Capítulo 17

Kristi pulsó el botón de marcación rápida en su móvil mientras se apresuraba por la calle. Detestaba ser una de esas mujeres que siempre acudían a un hombre, pero al diablo, necesitaba apoyo y Jay era la única persona en la que había confiado. Armada con el espray en una mano y su teléfono en la otra, llegó a la entrada trasera de la casa de apartamentos y se detuvo junto al arbusto de arrayán que había al lado de las escaleras. El aparato sonó una vez. Dos veces.

– Vamos, vamos -musitaba cuando Jay contestó.

– Hola.

– Estoy metida en una especie de embrollo -susurró sin preámbulo alguno-. Creo que podría haber alguien en mi apartamento.

– ¿Ahora estás allí? -inquirió con urgencia.

– Estoy fuera. He visto una sombra en la ventana.

– ¿Humana? -preguntó Jay, algo más relajado al saber que no se encontraba en el interior de la vivienda.

– Creo que sí.

– Voy para allá. No entres sin mí.

De repente, Kristi se sintió estúpida como si se hubiera dejado asustar por la noche. Probablemente estaba exagerando.

– Puede que me haya equivocado. No lo sé.

– Puedo estar ahí en cinco minutos. Tú espérame.

– Jay…

– Te he dicho que voy -le dijo suavemente-. Espérame.

Oyó el sonido de una puerta al abrirse, así que colgó, y puso el móvil en modo silencioso. Se escondió en la base de las escaleras y permaneció oculta en las sombras, esperando que apareciese quienquiera que hubiese estado en su apartamento. Había suficiente luz allí como para poder capturar su imagen con su teléfono móvil, o al menos eso esperaba. Después podría seguirlo a pie o en su coche y averiguar quién era y qué quería. Si el sujeto tenía coche, anotaría el número de la matrícula; si iba a pie, lo seguiría.

¿Por qué entraría alguien en su apartamento?

Quizá porque perteneció a Tara Atwater.

Sí, pero eso fue hace meses. ¿Por qué ahora? ¿Y cómo?

Acababa de cambiar las cerraduras.

Los nervios la mantenían en tensión; Kristi esperó apoyando su peso en la punta de sus pies, lista para cruzar armas con quien fuera. ¿Y si tuviera una pistola…?

Se oyeron unas pisadas que descendían y Kristi contó los escalones… diez, once, doce…

Y luego una pausa. En la segunda planta.

¡Mierda! Debía haberla visto. Se pegó al edificio, aguzando el oído, forzando la vista en dirección a la escalera, donde una bombilla iluminaba desde el techo de cada planta. Vamos bastardo, pensó. Las pisadas volvieron a oírse, pero eran leves y rápidas, y se alejaban. No descendían.

¿Qué?

¡Oh, maldición! Se había salido de la escalera en la segunda planta y se movía sobre el amplio pórtico del edificio hasta las escaleras del otro extremo, las que estaban situadas junto al paso de peatones que llevaba hasta All Saints. Kristi salió de allí como una exhalación, saltando desde las sombras a la vez que una camioneta derrapaba al llegar al aparcamiento, con los faros apuntando a la entrada de la casa de apartamentos.

¡Jay!

Salió del vehículo en un segundo, con el rostro tenso y ojeroso.

– ¿Qué ha pasado?

– ¡Se está escapando! -Kristi oyó como el desconocido bajaba las escaleras al otro extremo del edificio, saltaba sobre la barandilla, y luego corría a lo largo de la calle-. ¡Por allí! -Tan solo pudo captar un rápido vistazo de una silueta negra antes de que se ocultase detrás de la enorme casa y luego desapareciera.

Sonó el chirrido de unos frenos, el violento pitido de un claxon y el grito de un hombre: «¿Qué clase de jodido imbécil eres?», gritó el conductor.

– ¿Quién es? -inquirió Jay, siguiéndola mientras ella corría.

– No lo sé. -Kristi introdujo el bote de espray y el teléfono en el bolsillo de su sudadera. Su bolsa le colgaba de un costado al correr, con sus pies golpeando el cemento y el desigual asfalto. ¡Maldita sea, tenía que coger a esa babosa!

Mientras corría con facilidad a su lado, Jay emitió un agudo silbido y, desde la ventanilla abierta de la camioneta, Bruno saltó, aterrizando sobre el abollado pavimento con un suave ladrido. Kristi y Jay rodearon juntos el edificio mientras el irritado conductor del vehículo, un Nissan rojo, desaparecía tras la siguiente farola, girando hacia la autopista.

La calle frente al campus se vio repentinamente vacía.

– ¡No! -exclamó Kristi mientras corría atravesando las dos calles y la acera antes de cruzar la verja principal del colegio. ¡Mierda, mierda, mierda! No podía escaparse.

