Danielle Steel
Destinos Errantes

CAPITULO PRIMERO

El sol penetraba a raudales a través de las grandes vidrieras, arrancando destellos de luz de todos los objetos de la casa. La repisa de nogal labrado de la chimenea de uno de los dos salones frontales brillaba como un espejo, y sus rosetones y bustos femeninos habían sido perfectamente lustrados con aceite. La alargada mesa de marquetería del centro de la estancia era no menos hermosa, aunque apenas se la podía ver bajo los montones de tesoros pulcramente apilados encima de ella desde hacía varias semanas: figuras de jade, enormes bandejas de plata, manteles de encaje, dos docenas de soberbios cuencos de cristal tallado y por lo menos, tres docenas de saleros y pimenteros de plata y catorce candelabros de plata. Los regalos de boda estaban pulcramente alineados sobre la mesa como en espera de una inspección, y al final de la mesa había un cuaderno y una pluma estilográfica negra para escribir el nombre del donante y su correspondiente regalo a fin de que la novia pudiera dar las gracias cuando tuviera tiempo. Una de las doncellas quitaba diariamente el polvo de los regalos y el mayordomo se encargaba de que la plata se limpiara con la misma asiduidad que todo el resto de la mansión Driscoll. Se respiraba una atmósfera de comedida opulencia, de riqueza evidente, pero jamás ostentosa. Los pesados cortinajes de terciopelo y las cortinas de encaje del salón frontal impedían las miradas de los curiosos al igual que el alto muro que rodeaba la casa, los árboles y los bien cuidados setos. El hogar de los Driscoll era algo así como una fortaleza.

Una voz femenina llamó desde el vestíbulo principal, justo al otro lado de la escalinata. La voz, apenas un susurro, pertenecía a una esbelta joven de finas caderas, largas piernas y hombros delicadamente esculpidos que, en aquel momento, acababa de entrar en el salón. La joven lucía una bata de raso de color de rosa, llevaba el cabello cobrÍ2o recogido en un moño y no aparentaba más de veintitantos años. La suavidad del raso contrastaba con la severidad de su semblante. Permaneció de pie, contemplando la mesa cargada de regalos mientras sus ojos recorrían muy despacio los tesoros, y después se acercó a la mesa para leer los nombres que ella misma había anotado: Astor, Tudor, Van Camp, Sterling, Flood, Watson, Crocker, Tobin… Eran la flor y nata de San Francisco, de California…, de todo el país. Nombres magníficos, gente estupenda y regalos impresionantes que, sin embargo, la dejaron completamente fría mientras se acercaba a la puerta vidriera para echar un vistazo al jardín. Estaba tan impecablemente cuidado como cuando ella era pequeña. Siempre le habían gustado los tulipanes que solía plantar su abuela cada primavera, con su abigarrada mezcla de colores, tan distintos de la vegetación de Honolulú. Siempre le tuvo mucho cariño a aquel jardín. Exhaló un profundo suspiro, pensando en todo lo que tenía que hacer aquel día, y después dio una despaciosa media vuelta sobre un delicado tacón de raso, entornando los ojos intensamente azules. Los regalos eran preciosos, desde luego, y también lo sería la novia…, siempre y cuando encontrara un instante para irse a probar el traje. Audrey Driscoll se contempló la delicada muñeca en la que lucía el reloj de brillantes de su madre. Tenía un pequeño cierre de rubíes que le encantaba.

Había dos doncellas en la planta baja, un mayordomo, una camarera que se encargaba de los dormitorios del piso de arriba y una cocinera en el piso inferior con una doncella y una ayudante, dos jardineros y un chófer. En total, diez personas que mantenían a Audrey muy ocupada. Llevaba catorce años dirigiendo la casa, desde su llegada de Hawai. Cuando sus padres murieron en Honolulú, ella tenía once años y Annabe-lle siete. No tuvieron más remedio que trasladarse allí. Recordó la brumosa mañana de su llegada, cuando Annabelle asió fuertemente su mano y rompió a llorar, presa del terror. Su abuelo envió al ama de llaves para que las recogiera en las islas, y ésta y Annabelle se pasaron toda la travesía mareadas.

