas del techo-, si desea mirar los archivos, sea bienvenida. Apuesto a que dice algo sobre el departamento de Homicidios si dispone de tiempo para rebuscar en nuestros archivos.

Lacey se giró hacia una compañera sentada en un escritorio cercano, tan limpio que parecía como si allí no trabajase nadie. No había fotos, ni plantas moribundas, ni placas con nombre sobre el escritorio. Tanto el espacio como la papelera estaban impolutos.

– Mary Alice, si la detective Laurent desea algo, asegúrate de que lo consiga, ¿me oyes? Por mi parte, es la hora de mi descanso.

Lacey recogió el paquete de cigarrillos de su desordenado escritorio, luego obsequió a Portia con una edulcorada sonrisa mientras abría la parte superior del largo mostrador que hacía las veces de puerta. Tras salir con dificultad, anduvo deprisa entre los dispersos escritorios hasta llegar a la escalera que llevaba a la entrada principal de la comisaría.

Mary Alice, una chica delgada con un apelmazado cabello castaño claro, miró a Portia con unos enormes ojos color avellana.

– Mis disculpas, detective. Lacey tiene un buen montón de problemas en casa con esa hija suya. Casi tiene cuarenta años y la mujer parece incapaz de conservar un empleo o de organizarse. Mierda, tiene tres hijos a su cargo, por el amor de Dios, y esa es la mayor. El nieto de Lacey ya se ha metido en problemas con la metanfetamina. Es algo muy chungo.

Portia no podía estar más de acuerdo.

– Eso es horrible.

– ¡Ruego a Dios, y amén a eso! -La mujer menuda empujó el borde de su escritorio y rodó sobre su silla hacia atrás lo suficiente para poder levantarse, mostrando su pequeña silueta, su corta falda y sus altos tacones-. En fin, vuelva a decirme, ¿qué es exactamente lo que desea que le consiga?

Portia deslizó la lista de nombres sobre el mostrador.

– Todo lo que tengas sobre estas chicas.

– El cuarteto del terror -comentó Mary Alice mientras echaba un vistazo a la nota escrita a mano por Portia-. La mayor parte se encuentra en el ordenador. ¿No tiene sus propios archivos?

Y muchos más.

– Nada oficial -esquivó Portia-. Ya he mirado lo que hay en el ordenador pero, si no te importa, me gustaría ver los archivos materiales.

– A mí no me importa mientras a Lacey le parezca bien. Deme un segundo. -Mary Alice caminó sobre el martilleo de sus tacones hasta una fila de archivadores y empezó a buscar entre las carpetas. En cuestión de minutos, había dispuesto los archivos patéticamente escasos sobre el mostrador y Portia firmó el registro para llevárselos. Llevó los documentos de vuelta a su cubículo y decidió que los copiaría al completo para estar preparada.

Rezaba por estar equivocada, pero todos sus instintos le decían que solo era una cuestión de tiempo antes de que uno de los cuerpos de las chicas apareciera.

Cuando sucediera, y hubiese un verdadero caso de homicidio para resolver, ella estaría preparada.


* * *

Dos clases menos, muchas aún para acabar, pensó Jay mientras conducía hacia el norte el viernes por la noche. Con Bruno a su lado, cuyo hocico no se separaba de la rendija en la ventanilla, y Springsteen sonando a través del estéreo, llevaba algunas nuevas piezas de fontanería y azulejos hacia Baton Rouge. Incluso en la oscuridad, mientras entrecerraba los ojos debido a los faros de los coches que se dirigían a Nueva Orleans, presenció más consecuencias del Katrina que aún debían ser retiradas: árboles arrancados y muertos, montones de tablas podridas a lo largo de hogares que eran restaurados por los más firmes y decididos habitantes de Luisiana.