Una vez pasadas las altas columnas, corrió hacia la línea de robles que bordeaban el muro de ladrillos y se detuvo en seco. Respirando con fuerza, pasó la vista sobre los caminos bordeados por árboles, los espacios forestados entre los edificios y la misma trayectoria que ella acababa de recorrer. Jay aminoró hasta detenerse junto a ella, respirando profundamente, peinando la zona con los ojos. Las farolas iluminaban los caminos, pero las sombras y los matorrales rodeaban los viejos pabellones y los edificios más nuevos. La niebla había empezado a levantarse de nuevo y allí había numerosos escondrijos oscuros. También había grupos de estudiantes, así como otros que estaban solos, caminando a través del patio, diseminados por los caminos y apresurándose sobre los escalones de acceso a amplios portales. Kristi barrió con la vista desde la biblioteca hasta el centro de estudiantes, pero no vio a nadie que huyera hacia la oscuridad.

– ¡A tu derecha! -gritó la voz de una mujer, imponiéndose al sonido del cambio de clase mientras una bicicleta pasaba a toda velocidad; el conductor se inclinó sobre el manillar.

Bruno profirió un ronco gruñido.

El ánimo de Kristi se hundía al contemplar el panorama.

Nadie parecía estar fuera de lugar. No veía ninguna oscura silueta lanzándose a través de los árboles, o apresurándose por los escalones de uno de los altos edificios cubiertos de hiedra que conformaban el pequeño campus del All Saints.

– ¡Mierda, mierda, mierda! -Acechando desde la distancia, en el extremo más alejado del patio y encajada tras unos sauces, se situaba la imponente y sombría estructura de la casa Wagner. Las luces de la planta baja apenas eran visibles.

– ¿Le has visto? -preguntó Jay, algo nervioso-. ¿Qué aspecto tenía?

Kristi se alegró de tenerle a su lado; su mirada recorría cada centímetro visible de aquel sector del patio.

– No… tan solo he visto una sombra en la ventana y la figura de una silueta oscura cuando estaba más cerca. -Señaló hacia el perro de Jay-. ¿Puede Bruno encontrarlo? -El perro, al oír su nombre, volvió sus ojos hacia Jay, esperando una dirección-. ¿No es mitad sabueso?

– Y mitad ciego. Pero tiene un gran olfato. Puede que si el tipo ha dejado algo en la escena, en tu apartamento, o algo que pudiera habérsele caído por el camino, pero Bruno no está entrenado. -Jay miró hacia un grupo de estudiantes y luego al siguiente, examinando a cualquiera que caminara en solitario.

Era inútil.

Y Kristi lo sabía.

El intruso se había desvanecido. Al menos, por el momento.

Kristi dejó escapar un prolongado suspiro y trató de calmar su furia; su frustración.

– Supongo que lo hemos perdido.

– Eso parece. -Sus cejas se juntaron al ver un trío de chicas que salían por las puertas de la biblioteca-. ¿Entonces, qué ha pasado? ¿Cómo ha entrado? Kristi sacudió la cabeza.

Jay le dedicó una larga mirada antes de volver a hablar.

– Muy bien. Vamos a ver lo que se ha llevado.

– ¡Oh, Dios…! -Ella no quería ni pensar que se hubiera podido llevar su ordenador, o alguna de sus cosas. Tenía con ella su cartera, su teléfono móvil y todos sus documentos de identificación, pero todo lo demás, incluyendo sus meticulosas notas acerca de los secuestros, su pequeña colección de joyas (la mayoría era bisutería, gracias a Dios) y las fotografías de su padre, así como de su madre… oh, Dios, si se las había llevado…-. No quiero ni pensarlo. -Jay insistiría en que llamase a la policía y entonces tendría que explicar lo de las pertenencias de Tara Atwater, si es que seguían en el apartamento, y su teoría de que algo de valor entre ellas podría relacionarla con las otras chicas desaparecidas, o con su secuestrador.

Y luego estaba el asunto de su padre. Un lamento se formuló en su cabeza. A pesar del hecho de que era una persona adulta, no podía dejar que Rick Bentz supiera ni una palabra de lo que estaba haciendo. Lo pagaría con creces.

Armándose de valor, Kristi caminó de vuelta a su apartamento con Jay y Bruno. Se compadecía a sí misma por la batalla que estaba por llegar. No es que no se hubiese enfrentado antes a Rick Bentz. Simplemente tendría que hacerlo de nuevo. Tarde o temprano le entraría en la cabeza que no podía decirle siempre lo que debía hacer, ¿no?

Pero entretanto, podía convertir su vida en algo miserable.

En su estudio de la tercera planta, la puerta estaba cerrada, con el pestillo colocado en su sitio.

– ¿El intruso tiene una llave? -preguntó Jay, ya que no había forma de abrir la puerta sin una-. Eso reduce un poco el número de sospechosos.

