Capítulo 18

– ¡Por Cristo Todopoderoso! -Jay se quedó mirando el diminuto vial y sacudió su cabeza-. En el nombre de Dios, ¿qué es esto?

– Es la sangre de Tara Atwater -respondió Kristi con convicción. Examinó el inclinado pedazo de cristal como si fuera una preciosa, aunque maldita, joya, y su estómago se revolvió al pensar en cómo o por qué la sangre que contenía le había sido extraída-. Apostaría mi vida en ello.

– Entonces tenemos que llevársela a la policía. -Transfirió cuidadosamente la delicada cadena de su mano a la de ella-. Y tienes que asumir lo que has encontrado.

– Aún no hay pruebas de que fuera un asesinato.

– Lo sé, pero ese es un asunto policial. -Se frotó la barba acumulada en el mentón mientras se preguntaba en qué demonios se habían metido-. ¿Crees que era esto lo que buscaba quien estaba en tu apartamento?

– Es posible. No se han llevado nada.

– Entonces habrá que acordonar esto para que busquen huellas.

– ¿No puedes hacerlo tú? Tú eres policía. Trabajas en el laboratorio criminalista.

– No si lo que quieres es atrapar a ese bastardo, quienquiera que sea. Tenemos que hacer esto según las reglas. Kristi suspiró.

– Cogerán mis notas. Confiscarán mi ordenador. Me investigarán.

– Probablemente. He llamado a un amigo del departamento de policía de Baton Rouge. Me ha dado el nombre de una detective que creo que nos podrá ayudar. Portia Laurent. Parece que se ha interesado en las chicas desaparecidas y cree que podrían haber acabado mal.

– Por fin. Alguien que no se ha tragado todo ese rollo de que han huido. Ahora bien, si pudiera darle algo más… entonces quizá trabajaría conmigo.

De repente sonó el timbre de la puerta y tanto Kristi como Jay reaccionaron de inmediato.

– Yo iré -dijo él. A través de la mirilla, Jay vio a un adolescente con el pelo largo, la piel grasa y un tic nervioso que le hacía guiñar un ojo. Llevaba una caja plana metida en una funda térmica.

– Traigo la pizza -dijo el muchacho.

Jay miró a Kristi y ambos rieron. Abrió la puerta, pagó la pizza y le dio una propina al repartidor; después cerró con llave. Mientras tanto, se encargó con cuidado del vial, lo metió en una bolsa de plástico para sándwiches y luego puso esta sobre una toalla de algodón que había en la cocina. Le asustaba el hecho de que contuviera la sangre de Tara, pero no quería que Jay supiera cómo se sentía.

– Antes de llamar a la policía voy a hacer una copia de todos mis archivos -le dijo Kristi acercándose a la boca un trozo de pizza, con sus ojos puestos inadvertidamente sobre el vial. Estaba teniendo ciertos problemas para tragar-. No solo por mis trabajos de clase y cosas personales, sino por todo lo del caso.

Jay asintió, preguntándose si estarían sentados en mitad de una escena del crimen. La caja de pizza estaba situada entre ellos, sobre el sofá cama, mientras Bruno no perdía detalle de cada uno de sus bocados, esperando conseguir cualquier migaja. Al menos a él no le había afectado el descubrimiento del collar y del vial.

– ¿Y por qué estaba escondido el vial? -preguntó Kristi, dejando los restos de su porción de nuevo en la caja-. ¿O es que lo olvidaron?

– Estaba escondido. Habían metido el collar en una grieta cercana a la pared.

– ¿Y por qué esconderlo? Algunas de las chicas que lo llevan, y por lo que he visto son solo chicas, lo lucen abiertamente.

– ¿Crees que fue Tara quien lo escondió?

– ¿Quién si no? -dijo Kristi. Se limpió los dedos con las servilletas de papel que acompañaban a la pizza, después se incorporó y fue hasta el escritorio. Una vez allí, comenzó a transferir la información a un pequeño disco duro de tamaño bolsillo. Se mordía el labio inferior mientras trabajaba-. Si vamos a acudir a la policía y a la detective Laurent, entonces supongo que tendremos que llamar a mi padre. -Desaprobó la idea con una mueca-. Se cabreará, por supuesto, pero al menos se asegurará de que no se pierda ni se estropee ninguna de mis cosas.

– ¿Estás dispuesta a aguantar sus sermones? -inquirió Jay, cerrando la caja de pizza, para decepción de Bruno.

