Sentado en el asiento del conductor de su camioneta, mientras el motor se enfriaba y hacía ruiditos en el aparcamiento del edificio de apartamentos de Kristi, Jay decidió que era un imbécil. Un auténtico y genuino imbécil.
Kristi recogía su bolso mientras se estiraba para alcanzar el tirador de la puerta. Había perdido a los dardos contra ella. No una partida, sino al que ganase dos de tres, luego tres de cinco. Él tan solo había ganado una de las partidas, y sospechaba que Kristi había fallado intencionadamente para no destruir completamente su dañada masculinidad. Sin embargo, aquel no era propio de Kristi. Durante todo el tiempo que la había conocido, ella había sido competitiva hasta la enésima potencia. Dejarse ganar no era su estilo.
Jay podría haber culpado a la cerveza, pero tan solo se había bebido tres en el transcurso de muchas horas. Ella había bebido lo mismo y no mostraba ningún signo de verse en absoluto afectada por el alcohol que existiese en la cerveza sin alcohol.
De forma que había perdido la maldita apuesta pero ella había accedido, aunque reacia, a que pudiera llevarla a casa. Así que allí estaban, en el aparcamiento de su edificio de apartamentos, que en realidad era una casa biselada de tres plantas que mostraba influencias de la arquitectura neogriega, con sus imponentes columnas blancas y un amplio pórtico. Sin embargo, incluso bajo la débil luz proyectada por una farola, podía ver que el edificio había perdido mucho de su esplendor original. Lejos de su, una vez enorme belleza, la vieja casa estaba ahora dividida en estudios individuales; el imponente porche delantero y de la galería de arriba, ahora se habían convertido en pasadizos entre los apartamentos.
Una vergüenza, lo sabía, pero mantuvo la boca cerrada.
Kristi lanzó una mirada hacia él.
– Sube -sugirió, abrió la puerta y salió del vehículo-. Vivo en la tercera planta.
Gran error, pensó él. Eso es, comete ese error tan increíblemente grande. Y su mano ya estaba sobre la manija de la puerta cuando ella cerraba la puerta de su lado. Jay salió del coche, se introdujo las llaves en el bolsillo y se reprendió mentalmente por acceder a aquello.
Se tranquilizó pensando que podría ser una buena idea echar un vistazo y asegurarse de que estaba a salvo. Pero eso no era más que una excusa; estaba buscando otra explicación razonable y él lo sabía. La verdad del asunto era que deseaba pasar más tiempo con ella y, al parecer, a ella le ocurría lo mismo.
Pasaron junto a una fila de descuidados arrayanes y algunos matorrales con aspecto de sasafrás. Bajo el pórtico, en el extremo más alejado del edificio, a la luz del porche, un hombre estaba sentado en una silla de plástico mientras fumaba; la punta de su cigarrillo brillaba en la oscuridad. Se volvió para verlos subir las escaleras, pero no dijo ni una palabra.
Kristi ya se encontraba en los escalones mientras Jay la seguía.
No te fíes de ella. No hay duda de que podría haber madurado en los últimos nueve años o así, pero ¿qué era eso que solía decir la abuela? «Un leopardo no se cambia las manchas en una noche.» O en este caso, en casi una década.
Ella lo guió dos plantas hasta la tercera y, teniéndola a uno o dos pasos de distancia, no pudo evitar advertir lo bien que le quedaban los vaqueros.
Santo Dios, menudo culito tan prieto.
Lo recordaba todo demasiado bien y se odió a sí mismo por ello. Maldito sea todo.
Se obligó a apartar la mirada, centrando su atención en el edificio de apartamentos. En la tercera planta llegaron hasta un estudio individual encajado entre los aguilones de la casa, una vez imponente. Afortunadamente, su mirada estaba ahora fija en una altura superior, sobre su cabeza, cuando abrió la puerta con la llave. Parecía como si la planta superior albergase solamente un estudio, mientras que los dos pisos inferiores hubiesen sido divididos en dos o tres viviendas. Había menos superficie allí arriba debido a que la inclinación del tejado era abrupta, y Jay supuso que la tercera planta podría haber servido en su origen como habitaciones para el servicio.