– Bastante -replicó ella, pensando en Irene y en Hiram Calloway, las únicas personas aparte de ella que tenían una llave. ¿Pero por qué alguno de ellos metería las narices en su apartamento?

Con unos sentimientos que cambiaban de la rabia al miedo, Kristi abrió la puerta y entró.

– Quieto ahí -le ordenó Jay a Bruno antes de dirigirse a Kristi-. No toques nada.

– Ya lo sé. -Si tenían que llamar a la policía por el allanamiento, la escena del crimen no debía ser alterada.

Pero el apartamento estaba a oscuras. En silencio. Ella apretó el interruptor de la luz y la iluminación del techo inundó el estudio.

Todo estaba justo como ella lo había dejado. Su ordenador estaba sobre el escritorio, sus pósteres pegados a la pared y las cosas de Tara dispersas sobre la lona que había en el suelo. Todas sus fotografías estaban donde las había dejado, no había nada visiblemente cambiado. Y no había lámparas encendidas; la única iluminación llegaba desde la luz de la vieja estufa, la que utilizaba como luz nocturna, la que le había permitido ver al intruso. Parecía que su pequeño apartamento estaba igual que cuando se marchó.

Excepto que alguien había estado dentro. Ella lo había visto. El pensamiento le puso la carne de gallina. ¿Quién era? ¿Qué es lo que quería?

– Esto no tiene ningún sentido -adujo ella.

– ¿Por qué?

Kristi se adentró en la habitación y examinó el contenido con más cuidado. -No han movido nada.

– ¿Estás segura?

– Yo… creo que sí. -Su mirada analizó la repisa, las librerías, las mesas y la cama, antes de llegar a la cocina, la cual, con platos en el fregadero, también estaba exactamente como la había dejado.

– ¿Pero había alguien aquí? -inquirió él.

– ¡Sí!… Creo. -Lo pensó mejor-. Por supuesto que lo había. Le vi a la luz de la estufa. Cuando llegué aquí, lo oí en el tercer recodo de las escaleras, luego descendió hasta el segundo, donde el porche cruza la fachada del edificio hasta las escaleras al otro extremo. No sé si él me vio o qué, pero se asustó y no bajó por la única escalera que descendía desde mi puerta. En cambio, se salió por el porche de la segunda planta. -Fue hasta el fregadero, cogió una taza y se sirvió un poco de agua del grifo-. Quienquiera que fuese tuvo que estar aquí arriba. -Bebió un largo trago de agua tibia.

– Pero no necesariamente dentro.

– No, no, estoy segura de que vi… -Estaba a punto de decir que estaba segura de haber visto a alguien dentro de su apartamento, pero ¿lo estaba? Miró a través de la ventana que había sobre el fregadero de la cocina y escudriñó en la noche, pero estaba demasiado oscuro para ver el perfil de la casa Wagner sobre el muro y a través de los árboles. Como allí no había luces encendidas en los pisos superiores de la mansión convertida en museo, no era capaz de discernir la silueta del edificio, y mucho menos aquella ventana del tercer piso, frente a la que había estado cuando vio a alguien en su apartamento.

La casa Wagner estaba tan lejos…

Y estaba oscuro.

Por primera vez desde que descubrió a alguien en la ventana, dudaba de lo que había visto.

– ¿Y bien?

– Yo… no lo sé. Creo que había alguien aquí dentro. Jay bajó su mirada hacia la lona que cubría el suelo y la totalidad de los objetos colocados cuidadosamente sobre la superficie de plástico.

– ¿Qué es esto?

– Es una larga historia -respondió ella, sin estar segura de querer contárselo. Agarró nerviosamente un largo encendedor y prendió unas pocas velas en el apartamento. Después, al pensar que la luz de las velas resultaría demasiado íntima, encendió todas las lámparas de mesa.

Jay le silbó a su perro e hizo que Bruno se echara en el suelo. Después cerró la puerta y se sentó a horcajadas sobre uno de los acolchados brazos del único sillón que había en la sala.

– Bueno, Kris, tienes suerte. Resulta que tengo libre toda la noche.


* * *

Los técnicos del laboratorio criminalista ya habían llegado y Bonita Washington, una de las mujeres más listas que Bentz conocía, se encontraba gritando sus órdenes, asegurándose de que nadie alteraba «su» escena.

– Lo digo en serio -advertía-, o todos lleváis bolsas de plástico en los pies y no tocáis nada o no pasáis. Y me refiero sobre todo a ti -espetó, entrecerrando sus ojos verdes hacia el compañero de Bentz, Reuben Montoya. Afroamericana y orgullosa de serlo, Washington tenía unos cuantos kilos de más y todos eran de profesionalidad-. ¿Estás autorizado? -le preguntó a Bentz.