Hasta ahora se había acomodado a su nueva rutina. Disfrutaba con el reto de renovar la casa de sus primas y encontraba muy estimulante el hecho de dar clase. Exceptuando, por supuesto, el tratar con Kristi. Desde la primera noche, cuando ella le había dado alcance para aclarar las cosas entre ellos, no habían hablado. Ella no había formulado ni una pregunta en clase, ni tampoco él le había preguntado nada de lo que solía preguntar a sus alumnos. Kristi se sentaba en el fondo de la clase, tomando apuntes, observándolo, con la mirada fija y lacónica. Fría como el hielo y sin mostrar interés.

Definitivamente como no era Kristi.

El hecho de que ella se hubiera esforzado tanto en parecer estudiosa y aburrida le hacía sonreír. Obviamente, por su intento de distanciamiento, parecía estar pasándolo tan mal como él cuando tenían que tratarse.

Bien, estupendo, pensó, conectando los limpiaparabrisas durante un segundo, sin poder limpiar la densa niebla que se acumulaba en la noche.

Kristi se merecía algo de incomodidad. Tanta como la que ella le había causado a él. Jesús, en las últimas dos semanas, había tenido tres sueños en los que ella aparecía. Uno era tan caliente como el infierno; sus cuerpos desnudos cubiertos de sudor mientras hacían el amor en una cama que flotaba sobre un rápido y oscuro río. En el segundo sueño, él la veía marcharse con un hombre sin rostro, cogiéndole del brazo mientras entraban en una capilla cuyas campanas sonaban; y en el tercero, ella desaparecía. Él seguía viéndola de reojo, pero en cuanto la miraba se desvanecía en una niebla creciente. Aquella pesadilla le había atormentado justo la noche pasada, y se había despertado con el corazón latiendo con fuerza, y un oscuro miedo que bombeaba en su interior.

– Va a ser un largo trimestre -informó al perro mientras señalizaba su salida de la autopista. Más adelante, las luces de la ciudad atravesaban la niebla.

Oyó el sonido de su móvil. Bruno dejó escapar un suave ladrido mientras Jay apagaba la radio, contestando sin mirar la pantalla digital.

– Aquí McKnight.

– ¡Hola!

Bueno, hablando de la reina de Roma. La mandíbula de Jay se tensó. Reconocería el sonido de la voz de Kristi Bentz en cualquier parte.

– Soy yo, Kristi -le dijo antes de continuar-. Kristi Bentz. -Como si no lo supiera ya.

– Memorizaste el número. -Los limpiaparabrisas patinaban ruidosamente sobre el cristal, así que los apagó, conduciendo con sus muslos durante medio segundo.

– Sí, supongo que lo hice -respondió ella, algo tensa. La mano derecha de Jay volvió a agarrar el volante y se preparó para lo que venía.

– ¿Necesitas algo?

– Tu ayuda.

– ¿Con uno de los trabajos?

Kristi tan solo dudó durante uno de sus latidos, pero fue suficiente para avisarle.

– Claro.

Dios, era una mentirosa.

– Explícamelo.

Al desviar la camioneta de la carretera principal en las afueras de la ciudad, siguió lo que se estaba convirtiendo en una ruta habitual hasta la casa de sus primas.

– No puedo. No por teléfono. Es demasiado complicado y ya llego tarde al trabajo. Me, eh, me ha costado mucho tiempo encontrar el valor para llamarte.

Aquel era probablemente el primer fragmento de verdad en la conversación. No le respondió.

– Pensé que quizá… quizá pudiéramos vernos -propuso ella.

– ¿Vernos? ¿En mi despacho, por ejemplo?

– Yo estaba pensando en otro sitio.

Jay contemplaba la carretera, sin perder de vista a un chaval sobre un patinete motorizado que, mientras pasaba, salió de un camino de entrada para cruzar la carretera por detrás de él como una exhalación.

– ¡Jesús! -murmuró.

– Vaya… me tomaré eso como un no.