Desde la plataforma de la puerta de Kristi, era capaz de cruzar con la vista el pequeño patio trasero del edificio de apartamentos, luego sobre el gran muro de piedra que rodeaba el colegio All Saints se podía vislumbrar las copas de los árboles, el campanario y el agudo tejado de la iglesia. Otros edificios, iluminados por la tenue luz de las farolas, eran visibles a través de los árboles. Reconoció el pórtico de la biblioteca y una torrecilla de la casa Wagner.
La cerradura emitió un crujido y Kristi empujó la puerta con su hombro.
– Vamos, entra -le dijo, atravesando el umbral-. No es gran cosa, pero, si puedo soportar el trato con los Calloway, será mi hogar durante uno o dos años.
Todavía pensando que aquello era un grave error, entró al apartamento y cerró la puerta detrás de él.
Kristi dejó su mochila sobre un ajado sofá, se quitó la chaqueta y la colgó en un gancho junto a la puerta.
– ¿No crees que es un sitio bastante chulo y peculiar? -le preguntó con cierto orgullo. Las maderas del suelo cedían y estaban rayadas, llenas de personalidad. Una chimenea con ladrillos desconchados dominaba una pared, y unas ventanas abuhardilladas se abrían al exterior. La cocina apenas era un poyete con agujeros para el fregadero y una hornilla. Allí había un olor añejo, propio del edificio, que las velas y el incienso que Kristi había repartido por las habitaciones no podían ocultar. El hogar de Kristi parecía necesitar el mismo tipo de lavado de cara que él le estaba dando a la cabaña de sus primas, aunque a ella parecía encantarle.
– Definitivamente es peculiar. No estoy seguro de lo de chulo.
El asombro anidó en los ojos de Kristi.
– ¿Y qué puedes saber tú sobre lo que mola?
– Touché, señorita Bentz -respondió él con una sonrisa. Kristi sabía cómo ponerlo en su sitio-. Eso es algo que no me interesa.
– Bueno… -Ella ya había dejado el tema y se centró en el motivo por el que le había invitado a subir-. Aquí está todo lo que he conseguido hasta ahora -confesó apuntando hacia una mesa cubierta de papeles, fotografías, apuntes y su ordenador. Había una jarra mellada llena de bolígrafos y un pequeño cuenco que contenía clips, chinchetas, pinzas para el papel y un rollo de cinta adhesiva. Kristi había colgado sobre una pared un tablero en el que estaban las fotografías de las cuatro chicas desaparecidas. Debajo de ellas, había anotado una lista de información personal que incluía rasgos físicos y de personalidad, miembros de su familia, amigos y novios, información laboral y horarios, direcciones de los últimos cinco o seis años, clases asistidas, y otros datos en forma de notas que parecían haber sido impresas con su ordenador.
– ¿Le dedicas la misma atención a tus estudios? -inquirió, advirtiendo el subrayado de colores en algunas de las notas.
Kristi rió.
– ¿Quieres una cerveza? Oh, espera, no sé si tengo alguna. Maldita sea. -Fue hasta la cocina y miró en el interior de un pequeño y decepcionante frigorífico-. Lo siento. No sabía que iba a tener visita. Lo único que tengo es una botella de limonada. Podemos compartirla.
– No importa -contestó él mientras Kristi sacaba la botella y cerraba la puerta del frigorífico con un golpe de cadera. Abrió la botella, la vertió en dos vasos y encontró una bolsa de palomitas de microondas en una alacena.
– Es que no he cenado -explicó, colocando la bolsa sobre el plato giratorio.
Dispuso el temporizador, encendió el microondas y le alcanzó el vaso de limonada que Jay en realidad no quería. El hombro de Kristi rozaba con su codo mientras examinaba los complejos esquemas que había creado. Le llegó un rastro de perfume que se imponía al persistente aroma a humo del bar. Ella dio un trago.