Él asintió mientras la acompañaba a la pequeña casa prefabricada que había sido recientemente reformada. Justo al cruzar la puerta, se detuvo y miró a su alrededor. El mobiliario había sido volteado, había marcas de arañazos sobre el suelo, y una mancha oscura en el cuarto de estar, probablemente de sangre.

– Lo hemos comprobado -afirmó Bonita a la vez que asentía-. Es sangre, sin duda.

– ¿Pero no hay cuerpo?

– Así es.

Uno de los criminalistas se encontraba tomando fotografías, otro buscaba huellas. El asunto era que la policía había recibido una llamada de Aldo, Big Al Cordini, propietario de uno de los locales de estriptis del distrito. Una de sus bailarinas, Karen Lee Williams, alias Cuerpodulce, no había aparecido en el trabajo durante un par de noches y él había enviado a alguien a su casa para comprobar que estaba bien. Nadie había respondido al llamar a la puerta, y su coche, que era inutilizable, según le había dicho al dueño del local, aún estaba en el garaje.

La sangre del suelo no era suficiente para pensar en un homicidio, pero el hecho de que Karen Lee no había aparecido en ninguno de los hospitales locales o clínicas se sumaba al temor de que hubiera sido asesinada. O secuestrada, pensó Bentz, recordando a las estudiantes desaparecidas en All Saints, Baton Rouge.

No es que lo que le hubiera pasado a Karen Lee tuviera nada que ver con las chicas desaparecidas; no había nada que las relacionase, pero debido a su hija, su mente se encaminó hasta allí de forma natural. Las alumnas del All Saints habían desaparecido sin dejar rastro. Era obvio que Karen Lee había sucumbido peleando.

Examinaron el escenario y comenzaron a hablar con los escasos vecinos que habían regresado a sus hogares en aquella parte de la ciudad devastada por la tormenta. Ninguno había visto nada extraño. Tanto Montoya como Bentz descubrieron que Karen Lee era una madre soltera con una hija que vivía con la madre de Karen, en algún lugar de Texas. Su hija, una niña de nueve o diez años, aproximadamente, se llamaba Darcy. Nadie sabía de ningún amigo o familiar cercano, ningún novio pasado o presente. Nadie sabía lo que le había ocurrido al padre de la criatura, ni tampoco Karen había hablado nunca sobre él.

– Así que no tenemos absolutamente nada -resumió Montoya mientras regresaban al coche de Bentz-. Ni siquiera un cadáver.

– Puede que esté viva.

Montoya resopló, se subió al asiento del copiloto y sacudió la cabeza.

– Yo no apostaría por ello. Puede que ni siquiera estuviese muerta cuando ese cabrón la arrastró fuera de allí, pero creo que ya la habrá asesinado.

– Puede que tengamos suerte -replicó Bentz al arrancar el motor y meterse entre el tráfico. Conducirían hasta el club, descubrirían quién había visto a Karen por última vez, y averiguarían quién había estado en el bar aquella noche. Lo más probable era que el asesino la hubiera estado observando y esperando, puede que la siguiera hasta su casa.

– La suerte es para los tontos -sentenció Montoya y rebuscó su inexistente paquete de cigarrillos antes de recordar que había dejado de fumar.

– Como te he dicho, podríamos tener suerte.


* * *

Jay se inclinó hacia delante en su asiento.

– Así que lo que me estás diciendo es que infringiste la ley al abrir el contenedor de almacenaje, luego comprometiste las pruebas de un caso potencial de secuestro o asesinato, después allanaste la casa Wagner para perseguir a una rubia que pensabas que podría formar parte de ese culto vampírico. Más tarde, a pesar de no haber encontrado a la rubia, oíste voces y entonces te asomaste a la ventana, viste a alguien en tu apartamento, y volviste corriendo para hacerle frente. -Jay no podía ocultar su desaprobación.

– Había alguien aquí -insistió Kristi-. ¿Y qué si he infringido una o dos leyes? Estoy tratando de descubrir lo que les ocurrió a aquellas chicas, maldita sea. Y por favor, Jay. Tú no eres completamente inocente, ¿verdad? Estuviste mirando los archivos oficiales del Gobierno, ¿no es así? -A Kristi no le gustaba jugar a esa tontería del juego de las culpas. Se encontraba sentada en el sillón de su escritorio, frotándose el cuello para aliviar la tensión.

– Yo no he arriesgado mi vida.

– Solamente tu carrera. De acuerdo, Jay, simplemente pongámonos manos a la obra. Alguien estuvo en mi apartamento y quiero saber quién fue. Y por qué. -Miró hacia el ordenador donde ella, mientras le explicaba todo a Jay, se había conectado a un par de foros de internet. Unos cuantos nombres que le resultaban familiares habían aparecido y se habían marchado. «Deathmaster7» se movía entre los foros y «SoloO» había aparecido un rato, pero sin unirse a ninguna conversación.

– ¿Quién crees tú que entraría? -Jay comprobó la ventana que ella había dejado abierta para el gato, pero eso requeriría acceso al tejado.