– No estaba hablando contigo. Estoy conduciendo y un chico casi me da un golpe. -Deceleró al ver una señal de stop-. ¿Dónde?

– No lo sé. Puede que el Watering Hole.

– ¿Para tomar un trago?

– Claro. Yo invito.

Jay pisó el acelerador y condujo hasta la siguiente esquina, donde giró hacia su cabaña a tiempo parcial.

– ¿Quieres decir como si fuera una cita? -inquirió, sabiendo que probablemente se pondría colorada.

– Solo es una maldita cerveza, Jay.

– Una cerveza y un favor -le recordó-. Quieres que te ayude con algo.

– Llámalo como quieras -le contestó, con un tono de exasperación en la voz-. ¿Qué tal esta noche? ¿Alrededor de las diez? Te veré allí. No está lejos de donde trabajo.

Jay sabía que tendría problemas si volvía a verla. Grandes problemas. De esos que no necesitaba. Tan solo el tenerla en clase le provocaba pesadillas. Cualquier cosa más íntima estaba condenada a terminar mal.

Vaciló.

¿A quién quería engañar? No podía resistirse. Nunca pudo, cuando se trataba de Kristi.

– A las diez, entonces -dijo y, mientras las palabras salían de su boca, ya se encontraba castigándose con una reprimenda mental. ¡Idiota! ¡Estúpido!

– Bien. Entonces te veré allí. -Kristi colgó y Jay condujo hasta el camino de entrada con el teléfono aún clavado en su mano. ¿Qué demonios podía querer de él? Llevó la camioneta hasta el aparcamiento y permaneció tras el volante.

– Sea lo que sea -le dijo al perro-, no va ser bueno.


* * *

Kristi se desató el delantal sucio, lo dejó caer en la cesta junto a la puerta trasera del restaurante donde trabajaba, descolgó su mochila de una percha y luego se dirigió a los lavabos. En el interior del minúsculo cuarto, se quitó su mugrienta falda y la blusa, y luego las zapatillas negras que usaba en el trabajo. Tras rociarse con perfume en lugar de darse una ducha, observó su imagen en el espejo, gimió, y se puso sus vaqueros y una camiseta de manga larga. Con un solo movimiento se quitó la goma que usaba para sujetarse la coleta y sacudió la cabeza hasta dejarse el pelo suelto. Medio segundo después, se ató los cordones de sus zapatillas deportivas y metió la ropa sucia en su mochila. Llegaba tarde, como de costumbre.

Ya eran las diez y no quería hacer esperar a Jay. Se sentía molesta por tener que pedirle ayuda, pero en lo que se refería a conseguir información sobre las chicas desaparecidas, Kristi se había estado dando cabezazos contra la pared. Necesitaba a alguien con contactos, y pedirle ayuda a su padre no entraba en las opciones. Sin embargo, Jay estaba en el campus, disponible en Baton Rouge durante parte de la semana, y desde que era profesor tenía acceso a los registros del All Saints. Sus seis horas por semana de trabajo en la secretaría no bastaban para abrir las puertas cerradas y los ficheros que necesitaba consultar. Tampoco le habían dado una contraseña para la información más privada y delicada que había en la base de datos del colegio.

De forma que estaba obligada a recurrir a alguien del personal.

Había pensado en Lucretia y descartó la opción; su primera compañera de cuarto no era la persona más fiable o práctica del planeta.

Así que tenía que encontrar una forma de persuadir a Jay para que se implicara.

Si fuera capaz de encontrar a otra persona que tuviese acceso a la clase de información que necesitaba, jamás habría llamado a Jay; al menos ella deseaba no haberlo hecho. Ya se había hecho a la idea de sufrir sus clases durante unas cuantas semanas, pero aquello era diferente. Le ponía en un contacto más directo con él.

Puede que sea lo que estás buscando.

