Kristi, maldito fuera su culito respingón y su actitud insolente, lo había afectado en serio.
No hay otra forma de verlo, pensó Jay, enfadado consigo mismo.
Puede que Gayle hubiera tenido razón desde el principio.
Puede que nunca se hubiera repuesto de Kristi Bentz.
– Estúpido -murmuró sentado en el sillón de su escritorio, en el laboratorio de Nueva Orleans. Desde que salió de su apartamento la noche anterior, no había dejado de pensar en ella, preocupado por que se estuviera metiendo en algo peligroso. Así que él tendría que hacer algo.
En lugar de tirar la vieja bañera y comenzar a reparar las tuberías de la casa de tía Colleen, Jay había salido de la cama con las primeras luces del amanecer y, con Bruno a su lado en la camioneta, condujo como alma que lleva el diablo hasta su casa en Nueva Orleans. Una vez que hubo dejado al perro, acudió al laboratorio criminalista, al ordenador de su escritorio, donde registró todas las bases de datos policiales que pudo y accedió a la información sobre las estudiantes desaparecidas.
Y no se había detenido ahí.
En el transcurso del día, había llamado a un par de amigos que trabajaban para la policía de Baton Rouge, un sheriff del condado al este del suyo e incluso un antiguo compañero de clases que trabajaba para la policía del estado de Luisiana. Si estaban fuera de servicio, entonces los localizaba llamando a sus móviles, interrumpiendo sus días libres. Supuso que no tenía importancia. Estaba dispuesto a llegar hasta el fondo de la obsesión de Kristi, de cualquiera de las maneras.
Porque te pertenece, se burló su mente. Has estado obsesionado con esa mujer desde la primera vez que pusiste tus ojos en ella, y si crees que estás haciendo esto por alguna razón que no sea ganar puntos, será mejor que lo pienses de nuevo.
Apretó la mandíbula y apartó la idea de su cabeza. Además, no era cierto. Él habría hecho lo mismo por cualquier otro alumno. Puede que no con tanto entusiasmo, o le habría pasado la información a las autoridades competentes, para después dar un paso atrás, pero habría hecho algo. Reconócelo, McKnight, eres un calzonazos.
Se negó a seguir escuchando aquella voz mientras trabajaba en su despacho, el cual no era más que un armario con ventana, pero tenía un terminal informático y acceso a todas las bases de datos policiales.
– Todo lo que necesito está aquí -comentó en voz alta, aunque era mentira. Lo que le apetecía era una cerveza. En cambio, se conformaba con una lata poco fría de té helado de la máquina expendedora, acompañado de regaliz rojo y pastelitos de crema de cacahuete.
Al menos se estaba tranquilo allí, con el turno de fin de semana, tan bullicioso en otras zonas del edificio, lejos de su pequeño despacho.
Todos aquellos a quienes había llamado estaban dispuestos a hablar con él, y todos accedieron a responder si descubrían cualquier información sobre las cuatro chicas, pero hasta el momento nadie le había contado nada que no supiera.
Todos los oficiales de policía creían unánimemente que Dionne Harmon, Monique DesCartes, Tara Atwater y, la más reciente, Rylee Ames, eran chicas problemáticas que tan solo se habían escapado. Si sus tarjetas de débito o crédito no habían sido usadas, era debido a que habían encontrado otra fuente de recursos. Probablemente vendiendo drogas o prostituyéndose por dinero en efectivo. ¿A lo mejor apostando? ¿Pidiendo prestado a amigos de mal vivir?
El único brillo de esperanza que recibió Jay fue de su amigo Raymond Sonny Crawley, con quien había ido a la universidad, y que ahora trabajaba en el departamento de Homicidios de Baton Rouge.
– ¡Jesúuuus, McKnight! -había dicho Sonny al contestar al teléfono móvil-. ¿Qué ha pasado? ¿Has hablado con Laurent o qué? Eso es lo malo de esa maldita mujer; que no va a dejar que acabe este asunto, te lo digo yo. No hay cadáveres. No hay escena del crimen, pero ella parece creer que las chicas fueron raptadas, o asesinadas o Dios sabe qué. Créeme, ya tenemos bastante trabajo por aquí sin necesidad de inventarnos más, pero no hay forma de convencerla. Está cabreando a todo el mundo.