Ella le había contado que Hiram e Irene eran los únicos que disponían de llaves, así que se encogió de hombros antes de hablar.

– ¿Quién más pudo ser aparte de Hiram o Irene?

– Empezaremos por ellos. Mientras tanto, me quedaré aquí. -Sus largas piernas estaban estiradas delante de él. Bruno yacía en la alfombra encajada entre el sofá cama y el sillón.

– No creo que esa sea una idea muy brillante.

– ¿Es que me vas a echar? -inquirió él con el ceño fruncido, casi invitándola a intentarlo.

– Jay…

– Para ti soy el profesor McKnight. -Ella le lanzó una mirada que le hizo sonreír-. Kris, no me voy a mover de aquí, así que vamos a buscar algún sitio que lleve a domicilio comida tailandesa o italiana por la noche, y damos la noche por terminada. O eso, o puedes volver conmigo a la casa de mi tía, que estoy reformando, y podemos compartir un saco de dormir.

Ella lo miró con incredulidad.

– ¿Estás bromeando?

– Crees que alguien ha entrado en tu apartamento -le recordó, estirándose para alcanzar su teléfono móvil-. De modo que, ¿qué vamos a pedir? ¿Pad Thai? ¿Pollo General Tsao? ¿Pizza de salchicha y champiñones?

– No soporto los champiñones.

– Lo sé -le dijo levantando uno de los lados de su boca. Kristi sintió un traicionero conato de calidez debido a que había recordado su aversión a los champiñones, lo cual le molestaba sobremanera. -Supongo que… pizza.

– ¿De qué tipo?

– No lo sé.

Jay se levantó de su asiento.

– Piénsalo mientras voy a por tu bicicleta.

– ¿Mi… bicicleta?

– Tu padre me pidió que la trajese. Sabía que la necesitabas, pero no quería aparecer por aquí y que lo acusaras de invadir tu privacidad, o de ser demasiado protector o lo que sea. Lo que ocurra entre vosotros dos no es asunto mío, pero sí, he traído la bici. En la camioneta podrían robarla. Mejor la meto dentro.

– Genial. -El tono de Kristi reflejaba su ambivalencia.

– ¿Qué tal una con un poco de todo, sin champiñones? -Jay se encontraba buscando un restaurante con su teléfono móvil. Al dirigirse al exterior, ella pudo oírle hacer el pedido. Unos minutos más tarde, había regresado con la bicicleta. Cerró la puerta al entrar y, Houdini, que había estado escondido debajo de la cama, finalmente hizo acto de presencia, y le dedicó un bufido a Bruno. El perro, todavía enroscado en una posición de descanso, apenas levantó la cabeza.

– Tenemos un nuevo voto en contra -comentó Jay mientras apoyaba la bici contra la pared junto al cuarto de baño.

Houdini aún no había terminado. Siseando y mostrando los dientes, con la espalda arqueada, cruzó repentinamente la habitación como un rayo negro que se abría paso hasta el sofá cama. Luego saltó hacia la repisa de la chimenea y, desde allí, llegó a la estantería.

– ¿Está ese gato siempre de mal humor? -preguntó Jay.

– Sí.

A Bruno no podría haberle importado menos. Dejó escapar un bostezo y su barbilla cayó sobre sus encogidas patas delanteras.

De repente, Houdini salió de la estantería, tirando al suelo una de las fotos de Kristi, destrozando el marco y el cristal. Asustado a más no poder, saltó desde la estantería, cruzó volando la habitación, subió sin esfuerzo al poyete de la cocina, se deslizó por la ventana parcialmente abierta y se marchó.

– Es simpático -observó Jay lacónicamente.

– Está mejorando.

– Ya.

– Es cierto. -Kristi recogió los pedazos rotos e intentó colocarlos sobre el estante, situado algunos palmos sobre su cabeza.

– Deja que te ayude.

– Puedo llegar.

– Si tuvieras una escalera. -Jay ya se había situado detrás de ella, y le arrebató la fotografía de entre sus dedos antes de ponerla sobre el estante.

Kristi estaba determinada a ignorar la longitud de su cuerpo presionando contra su espalda, y su olor (un poco de colonia y un poco de almizcle). Sencillamente, estaba demasiado cerca.

Jay se quedó así un instante de más por comodidad y ella pensó que también sentía aquella chispa de electricidad en el aire que había entre ellos, la plena consciencia del sexo opuesto a una distancia tan corta. Se preguntó si él, al igual que ella, estaba pensando en la forma que tuvo Kristi de romper con él, al pensar que era demasiado joven, demasiado conocido, demasiado del mismo lugar, mientras que ahora… Oh, Señor, no pensaba recordar cómo la había hecho sentir una vez, cómo había deseado besarlo, tocarlo, sentir su peso sobre el de ella…

Él se apretó aún más y ella sintió la dureza de su pecho contra su espalda, sus brazos estirándose sobre su cabeza.