– Le he asignado un color a cada una de las chicas desaparecidas; por ejemplo, Dionne, la primera chica que sabemos que desapareció, está en amarillo. -Toda la información referente a Dionne había sido resaltada con un rotulador amarillo-. Luego está Tara, quien da la casualidad de que vivía aquí…
Jay apartó la vista de los esquemas y se quedó mirándola con incredulidad. -¿Aquí? ¿En este apartamento? -preguntó, incluso aunque veía la dirección apuntada en su información. No podía creerlo. Ella asentía; su mirada se encontró con la de él.
– En este mismo estudio.
– ¿Estás de broma? -Pero podía ver que lo decía en serio. Totalmente en serio-. ¡Jesús! -Ella tenía ahora toda su atención, y a él no le gustaba lo que estaba oyendo. ¿Una de las chicas que había desaparecido habitó ese mismo apartamento? ¿Qué clase de extraño capricho del destino era aquel? Jay examinó el esquema de Tara como si allí estuviera la llave de la salvación. Alzó una mano-. ¿Vivía aquí justo antes de que desapareciera? ¿Sabías eso cuando te mudaste aquí?
– No, tan solo ha sido una extraña coincidencia. -Ella dejó su bebida a un lado de la mesa, luego se estiró hacia el escritorio, cogió una goma elástica y se recogió el pelo con sus manos antes de sujetarlo con ella.
Su pelo era un nudo alborotado, tenía un largo cuello, y su aspecto era francamente bueno. Jay dio un trago de su vaso.
– Esto no me gusta. -Sentía crecer una incómoda ansiedad en su interior cuando las rosetas comenzaron a estallar y el olor a mantequilla fundida se esparció por la habitación-. Si las chicas realmente fueron secuestradas…
– Debieron serlo -afirmó ella, convencida.
– Y estás viviendo aquí.
– Oye, no lo sabía, ¿vale? -Ella lo miró con dureza mientras el estallido del maíz se incrementaba-. Pero de todas formas no importa. He cambiado la cerradura de las puertas y he arreglado los pestillos rotos de las ventanas. Estoy tan segura aquí como en cualquier otro sitio. Puede que incluso más. Si hay alguien detrás de sus… -se interrumpió para señalar las fotografías mientras las palomitas estallaban salvajemente-, desapariciones; y creo que lo hay, así no volverá a aparecer por aquí. Un rayo no cae dos veces en el mismo sitio.
Jay sacudió su cabeza.
– No estamos hablando de ningún fenómeno de la naturaleza.
– ¿No? -preguntó ella, bajando repentinamente la voz.
El tono de su voz llamó su atención.
– ¿Qué quieres decir?
Ella escogió las palabras cuidadosamente.
– Creo que quienquiera que esté detrás de la desaparición de las chicas, está metido en algo realmente oscuro. Malvado.
– ¿Malvado? -repitió él. Kristi asintió y él la vio estremecerse.
– Creo que estamos tratando con algo tan vil e inherentemente depravado que incluso podría no ser humano.
– ¿Qué estás diciendo, Kris?
– He estado investigando mucho. Sobre los vampiros. Jay dejó escapar una risotada.
– De acuerdo. Me tomas el pelo.
– Lo digo totalmente en serio.
– Oh, vamos. No creerás en toda esa cultura pop de ficción romántica…
– No hay nada romántico respecto a esto -espetó ella-. ¿Que si creo en los vampiros? Por supuesto que no. Pero algunas personas sí creen, ¿y sabes qué? Si una persona cree que algo es verdad, entonces lo es. Al menos para él o ella.
– Así que, quien está detrás de las desapariciones de las chicas cree en los vampiros. ¿Es eso lo que estás diciendo?
– Puedo oír cómo te ríes de mí por dentro.
– No lo hago. De verdad.
– Lo que estoy diciendo es que ese tipo cree en los vampiros, o tal vez cree que él es un vampiro. No lo sé. Pero una persona como esa, Jay… Alguien confundido u obsesionado… Es un peligro. Ese tipo es peligroso.
Jay sintió que alguna corriente recorría su piel. ¿Miedo? ¿Premonición?