– Oh, cállate -le dijo a esa persistente e irritante voz en su cabeza. Ella no deseaba estar cerca de Jay. No ahora. Ni nunca. Aquello no era más que una necesidad, un medio para llegar a un fin.

»¿Una cita? Y una mierda. -murmuró, dejando los lavabos y descolgando su chaqueta de una percha.

Tras despedirse de Ezma, salió por la puerta trasera del restaurante, donde dos de los cocineros estaban fumando bajo el azulado resplandor de las luces de seguridad. La noche era fría; una niebla se deslizaba por los coches del aparcamiento, y trepaba hasta las mustias ramas del único árbol.

Kristi salió corriendo hacia el Watering Hole. El local de estudiantes estaría lo bastante abarrotado para que nada fuese demasiado íntimo, aunque había lugares en los cuartos intermedios que eran más tranquilos que el espacio abierto alrededor de la barra. Cabía la posibilidad de que Jay pudiera ser visto con ella, pero pensó que no importaba. ¿A quién le iba a importar?

Cuando apenas comenzaba a sudar, llegó al local, tan solo ocho minutos tarde. Tras abrir la puerta con el hombro, se adentró en el bar. Con solo un rápido vistazo al oscuro y abarrotado interior, localizó a Jay sentado en la barra, cuidando de una bebida mientras miraba una pantalla de televisión donde se jugaba algún partido de fútbol americano. Le estaba dando la espalda, pero ella reconoció su descuidado pelo marrón, sus anchos hombros que estiraban una sudadera gris, y los vaqueros que le había visto llevar en clase, los desgastados y descoloridos con una lágrima sobre el bolsillo trasero. El taburete que había a su lado estaba vacío, pero lo utilizaba apoyando la suela de sus viejas Adidas sobre los barrotes, como si le estuviese guardando el sitio.

No había muchas posibilidades. Ella sabía que él no había querido venir. Había reconocido la duda en su voz.

Pero Kristi no pudo culparlo. Había tardado una semana en prepararse para llamarlo, y la única razón que tenía era que estaba desesperada y necesitaba ayuda. Su ayuda.

Tomó una profunda bocanada de aire al zigzaguear entre las mesas y grupos de clientes que hablaban, reían, ligaban y bebían. Sonaba el cristal de los vasos al chocar, el fluir de la cerveza, el tamborileo de los cubitos de hielo, y el olor a humo permanecía en el aire a pesar de todos los esfuerzos de un ruidoso sistema de filtrado de aire. Los televisores estaban sin sonido, pero la música se elevaba desde los altavoces, instalados sobre las paredes, compitiendo con el rumor de la multitud.

Jay apartó su pie del taburete justo cuando ella llegó, como si hubiese notado su presencia.

– Buen truco -reconoció ella, y Jay levantó su vaso hacia la barra y el espejo que había detrás, donde su reflejo le daba la espalda. Kristi tomó asiento sobre el taburete.

– Por un segundo he pensado que a lo mejor eras clarividente. Uno de los lados de su boca se torció hacia arriba.

– Si lo fuera, entonces sabría qué demonios es lo que quieres de mí, ¿verdad?

– Supongo que sí. -Llamó al camarero, que limpiaba la barra mojada por las salpicaduras. -Tomaré una cerveza… sin alcohol. La que tengas de grifo.

– ¿Coors? -preguntó el camarero, lanzando su trapo húmedo a un cubo bajo la barra.

– Sí. De acuerdo. -Forzando una sonrisa que no sentía, se encontró con la brutal mirada de Jay.

– Apuesto a que te sorprendió que te llamase.

– Ya no puede sorprenderme nada de lo que hagas.

El camarero colocó un vaso helado delante de Kristi, y ella presentó su identificación y varios billetes sobre la barra.

– Eso es la propina -le aseguró Jay al hombre detrás de la barra-. Pon su bebida en mi cuenta. Vamos, hablemos en la sala de los dardos, que es algo más silenciosa -continuó, dirigiéndose a Kristi-. Allí podrás contarme de qué va todo esto.