– ¿Qué es esto? -preguntó Jay, rompiendo la magia.

– ¿El qué?

Estaba manoseando el estante de la librería, la cual se encontraba por encima de su cabeza.

– No lo sé… espera… joder… ten, coge esto. -Tras ponerse de puntillas, le puso la fotografía de nuevo en su mano y, como si no se hubiera percatado del ambiente cargado entre ellos, continuó-. Échate a un lado. -Mientras ella se apartaba de su camino, él se estiró hacia arriba todo lo que pudo.

– ¿Qué es?

– Creo que hay algo aquí arriba, es como un pequeño hueco en el fondo de la estantería, donde se junta con el tablón del estante. Creo que hay algo en su interior… -Le estaba costando-. Bien, si ahora puedo meter mi dedo ahí… ¿Qué demonios? -Retiró su mano y volvió a apoyarse totalmente sobre sus pies. De entre sus dedos colgaba una elaborada cadena de oro. De ella pendía un pequeño vial de cristal lleno de un líquido rojo oscuro. Relucía y se agitaba bajo la tenue luz.

– ¡Oh, Dios! -dijo Kristi, con el estómago encogido. Supo sin ninguna duda que estaba contemplando la ampolla con la sangre de Tara Atwater.


* * *

Vlad se deslizó a través del prolongado pasillo, el túnel que conectaba el sótano abandonado con otro edificio, otra cámara olvidada oculta en el corazón del campus, una sala de la que pocos sabían. Aquel sitio secreto había sido excavado en la tierra por Ludwig Wagner siglos atrás como lugar para sus propios encuentros privados. Un acabado de marfil cubría las paredes del balneario, donde el agua caliente llegaba desde un manantial subterráneo hasta la imponente bañera en el centro de la habitación. Había velas encendidas. Allí abajo no disponía de electricidad.

Ella yacía en mitad de la bañera, con el agua cubriendo su perfecto cuerpo, el sonido del goteo de las antiguas tuberías era el único ruido que se imponía sobre la suave corriente de aire que provenía del conducto de ventilación.

Elizabeth.

La inmaculada piel blanca era visible en los ondulados, redondeados y rosados pezones que a veces rompían el continuo movimiento del agua, tan solo para arrugarse con el frío. Un oscuro manto de rizos contrastaba con la blancura de alabastro de sus muslos, largos y delgados. No había líneas de bronceado visibles, ni las marcas de la edad osaban oscurecer su tez perfecta. Su pelo, negro como la noche, estaba sujeto con una pinza color rojo sangre, y recogido sobre su cabeza.

Aunque tenía los ojos cerrados, él sabía que ella era consciente de su presencia. Siempre era así. Siempre lo había sido. El suyo era un lazo que comenzó pronto en vida tan solo para crecer y fortalecerse con el tiempo.

Ella había conocido su fascinación por ella incluso desde pequeña. Lo había moldeado hasta convertirlo en lo que era. El proceso había sido largo; llevó años y, aun así, sospechaba que Elizabeth había descubierto su debilidad la primera vez que puso sus ojos en él, y había comprendido sus necesidades. Aunque ella era una niña de siete años, y él un niño de cinco, ella había tejido su tela de araña a su alrededor y él la había deseado tan desesperadamente (aún la deseaba), que haría cualquier cosa que le pidiera.

Gustosamente.

Impacientemente.

Su cociente intelectual rozaba el genio.

El de ella era superior.

Un detalle que jamás olvidaba.

Ni ella se lo permitía.

Ella le consentía sus infidelidades, lo animaba, incluso a veces lo observaba, pero sabía, ambos lo sabían, que él era suyo. Condenado a obedecer sus órdenes para siempre. Le ocultaba pocas cosas, pero esta noche tendría que mirar por dónde pisaba. No dejaría que se supiera que Mathias, el sacerdote debilucho, se estaba echando atrás. No mencionaría que Lucretia, esa zorra, tenía otras opiniones y estaba haciéndole confidencias a Kristi Bentz, la hija del policía, quien ahora anunciaba poder ver el peligro antes de que apareciese, que lo presenciaba en el color de la piel, como si la sangre les hubiera sido drenada de sus cuerpos.

¿Una profeta?

Se lo preguntaba… si ella se miraba en un espejo, ¿vería su propia imagen pálida devolviéndole la mirada?

Pero, por el momento, se olvidaría de ello. Por el momento, se concentraría en Elizabeth.