– Puede que te hayas dejado llevar por tu imaginación -afirmó, pero pudo advertir la incertidumbre en su propia voz.
Kristi se limitó a sacudir la cabeza.
– Tú solo escúchame, Lucretia -le dijo enfadado desde al otro extremo de la línea telefónica-. Sé que estás preocupada. Diablos, incluso sé que has estado intentando aclararlo, luchando contra tu propia conciencia, pero no puedes hacerlo de dos maneras. O confías en mí, o no lo haces.
– Confío en ti -aseguró ella, con el corazón latiendo de miedo mientras imaginaba su bello rostro, recordaba su primer beso; un suave y tierno encuentro de sus labios que prometía mucho más. Habían estado en el porche trasero de la casa Wagner, bajo el crepúsculo, mientras la lluvia caía desde las oscurecidas alturas. Algunos aseguraban que la casa estaba encantada; ella lo consideraba algo mágico. La única luz que había era la que proyectaban los pequeños adornos navideños del edificio. Cada bombilla parecía una vela en miniatura que brillaba suavemente en aquella noche de diciembre. Recordaba el olor de la lluvia en su piel, el hormigueo de sus nervios cuando él acercó su boca a la de ella de una forma tan tierna.
Ella deseaba entregarse, y él lo había sentido.
Horas después, en su habitación, habían hecho el amor, una y otra vez, y ella había sentido como su alma se mezclaba con la de él. ¿Y ahora le estaba poniendo fin?
– No lo comprendo -dijo ella débilmente, y ambos sabían que era mentira. -Si no puedo tener una fe absoluta…
– Quieres decir poder, ¿verdad? -replicó ella, encontrando algo de su antiguo arrojo-. Y obediencia, claro. Una ciega obediencia.
– He dicho fe -dijo él con una voz suave que le recordó a su aliento susurrando en los oídos de ella, aquellos labios que hacían magia sobre su cuerpo desnudo. Cómo podía hacerla sudar y estremecerse al mismo tiempo…
Pensó en lo deseosa que había yacido debajo de él, contemplando maravillada la fuerza de su cuerpo mientras él se sostenía sobre sus codos y le besaba los pezones. Ella observaba cómo sus cuerpos se movían, y su polla se deslizaba hacia dentro y hacia fuera de su cuerpo.
En ocasiones, él se detenía durante un segundo, se salía y le daba la vuelta, tan solo para tomarla por detrás con aún más fuerza. A menudo la mordisqueaba, clavándole un poco los dientes, dejando la más leve marca sobre su cuello, o senos, o nalgas, y ella se pasaba la semana recordando su larga y sensual velada.
– Te he dicho que confío en ti.
– Pero yo no puedo confiar en ti. Esa es la cuestión. Ambos sabemos lo que hiciste, Lucretia. Cómo me traicionaste. Sé que estabas confundida. Asustada. Pero deberías haber acudido a mí en lugar de salir del círculo.
– Por favor.
– Se acabó. -Las palabras resonaron en su oído. Duras. Definitivas.
– No; lo siento, debería haber…
– Hay montones de cosas que deberías haber hecho. Que podrías haber hecho; pero es demasiado tarde. Lo sabes.
– ¡No! No puedo creerte…
– Exacto, no puedes, y es ahí donde reside el problema. Espero que sepas que lo que experimentaste es sagrado, y como tal, jamás debe ser comentado. ¿Eres capaz de mantener la boca cerrada? ¿Lo eres?
– ¡Sí!
– Entonces hay una posibilidad, una muy pequeña, pero es una posibilidad de que seas perdonada.
Su corazón dio un pequeño vuelco. Pensó que podría estar mintiéndola de nuevo, tentándola para evitar que acudiera a la policía o a la seguridad del campus.
– Pero si dices una palabra, entonces no puedo garantizar tu seguridad.
– ¿Me estás amenazando?
– Te estoy advirtiendo.
Dios Bendito. Lágrimas brotaron de sus ojos, se le hizo un nudo en la garganta. La tristeza envolvió su corazón. No podía dejarlo escapar.