– Y ganarte una partida.

– En tus sueños, querida -respondió él, y el estúpido corazón de Kristi dio un patoso vuelco. No caería bajo sus encantos. Ni hablar, de ningún modo. Existía una razón por la que había roto con él hacía tantos años y eso no había cambiado. Además, llevaba una barba de tres días, el típico aspecto intencionadamente desaliñado que ella tanto detestaba. Por supuesto, tan solo conseguía hacerle parecer tan rudo como un cowboy. Mierda. Lo menos que podía hacer era tener mal aspecto.

Ella agarró la cerveza y volvió a serpentear a través de las mesas y la multitud hasta un compartimento donde el ayudante del camarero recogía concienzudamente los vasos casi vacíos, platillos con restos de aros de cebolla, patatas fritas y pequeñas manchas de kétchup. Tras un asentimiento del ayudante, Kristi se deslizó a uno de los lados de la mesa, mientras que Jay tomó asiento delante de ella.

Una vez que la mesa ya estaba limpia y se encontraban solos otra vez, Kristi decidió saltarse toda la incómoda charla intrascendente.

– Necesito tu ayuda porque estás en plantilla y tienes acceso a los archivos que yo no puedo ver.

– De acuerdo… -respondió escépticamente.

– Estoy investigando la desaparición de las cuatro chicas que se ausentaron del All Saints -explicó, y antes de que él pudiera protestar, ella se lanzó a darle una aclaración sobre sus preocupaciones, las de Lucretia, la aparente falta de alguien que estuviera interesado en lo que había ocurrido a las alumnas, y el hecho de que todas ellas podían haberse topado con un crimen.

Con los brazos cruzados sobre el pecho, Jay se reclinó sobre el respaldo de madera y la miró con sus irritantes ojos de color dorado mientras ella se lo explicaba.

– ¿No crees que sea un asunto para la policía? -preguntó.

– Tú eres la policía.

– Yo trabajo en un laboratorio criminalista.

– Y tienes acceso a todos los archivos.

Jay se inclinó hacia delante, apoyando los codos sobre la mesa.

– Hay un pequeño problema de jurisdicción, Kristi, sin mencionar el protocolo y el hecho de que nadie, excepto tú y un puñado de periodistas hambrientos de noticias, cree que se haya cometido ningún crimen.

– ¿Y qué si estamos equivocados? Al menos lo intentamos. Ahora mismo, estamos sentados sin hacer nada porque a nadie más le importan un rábano esas chicas.

– No hables en plural. Esto es idea tuya.

Pero aún no había dicho que no, o argumentado que no la ayudaría. Dio un largo trago a su cerveza y se quedó mirándola. Los engranajes empezaban a girar en su cabeza; ella casi podía verlos. Y lo que más admiraba y al mismo tiempo detestaba de Jay, era que se comportaba como un auténtico bienhechor. Se portaba demasiado bien cuando se trataba de asuntos de la ley.

– No importa de quién sea la idea, tenemos que comprobarlo -insistió.

– A lo mejor deberías ponerte en contacto con la policía local.

– Ya lo he hecho. No me ha llevado a ninguna parte.

– Eso debería decirte algo.

– ¡Solo que a nadie le importa un carajo! -Se elevó de su asiento al decirlo. Acababa de recordar lo irritante que podía llegar a ser Jay.

– Si los locales no están interesados, podrías considerar hablarlo con tu padre -sugirió.

– Ya lo he considerado y deseché la idea. Ya está lo bastante asustado con que esté aquí sola. Sabe lo de las chicas desaparecidas y está jodidamente seguro de que voy a ser la próxima.

– Podría tener razón, contigo fisgoneando por ahí y todo eso.

– Solo si hay un psicópata suelto. Si no, no estoy en peligro. De ser el caso, entonces tenemos que hacer algo.

