Capítulo 1

Hasta ahora ha ido bien, pensó Kristi Bentz mientras lanzaba su almohada favorita al asiento trasero de su Honda de diez años, un coche que estaba como nuevo para ella, pero que casi alcanzaba los ciento treinta mil kilómetros en el contador. Con un golpe apagado, la almohada aterrizó sobre el montón formado por su mochila, sus libros, la lámpara, el iPod y otros artículos esenciales que llevaba consigo a Baton Rouge.

Su padre contemplaba su marcha de la casa que compartían, una pequeña cabaña que en realidad pertenecía a su madrastra. Durante todo el tiempo que la estuvo mirando, el rostro de Rick Bentz era una máscara de frustración.

¿Y qué tenía eso de raro?

Al menos, gracias a Dios, su padre aún estaba entre los vivos. Kristi aventuró una mirada en su dirección.

Tenía buena pinta, incluso parecía robusto: sus mejillas estaban enrojecidas por la caricia del viento que pasaba entre los pinos y cipreses; unas pocas gotas de lluvia humedecían su oscuro cabello. En efecto, tenía algunos mechones grises, y probablemente había cogido cinco o diez kilos durante el último año, pero al menos su aspecto era de estar sano y fuerte, con los hombros firmes y los ojos abiertos.

Gracias a Dios.

Porque a veces, no era así. Al menos no para Kristi. Desde que despertó de un coma hace más de año y medio, había sufrido visiones de él, horripilantes imágenes en las que, cuando ella lo miraba, aparecía como un fantasma: de color gris, con dos oscuros e impenetrables agujeros por ojos y un tacto frío y húmedo. Además, había tenido muchas pesadillas acerca de una oscura noche, el crepitar del relámpago partiendo en dos un cielo negro, el resonar de un árbol quebrándose al ser impactado, y luego veía a su padre yacer muerto en un charco con su propia sangre.

Desafortunadamente, las visiones eran más frecuentes que los sueños. En pleno día, ella veía como el color de su piel se diluía, contemplaba su cuerpo que se tornaba pálido y grisáceo. Sabía que él iba a morir. Y pronto. Había visto su muerte lo suficiente en su recurrente pesadilla. Durante el último año y medio había estado segura de que encontraría el cruento y horripilante final que había contemplado en sus sueños.

Aquellos últimos dieciocho meses había estado enferma de preocupación por él, mientras se recuperaba de sus propias lesiones, pero hoy, el día después de Navidad, Rick Bentz era la viva imagen de la salud. Y estaba molesto.

La había ayudado de mala gana a llevar las maletas hasta el coche mientras el viento cruzaba esa parte del arroyo, sacudiendo las ramas, levantando las hojas y llevando consigo el aroma de la lluvia y el agua estancada. Ella había aparcado su utilitario en el encharcado camino de entrada de la pequeña cabaña que Rick compartía con su segunda esposa.

Olivia Benchet Bentz era buena para Rick. Sin duda alguna. Pero ella y Kristi no se llevaban demasiado bien. Y mientras Kristi cargaba el coche ante la desaprobación de su padre, Olivia permanecía en el umbral a seis metros de distancia, frunciendo el ceño con interés y con sus grandes ojos oscuros llenos de inquietud, aunque no dijo nada.

Mejor.

Era una de las cosas buenas que tenía. Olivia sabía que no debía interponerse entre un padre y su hija. Era lo bastante lista para no añadir una coletilla no deseada a cualquier conversación. Aunque, esta vez, no se retiró hacia el interior de la casa.

– Es que no creo que esta sea la mejor idea -adujo su padre por… ¿ducentésima vez desde que Kristi soltó la bomba de que se había matriculado para las clases de invierno en el colegio All Saints, en Baton Rouge? Tampoco es que se tratase de una sorpresa mayúscula. Le había comunicado su decisión en septiembre-. Podrías quedarte con nosotros y…

– Ya te oí la primera vez, y la segunda, y la decimoséptima y la número trescientos cuarenta y dos y…

– ¡Ya basta! -Levantó una mano, mostrando la palma.

Ella cerró la boca de golpe. ¿Es qué tenían que llevarse siempre como el perro y el gato? ¿Incluso después de todo por lo que habían pasado? ¿Incluso cuando en varias ocasiones habían estado a punto de no volver a verse?