En cambio, Audrey no. Ella se encargó de cuidar a la señora Miller, la anciana ama de llaves, cuando, cuatro años más tarde, murió a causa de una gripe. La señora Miller, a su vez, le enseñó a Audrey todo cuanto hay que saber para llevar una casa tan hermosa como aquélla, cumpliendo a rajatabla las instrucciones del abuelo. Audrey fue una alumna aventajada y ahora gobernaba la casa a la perfección.

El susurro de la bata de raso fue el único rumor que se oyó en el desierto salón cuando Audrey se dirigió apresuradamente al comedor, se sentó junto a la mesa vacía y pulsó discretamente el timbre de jade y rubíes que tenía al lado. Desayunaba allí todas las mañanas, a diferencia de su hermana, que lo hacía en su dormitorio, en una bandeja cubierta con un lienzo de hilo impecablemente almidonado.

Inmediatamente apareció una sirvienta vestida con un uniforme gris y delantal, puños y cofia blanca.

– ¿Qué desea, señorita Driscoll? -dijo, mirando nerviosamente a la alta joven, sentada en la silla Reina Ana que siempre ocupaba al pie de la mesa.

– Sólo café esta mañana, gracias, Mary.

– Sí, señorita Driscoll.

Tenía unos ojos azules fríos como el hielo y casi nunca sonreía. Todo el mundo le tenía miedo, menos los que la conocían más a fondo, los que se acordaban de la chiquilla que corría por el césped, los juegos infantiles, cuando iba en bicicleta, la vez que se cayó del pino de Australia; pero de eso Mary no sabía nada. Era una chica de la misma edad de Audrey y sólo conocía a la mujer de mano dura, fuertes ideas y un espléndido sentido del humor, oculto en unos ojos intensamente azules. Estaba allí para quien supiera encontrarlo, pero pocos lo conseguían. Ella era tan sólo la señorita Driscoll, la solterona.

La llamaban la hermana solterona. Annabelle era la belleza de la casa y nadie se esforzaba en disimularlo. Edward Driscoll lo decía siempre. Annabelle poseía la etérea belleza rubia de un ángel, aquel aire de absoluta fragilidad tan en boga en los años treinta, en los veinte y muchos siglos atrás. Annabelle era la princesita, la niña. Audrey recordaba cómo la estrechó en sus brazos y trató de consolarla cuando sus padres murieron en la travesía de regreso de Bora-Bora. Su padre era un amante de las aventuras y su madre le seguía a todas partes por temor a que la abandonara si no lo hacía. Al fin, le siguió hasta el fondo del océano. Los restos del naufragio no se encontraron jamás. El barco se hundió durante una tormenta a los dos días de haber zarpado de Papeete, y las niñas se quedaron solas en el mundo, exceptuando al abuelo. La pobre Annabelle se quedó muerta de miedo al verle y Audrey le apretó la mano con tanta fuerza que le dejó los dedos blancos mientras él las miraba con el ceño fruncido. Audrey sonrió para sus adentros al evocar la escena. El anciano les metió el miedo en el cuerpo, o, por lo menos, lo intentó…, sobre todo, a la pequeña Annie.

Le sirvieron el café en una cafetera de plata con mango de marfil, que había venido con ella desde Honolulú, junto con otros tesoros pertenecientes a sus padres. A su padre todo aquello le importaba un bledo y cuanto su madre se llevó consigo desde el continente se quedó en las cajas de embalaje. A él le gustaba recorrer el mundo y reunir amorosamente las fotografías en álbumes a la vuelta de sus viajes. Audrey los guardaba ahora en unos estantes de su habitación. Su abuelo no quería verlos porque sólo le servían para recordarle la pérdida de su único hijo, el Loco, tal como él le llamaba siempre. Una vida desperdiciada, dos vidas desperdiciadas… y dos niñas pequeñas que le habían endilgado. Fingía constantemente sentirse molesto con aquel estorbo e insistía en que las chiquillas hicieran algo de provecho. Exigió que Annabelle aprendiera a coser y a bordar, cosa que hizo la niña, pero con Audrey no consiguió sus propósitos porque a ésta no le gustaba ni coser ni dibujar y aborrecía la jardinería y la cocina. Era un caso perdido con las acuarelas, no sabía componer poemas, odiaba los museos y no digamos la música. En cambio, le encantaban la fotografía, los libros de aventuras y los relatos de tierras lejanas. Asistía a las conferencias de absurdos y extraños eruditos, y a veces se iba a la playa y con los ojos cerrados aspiraba el perfume del mar, pensando en las lejanas regiones besadas por el Pacífico. Por lo demás, llevaba muy bien la casa, tenía muy buena mano con la servidumbre, revisaba los libros de su abuelo cada semana, mantenía la casa bien abastecida y cuidaba de que nadie sisara ni un centavo. Hubiera podido dirigir un negocio, pero no había nada para dirigir. Sólo la casa de Edward Driscoll.