– Te amo.
Él hizo una pausa, se creó un pesado silencio.
– Lo sé -dijo finalmente.
La llamada se cortó. Ella se quedó mirando el aparato durante un momento, con las lágrimas bajando por sus mejillas, cayendo hasta su pecho. Aquello estaba mal. Ella lo amaba. Lo amaba.
– No -gimió suavemente, sintiendo como si alguien le hubiera partido el alma en dos. Sin ese amor, ella estaba hueca por dentro. Vacía. Una cascara inútil.
Ahora estaba gimoteando; tenía hipo, a pesar de probar todos los remedios mentales.
Hay otros hombres.
– Pero no como él -dijo en voz alta-, no como él. -Se abrazó las rodillas y se meció, acunando su cuerpo. Trató de no pensar en el hecho de que jamás volvería a besarlo, a tocarlo, a hacer el amor con él; pero el pensamiento estaba siempre a la vuelta de la esquina. A través de las lágrimas miró al otro lado de su moqueta, al rincón que albergaba su escritorio.
Encima del escritorio estaba su ordenador, unas cuantas fotografías, no de él (no se lo permitiría), sino de dos de sus amigas. Además de las fotografías enmarcadas había una maceta con un cactus navideño todavía florecido y una taza llena de lápices, bolígrafos y unas tijeras. Unas afiladas tijeras.
Se mordisqueó el labio. ¿Tenía el valor de poner fin a todo aquello?
Él no lo merece.
– Sí que lo merece. -Podía sacrificarse a sí misma, demostrarle lo mucho que lo amaba, ¡Derramar su maldita sangre!
Si tan solo hubiera confiado ciegamente en él, si tan solo fuera como las otras, si tan solo… si tan solo no hubiera metido a Kristi Bentz en ello. Él aún la amaría. Aún la acariciaría. Aún le diría que era hermosa.
Apretó los ojos y se tiró al suelo, donde adoptó una postura fetal. Otra vez comenzó a mecerse sobre la gruesa moqueta, pero no servía para nada. Cuando volvió a abrir los ojos, seguía fijándose en las tijeras. Dos cuchillas gemelas que fácilmente podrían atravesar su piel y abrir una vena o arteria.
La ironía no se le escapaba.
De haberse mostrado deseosa de cambiar su enjoyada cruz por un vial con su propia sangre, ahora no estaría contemplando el suicidio y morir por su amor.
El timbre del microondas sonó con fuerza. Unos cuantos granos de maíz seguían explotando, con un sonido parecido al de un tiroteo. Jay había permanecido en silencio, cavilando durante largos minutos, al igual que Kristi.
– Me has preocupado -dijo finalmente-. Creo que debería dejar a Bruno contigo.
Kristi profirió una corta carcajada. Había querido que él la escuchara, que la creyera, pero no necesitaba otro maldito salvador. Con su padre ya tenía suficiente.
– La señora Calloway estaría encantada de tener a ese monstruo aquí. No puedo tener mascotas. -Caminó hasta el microondas y retiró cuidadosamente la hinchada, y algo quemada, bolsa de palomitas.
Él miró acusador hacia los cuencos de agua y comida que había en el suelo, junto al frigorífico.
– Parece que ya tienes una.
Kristi abrió la bolsa y surgió una vaporosa nube de mantequilla.
– Houdini es callejero. En realidad no vive aquí. -Percibió el escepticismo en su rostro antes de continuar-. No tengo caja de arena. Así que la respuesta es un gran «No» al perro, pero gracias igualmente.
– Entonces me quedo.
Kristi aspiró una súbita bocanada de aire.
– Eh… -Sus ojos se encontraron de nuevo con los de él-. No creo que esa sea una idea tan estupenda. Y la que sería una aún peor, es que se te ocurriera, que se te pasara por la cabeza, contarle esto a mi padre.
– Él podría ser de ayuda.
– Todavía no -insistió ella, vertiendo las palomitas y los ennegrecidos granos quemados en el interior de un cuenco-. Más adelante.