– ¿Qué parte de «Me marcho de Nueva Orleans y vuelvo al colegio» es la que no entiendes, papá? Te equivocas, no puedo quedarme aquí. Simplemente… no puedo. Soy demasiado mayor para vivir con mi padre. Necesito tener mi propia vida. -¿Cómo podía explicarle que le resultaba insoportable el hecho de mirarle un día tras otro, viéndolo sano un minuto, luego grisáceo y después muriéndose? Se había convencido de que él iba a morir y permaneció a su lado mientras se recuperaba de sus propias heridas, pero el ver cómo el color desaparecía de su rostro fue definitivo para ella y casi la convenció de que estaba loca. Por el amor de Dios, quedarse allí tan solo empeoraría las cosas. Las buenas noticias eran que llevaba un tiempo sin ver aquella imagen, ahora hacía un mes, así que puede que hubiera interpretado mal las señales. De cualquier forma, era el momento de continuar con su propia vida.

Kristi rebuscó sus llaves en la mochila. No había motivos para seguir discutiendo.

– Vale, vale, te marchas. Lo entiendo. -Frunció el ceño mientras las nubes avanzaban por el cielo a baja altitud, eliminando cualquier opción de disfrutar de la luz del sol.

– ¿Lo entiendes? ¿De verdad? Después de que te lo haya dicho, ¿cuántas? ¿Un millón de veces? -le riñó Kristi, pero mostrándole al tiempo una sonrisa-. Está claro que eres un investigador implacable. Justo como te describen los periódicos: «Nuestro héroe local, el detective Rick Bentz».

– Los periódicos no saben una mierda.

– Otra aguda observación realizada por el detective estrella del departamento de policía de Nueva Orleans.

– Déjalo ya -murmuró, aunque uno de los lados de su rígida boca se transformó en lo que podría interpretarse como la más natural de las sonrisas. A la vez que se pasaba una mano por el pelo, volvió la mirada hacia la casa, hacia Olivia, la mujer que se había convertido en su apoyo-. Jesús, Kristi -añadió-. Eres de lo que no hay.

– Es algo genético. -Dio con las llaves.

Rick entrecerró sus ojos y apretó la mandíbula.

Ambos sabían lo que él estaba pensando, pero ninguno mencionó el hecho de que no era su padre biológico.

– No tienes por qué huir.

– No estoy huyendo. De nada. Pero voy hacia algo. Se llama «el resto de mi vida».

– Podrías…

– Mira, papá, no quiero oírlo -lo interrumpió Kristi mientras lanzaba su bolso al asiento del copiloto, junto a tres bolsas de libros, dvd y cd-. Sabías que iba a regresar al colegio desde hace meses, de modo que no hay motivo para que ahora montes una escenita. Se acabó. Soy una persona adulta y me voy a Baton Rouge, a mi antigua alma máter, el colegio All Saints. No está al otro lado del mundo. Estaremos a menos de un par de horas de distancia.

– No es por la distancia.

– Necesito hacer esto. -Miró hacia Olivia, cuyo alborotado pelo rubio estaba en parte iluminado por las luces de colores del árbol de Navidad. La modesta cabaña parecía cálida y acogedora ante la incipiente tormenta, pero no era el hogar de Kristi. Jamás lo había sido. Olivia era su madrastra y, aunque se soportaban, aún no existía un estrecho lazo familiar entre ellas. Puede que nunca lo hubiera. Aquella era ahora la vida de su padre y en realidad no tenía mucho que ver con ella.

– Ha habido problemas por allí. Algunas alumnas han desaparecido.

– ¿Ya has estado investigando? -inquirió furiosa.

– Tan solo he leído acerca de unas chicas desaparecidas.

– ¿Quieres decir que se han escapado?

– Quiero decir desaparecidas.

– ¡No te preocupes! -espetó. Ella también había oído que unas chicas habían desaparecido del campus inesperadamente, aunque no se pensaba que hubiera pasado nada grave-. Las chicas se escapan del colegio y de sus padres continuamente.

– ¿En serio? -preguntó.