– ¿Quién es Laurent? -preguntó Jay mientras garabateaba una nota para sí mismo y miraba la pantalla del ordenador, que mostraba la fotografía de Rylee Ames, la chica que tendría que haber asistido a su clase durante aquel trimestre.
– Portia Laurent es una joven detective en el departamento que tiene una corazonada con lo de esas chicas. Joder, todos queremos encontrarlas, pero, mierda, ni siquiera tenemos caso. Por el momento. Pero ya sabes cómo son esos novatos. Tienen la manía de alarmarse por cualquier minucia. No es que esté quitándole hierro al asunto, pero no hay mucho que podamos hacer hasta que tengamos un cadáver, un arma del crimen, un sospechoso o un testigo. Así que, ¿por qué cojones te interesa?
– Solo es curiosidad -mintió Jay. Ya tenía decidido no mencionar el nombre de Kristi, a no ser que creyese que ella estaba en peligro de alguna clase. El hecho de que viviera en el apartamento de una de las chicas desaparecidas lo perturbaba-. Trabajo allí a tiempo parcial, doy clases de Ciencia forense y se habla mucho sobre lo que les pudo pasar a las chicas.
– ¿Crees que no lo sé? -coincidió Sonny-. Cada día en el que no hay noticias por aquí, viene algún periodista a meter las narices, tratando de causar problemas, de provocar noticias si no hay ninguna. Mira esa tal Belinda Del Ray, de la wmta… es un verdadero dolor de cabeza. Es guapa, te lo aseguro. Y le saca provecho, no lo dudes. Pero es como un jodido pitbull con un hueso, ¿sabes? No acepta un «no» por respuesta y sigue insistiendo incluso cuando intentamos mandarla a la Oficina de Información Pública. Pero no le interesa ese tipo de información oficial, no señor, no a Belinda. Quiere más de lo que estamos dispuestos a ofrecerle. En lo que respecta al departamento, sin cuerpos no hay caso. Pero algunos periodistas no saben cuándo hay que dejarlo.
– Tan solo hacen su trabajo -esgrimió Jay, haciendo de abogado del diablo. Era ambivalente en cuanto a la prensa. Un mal necesario. Útil de vez en cuando. En ocasiones, una verdadera jaqueca. Especialmente los periodistas agresivos con ganas de hacerse un nombre.
– Bufffff -resopló Sonny-. Obviamente no has tratado con muchos periodistas.
Aquello no iba a ninguna parte.
– Entonces, háblame de la detective Laurent. ¿Por qué no se cree la versión oficial?
– Joder, no sé qué demonios piensa Laurent. Tendrías que preguntarle a ella. ¡Oh, mierda!, tengo otra llamada entrante.
Cogió la llamada y Jay se quedó mirando el cuaderno sobre el escritorio. Portia Laurent. Desde luego, deseaba escuchar lo que tenía que decir. Marcó su nombre con un círculo, arrancó la hoja, la introdujo en un bolsillo de sus vaqueros y volvió al trabajo.
Al final del día, mascando su último trozo de regaliz rojo, no sabía mucho más que la noche anterior. Solamente, pensó, lo bastante para empezar a creer que Kristi había encontrado algo. En cuanto al asunto de los vampiros, le sorprendía la cantidad de gente que estaba enganchada a ese tema. No solo los libros, películas, televisión y juegos en línea, sino que existía toda una cultura en Internet relacionada, y estaba seguro de ello, con personas reales.
¿Un culto?
Puede.
¿Centralizado en All Saints? Esperaba que no.