Sus pestañas se elevaron una pizca, lo suficiente para que viera el reflejo de las velas en las ranuras abiertas, pero no lo bastante para poder advertir cualquier emoción que pudiese traicionar sus sentimientos. La estancia era fría; tan solo había uno o dos muebles apartados en los rincones, una pequeña cama, una lámpara de queroseno sobre una mesa, unos cuantos libros, siempre los últimos sobre su homónima, y abundantes espejos dispuestos ordenadamente sobre la mesa. Él veía su propio reflejo en los espejos, refractadas imágenes que captaban cada uno de sus movimientos.

– Supuse que vendrías esta noche -dijo ella. ¿Acaso había alguna duda?

Sin decir una palabra, caminó hacia la bañera elevada y tomó asiento sobre el borde de marfil. La esencia a lila y a magnolia se elevaba junto al vapor de las cálidas y límpidas aguas. Ella le dejaba tocarla, permitía que sus dedos recorriesen la longitud de uno de sus muslos, pero cuando intentaba explorar más allá, entrar en sus espacios más privados, cerraba sus muslos y apartaba su mano. «Ah, ah, ah», decía con esa voz ronca que él encontraba tan perversamente intrigante, «Aún no». Pero él sabía que ella ya estaba lista, que su sangre corría cálida y salvajemente en su interior.

– Todavía no -insistió, como si quisiera convencerse a sí misma de que aún no era el momento, un momento que ella decidía-. Has traído más, ¿verdad? ¿Más de tu caza?

Él se quedó mirándola. Sorprendido ante sus habilidades, casi extrasensoriales.

– ¿Crees que no sé lo de la bailarina? -Tras suspirar, chasqueó la lengua.

– Tú pones las reglas -le recordó él, sorprendido de que hubiera leído su mente, que hubiera sabido a quién escogía. Su rostro se puso muy serio.

– ¿Pero una bailarina? ¿De verdad? -Arrugó la nariz-. No lo creo. No. -Tocó su afilada barbilla con una de sus húmedas manos-. Sé que nos estamos rebajando, que necesitamos rellenar, pero ¿una bailarina? Recuerda, esto es una experiencia tan intelectual como física.

Eso lo dudaba. Ella podía racionalizar todo lo que quisiera, sacar excusas sofisticadas, incluso razones, pero él había visto la verdad: ambos disfrutaban la búsqueda, la caza, la muerte. Era algo simple. A ella le gustaba la tortura más que a él; a él le iba más el placer sexual, puro y primitivo. El sadismo de ella no era contagioso; él no le encontraba utilidad a no ser que elevara la intensidad de su experiencia sexual. Él obtenía sus emociones en el acto sexual y en la muerte.

Deseaba discutir que «la sangre es la sangre», pero sabía que no era así, de forma que contenía su lengua, mientras ella deliberaba, obviamente tentada.

– Usa lo que quede de las otras -dijo ella finalmente.

– Entonces se agotará. Tendrás que esperar a tu próxima dosis.

– ¿Crees que es una droga? ¿Qué soy una adicta? -Una sonrisa curvó sus labios perfectos y él apenas fue capaz de contenerse, y estuvo a punto de tomarla en ese momento, antes de que llevaran a cabo su ritual. Pero esperaría.

– ¿Que si creo que eres una adicta? -repitió-. En absoluto.

Ella no se mostró disconforme; tan solo agitó su cabeza, dejando a la vista la longitud de su cuello, la curva de su garganta.

– Puede que sea así, pero no quiero que ahora mi adicción se corrompa, ¿verdad? ¿Sangre de mala calidad? Creo que no. Esperaré. -Ahora estaba jugando con él, asombrada de que la estuviera desafiando-. ¿No es eso lo que dicen? ¿Que la paciencia es una virtud?

– Creo que es «todo lo bueno llega a aquel que espera».

– O a aquella que espera -le corrigió.

– O a aquella.

– Por ahora, sin embargo, no hay que esperar. La luna está en lo alto, el momento es el correcto.

– Estoy de acuerdo. -Él sabía lo que tenía que hacer y lo que estaba por llegar. Su corazón se aceleró un poco al alcanzar el pomo que había en lo alto de la bañera, el que estaba conectado a un depósito refrigerado que tan diligentemente mantenía lleno. Tras oprimir el botón, giró el grifo. Chirrió un poco al abrir lentamente la válvula y vio su expectación en el pulso de su cuello y sus dientes blancos y brillantes hundiéndose en su labio inferior.

Lentamente, con un continuo hilo, la sangre comenzó a fluir. Helada y espesa, extendía su oscuro tinte sobre la claridad del agua, una nube de rojo diluido que se rizaba y disipaba.

Cuando la primera gota del oscuro líquido acarició su piel, ella aspiró su propio aliento, encogiendo el estómago, cerrando los ojos de puro éxtasis, ya que ella creía, al igual que la mujer de quien había tomado su nombre, que purificarse con la sangre de otras mujeres más jóvenes y vitales prolongaría su vida, mantendría su piel clara y limpia, y renovaría su vitalidad.

Una sangrienta fuente de la juventud.

¿Estaba loca?