Una ráfaga de viento frío atravesó el arroyo, esparciendo unas cuantas hojas empapadas y dando de lleno en la sudadera con capucha de Kristi. La lluvia se había detenido por el momento, pero el cielo estaba plomizo y cubierto de nubes, y varios charcos se extendían sobre el agrietado pavimento.

– No es que no crea que debas regresar al colegio -explicó Bentz, apoyando su cadera contra el compartimento de la rueda de su Honda y, al menos hoy, representando la viva imagen de la salud: con su piel sonrosada y su cabello oscuro con solo unos pocos mechones grises-. Pero… ¿toda esa idea de convertirte en escritora de novelas policíacas?

Ella levantó una mano, luego recolocó algunos objetos en la parte posterior del coche, de forma que le permitieran ver por el espejo retrovisor.

– Sé dónde quieres llegar. No quieres que escriba sobre ninguno de los casos en los que has trabajado. No temas. No pienso pisar terreno sagrado.

– No se trata de eso y lo sabes -replicó. Apareció un rastro de enfado en sus profundos ojos.

Bien. Que se cabree. Ella también estaba irritada. Ambos habían pasado las últimas semanas poniendo a prueba los nervios del otro.

– Estoy preocupado por tu seguridad.

– Bueno, pues no lo estés, ¿de acuerdo?

– Deja ya esa actitud. Hablas como si no hubieras sufrido ya una experiencia traumática.

Sus ojos se encontraron, y ella supo que su padre estaba reviviendo cada aterrador segundo de su asalto con secuestro.

– Estoy bien. -Se tranquilizó un poco. A pesar de que muchas veces era un auténtico tormento, en el fondo era un buen tipo. Y ella lo sabía. Tan solo se preocupaba por ella. Como siempre. Pero eso no le hacía falta.

Haciendo un esfuerzo, aplacó su impaciencia mientras Peludo, el saco de pulgas de su madrastra, cruzaba la puerta principal y perseguía a una ardilla hasta llegar a un pino. En un destello rojo y gris, la ardilla trepó por el áspero tronco hasta una rama alta que se agitó mientras miraba hacia abajo y se mofaba del terrier cruzado. Peludo golpeó el tronco con sus patas y gimoteó rodeando el árbol.

– Shh… la próxima vez la atraparás -dijo Kristi, cogiendo al chucho en sus brazos. Sus patas mojadas juguetearon por la sudadera y recibió una húmeda pasada de lengua de Peludo en la mejilla-. Te echaré de menos -le aseguró al perro, que se retorcía para regresar a tierra y a su caza de roedores. Kristi lo puso sobre la hierba, encogiéndose levemente debido a un persistente dolor en el cuello.

– ¡Peludo! ¡ Ven aquí! -le ordenó Olivia desde el porche, pero el absorto perro hizo caso omiso de ella.

– No estás completamente curada -señaló Bentz. Kristi suspiró con fuerza.

– Mira papá, todos mis variados y especializados médicos dijeron que estaba bien. Mejor que nunca, ¿vale? Es curioso lo que se puede conseguir con un poco de tiempo en el hospital, algo de fisioterapia, unas cuantas sesiones con un psiquiatra y después de casi un año de intenso entrenamiento personal.

Él resopló. Como añadiendo crédito a sus preocupaciones, un cuervo aleteó hacia ellos para acabar posándose entre las ramas desnudas de un magnolio. Profirió un solitario y melancólico graznido.

– Te asustaste mucho cuando despertaste en el hospital -le recordó.

– Eso es historia antigua, por el amor de Dios. -Y era verdad. Desde su ingreso en la uci, el mundo había cambiado por completo. El huracán Katrina había hecho pedazos Nueva Orleans, y luego se había dividido a lo largo de la costa del Golfo. La devastación, el pesimismo y la destrucción aún persistían. A pesar de que el Katrina había arrasado a su paso por el Golfo hacía más de un año, las consecuencias de su furia eran evidentes por todas partes, y lo serían durante años; probablemente décadas. Se hablaba de que Nueva Orleans podría no volver a ser la misma jamás. Kristi prefirió no pensar en ello.