Pensó en todas las chicas desaparecidas y en la clase del doctor Grotto. Había oído hablar a algunos miembros del personal sobre su teatral manera de exponer la clase, los falsos colmillos y las lentillas que cubrían sus iris haciendo que sus ojos parecieran ser totalmente negros. Sin alma. Inhumanos. Pero a nadie le preocupaba. Era una representación. Una farsa. Y a los alumnos les encantaba. El hecho de que fuese más alto de lo normal, con el pelo oscuro y espeso y ojos penetrantes, tampoco perjudicaba su imagen.
Jay se frotó la nuca y giró su cuello para liberar tensión, mientras no dejaba de mirar la pantalla del ordenador, donde el rostro de Rylee Ames lo miraba a los ojos. Joven. Guapa. Al menos en la fotografía de su cara. Pero obviamente tenía problemas.
¿Era una huida? ¿O acaso un secuestro? ¿Puede que una víctima de asesinato?
¿Había formado parte de algún culto secreto?
¿Estaba Grotto metido en él? Joder, de ser así, lo estaba bordando, ¿verdad? En el mismo centro del escenario con todo ese rollo de los vampiros. ¿No sería una estupidez señalarse con su propio dedo? ¿O era debido a su ego? ¿De verdad creía ser invencible? En ese caso, el taciturno profesor no sería el primero. Jay masticó con fuerza la insípida golosina y luego arrojó el envoltorio al interior de su papelera mientras pensaba en su compañero de trabajo. Puede que fuese el momento de investigar la vida de Grotto, una investigación más profunda que la realizada por la Universidad. Y de camino, ¿por qué no también a algunos de los demás profesores y jefes de departamento? ¿Y los miembros de la administración? Por lo que sabía sobre cultos, atravesaban cualquier tipo de barrera social. Consideró que disponía de los recursos, y no tenía motivos para no utilizarlos. Todo lo que tenía que hacer era relacionar ciertos nombres y direcciones. Alguna información sería pública, otra sería privada. Llegaría todo lo lejos que quisiera sin infringir la ley.
¿Y luego qué?
¿Y si necesitas cavar más profundo?
– ¡Mierda! -murmuró. Seguro que cruzaría esa resbaladiza línea cuando llegase el momento.
El móvil vibró en el interior de su bolsillo.
Tras removerse en su silla, sacó el teléfono y vio el número de la casa de Gayle parpadeando en la pantalla. Con un quejido interior, pensó en no contestar, pero sabía que eso sería posponer lo inevitable.
Había intentado ser amable.
No dio resultado.
Aquella mujer no captaba la indirecta.
– ¡Hola! -contestó, detestando el alegre tono de su propia voz. Sonaba tan falso como sus sentimientos.
– ¿Cómo estás? -Su voz también era demasiado animada, algo jadeante. -Ocupado.
– Como siempre. -Dejó escapar un suspiro y él imaginó su cara, cambiando por el enfado. Por Dios, ¿cómo había llegado a pensar que era mona?-. Supongo que estás en Baton Rouge y que no tienes tiempo para tomar una copa ni nada de eso.
– Me temo que no, Gayle.
– Yo podría ir para allá.
Jay no le dijo que se encontraba en Nueva Orleans. No tenía pensado pasar la noche allí de todas formas, y desde luego que no tenía pensado pasarla con Gayle.
– Estoy trabajando.
– Bueno -continuó ella, y él la imaginó caminando sobre la mullida alfombra de su casa, probablemente ante los amplios ventanales para contemplar la noche. La sugerencia no fue inesperada-. No vas a estar trabajando toda la maldita noche, ¿verdad? Podría quedarme…
De no ser tan terriblemente patético, tendría gracia. Gayle, acostumbrada a vivir lujosamente, pasando la noche en la destartalada cabaña de la tía Colleen, sin agua caliente ni otras muchas cosas.
– Las condiciones son rústicas. Duermo metido en un saco de dormir sobre un somier, Gayle.
– Qué acogedor -respondió ella, ignorando deliberadamente lo que él quería decir-. Podría ir a un hotel. Puedes pasar una noche en un lugar un poco menos primitivo.