– No es que no esté acostumbrada a ellos.

– Mientras tanto, como te he dicho, me instalaré aquí.

– No tienes que hacerlo.

– Tengo. -Jay estaba convencido.

– Pero…

– Admítelo Kris, quieres que me quede.

– ¡Oh, por favor! -Su arrogancia no conocía límites, incluso aunque en parte tenía razón.

Jay no se dejó intimidar.

– Aún me quieres.

Ella emitió un sonido apagado.

– Ya sabes, estoy bien. Es mejor que te vayas. -Tras retirar su disco portátil del ordenador, lo tapó con más fuerza de la necesaria y lo introdujo en un pequeño compartimento de su bolso.

Él se encogió de hombros sin moverse un centímetro hacia la puerta.

– No puedo creer que hayas dicho eso -añadió Kristi.

– Todavía piensas en ello.

– Jay, entonces ayúdame… -Kristi se quedó callada mientras llegaba hasta un armario, donde encontró un saco de dormir que había visto mejores días y una almohada roída con el relleno a la vista, por culpa de Peludo, el inquieto perrito de la madrastra de Kristi. Jay la contempló con un aire de complicidad que le quemó hasta la piel. Ella podía simplemente echarlo. Pero él tenía razón en una cosa, por desgracia: Kristi no quería quedarse sola.

Pero ella no lo quería.

– Si vas a quedarte, te toca el sillón. Puedes usar la mesita del café para apoyar los pies. -Ella le lanzó la almohada y el saco de dormir antes de detenerse durante un segundo, mirándolo seriamente.

– ¿Qué?

– Solo para dejarlo claro. Necesito una semana más antes de contarle a mi padre o a Portia Laurent lo que pasa. Para entonces, debería tener más información para la policía, pero si acudimos a ellos con lo que sabemos ahora, tendré las manos atadas. Para la detective Laurent y el departamento de policía de Baton Rouge, tan solo seré la hija de Rick Bentz jugando a ser una detective aficionada. Para mi padre, estaré otra vez jugándome el cuello y se horrorizará.

– Debería.

– Necesito algo de tiempo.

– No puedo dártelo, Kris.

– Claro que puedes. Al final hará que el caso sea más sólido.

– Eso no lo sabes.

– Sí, lo sé. Eres tú quien tiene dudas.

– Ambos deberíamos tenerlas -replicó Jay-. Hay un montón de cosas que no sabemos. Tan solo estamos especulando. Deja que la policía se encargue de esto.

– Solo estoy pidiendo una semana. Nadie parece haberse preocupado por esas chicas durante todo este tiempo. Una semana. -Se acercó a él cruzando la habitación, deteniéndose solo cuando las puntas de sus pies tocaron las de él.

Jay intentó que no le afectara, pero captó cierto aroma a jabón mezclado con el sudor de su piel. Estaba tan cerca y, bajo aquella luz, su pelo emitía destellos rojizos. Era una poderosa combinación. Kristi agachó la cabeza para mirarlo y le ofreció la más sutil de las sonrisas; esa pequeña y atractiva sonrisa que siempre resquebrajaba sus defensas.

– Por favor Jay, es importante. Puedes quedarte el vial y todas las cosas de Tara, si eso te hace sentir mejor. Pero dame unos días más, una mísera semana.

– ¿Y luego cederás y desistirás?

– Luego le dejaré mi sitio a los polis.

¡Oh, claro. Como si ese fuera su estilo!

– Puede ser peligroso.

– No haré ninguna estupidez.

Eso no se lo creía.

– Kris…

– Vamos… -le rogó.

Fue entonces cuando lo sintió, aquel pequeño pellizco de deseo cuando miró sus grandes ojos, esas enormes y oscuras pupilas que le pedían su ayuda. Vaya con la señorita. Ella sabía lo que le estaba haciendo. Sintió un nudo en las tripas y el anhelo surgió en su interior, un pequeño tatuaje que palpitaba dentro de su cráneo, una ola de calor que se extendía desde su pecho. El deseo creció al percibir momentáneamente la curva de sus pómulos, la inteligencia en su mirada y la inclinación de sus labios.

– Estás tratando de seducirme para esto -sentenció con frialdad, intentando no perder las riendas de sus emociones.

– Eso es simplemente insultante.

– ¿Lo es?

– ¡Sí! ¿Cuándo te has convertido en un ególatra? -inquirió ella. Sus ojos verdes ardían de furia, mirándolo como si fuera a abofetearle. Pero no lo hizo-. Por si no lo recuerdas, fui yo la que rompió contigo, ¿verdad? No fue al revés.