Mientras se frotaba la nuca, Jay miró por la ventana hacia el campus. Justo entonces oyó las campanas de la capilla señalando la hora a través de una ventana ligeramente abierta.
Medianoche.
La hora bruja.
– Por encima de todo lo demás, no me gusta la idea de que estés viviendo en el apartamento de Tara Atwater. Son demasiadas coincidencias para mí.
Llevó el cuenco hasta el escritorio y apartó el tarro de los clips para dejar espacio.
– Encontré el apartamento por Internet. Llamé por teléfono y lo alquilé incluso antes de saber que Tara Atwater había vivido aquí, o que iba a verme tan involucrada en ello. -Cogió unas pocas palomitas y se las metió en la boca antes de sostener el cuenco en dirección a Jay, invitándole en silencio a que se uniera. Jay cogió un puñado-. En ese momento, ni siquiera conocía el nombre de Tara Atwater, o que ella era una de las alumnas desaparecidas.
Quiero decir que apenas había oído hablar de ellas. Por supuesto, mi padre había sacado a relucir el hecho de que algunos de los estudiantes podrían haber desaparecido, y se habló un poco del tema en las noticias, no mucho, o no mucho por lo que yo había oído. En ese momento, pensaba que todo era una conjetura. Nadie sabía con certeza si habían sido secuestradas. Quiero decir que nadie lo sabe todavía. El hecho de que haya terminado en uno de los apartamentos probablemente sea porque la mayoría de la gente ya ha alquilado la vivienda para el año escolar. Yo me matriculé para las clases de enero, así que estuve buscando apartamento en diciembre, cuando no quedan muchos disponibles.
– Parece como si estuvieras intentando convencerte a ti misma.
Kristi esbozó una tenue sonrisa.
– Vale… es un poco siniestro, claro. Pero si lo aplicando la lógica, realmente no es más que una coincidencia.
– Ya. Y entonces, resulta que casualmente terminas viviendo aquí, en el apartamento de Tara Atwater, y luego resulta que casualmente te asignas la tarea de convertirte en «Nancy Drew [4] en el caso de las estudiantes desaparecidas».
– De todas formas me interesaba y luego Lucretia me pidió ayuda.
– ¿Lucretia? Lucretia… -Frunció el ceño, tratando de ubicar ese nombre-. ¿No tenías una compañera de cuarto a la que odiabas que se llamaba…?
– Sí. La misma. -Kristi le explicó su encuentro con Lucretia, su preocupación por las chicas desaparecidas y lo de su miedo a decir algo porque acababa de ser contratada por miembros de la administración que defendían la postura de que no ocurría nada-. Le dije a Lucretia que lo investigaría -concluyó.
– Aun así, no me gusta que estés aquí viviendo sola. -Jay tenía la sensación de que todo iba demasiado rápido, de una forma que no era capaz de definir.
– No es más que un apartamento. Lo siento, pero el perro no puede quedarse. Ni tú tampoco. Fin de la historia. -Volvió de nuevo a sus esquemas, después señaló al póster dedicado a Tara Atwater-. Volviendo a los colores. Tara está en rosa, Monique en verde y Rylee en azul. Puedes ver que he hecho listas de lugares, personas y cosas que podrían tener en común, luego las he conectado. Las conexiones muestran dos, tres o cuatro colores.
Jay contempló toda la información. Los datos resaltados, donde convergían las líneas de colores, aparte de algunos amigos y lugares sueltos, eran los horarios de clase de las chicas desaparecidas. Cada una de ellas había sido estudiante superior de Lengua y todas habían recibido clases de un puñado de profesores aquí, en la universidad.
– No es que esas chicas tuvieran muchas amigas y sus vidas familiares eran inexistentes. Intenté llegar hasta sus padres, pero no conseguí sacarles nada útil. Tenían la actitud de «si no hay noticias es buena señal». Todas las chicas estaban metidas en alguna clase de problema. Drogas, alcohol o problemas con sus novios, y sus familias acabaron por ignorarlas.
– ¿Qué hay de sus amigas íntimas? Ya sabes, lo de «aps» en todos los mensajes de móvil.