– No lo creo. -Se reclinó de nuevo en su sillón del escritorio; su peso lo hizo protestar con un crujido mientras apoyaba uno de sus pies sobre el tablero. Pensó en Kristi, en la diferencia que había entre aquellas dos mujeres, y en el hecho de que jamás había llegado a sentir lo mismo por Gayle. Ni siquiera algo parecido. Gayle había tenido razón en eso; su intuición femenina estaba en forma.
– Me estás evitando -protestó con un matiz de tristeza en su voz. Jay se mantuvo firme. No había forma de suavizarlo.
– Ahora mismo no tengo tiempo para ti. Escuchó su inmediata bocanada de aire.
– Vaya. Supongo que eso no me lo esperaba. Pensaba que íbamos a ser amigos.
Oyó unas pisadas al otro lado de la puerta de su oficina y una tenue conversación cuando pasaron por allí dos de sus compañeros. Un teléfono sonó a lo lejos.
– Creo que tenemos una opinión muy distinta de lo que significa ser amigos.
– No quieres que aparezca por allí -atacó ella.
– No sería una buena idea. -Hubo una pausa. En realidad no sabía cómo hacer aquello sin herirla, entonces decidió que, si quería ser sincero, tendría que ser cruel-. Gayle, no creo que debamos volver a vernos. Ni siquiera como amigos.
– ¿Por qué haces esto? -espetó horrorizada.
– Ambos acordamos que se había terminado.
– Fue idea tuya. ¡No mía!
– No eras feliz.
– Puedo serlo.
– ¡Oh, demonios, Gayle! Jamás habría funcionado. Ambos lo sabemos.
– Tú no lo habrías permitido.
– No voy a discutir sobre eso.
– Eres un cabrón -dijo ella; su voz cambiaba de tono-. Es por Kristi Bentz de nuevo, ¿verdad? Lo sabía. Por eso estabas ahí, para empezar. Porque iba a matricularse allí… ¿te sorprende que lo sepa?
No le sorprendía. Ese era el problema.
– Se acabó, Gayle.
– Por el amor de Dios, Jay, ¿es que no vas a aprender nunca? -Su voz se elevó y, una vez más, Jay oyó a alguien que pasaba junto a la puerta de su despacho cuando el teléfono sonó un momento, anunciando una llamada entrante.
– Tengo que colgar. Hay otra llamada.
– ¡Os estáis viendo! Por Dios, Jay, yo tenía razón, ¿no? Lo menos que puedes hacer es admitirlo. ¡Aún estás enamorado de ella!
– Adiós Gayle -se despidió y colgó, pero la acusación persistía en su cabeza, resonando con fuerza. Aún estás enamorado de ella.
– Jodidamente correcto -se dijo a sí mismo. De acuerdo, ahí estaba. Todavía se sentía fascinado por cómo iban las cosas con Kristi. Más que nunca-. ¡Mierda!
Apretó un botón para contestar a la otra llamada.
– ¿Diga?
– ¿McKnight? -La voz de Rick Bentz le cogió por sorpresa.
– Sí.
– Necesito un favor. -Bentz no se andaba por las ramas.
– ¿Cuál?
– Kristi necesita su bicicleta. Si aparezco por allí, ella me acusará de meterme en su vida personal. Sé que estás impartiendo clase en All Saints y que tienes una camioneta. A lo mejor puedes llevársela.
Hay veces que el destino tiene un curioso sentido del humor, pensó Jay.
– Claro. -Decidió confiar en el detective; después de todo, Bentz era el padre de Kristi, y ella parecía destinada a meterse en problemas. Al pensar en ella, contuvo su lengua. Por el momento.
Acordaron que Jay recogería la bicicleta de quince velocidades de Kristi en la comisaría algo más tarde, y Jay se abstuvo de mencionar nada sobre el hecho de que Kristi era su alumna, que le había pedido ayuda, que estaba indagando en cultos vampíricos o que Jay pretendía verla más a menudo.
Colgó y se preguntó si había tomado la decisión correcta. ¿Qué le contaría a Bentz si Kristi se metía en verdaderos problemas? ¿O en peligro? ¿Y si acababa secuestrada? ¿Cómo se sentiría entonces?