– Fue el mayor error de tu vida -le aseguró con calma.

– ¡El mayor error de mi vida ha sido volver a mezclarme contigo! -espetó. Al momento de que esas palabras salieran de su boca, Kristi se arrepintió de haberlas pronunciado, deseó poder silenciarlas. Él la estaba mirando como si de verdad pudiera leer su mente, pedazo de cretino. ¡Oh, maldita sea! ¿Qué era lo que pasaba con Jay para que siempre la sacara de sus casillas?

– He cambiado de idea. Vete.

– No.

– ¡Vete!

– Quieres que me quede, solo que eres demasiado cabezota para admitirlo.

– ¡Me estás volviendo loca!

– Bien.

Hablar con él, tratar de razonar con él, solo consiguió empeorar las cosas. De alguna manera, él tenía la sartén por el mango. Ella se la había entregado. Y ahora le mostraba aquella maldita sonrisa juvenil que le resultaba tan estúpidamente irresistible. Una de las comisuras de su boca se levantó y, en ese instante, Kristi supo que Jay iba a besarla. Oh, Dios; no podía permitir que eso ocurriese. Jamás.

– Ni se te ocurra… -le advirtió.

Demasiado tarde. En un instante, Jay había soltado la manta y la almohada y estrechó con fuerza a Kristi contra él. Sus labios se inclinaron sobre los de ella con un beso que le quitó el aire de los pulmones y le dejó los huesos temblando.

¡Lo cual era endiabladamente ridículo!

¿Y ese cálido cosquilleo que recorría sus venas?

¡Era totalmente inesperado!

¡Totalmente!

Aun así, Kristi no se apartó cuando la lengua de Jay se apretó contra sus dientes y pudo oír un suave y casi impaciente gemido escapando por su garganta. Oh, por el amor de Dios ¡Detén esto, Kristi, detenlo ahora!

Las manos de Jay se extendieron sobre su espalda, acercándola aún más a él, y Kristi comenzó a perderse en el momento, en el deseo que atravesaba su interior.

Finalmente encontró la fuerza para rechazarlo.

– Mal hecho, McKnight -dijo ella dando un paso hacia atrás, consciente de que su pecho subía y bajaba más rápidamente de lo normal, y de que su voz era desagradablemente jadeante-. Eres mi profesor.

– Y tú tienes mi edad -dijo entre risas-. Prueba con otra excusa.

– Tenemos un pasado, Jay. Y no es bueno.

– Tampoco es malo. -La miraba sin ceder ni un solo centímetro, con sus melosos ojos cargados de deseo y sus labios finos y duros.

– Mantente alejado… ya pensaré en algo.

– Tus excusas son cada vez más débiles.

– Jay…

– ¿Qué? -Su boca se acercaba de nuevo a la de ella.

– Estás equivocado -espetó ella, apartándose con brusquedad-. Eso es lo que eres, McKnight. Un maldito estúpido equivocado. E incluso aunque estuviera interesada en ti, que no lo estoy, pero si lo estuviera, no sería tan estúpida como para volver a iniciar una relación contigo. Especialmente ahora. ¿No te lo había dicho ya? Lo sabes tan bien como yo. Tenemos demasiadas cosas que hacer. Y por favor… -Forzó una mirada de disgusto-. Podría haber algo muy pequeño ahí, entre nosotros, de acuerdo. Pero no es nada.

– Es algo -protestó él.

– Nada. -Kristi recogió la olvidada ropa de cama y se la volvió a lanzar, apuntando hacia la silla. Después se volvió hacia Bruno y señaló hacia la alfombra-. Y en cuanto a ti, tú duermes ahí. -El perro agachó la cabeza y sacudió el rabo, pero no se movió. Jay silbó.

– Aquí, chico -dijo, y Bruno se movió hasta la alfombra-. La jefa ha hablado.

Kristi ignoró el golpe.

– Tal como yo lo veo, no tenemos mucho tiempo. Me imagino que quien estuviera aquí antes estaba buscando el vial. Apuesto a que no se ha rendido, sino que volverá a la carga y pronto.

– Y puede que tú seas su próximo objetivo. -El tono de Jay había cambiado de bromista a serio-. Ese pudo ser el motivo por el que estaba aquí antes.

– No.