Su padre, por supuesto, había tenido trabajo de más. De acuerdo, ella podía entenderlo. La fuerza policial al completo había sido destinada al punto crítico, al igual que la propia ciudad y los castigados y dispersos ciudadanos, algunos de los cuales habían sido enviados a puntos lejanos, al otro lado del país y no pensaban regresar. ¿Quién podía culparles con los hospitales, servicios ciudadanos y transportes hechos un desastre? Desde luego que existía una revitalización, pero llegaba de forma lenta e irregular. Afortunadamente el barrio francés, el cual había salido del paso virtualmente ileso, todavía representaba sin igual la vieja Nueva Orleans, de forma que los turistas se aventuraban de nuevo en esa parte de la ciudad.

Kristi había pasado los últimos seis meses de voluntaria en uno de los hospitales locales, ayudando a su padre en la comisaría, empleando los fines de semana en la limpieza de la ciudad, pero ahora comprendía, y su psiquiatra había insistido en ello, que necesitaba continuar con su vida. De forma lenta, pero segura, Nueva Orleans resurgía. Y había llegado el momento en el que debía empezar a pensar en el resto de su propia vida y en lo que deseaba hacer.

Como de costumbre, el detective Bentz no estuvo de acuerdo. Después del huracán, Rick Bentz había vuelto a adoptar su papel de padre protector de forma exagerada. Kristi estaba muy por encima de eso. Ya no era como si fuera una niña, o incluso una adolescente. ¡Era una adulta, por el amor de Dios!

Cerró de un golpe el maletero del utilitario. El cierre no encajó, así que volvió a colocar su almohada favorita, su lámpara de mesa y el edredón bordado a mano que su abuela le había dejado; entonces volvió a probar. Esta vez, el cierre encajó en su posición.

– Tengo que irme. -Comprobó la hora en su reloj-. Le dije a la patrona que hoy llegaría para tomar posesión de mi habitación. Llamaré cuando llegue y te haré un informe completo. Te quiero.

Pareció estar a punto de protestar, entonces respondió con brusquedad: «Yo también, niña».

Ella lo abrazó, sintió la fuerza de su achuchón, y se sorprendió al descubrir que luchaba por contener unas repentinas lágrimas al apartarse de él. ¡Qué ridículo! Le mandó un beso a Olivia y luego se puso tras el volante. Con un giro de su muñeca, el motor del pequeño coche cobró vida y Kristi, con un nudo en la garganta, retrocedió todo el largo camino de entrada a través de los árboles.

Una vez en la carretera, dio la vuelta sobre el asfalto mojado. Echó un nuevo vistazo a su padre, con el brazo levantado mientras le decía adiós. Dejando escapar un profundo suspiro, se sintió repentinamente libre. Finalmente se marchaba. Después de un largo tiempo, por fin, estaba otra vez por su cuenta. Pero mientras ponía el coche en camino, el cielo se oscureció, y en el espejo retrovisor de uno de los lados, captó una imagen de Rick Bentz.

Una vez más el color de su cuerpo se había diluido y parecía un fantasma, en tonos de negro, blanco y gris. Le faltó el aliento. Podía correr todo lo lejos que le fuera posible, pero jamás escaparía al espectro de la muerte de su padre.

Lo sabía en el fondo de su corazón.

Era seguro.

Y ocurriría pronto.


* * *

Escuchando una vieja balada de Johnny Cash, Jay McKnight miraba a través del parabrisas de su camioneta mientras las escobillas apartaban las gotas de lluvia que caían sobre el cristal. Mientras conducía a noventa kilómetros por hora a través de la tormenta con su perro de caza medio ciego en el asiento del copiloto, se preguntó si estaba perdiendo la cabeza.

¿Por qué otro motivo accedería a hacerse cargo de una clase nocturna para un amigo de una amiga que estaba de vacaciones? ¿Qué le debía él a la doctora Althea Monroe? Nada. Apenas conocía a esa mujer.

Puede que lo hagas por tu salud mental. Estabas seguro de necesitar un maldito cambio. Y de todas formas, ¿qué podría ir mal en enseñar Ciencia Forense y Criminología durante un trimestre a unas mentes jóvenes e inquietas?

Cambió de marcha y sacó su camioneta de la calle principal, desviándola hacia las familiares calles laterales, donde la lluvia caía a través de las ramas de los árboles y las luces urbanas tan solo empezaban a encenderse. El agua siseaba bajo los neumáticos y pocos viandantes se atrevían a salir con la tormenta. Jay había abierto un poco la ventanilla y Bruno, una mezcla entre pit bull, labrador y sabueso de San Huberto, apretó su hocico contra la delgada rendija de aire fresco.