Maldijo para sí. Kristi lo mataría si descubría que le había pedido ayuda a su padre y aquello sería la gota que colma el vaso. Jamás se reconciliarían.
– Mierda. -Allí era donde se dirigía todo. ¡Qué desastre! Apagó el ordenador y se puso en pie. Puede que fuera el momento de volver a Baton Rouge.
¡Nada!
Kristi no encontró ni una sola cosa entre las pertenencias de Tara que le ayudase a imaginar lo que le había ocurrido a la chica.
– Al infierno con todo. -Apoyada sobre sus tacones, Kristi examinaba las cosas de Tara, las cuales se encontraban esparcidas sobre la lona que había tendido sobre el suelo. Si había esperado que el joyero contuviese un collar con un vial de sangre, ahora no le quedaba más que una amarga decepción. Si había creído que encontraría un mapa del tesoro que llevaba hasta un punto de reunión secreto de un culto vampírico, también se había equivocado en eso.
– Aquí tiene que haber algo -protestó en voz alta-. Solo hay que encontrarlo.
Pero faltaban los objetos más obvios: ordenador, bolso, teléfono móvil o una BlackBerry. No había diario secreto. Ni cartas de amor. Ni agenda de direcciones o teléfonos. En el interior de las cajas de ropa había encontrado una mochila que ya había abierto, registrado e incluso puesto del revés. Una de las correas estaba rota, pero en el interior no había nada, excepto un paquete de cigarrillos vacío, dos chicles, medio paquete de pastillas de menta, un par de recibos de un supermercado local, un tampón arrugado y una goma elástica.
Se sentía un poco como Geraldo Rivera cuando abrió lo que se suponía que fue el escondite de Al Capone, en directo para la televisión nacional durante los años ochenta, esperando encontrar toda clase de tesoros o pruebas en contra del gánster, para terminar hallando tan solo unos residuos. Lo cual era justo lo que tenía Kristi: nada, excepto residuos de una chica desaparecida.
Tras casi haber sido descubierta por Hiram, había realizado tres viajes escaleras abajo con su bolsa de ropa sucia, cargando con las cosas de Tara montón tras montón, luego registró los bolsillos de sus pantalones y chaquetas, en busca de cualquier cosa que pudiera servir de pista. Pero no había aparecido nada.
– Mi padre se sentiría decepcionado -le aseguró al gato, mientras este la miraba desde la estantería superior de la librería situada a uno de los lados de la chimenea-. ¿Qué me estoy dejando? -Examinó una vez más entre un montón de pantalones vaqueros, militares y cortos; después las sudaderas camisetas y chaquetas una vez más.
Nada.
La decepción se instaló en su interior.
– A lo mejor no estoy hecha para esto -murmuró mientras el gato la contemplaba guardando las cosas de Tara. O bien Tara se había llevado todo objeto de valor al marcharse, o lo había hecho su secuestrador. Kristi dobló su propia colada, sacó un trabajo para la clase de redacción del doctor Preston y cabeceó adormilada mientras leía el último encargo sobre el tomo de obras de Shakespeare.
– Mañana -le confesó a Houdini cuando se subió a la cama de un salto y se echó en la esquina más alejada, aún preparado para correr en busca de refugio si Kristi lo sobresaltaba. La suya era una relación progresiva, aunque extremadamente tímida. Poco a poco, Houdini se iba acercando, casi dejándola que lo acariciase en alguna ocasión, aunque a menudo permanecía alerta. Siempre que Kristi estiraba su mano, se alejaba de ella. Tan solo había conseguido acariciarle el pelo con las yemas de los dedos.
No era muy distinto a la forma en la que Jay y ella reaccionaban mutuamente, pensó. Cautelosos. Suspicaces. Con interés, pero con miedo. Dios, ¿por qué siempre tenía que pensar en Jay? Él era su profesor y había accedido a ayudarla a descubrir lo que les había ocurrido a las cuatro chicas, pero eso era todo. No había nada en absoluto romántico o sexual en su relación. Y así era como debía ser.