– Si alguna de ellas tenía alguna «Amiga para siempre», todavía tengo que encontrarla. Ni siquiera Lucretia se esforzó en acercarse a ninguna de ellas. -Kristi frunció el ceño, confundida; unas pequeñas líneas se formaron entre sus cejas-. He intentado llamar a Lucretia un par de veces desde entonces, pero ella no me ha respondido.
– ¿Por qué?
– Esa es la pregunta del millón de dólares -respondió Kristi, cogiendo un bolígrafo y girándolo entre sus dedos mientras pensaba-. Es casi como si se hubiese sentido obligada a hacer algo, de forma que me habló de ello y aquello fue el final de todo.
– Te pasó la pelota. Se deshizo de sus sentimientos de culpa al pensar que algo no marchaba bien, y te lo pasó a ti.
– O incluso se arrepiente de habérmelo contado.
Kristi había colocado de vuelta el cuenco sobre el escritorio y ahora Jay se estiró hacia él con aire ausente.
– De modo que estas chicas eran básicamente solitarias. O, al menos, se sentían solas en el mundo.
– He hablado con personas de sus clases y con algunos compañeros de trabajo, y lo que dijeron una y otra vez fue que realmente no las conocían, que eran bastante cerradas o que se lo guardaban todo para sí y todo ese tipo de cosas.
Jay examinó de nuevo los esquemas, centrándose en las zonas donde se encontraban las líneas y se entrecruzaban. Señaló los horarios de clase.
– ¿Todas estudiaban Redacción con Preston, Shakespeare con Emerson, Periodismo con Senegal, y la Influencia del vampirismo con Grotto? -Jay sintió un escalofrío recorriendo su interior-. Por Dios, Kristi; esas son tus asignaturas.
– Ya lo sé.
– ¿Ya lo sabes?
Se encogió de hombros.
– No es que sea tan extraño. O exclusivo. El plan de estudios del colegio se realiza por ordenador, ¿verdad? Asignación por bloque. Depende de tu especialidad. De modo que estas no son las únicas estudiantes que tenían ese plan de estudios, ni de lejos. Y existen algunas variables. Por ejemplo, Tara estudiaba Ciencias forenses con tu predecesora, la doctora Monroe, y tanto Monique como Rylee recibieron una clase de Literatura de la doctora Croft, la jefa del departamento de Lengua, justo antes de desaparecer. Oh, y aquí… -Señaló hacia el horario de Dionne y dio unos golpecitos sobre la anotación-. Dionne estudió Religión con el padre Tony, e Introducción a la justicia criminal con la profesora Hollister junto con las otras clases.
– Un programa intenso.
– Tenía prisa por graduarse pronto, creo. En el trimestre que desapareció, tenía una acumulación de seis clases, dieciocho créditos. Además, trabajaba a tiempo parcial en una pizzería. Aquí también hay algo raro. Todas las chicas, sin excepción, participaban en las obras moralistas del padre Mathias, de nuevo asociado con el departamento de Lengua.
– ¿Obras moralistas?
– Ya lo sé. Es algo fuera de lugar, ¿verdad? Como sacado de otra época. En realidad todavía no las he investigado, pero oí decir a una pareja de chicas de mi clase de vampirismo que la primera del trimestre sería el domingo por la noche, así que pensé en echar un vistazo. ¿No crees que tendrías que venir?
– ¿Quieres que vaya?
¿Estaba haciendo que sonara como una cita? Probablemente, porque Kristi rectificó con rapidez.
– No, iré sola. Será lo mejor. La gente podría fijarse en ti.
– Tal vez debería ir.
– No. Lo digo en serio, Jay. Es asunto mío.
– Esto no me gusta -murmuró. Si ella estaba en lo cierto, había un psicópata suelto que secuestraba mujeres del campus; si estaba equivocada, algo estaba llevando a las chicas a marcharse. Cuatro estudiantes desaparecidas en menos de dos años en un campus de ese tamaño era más que inusual, más que sospechoso-. No puedo creer que la Universidad no se vuelque con este asunto.