La voz de Cash resonaba en la cabina del Toyota mientras Jay aminoraba hasta los límites fronterizos de Baton Rouge.

«Mi mamá me dijo, hijo mío…»

Jay giró su Toyota hacia el resquebrajado camino de entrada a la casa en las afueras de Baton Rouge, un diminuto bungaló de dos dormitorios que había pertenecido a su tía.

«… nunca juegues con pistolas…»

Apagó la radio y el motor. La vivienda se encontraba en proceso de ser vendida por sus aguerridas primas, Janice y Leah, como parte de la propiedad de la tía Colleen. Las hermanas, que apenas se ponían de acuerdo en nada, habían accedido a permitirle el alojamiento en la propiedad mientras estuviese en venta, siempre que llevara a cabo algunas pequeñas reparaciones que el marido de Janice, una frustrada estrella del rock, no era capaz de realizar.

Con el ceño fruncido, Jay agarró su bolsa de viaje y su ordenador portátil antes de bajar del vehículo. Dejó salir al perro, esperó mientras Bruno olisqueaba y luego levantaba su pata sobre uno de los robles del patio delantero, antes de cerrar el Toyota. Alzó el cuello de la camisa para protegerse de la lluvia, se apresuró por el camino de ladrillo salpicado de hierbajos que llevaba al porche principal, donde una luz brillaba enfrentándose a la noche. El perro iba detrás de él, igual que siempre había hecho durante los seis años en que Jay había sido su dueño, el único cachorro de una camada de seis que no había sido adoptado. Su hermano había sido el dueño de la perra, una San Huberto de pura raza que, tras su primer celo, desestimó la opción del celibato. Se escapó de su caseta y se asoció con el simpático chucho que vivía a cuatrocientos metros de distancia, cuyo dueño no consideró apropiada la castración. El resultado fue una camada de cachorros que no valían un comino, pero que resultaron ser unos perros cojonudos.

Especialmente Bruno, con su infalible olfato y su pésima vista. Jay se agachó, acarició a su perro y fue recompensado con un amistoso empujón de cabeza contra su mano.

– Venga, vamos a ver los daños.

Folsom Prison Blues resonó en su cabeza al abrir la puerta y empujarla con el hombro.

La casa olía a humedad, a falta de uso. El aire estaba estancado en su interior. Abrió dos ventanas a pesar de la lluvia. Había pasado los últimos tres fines de semana allí, repintando los dormitorios, enfoscando el alicatado de la cocina y el baño, y rascando lo que parecían ser años de suciedad en el porche trasero, donde una vieja lavadora se había convertido en el hogar de un nido de avispas. La oxidada máquina, junto con su legión de avispas muertas, ya era historia; unas macetas de terracota con plantas trepadoras ocupaban su lugar sobre las tablas del suelo recién pintadas.

Pero estaba lejos de haber terminado. Tardaría meses en adecentar la casa. Dejó sus bolsas en el pequeño dormitorio y luego caminó hasta la cocina, donde un viejo frigorífico zumbaba sobre el resquebrajado linóleo que aún debía reponer. Dentro del frigorífico, además de un trozo de queso seco y agrietado, descubrió un paquete de seis cervezas Lone Star al que solo le faltaba una botella, y asió una por su largo cuello. Era extraño, pensaba, cómo Baton Rouge, de todos los lugares, se había convertido en su refugio lejos de Nueva Orleans, la ciudad donde había trabajado y crecido.

¿Habían sido las consecuencias del Katrina las que le habían absorbido su vitalidad? El laboratorio criminal en la avenida Tulane había sido destruido por la tormenta y el trabajo que realizaba se distribuyó entre diferentes distritos y agencias privadas, así como con el laboratorio criminal de la policía Estatal de Luisiana, en Baton Rouge. A veces trabajaban en remolques del fema [1]. Había sido una pesadilla; las horas extra, la frustración de haber recogido montones de pruebas, tan solo para que acabaran comprometidas. Y luego estaba el tiempo empleado como voluntario, ayudando a las víctimas de la tormenta, y a la limpieza después de que retrocediera el agua de las inundaciones. Dudaba que hubiera alguien en el cuerpo de policía que no hubiera pensado en la dimisión, y muchos lo habían hecho, dejando mermadas las fuerzas en un momento en el que se necesitaban más agentes, y no menos.