– ¿Verdad, Houdini?-inquirió. El gato la miró sin pestañear.
El padre Mathias Glanzer avanzó a través de la iglesia, pasando junto a los feligreses que sostenían velas con una débil llama. Sus pisadas resonaban a lo largo de las tablas del suelo del recinto. En el altar, frente al enorme crucifijo suspendido, se arrodilló, realizó el signo de la cruz y enunció una corta oración en busca de consejo mientras la imagen de Jesús lo contemplaba desde arriba.
¿Con ira?
¿O compasión?
Sus manos entrelazadas estaban húmedas, su cuerpo bajo la túnica, cubierto de un sudor nervioso que lo asqueaba. Había sido sacerdote durante casi quince años y todavía buscaba consejo, todavía dudaba. Su fe se tambaleaba, aunque él lo negaría ante cualquiera que se lo preguntase.
Pero Dios lo sabía.
Al igual que él, en la intimidad.
– Perdóname -susurró y, a pesar de saber que debería quedarse a rezar durante horas, no encontraba consuelo en la oración, ni alivio al buscar el consejo de Dios. Tras incorporarse, dejó la iglesia y la puerta que daba al recinto se cerró detrás de él con un suave golpe final.
En el exterior, la noche anunciaba lluvia. Las nubes eran espesas, la luna y las estrellas se ocultaban tras una tormenta que se dirigía hacia el interior. El viento de enero era frío, como dentelladas al atravesar su alma.
Había llegado a All Saints creyendo que podría empezar desde el principio, reafirmar sus votos, realizar cambios en el colegio. En sí mismo. Volver a encontrar a Dios.
Igual que en un matrimonio cuando la esposa se confía demasiado y da al cónyuge por garantizado, pierde interés o vitalidad, de esa forma él había aceptado su fe como pura, importante y omnisciente. Se había vuelto orgulloso. Vanidoso. Buscaba su propia gloria antes que la de Dios.
Y, por supuesto, cuanto más había ascendido, cuanto más le había llevado su ciega ambición, más había sido abandonado. Ahora estaba cayendo, adentrándose en una oscuridad tan inhóspita, que temía que no hubiera vuelta atrás. Trasladarse a All Saints no había sido una bendición, sino una condena.
Deseaba culpar al doctor Grotto o al padre Anthony, o a Natalie Croft con su maldita visión para el departamento de Lengua. Había llegado a albergar sentimientos de injusticia en la administración del colegio con tantas personas laicas en la junta, incluyendo a los descendientes de Ludwig Wagner, el hombre que había cedido originalmente el terreno a la archidiócesis para construir el colegio, pero, en verdad, todas sus protestas contra el destino y todos aquellos con quienes trabajaba eran una insensatez. La persona a quien debía culpar era a sí mismo. Pensó en aquellos que se habían marchado antes que él, hombres puros, quienes se habían torturado a sí mismos con azotes o latigazos, quienes se arrodillaban durante días sobre frías piedras, quienes ayunaban hasta el desmayo… Él jamás se pondría a prueba igual que ellos.
Durante años, se había dicho a sí mismo que aquellas torturas eran para los débiles y los confusos; que él estaba por encima de ellos. Ahora pensaba de otra forma. Eran para los fuertes, y solo los cobardes como él, los hombres débiles y mortales, rehuirían los desafíos de Dios.
No puedes ir más deprisa que tus pies, Mathias, ¿no es así? Y aunque pudieras, el señor vería tus patéticos esfuerzos. Él mira en las profundidades de tu alma y contempla la despreciable negrura que hay en ella.
Él conoce tus pecados.
Sonaron las campanas de la iglesia; su dulce tono resonaba en su mente, repitiéndose en su corazón. Deberían haberle alegrado, pero su profunda sonoridad tan solo lograba recordarle lo mucho que había perdido, lo mucho que había desperdiciado tan deseosamente, incluso impacientemente.
El padre Mathias tragó saliva con fuerza y se persignó una vez más sobre sus vestiduras mientras caminaba sobre la húmeda hierba. Iría a su apartamento, bebería un poco de brandi e intentaría urdir un plan, una salida.