– Esperemos que no. -Jay dio unas palmaditas en la cabeza del can con aire ausente, luego fue hasta la bicicleta y la colocó delante de la puerta. Apoyó el cuadro contra el marco y el picaporte, asegurándose de que caería con un gran estruendo si alguien trataba de entrar. Una vez que la bici estuvo equilibrada a su gusto, Jay se volvió y miró hacia el techo, como si esperase una intervención divina. Sacudió la cabeza-. Tendría que ir a que me vieran la cabeza, pero tú ganas. -Sus ojos volvieron a los de ella, centrando sus melosas pupilas con determinación-. De acuerdo, lo haremos a tu manera. No llamaré a la policía. Por ahora. Tienes una semana, pero ni un día más.


* * *

¿Podría Kristi pasar por aquello?

Ariel miró alrededor de su pequeño apartamento y se preguntó en qué demonios se había metido. Desde luego que necesitaba amigos y la emoción de pertenecer a un culto secreto y exclusivo. Incluso le encantaba todo aquel asunto de los vampiros como trasfondo.

Nunca se había sentido tan viva como cuando permitió al «maestro» que mordiera su cuello, para que saliera algo de sangre y recoger las gotas en un vial.

El ritual había sido excitante, la sensación de pertenecer a un grupo, de hacer algo oscuro, sensual y más allá de la norma, algo seductor. El hecho de haber sido elegida era alucinante y, al fin, ella, por primera vez en su vida, sentía que era alguien, que pertenecía a algo, que era incluso mejor que sus compañeras.

Ahora, tenía sus dudas.

Mañana por la noche habría otra reunión, una programada para después de la obra de teatro moralista, y estaba nerviosa. Aunque en realidad no sabía quién formaba parte de su grupo secreto, unas cuantas chicas habían dejado pistas y comprendió que Trudie, Grace y probablemente Zena eran todas miembros del grupo de élite. Sabía que había otras, pero no tenía ni idea de quiénes eran.

Sentía algo más que un escalofrío de miedo bajando por su espina dorsal. Porque, maldita sea, sentía que algunas de esas chicas que se encontraban desaparecidas, aquellas que la prensa sacaba a relucir de vez en cuando, habían formado parte de su círculo. Aunque no podía estar segura… ¿Quién podría estarlo? El ritual era tan extraño, tan… oscuro… Pero las chicas estaban sin duda desaparecidas. Y durante la ceremonia, ella había oído sus nombres… él había llamado «hermana» a cada una de ellas y había usado sus nombres.

¿Habían formado parte de su grupo de forma voluntaria?

¡Por supuesto que sí! No seas idiota. Han desaparecido a causa de aquello en lo que se metieron, lo que tú has abrazado por tu cuenta con tanta impaciencia. O bien están muertas o bien…

– ¡No! -dijo en alto hacia las cuatro paredes del pequeño apartamento donde vivía sola-. ¡No, no, no! -Él no las habría traicionado de esa forma. Esas otras chicas, Tara, Monique y Dionne… probablemente lo dejaron porque se habían asustado tras el ritual vampírico, eso era. Lo mismo que Rylee, la última chica desaparecida. Ariel recordaba que era algo ingenua, siempre preocupada, una verdadera alma perdida.

¿Sería posible que estuviesen todas muertas?

Su corazón se quedó helado al contemplar el diminuto espacio que había llamado hogar durante más de un año, cuando percibió los baratos adornos de imitación que había comprado para intentar que el apartamento resultara más acogedor, los carcomidos y estropeados muebles que venían con la vivienda, las escasas fotos de una familia que en realidad no se preocupaba por ella, diseminadas sobre las mesas y la librería de plástico amarillo que había montado con sus propias manos.

Mientras se rascaba la garganta, con los nervios tan tensos como siempre, levantó su mirada hacia la imagen de Jesús que había montado sobre la pared que había junto a la ventana. Una vez fue tan religiosa, tan convencida de su propia piedad, y ahora… oh, padre… ahora… estaba perdida…

Ariel tragó saliva.

Y luego estaba esa chica, Bentz. Hija de un policía. Metiendo sus narices. ¡Que aseguraba haber visto peligro en el color de la piel de Ariel o alguna chorrada por el estilo! ¿Qué quería decir con eso?

Se le puso la piel de gallina al pensar que quizá ella podría ser la próxima en desaparecer, que iba a ocurrirle algo…

– Ni hablar. -Cruzó la habitación hacia su pequeño frigorífico y sacó una botella de vodka del congelador. Tras destaparla, levantó la abertura sobre sus labios y bebió un largo trago. Solo necesitaba tranquilizarse. Se sentía nerviosa.