No es que Jay culpara a nadie por marcharse. No solo lo demás habían sido víctimas del huracán y necesitaban ayuda; muchos agentes también tenían que lidiar con la pérdida de sus hogares y seres queridos.

También él necesitaba un cambio. No se trataba solo de las interminables horas de trabajo. Ser testigo del horror del huracán y contemplar a la ciudad luchando por recuperarse mientras las Reservas Federales se señalaban unas a otras con el dedo fue demasiado. Pero al saber después que tantas pruebas recogidas con esfuerzo a lo largo de los años se habían borrado literalmente del mapa… aquello cayó encima de él como una losa. Tanto para nada. Tanto que hacer para recuperarlo todo.

Con treinta años, ya estaba hastiado.

Y algo, algún último fragmento de tragedia, le había enviado lejos de Nueva Orleans, en este viaje.

¿Habían sido los saqueadores? ¿Aquellos lo bastante desesperados o criminales para aprovecharse de la tragedia?

¿Las víctimas atrapadas en sus hogares o residencias?

¿La falta de una respuesta rápida por parte del Gobierno federal?

¿La casi muerte de la ciudad que amaba?

¿O era debido al hecho de que su propio hogar había sido destrozado por el ensordecedor viento y que la inundación había arrancado su cabaña alquilada de sus cimientos, acabando con casi todo lo que poseía?

¿Y a qué parte del desastre podía culpar de su fallido romance con Gayle? ¿Se había extinguido su relación por culpa de él? ¿De ella? ¿De la situación?

Le dio agua fresca al perro con una vieja sartén, después abrió su cerveza. Mientras daba un largo trago del estilizado cuello, se quedó mirando a través de la mugrienta ventana salpicada por la lluvia, hacia el patio. Al otro lado del cristal vio a un murciélago descender junto a las ramas de un solitario magnolio. El crepúsculo llegaba con rapidez, un recordatorio de que tenía trabajo por hacer.

Al girar la cabeza, oyó una de sus vértebras crujir y ajustarse mientras caminaba hacia el segundo dormitorio, aún pintado en un nauseabundo tono rosa, donde había dispuesto un escritorio, una lámpara y un pequeño armario archivador. En un rincón había una cama para perros, y Bruno encontró un viejo hueso de cuero de vaca medio masticado y empezó a ensañarse con él. Jay dio otro trago a su Lone Star, y luego apoyó la cerveza sobre el escritorio. Abrió su ordenador portátil y lo dispuso sobre la superficie de formica antes de apretar el botón de encendido. El ordenador se puso en marcha con un zumbido y la pantalla se iluminó. Unos segundos más tarde estaba en Internet, comprobando su correo electrónico.

Entre el correo basura y el de los compañeros de trabajo y amigos había otro mensaje de Gayle. El estómago se le encogió un poco mientras abría la misiva y leía la breve y alegre nota; no encontraba una pizca de gracia en el chiste que ella le había enviado. No le sorprendía. Habían acordado ser civilizados entre ellos, permanecer como amigos, pero ¿quién le tomaba el pelo a quién? No funcionaba. Su relación estaba muerta. Ya agonizaba mucho antes de que la tormenta los golpease.

No envió una respuesta. Era tan inútil como el anillo de diamantes que había en el cajón de su cómoda en Nueva Orleans. Sus labios se retorcieron al pensarlo. No había tenido mucha suerte con aquello de los anillos. Años antes, le había dado un anillo de compromiso a su amor del instituto, y Kristi Bentz se había liado inmediatamente con un monitor al marcharse a estudiar aquí, al colegio All Saints. ¿Qué tal eso como pequeña ironía? Años después, cuando finalmente le ofreció un anillo a Gayle, ella aceptó el diamante y comenzó a planificar su vida (y la de él) juntos, hasta el punto de que sintió como si tuviera una soga alrededor del cuello. Cada día que pasaba, la cuerda se tensaba más hasta que no había sido capaz de respirar. Su actitud había molestado a Gayle, y ella se había vuelto de lo más posesiva. Le había llamado a todas las horas de la noche, había estado celosa de sus amigos, sus compañeros, e incluso de su maldita carrera. Además, no le había permitido olvidar que quiso casarse con Kristi Bentz mucho antes de conocerla a ella. Gayle estaba segura de que jamás olvidaría a su amor de instituto.