¡Cobarde! No puedes liberarte. Te has condenado al infierno por tu propia mano. Eres Judas.
Por el rabillo del ojo, percibió un movimiento, el más ligero temblor en los matorrales que flanqueaban la galilea, el porche en el extremo oeste de la iglesia.
El padre Mathias sintió un estremecimiento en su corazón. Se dijo a sí mismo que no debía asustarse, aquel movimiento probablemente era causado por un gato que estaba de caza nocturna, o una zarigüeya escondiéndose entre las ramas o… ¡Oh, Dios mío!
Se quedó helado.
Una oscura silueta surgió de su agazapada posición bajo las estrechas ventanas de tracería.
– Padre Mathias -susurró con una voz ronca al acercarse.
– ¿Qué deseas hijo mío?
El ser, que era como él lo imaginaba, era grande, un hombre con un disfraz ¿o era algo sobrenatural? ¿Era un hombre? ¿O una mujer amazona? ¿O no tenía sexo? Sus rasgos estaban ocultos bajo los oscuros pliegues de una gruesa capucha; sus ojos parecían tener un brillo ensangrentado.
Mathias temblaba, frío como la muerte.
Unos dientes blancos destellaron en la oscuridad. Los oscuros labios, como si estuvieran teñidos de sangre, le advirtieron.
– No nos traiciones. Puedo verlo en tus ojos, notarlo en tus gestos, oler el miedo que hay en ti. -Sus labios se curvaron en una mueca de disgusto y, durante un segundo, creyó haber visto colmillos en aquel semblante oscuro y malvado-. Si hay algún conato de traición, el más mínimo atisbo de deslealtad, serás culpado. Y te aseguro que serás castigado.
Antes de que Mathias pudiera levantar sus brazos sosteniendo el crucifijo ante la cara de aquel demonio, arremetió contra él, agarrando su muñeca con una dolorosa presa. Un cálido aliento quemaba su piel.
– ¡No! -gritó él.
Demasiado tarde.
El tejido se rasgó.
Los labios se retrajeron.
Unos colmillos cayeron con fuerza sobre él.
– ¡Aaaah!
El dolor chillaba a través de sus brazos mientras los dientes de aquel demonio se le clavaban en la carne.
– ¡Santo Cielo, no! -gritó Mathias, sintiendo como el horror atravesaba su cuerpo.
El demonio le retorció la muñeca y él volvió a gritar.
– ¡Por favor, no!
– ¡Shhh! -La criatura levantó su oscura cabeza y la sangre del sacerdote goteó de sus horrendos labios-. Márchate -siseó, salpicando a Mathias con su propia sangre, y mostró una lengua bífida entre aquellos incisivos ensangrentados.
Santo padre, ¿qué clase de bestia del infierno es esta?
Atónito, el sacerdote cayó sobre sus rodillas, buscando a tientas su rosario, canturreando oración tras oración en un estado de terror y casi de parálisis. ¿En qué se había metido? ¿En qué?
Oyó voces. Desde el otro extremo de la iglesia. Dios Santo, no podían encontrarle así… no tenía explicación. El demonio se volvió y corrió de forma casi silenciosa a través de un terreno con césped; después desapareció en la oscuridad.
Mathias era una masa de carne sollozante. Las lágrimas caían de sus ojos. Lágrimas de miedo. Lágrimas de arrepentimiento. Las lágrimas de un hombre destrozado y sin fe.
– Padre nuestro -comenzó a balbucear, pero las palabras se estancaron en su garganta. Su lengua era demasiado gruesa y torpe; su arrepentimiento demasiado leve, demasiado tarde. Había ido demasiado lejos. Había cruzado un umbral en llamas del que ya no había vuelta atrás. La oración no lo ayudaría. La confesión, el definitivo purgante de todos los pecados, ya no le servía de salvación.
La verdad del asunto era que él, al igual que tantos otros antes, le había vendido su alma al diablo.
Y Satán quería cobrar la deuda.