Kristi Bentz le había hecho esto. Vaya un bicho raro. Tras secarse los labios con el dorso de la mano, Ariel vio su imagen reflejada en el espejo. Su piel estaba pálida, sus dedos se aferraban con fuerza alrededor del cuello de la botella, sus ojos estaban abiertos del todo a causa del miedo.

A lo mejor debería huir.

Igual que las otras.

¿Cuánto tiempo le llevaría preparar su bolsa y desaparecer?

No es que no lo hubiera hecho antes.

Márchate ahora, esta noche. Antes de que cambies de opinión. Súbete a un autobús y sal de aquí sin mirar atrás. ¿Podía simplemente no aparecer?

Avanzó hasta el armario y estiró el brazo hacia el estante superior para alcanzar su mochila de viaje, la que usaba para ir de acampada, la que podía almacenar casi todas sus miserables pertenencias. La estaba bajando justo en el momento en que sonó su teléfono móvil.

El corazón le dio un vuelco cuando extrajo el móvil del bolso, comprobó la pantalla y se dio cuenta de que era él quien llamaba.

Como si lo supiera.

Su corazón palpitó salvajemente ante la idea de oír su voz, de saber que le importaba, que la amaba…

Ariel no respondió, dejó que la llamada pasara al buzón de voz y, en pocos minutos, oyó sus pasos en las escaleras y el tamborileo de sus nudillos sobre la ajada madera.

– Ariel -dijo con una voz débil, melódica e insistente-. Abre la puerta.


* * *

Temblorosa, con el agua a su alrededor, Kristi intentaba nadar. Se encontraba en mitad de una piscina, en un edificio que era oscuro como la noche. Habían colocado unas velas sobre los azulejos del borde, y sus pequeñas llamas se agitaban y amenazaban con apagarse en aquella caverna. ¿Dónde demonios estaba?

Jadeante, sintiéndose como si hubiera estado braceando en el agua durante horas, echó un vistazo a su alrededor. ¿Estaba sola? Bajó la mirada, hacia el fondo de la piscina, pero era profunda y oscura y, aunque no vio a nadie en las tenebrosas profundidades, sintió su presencia. Tan cierta como si estuviera respirando contra su piel.

¡Nada, Kristi, por el amor de Dios, sal de aquí de una vez! Eres una buena nadadora, lo eres.

¡Flap! ¡Flap! ¡Flap!

Puso todo su empeño en cortar el agua, en agitar las piernas, pero le pesaban las extremidades y no importaba la fuerza con que lo intentase, no podía acercarse al borde. O bien este se estaba alejando o ella no avanzaba.

Vamos, esfuérzate más. Apretando los dientes, se lanzó a toda velocidad y, cuando giraba su cabeza para avanzar a través del agua, las puntas de sus dedos tocaron algo, se enredaron en algo fibroso, como el hilo. Intentó encoger la mano, pero, fuera lo que fuese, se le quedó enganchado.

Allí, en la oscuridad, nariz contra nariz, había una cabeza cortada. Los ojos de Tara Atwater estaban abiertos y en blanco en su azulado rostro, y de su cuello surgía una espesa corriente de sangre que invadía el agua.

Kristi gritó y trató de desenredar sus dedos. El pánico oprimió su corazón. El miedo la impulsaba a nadar, tirando de la maldita cabeza, tan solo para toparse con algo que se elevó desde el fondo de las turbias profundidades.

¡Otra cabeza! Incluso bajo la débil luz pudo ver el pelo rubio cuando la cabeza emergió y se volvieron, encarándola, los ojos abiertos y fijos de Rylee. Ojos acusadores.

Kristi se sobresaltó y braceó para alejarse, todavía con la cabeza de Tara enganchada en sus dedos. Pero mientras avanzaba, su cabeza topó contra algo duro. Se volvió para encontrarse con la cara de Dionne, mirándola, con sangre que manaba de su cuello, con los ojos fríos y muertos.

¡No!

Los ojos de Dionne pestañearon y miraron hacia abajo, como si la estuviera advirtiendo. Entonces Kristi supo que, aunque no podía vislumbrar el fondo, la maldad se ocultaba en las turbias profundidades.

¡Nada! ¡Aléjate! Le gritó su mente.