Lo cual era una absoluta estupidez.

De forma que le pidió que le devolviera el anillo.

Y ella se lo había lanzado contra la frente, donde rasgó su piel, dejándole una pequeña cicatriz justo sobre la ceja izquierda, una prueba de la furia de Gayle.

Pensó que ese proyectil le había dado de pleno, pero había evitado uno mayor cancelando la boda.

En esto queda el amor verdadero.

Mientras cogía el mando a distancia del pequeño televisor en equilibrio sobre el armario archivador, repasó su correo electrónico con rapidez. Escuchaba a medias las noticias, esperando que llegaran los deportes y alguna noticia de última hora acerca de los Nueva Orleans Saints, y había comenzado a leer entre una nueva docena de mensajes, cuando escuchó el final de un boletín de noticias en televisión.

«… Desaparecida del campus del colegio All Saints desde antes de Navidad, la alumna fue vista por última vez aquí, en el pabellón Cramer, por su compañera de habitación, el dieciocho de diciembre alrededor de las cuatro y media.»

Jay prestó toda su atención hacia la pantalla, donde una periodista con un anorak azul luchaba contra el viento y la lluvia bajo un cielo amenazador mientras miraba hacia la cámara. El reportaje había sido grabado delante del edificio de ladrillo en el que Kristi Bentz había vivido años atrás como novata. Una imagen de Kristi tal como era entonces, con su largo pelo castaño, su cuerpo atlético y sus ojos profundos e inteligentes, crepitó en su cerebro. Había sido un estúpido con respecto a ella en el pasado, creyendo que era la mujer de su vida. Por supuesto, desde aquella vez, había comprendido lo equivocado que estaba. Afortunadamente, ella rompió la relación, y él se había evitado un matrimonio que probablemente hubiera terminado siendo una trampa para ambos ¡Para que hablen de familias disfuncionales!

«… Desde aquel día, una semana antes de Navidad», decía la periodista, «nadie ha visto a Rylee Ames con vida.». Una foto de la chica de veinte años apareció en la pantalla. Con los ojos azules, cabello rubio con mechas y una brillante sonrisa, Rylee Ames parecía el arquetipo de la chica californiana, tipo animadora, aunque la periodista decía que había asistido al instituto en Tempe, Arizona, y en Laredo, Texas.

«Les ha informado Belinda del Rey, transmitiendo para la wmta, en Baton Rouge.»

Rylee Ames. El nombre le resultaba familiar.

Interesado, Tay se apresuró en acceder a la página web del colegio y comprobó la lista de su clase, una que estaba actualizada con nuevos estudiantes o clases perdidas en sus programas. El primer nombre de la lista era Ames, Rylee.

Su radar policial estaba en máxima alerta y tuvo que tirar de las riendas de su mente para no caer de un horripilante escenario en otro peor. Violación, tortura, asesinato; había presenciado tantos crímenes violentos, pero trató de no precipitarse en ninguna conclusión, todavía no. No había pruebas de que hubiese sido víctima de ningún crimen, tan solo que había desaparecido.

Los chicos de su edad faltaban a clase, cambiaban de colegio o se marchaban de vacaciones de esquí, o a conciertos de rock sin decir nada a nadie. Podría haberse escapado.

Pero puede que no. Había trabajado el suficiente tiempo en el laboratorio criminalista de Nueva Orleans para tener un mal presentimiento acerca de esta estudiante que nunca había conocido. Dio un nuevo trago a su cerveza y leyó más abajo en la lista.

Arnette, Jordan.

Bailey, Wister.

Braddock, Ira.

Bentz, Kristi.

Calloway, Hiram.

Crenshaw, Geoffrey.

¡Espera! ¿Qué?

¿Bentz, Kristi?

Sus ojos se centraron en la pantalla, fijándose en el familiar nombre que aún le causó un impacto, disparándole la presión sanguínea.