– ¿Convirtiéndote en un maldito objetivo?

– Si es necesario.

– Por el amor de Dios, Kristi, ¿no aprendiste la lección la última vez, o la vez anterior? -inquirió, apretando los labios de pura frustración. Cuando vio que no respondía, resopló antes de continuar-. Parece que no.

– ¿Entonces vas a ayudarme o voy a tener que pasar por esto sola?

– No vas a hacer que me sienta culpable por esto. -Inclinó su ceja rota y apuró su vaso.

– ¿Cómo te hiciste eso, de todas formas? -le preguntó señalando la cicatriz.

– Cabreé a una mujer.

– La cabreaste de verdad. ¿Y ella te dio una paliza?

– Me tiró un anillo a la cara.

De modo que eso era lo que había ocurrido con el compromiso del que había oído hablar.

– Al menos era apasionada.

– Puede que demasiado apasionada.

– No creía que eso fuera posible.

Una de las comisuras de su boca se levantó en lo que era una media sonrisa de complicidad.

– La pasión puede ser caliente y fría, Kris -contestó-. Cuando una persona no puede obtener lo que desea, la pasión puede convertirse en una brutal frustración y rabia. Pensé que estaba mejor sin una mujer que me decía que me amaba, y al segundo trataba de matarme. -Su mirada contactó con la de ella-. Creo que eso es todo lo que necesitas saber de mi vida amorosa. Así que, escúpelo. ¿Qué quieres que haga? ¿Copiar todas las fichas del personal? ¿Las notas? ¿Solicitudes de préstamos bancarios? ¿Números de la seguridad social de las chicas?

– Eso sería genial.

– Y también ilegal. Olvídalo.

– De acuerdo, de acuerdo, entonces solo mira la información y hazme saber si ves algo que parezca sospechoso. Algo que relacione a las chicas aparte de la elección de sus asignaturas y el hecho de que sus familias le den un nuevo significado a la palabra disfuncional. Eres policía.

– Y podría perder mi trabajo.

– Te pido que lleves a cabo una pequeña investigación, no que quebrantes la ley.

Sus labios se cerraron con fuerza mientras llegaba una camarera y les preguntó si querían otra ronda. Jay asintió y Kristi dijo: «Claro». Después se bebió la mitad de su cerveza mientras esperaba una respuesta. Finalmente, Kristi habló.

– Si encuentras algo, iremos derechos a la policía. O bien a la seguridad del campus, y se lo dejaremos a ellos.

– ¿Harías eso? -preguntó con un tinte de escepticismo en su voz-. ¿Dejarías todo lo que tienes?

– Por supuesto.

El resopló sin creerlo.

– Vamos Jay, jugaremos una partida de dardos. Si yo gano, mirarás los archivos.

– ¿Y si gano yo?

– No ganarás.

– ¿Tan segura estás de ti misma? -insistió mientras las cejas se cerraban-. Ni hablar. Quiero saber a cuánto están las apuestas si gano.

La camarera regresó con la nueva ronda, recogió el vaso vacío de Jay, y dejó a Kristi con una cerveza y media delante de ella.

– De acuerdo, profesor; si tú ganas, tú eliges.

– Eso es bastante arriesgado.

– Soy confiada. -Terminó la primera cerveza y se puso en pie. Había un tablero de dardos que no estaba siendo usado. Kristi fue hasta él y extrajo un juego de dardos de su recipiente.

Jay se deslizó hacia el exterior de su lado de la mesa y habló de forma coloquial.

– Espero que me pagues cuando gane y, créeme, no te va a gustar lo que quiero como recompensa.

Kristi sintió un ligero escalofrío en la sangre; lo ignoró y se concentró en ganar. No le gustaban en absoluto cómo estaban las apuestas. Solo Dios sabía lo que querría de ella.

Pero no importaba.

No estaba dispuesta a perder aquella partida.

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