Volvió a darse la vuelta y vio otra cabeza sin cuerpo. No la de Monique, como había esperado. El grisáceo rostro que flotaba en la superficie era el de Ariel. ¡Dios, oh, Dios!, ¡sácame de aquí!

Sintiendo el pánico, comenzó a agitarse, tratando de gritar, tratando de escapar. Pero cuanto más luchaba por alcanzar el reluciente borde, más lejos parecía estar.

Le ardían los pulmones, le pesaba el cuerpo. Sabía que estaba a punto de ahogarse. Que moriría en aquella piscina de sangrientas cabezas cortadas.

Antes de tener la oportunidad de decirle a Jay que lo amaba, antes de ver a su padre por última vez.

Intentó gritar, pero tenía un nudo en la garganta y estaba siendo arrastrada hacia abajo, más y más profundo, con el agua cada vez más oscura.

¡Oh, Dios, ayúdame!

El pánico se apoderó de ella.

Agitó los brazos, tratando de sobrevivir.

Lanzó un grito sofocado.

Y entonces se dio cuenta de que el agua se estaba volviendo roja, de un profundo color escarlata…

– ¡Kristi! -dijo una profunda voz masculina, y ella sintió su mano aferrándole el tobillo, tirando de ella hacia abajo. ¡Hacia las sanguinolentas profundidades!

– ¡Kris! ¡Aquí!

Sus ojos se abrieron de golpe y descubrió a Jay, vestido tan solo con unos calzoncillos, que se inclinaba sobre ella. Kristi se encontraba echada sobre el sofá cama de su apartamento, casi a oscuras, y él la sacudía para despertarla.

– Jay -susurró ella con un temblor en la voz; las sensaciones del sueño eran tan reales que estaba convencida de tener la piel empapada. Lanzó los brazos a su alrededor.

– Ya está. Se acabó la pesadilla -susurró, acercando su cuerpo al de él y estrechándola con fuerza, pero ella sabía en su corazón que no se había acabado. Cualquiera que fuese la maldad que había invadido su mente era muy real, y existía en las profundidades del alma del campus.

Temblorosa, mientras trataba de convencerse de olvidar aquel miedo que la envolvía, se aferró a él y, por un segundo, aceptó el consuelo de su pura fortaleza.

Jay le dio un beso en la sien y ella derramó lágrimas de alivio. Sabía que si él no hubiera estado allí, ella ahora estaría sola, se habría despertado para enfrentarse por su cuenta con esa estúpida pesadilla; y era tan agradable apoyarse en él y recibir su fuerza.

– ¿Estás bien?

– Sí. -Aquello era probablemente una mentira; se encontraba lejos de estar bien, pero ahora que la pesadilla había remitido un poco y que estaba consciente, tampoco estaba dispuesta a derrumbarse ante él.

– ¿Quieres hablarme de ello?

– No quiero pensar en eso. Ahora no. -Dejó escapar un prolongado suspiro y se quedó mirándolo bajo la tenue y azulada iluminación que provenía de la estufa. La habitación era segura; olía a los restos de ajo y salsa de tomate de la pizza y al jazmín de las velas aromáticas, ya apagadas. El vial yacía sobre el tablero de la cocina-. Te lo contaré después. Por la mañana.

– Bien. -Jay estaba sentado sobre la cama, todavía abrazándola, pero cuando se movió para ponerse más cómodo, de alguna forma su boca se quedó tan solo a un aliento de la de ella.

La impaciencia corría por sus venas.

El perfume de Jay invadió su cabeza, y su cuerpo respondió a la proximidad de una forma traicionera. Sus extremidades se quedaron rígidas y Kristi solo quería y necesitaba acostarse a su lado. Barajó la idea de apartarlo, pero ya no tenía ni la fuerza ni el valor para hacerlo. Jay la había acusado de quererlo y ella le había respondido que estaba loco, pero, por supuesto, él había estado en lo cierto. Y ahora, ella lo deseaba más que nunca.

Sus ojos encontraron los de ella en la oscuridad. Lo poco que podía ver la descubría por completo.

– Kris… -susurró él.

Ella volvió su cara hacia la de él y Jay la besó. Suavemente al principio, como si se adelantase a su rechazo.

Pero ella no fue capaz de apartarse.

Allí, en el santuario de su apartamento, con los males de la noche atrapados en el exterior, ella le devolvió el beso mientras abría su boca, notando como su lengua se elevaba entre sus clientes, sintiéndole moverse de forma que una de sus grandes manos se extendía contra el valle de su espalda, justo sobre sus nalgas.