¡No puede ser! ¡Estaba invadiendo sus pensamientos!

¡Kristi Bentz no podía estar en su clase! ¡No era posible! ¿Qué clase de cruel giro del destino o ironía sería aquella? Pero allí estaba su nombre, real como la vida misma. No era tan estúpido como para pensar que podía tratarse de otra estudiante con el mismo nombre. Tenía que afrontar el hecho de que la vería de nuevo tres horas por semana, los lunes por la noche.

¡Mierda!

La lluvia aporreaba las ventanas y él miraba la lista de la clase como si estuviera hipnotizado. Imágenes de Kristi revolotearon por su mente: pelo largo que flotaba como si huyera de él a través de un bosque, el juego de luces y sombras que la atrapaba bajo el toldo de ramas, su contagiosa risa; emergiendo de una piscina, el agua goteando de su tonificado cuerpo, su sonrisa triunfal si había ganado la carrera, su ceño profundo e impenetrable si había perdido; tumbada debajo de él sobre una manta, en la parte de atrás de su camioneta, la luz de la luna resplandeciendo sobre su cuerpo perfecto.

– ¡Basta ya! -dijo en voz alta, y Bruno, siempre alerta, se puso de pie en un instante, ladrando bruscamente-. No, chico, solo es… no es nada. -Jay apartó inmediatamente las estúpidas y viscerales imágenes de sus aventuras de juventud. No había visto a Kristi en más de cinco años, e imaginaba que habría cambiado. Y en cuanto a todas sus fantasías románticas sobre ella, había otros recuerdos que no eran tan bonitos. Kristi tenía mucho genio y una lengua afilada como una navaja.

Hacía tiempo que pensaba haber hecho bien al librarse de ella.

Pero la verdad era que había leído y escuchado acerca de sus devaneos con la muerte, sobre sus encuentros con psicópatas, sobre su larga estancia en el hospital, recuperándose del último ataque, y él se había sentido mal, incluso hasta el punto de llamar a un florista para mandarle un ramo antes de cambiar de idea. Kristi era como una mala costumbre, una de la que un hombre no podía quitarse. Jay estaba bien mientras no oyera hablar de ella, leyera sobre ella o la viese. Todas aquellas viejas emociones estaban encerradas bajo unas llaves bien custodiadas. Había estado interesado en otras mujeres. Había estado comprometido, ¿verdad? Aun así, tener que verla todas las semanas…

Probablemente sería bueno para él, decidió repentinamente. «Para fortalecer el carácter», como su madre solía decir siempre que se metía en problemas y tenía que pagar el precio del castigo, normalmente en manos de su padre.

– Demonios -murmuró bajo su aliento como si fuera la clave de la cuestión en que estaba metido. Su mandíbula se deslizó hacia un lado y, durante un segundo, se permitió fantasear sobre enseñar en una clase en la que Kristi fuese su alumna, en la que tuviera que atenerse a su criterio, a su control. ¡Jesús! ¿En qué estaba pensando? Había decidido hace mucho tiempo que no volver a verla era lo correcto. Ahora parecía que tendría que verla durante tres horas seguidas, una vez por semana.

Tras apurar su cerveza, la colocó con un golpe seco sobre su escritorio. No había alterado todo su maldito plan de trabajo, ni comenzado a trabajar en turnos de diez horas, ni tenido que pasar por el suplicio de cambiar su vida al completo tan solo para tener que ver a Kristi cada semana. Apretó tanto la mandíbula que le dolía.

Puede que dejara su clase. En cuanto se diera cuenta de que asistiría a la clase de la doctora Monroe, Kristi probablemente cambiaría de programa. No había duda de que ella no deseaba verlo más de lo que él deseaba tratar con ella. Y la idea de que él iba a ser su profesor probablemente la ahuyentaría, dejaría sus clases. Por supuesto que lo haría.

Bien.

Leyó el resto de la lista de clase de treinta y cinco estudiantes interesados en la criminología; ahora treinta y cuatro. Su mirada regresó al primer nombre de la lista: Rylee Ames. Inquieto, Jay se rascó la incipiente barba de su mentón.

¡Qué demonios le había ocurrido?

Загрузка...