– La administración está intentando barrerlo y esconderlo bajo la alfombra. Las administraciones ya están bastante por los suelos y no desean más mala prensa. Lo comenté con la decana de estudiantes y me echaron de su despacho. Me dijo que estaba imaginando cosas y me trató como si tuviera la peste.
– Pero la reputación…
– Solo si lo reconoces. Están en un plan de «no veo nada malo, no oigo nada malo, no hablo de nada malo. Por lo tanto, el mal no existe».
– ¡Y una mierda! -Jay se quedó mirando los esquemas y sacudió la cabeza-. Tienes que llevarle esto a la policía.
– Sí, claro, por supuesto. Piénsalo. -Kristi apuró su bebida-. Digamos que acudo a la comisaría de policía de Baton Rouge. ¿Con quién hablo? -inquirió levantando los hombros-. Probablemente con el departamento de Personas Desaparecidas, ¿verdad? Puede que lleve los esquemas conmigo. Y entonces digo… ¿Qué? ¿Que soy la hija del detective estrella de Nueva Orleans, Rick Bentz, y que será mejor que me presten atención? Incluso si no lo sacase a relucir, sumarían dos y dos y se cabrearían por la jurisdicción y el protocolo.
Un escuálido gato negro se deslizó por la ventana parcialmente abierta que había sobre el fregadero.
– Si hiciera algo tan ridículo, me darían un tirón de orejas y le causaría problemas a mi padre. No gracias.
En eso tenía razón.
– Oye, Houdini -saludó ella cuando el gato salió disparado del poyete hasta meterse bajo el sofá-. Haciendo amigos, ¿eh? -bromeó mientras el gato se asomaba con sospecha desde las sombras.
Jay no estaba dispuesto a cambiar de tema.
– Las autoridades tienen que saber lo que has descubierto. A lo mejor podrías telefonear a tu padre y explicarle…
– Sí, claro. Me sacaría de aquí antes de terminar la conversación.
– No podría hacer eso. Ya eres adulta. Kristi lo miró como si estuviera loco.
– Ah, vale. ¡Cuéntaselo! O bien me asignaría un maldito guardaespaldas, o vendría a asaltar el apartamento por su cuenta. No, informar al detective Bentz está fuera de la cuestión. Soy adulta y vamos a hacer esto a mi manera.
– Sea cual sea.
– Así es. -Ella le sonrió súbitamente, percibiendo su rendición, incluso aunque él estaba seguro de no haber cedido en absoluto.
Dios, Kristi era hermosa. Intentó no fijarse, pero ahí estaba mientras ella lo miraba con aquellos malditos ojos. Durante medio segundo sintió una fuente de calor en sus venas, un deseo que se anunciaba con recuerdos de cuando abrazaba su jadeante y sudoroso cuerpo junto al de él. Se le secó la garganta y apartó su mirada, se metió las manos hasta el fondo de los bolsillos delanteros de sus pantalones. Se ajustó la mandíbula en un esfuerzo por acallar sus estúpidas necesidades. Allí estaba ella, hablando de secuestros, del posible asesinato de cuatro estudiantes, y aun así le estaba provocando esa reacción.
Lo cual era simplemente ridículo.
– Creo que será mejor que me marche -anunció.
– ¿Pero me ayudarás?
– Mientras no me pidas que viole ninguna ley.
– De acuerdo, lo prometo -accedió ella, luego se ruborizó y pareció como si estuviera a punto de morderse la lengua.
No necesitaba decir por qué. Jay la recordó repitiendo esas mismas palabras casi diez años atrás, cuando él le había puesto un pequeño anillo en el dedo.
– Bien -dijo él con rapidez, como si no se hubiera acordado. No había razón para escarbar en el pasado. Demonios, no eran más que unos críos-. Te veo en clase. -Y entonces se marchó, sin ni siquiera mirar por encima de su hombro.
Sí, pensó mientras descendía las escaleras, él había estado en lo cierto. En lo que a Kristi Bentz se refería, era un auténtico y genuino imbécil.