Los recuerdos de hacer el amor con él años atrás la invadieron mientras lo saboreaba. Era salado. Familiar. Atractivo. Tan masculino. ¿Cómo había podido pensar que no era lo bastante bueno? ¿O que no era lo bastante intelectual? ¿O que no era lo bastante hombre?

Estúpida, estúpida chica.

Su corazón latía con fuerza, aunque ahora no era a causa del miedo, sino del deseo. Sus extremidades, tan pesadas durante la pesadilla, estaban rebosantes de energía. Le abrazó ansiosamente, acercándolo hacia ella. Su piel, que había sentido tan mojada a causa del agua enrojecida de su sueño, estaba húmeda de nuevo. Y caliente. Con el cálido sudor y la excitación de aquella necesidad física.

Jay se movió, con su cuerpo en equilibrio sobre el de ella, y le apartó un mechón de pelo de su rostro. Kristi le vio tragar saliva, su nuez de Adán moviéndose mientras intentaba contenerse, y sintió la dureza de su erección empujando contra la unión de sus piernas. Dura, fuerte y tensa. Separada de ella por tan solo una ligera barrera de algodón.

– Kris -volvió a susurrar, y bajo aquella media luz, ella pudo ver el deseo en sus ojos, la dilatación de sus pupilas-. No quiero…

– Claro que quieres.

– Me refiero…

– Me quieres -dijo ella, devolviéndole las palabras que él mismo había usado aquella tarde, para incitarlo.

Con un gruñido, Jay comenzó a apartarse de ella, pero Kristi le agarró por los hombros, sujetándole con rapidez.

– Son las cuatro de la mañana, Kristi. No estoy de humor para juegos de palabras.

– ¿Y para qué estás de humor?

– No hagas eso -le pidió él.

– ¿Hacer qué?

– Ya lo sabes.

– Sí.

– Es arriesgado -la advirtió.

– No, Jay, no lo es -replicó ella y levantó su cabeza para besarlo con fuerza en los labios. Él no se lo devolvió, pero Kristi pudo sentir su calor, la tenue resistencia que ponía a sus emociones.

– ¿Antes me dijiste que no funcionaría y ahora, después de lo que supongo que ha sido una pesadilla, quieres hacer el amor?

– No pensaré mal de ti por la mañana. Te lo prometo.

Jay se rió ligeramente.

– Maldita sea, Kristi, te echaba de menos. -Antes de que ella pudiera responder, él la besó de nuevo y esta vez no hubo vuelta atrás. Kristi le bajó los calzoncillos por debajo de las nalgas, y Jay casi le arranca el pijama de su cuerpo.

Los brazos de Kristi rodearon su cuello mientras ambos se retorcían sobre la pequeña cama, estirando y entrelazando sus extremidades.

Igual que habían hecho años atrás.

Parecía algo tan natural mientras la vieja cama rechinaba y el perro, tendido sobre la alfombra, bostezaba en silencio.

Kristi besó a Jay con fervor, unas cálidas sensaciones se aceleraban por sus venas; su piel ardía cuando él la acariciaba. Su respiración se convirtió en entrecortados y rápidos jadeos. Jay besó sus labios, su garganta, el hueco entre sus pechos. Sus pulgares rodearon los pezones de ella y en su interior hirvió el deseo en una espiral ascendente, y ella solo pensó en hacer el amor con él hasta el amanecer, quizá hasta más tarde…

Los dedos de Kristi arañaron los fibrosos músculos de sus hombros y sintió el roce de un incipiente pelo contra su delicada carne mientras Jay hundía su cara entre sus pechos tan solo para tomar un pezón entre sus dientes.

Ella se arqueó y él besó el rígido bulto, acariciando su carne con la lengua; su cuerpo dolía de tanto deseo. El sonido procedente de su garganta era jadeante y primitivo. La sangre se aceleraba en sus venas en arrebatos de calor.

El descendió más abajo y los latidos de Kristi se acentuaron cuando Jay separó sus piernas del todo y la elevó, con las manos en sus nalgas. Kristi cerró sus dedos sobre las sábanas y arqueó su espalda.

¿Cuánto tiempo había pasado desde que le había amado? ¿Cuántos años había desperdiciado? Kristi gemía mientras Jay la besaba y lamía, dando origen a un deseo tan urgente que ella comenzó a retorcerse, queriendo más, anhelando todo su ser.

– Jay -susurró ella con la voz temblorosa-. Jay… ¡oh, oh, Dios!