¿O era una visionaria?

A él no le importaba. De cualquier forma, ella le daba un propósito para cazar, para matar, y era capaz de convencerse de que la emoción que sentía al arrebatar una vida era por una causa mayor. Para ella. Y hablando de locura, ¿acaso no había cuestionado a veces su propia cordura? ¿Acaso no se debatía entre la fantasía y la realidad? Pero entonces, él lo sabía, la línea que existía entre la locura y el genio era delgada y frágil.

Él era, sin ninguna duda, su entregado discípulo.

La lengua de Elizabeth se escondió bajo sus labios al notar el agua helada.

Pronto estaría lista. Ya dejaba escapar aquellos suaves y atractivos gemidos que eran su aviso. Sus fosas nasales se ensanchaban y él degustaba la esencia del agua perfumada, de la sangre, y de su propia lujuria, elevándose en aquella oscura caverna.

Pronto le invitaría a entrar en la bañera. Sus piernas se estaban abriendo y ella empezaba a deshacerse en entrecortados jadeos. Pronto, se la follaría hasta reventarla.

Se llevó una mano al cinturón y dejó que los pantalones cayeran hasta sus tobillos. Tras quitárselos de una patada, desabrochó su camisa sin apartar sus ojos de ella. Su erección era dura, el ansia recorría sus venas al ver el agua sobre su cuerpo, ahora roja y pringosa. Entró en la bañera y se apretó contra ella, esperando que ella le diera su bienvenida, que clavara sus uñas en los músculos de su espalda.

En cambio, levantó su cabeza para poder susurrarle al oído.

– La próxima -le dijo con su voz ronca-. Cuando vayas a por la próxima, quiero ir contigo. ¡Y no va a ser una bailarina vieja que se retuerce en una barra por unos dólares metidos en el tanga! Tiene que ser una más lista, más inteligente, más vital. No alguien a quien ya le hayan chupado la vida. Jamás debí haber accedido a tus «inferiores». Si de hecho lo son, no las quiero.

– Hay tantas que puedo coger solamente en el colegio -protestó.

Sus hermosos rasgos se tornaron en una mueca de burla.

– ¿Es que tengo que hacerlo todo por mí misma?

– Por supuesto que no.

Pero eso no le convenció.

– Saldré contigo; así veré si merece la pena.

– Pero si ya me has ayudado a elegirlas -le recordó. También Elizabeth había escogido entre las fotografías de las estudiantes de All Saints.

– Jamás debí haber accedido a las «inferiores». -Ella estaba ahora sentada con la espalda recta, mirándolo mientras el agua sangrienta caía sobre su piel desnuda, cayendo en encarnadas estelas desde sus hombros, sobre sus pechos hasta llegar al oscuro manantial que los envolvía.

¡Oh, cómo había anhelado lamer esa sabrosa dulzura!

Pero ella no estaba de humor.

– ¿Es que no lo entiendes? -espetó Elizabeth, levantando sus manos desde la profundidad escarlata-. Eso es por lo que esto no funciona, por lo que mi piel no está mejorando. La sangre de esas rameras está corrupta, falta de vida.

– No eran rameras.

– ¿Dónde las encontraste entonces?

Él apretó los dientes, pero se reprimió un agudo reproche, y no permitió que le sonsacase nada acerca de su vida anterior, una que él conocía íntimamente. Solo ella conocía su verdadera identidad, solo ella podía arruinarlo.

Solo ella podía completarlo.

– Por supuesto que puedes venir -le dijo.

– ¡No te lo estaba pidiendo! No es decisión tuya. ¡Recuérdalo! -Apaciguada, volvió a reclinarse en las sangrientas aguas.

Aquello era nuevo. Ella nunca había salido a por una muerte. Pero claro, ella siempre estaba evolucionando, nunca se conformaba con que las cosas se estancaran o se volvieran rutinarias. Y, para ser sinceros, él estaba algo preocupado por la chica que entregase la próxima vida. Una vez se había mostrado tan ávida y celosa por formar parte de su círculo interno. Él se había aproximado a ella y Elizabeth había saltado ante la posibilidad de pertenecer, de contactar con alguien. Ahora, sin embargo, la notaba nerviosa. Cauta. Insegura.

Él podría tener que cambiar un poco su rutina para asegurar su conformidad. A Elizabeth no le gustaría eso. Sería mucho mejor si fuera solo.

– ¿Estás segura de esto? ¿Quieres formar parte de ello? -volvió a preguntar, y Elizabeth le dedicó una sonrisa cruel, con sus indescifrables ojos en tenue oscuridad.

– Por supuesto. -Sus labios rojos temblaban un poco ahora que el agua cálida y sangrienta fluía a su alrededor-. Pensaba que lo habías entendido. La próxima vez, deseo mirar. No solo el encuentro, sino la rendición del alma. El sacrificio.

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