– Estoy aquí, cariño. -Y su cálido aliento alcanzó lo más profundo de su cuerpo antes de levantarla sobre la cama, colocando sus piernas sobre los hombros de él.

Ella se mordió el labio para no rogarle que la penetrase y entonces, mientras le miraba a los ojos, Jay sonrió perversamente en la noche, empujando sus caderas hacia abajo hasta rozar con su miembro. Con una lenta arremetida, entró en ella.

Ella ahogó un grito, sintiendo como se le nublaba la vista; su corazón latía con tanta fuerza que pensó que podría estallar. Jay retrocedió, y Kristi gimió con fuerza, tan solo para recibir una nueva acometida.

– ¡Oh, Dios!

Él empujó una y otra vez, con los dedos clavados en su carne, tensando su cuerpo con cada una de sus potentes embestidas.

Y ella contrarrestaba con impaciencia; la cabeza le daba vueltas, con los ojos abiertos, viendo como se movía con facilidad, dándole placer mientras aún se contenía.

Su garganta se tensó, y todo su cuerpo se calentaba mientras él bombeaba en su interior más y más deprisa hasta que apenas podía respirar, y no era capaz de pensar. A pesar de estar a oscuras, ella lo veía, olía su pura esencia.

Jay la penetró más y más rápido, la apretó contra su cuerpo, y las piernas de Kristi se enroscaron en su cuello al entregarse más a él; sintió su mano acompañando su erección, tocando sus partes íntimas, provocando más y más descargas a través de sus sentidos.

Más, pensó ella salvajemente, ¡Más!

¡Más deprisa, más deprisa!

Kristi apresó los brazos de Jay y arqueó su espalda mientras la primera ola de placer la atravesaba y las imágenes de su mente aparecían detrás de sus ojos. Entonces miró el rostro de Jay, aquella juvenil y pícara sonrisa, y esos fibrosos músculos, y… y… y… Entonces ella se convulsionó, su cuerpo se agitó mientras Jay gemía y se derrumbaba sobre ella.

Se sacudió varias veces y ella jadeó en busca de aire, agarrándose a él, envuelta en la fragancia del sexo, el perfume y las velas, que se habían consumido en su mayor parte.

Entonces Kristi lo besó sobre el hombro y saboreó la sal de su sudor. Dándose la vuelta, Jay apretó sus labios contra su cuello y después la pellizcó con los dientes.

– ¡Oye!

Él rió revolviéndole el pelo.

– Solo estaba jugueteando contigo.

– Es peligroso -respondió ella, aún esforzándose en respirar al tiempo que él rodaba hasta ponerse a su lado-. No sabes lo que estaba soñando.

– Oh, vale, lo siento. -Pero volvió a reír y ella giró sus ojos hacia arriba-. ¿Vas a echarme otra vez al sillón?

– No… aunque puede que te lo merezcas, cretino.

– Para ti soy el profesor Cretino.

– Había olvidado lo repetitivo que puedes llegar a ser -gruñó.

– Y lo atractivo, y lo masculino, y…

Kristi cogió la almohada de detrás de su cabeza y le golpeó con ella.

– No me pongas a prueba -le advirtió. Ella arqueó una ceja.

– ¿Ah, sí? ¿Y qué vas a hacer al respecto?

– ¿Quieres verlo?

– Tú hablas mucho, pero haces poco.

– ¡Oh, diablos! -Jay volvió a ponerse encima de ella, apretando su cuerpo fuertemente contra el suyo-. Entonces supongo que tendré que demostrártelo, ¿no? -La besó con fuerza y Kristi sintió que aquellos fuegos controlados recientemente, empezaban de nuevo a arder.

Sonreía y se sentía segura y a salvo por primera vez desde que se había mudado a Baton Rouge.

– ¿Estás seguro de poder hacerte cargo, profesor Cretino?

Volvió a besarla como respuesta y luego, tras elevar su cabeza, giró a Kristi hábilmente sobre su estómago y colocó la almohada con la que ella le había golpeado bajo sus caderas. Tumbado sobre ella, se inclinó hacia delante para que su aliento acariciase el pelo sobre su oído.

– Tú solo mira -le susurró perversamente y Kristi hundió su rostro en el colchón y dejó escapar una risita nerviosa hasta que los lentos y sensuales movimientos de Jay recibieron una respuesta igualmente lenta y sensual de su interior, y ella se vio jadeando, rogando y pidiéndole que la amase más… y más… y más…

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