– ¿Está ya listo el té, Mary?

Sin consultar el reloj, sabía que eran las ocho y cuarto y que su abuelo bajaría de un momento a otro, vestido como cada mañana, como si todavía tuviera que acudir a su despacho. Soltaría un gruñido, miraría a Audrey con cara de pocos amigos, tal como siempre hacía, se negaría a hablar con ella, la miraría con rabia un par de veces, se tomaría el té, leería el periódico, se comería un par de huevos pasados por agua y una tostada, se tomaría otra taza de té y después le daría los buenos días. Audrey no se inmutaba ante su comportamiento, no le hacía ni caso. Empezó a leer el periódico a los doce años y discutía las noticias con él siempre que tenía ocasión de hacerlo. Al principio, el abuelo la miró con cierta condescendencia, pero después se percató de las muchas cosas que había asimilado su nieta y de lo sensatas que eran sus opiniones. Tuvieron su primera discusión política importante el día en que ella cumplió los trece años. Audrey se pasó una semana sin dirigirle la palabra a su abuelo para gran deleite de éste. El anciano se sintió tremendamente orgulloso de ella, y una mañana, a la hora del desayuno, Audrey encontró su propio periódico esperándola sobre la mesa. Desde entonces, la muchacha lo leía cada mañana y, cuando a su abuelo le apetecía hablar con ella, le comentaba con mucho gusto cualquier tema que le hubiera llamado la atención. Después ambos empezaban a discutir sobre todo cuanto leían, desde la política mundial a las noticias locales, sin olvidar los reportajes sobre las fiestas organizadas por sus amigos. Casi nunca estaban de acuerdo en nada y ésta era la razón de que Annabelle no quisiera desayunar con ellos.

– Sí, señorita. El té ya está listo.

La doncella uniformada de gris lo dijo casi rechinando los dientes, como si se preparara para un ataque del enemigo, cosa que, en efecto, se produjo a los pocos minutos. Las cuidadosas pisadas del abuelo resonaron en el vestíbulo cuando sus zapatos, impecablemente lustrados, abandonaron por un instante una alfombra persa antes de pisar la del comedor. Profirió un gruñido mientras apartaba un poco la silla para sentarse y miró fugazmente a Audrey antes de desdoblar meticulosamente el periódico. La doncella le sirvió el té y él la miró con furia antes de tomar cautelosamente un sorbo. Para entonces, Audrey ya estaba enfrascada en la lectura de las noticias, sin prestar la menor atención a los rayos del sol que iluminaban su cabello cobrizo y las delicadas manos que sostenían el periódico. Por un instante, el abuelo la miró, subyugado por su belleza, tal como a menudo le ocurría aunque ella no lo supiera. El hecho de que no diera a todo eso la menor importancia le confería un encanto singular. A diferencia de su hermana, que no pensaba en otra cosa.

– Buenos días.

Transcurrieron treinta largos minutos antes de que las palabras brotaran de su boca sin que apenas se le moviera la inmaculada barba blanca. Sus ojos azules eran como un retazo de cielo estival completamente en contradicción con sus ochenta primaveras. La doncella pegó un brinco al oír su voz. No soportaba servirle el desayuno, de la misma manera que Annabelle no soportaba comer con él. Sólo Audrey parecía impermeable a sus bruscos modales. Se hubiera comportado de la misma manera si él le hubiera sonreído y besado la mano y le hubiera dedicado palabras bonitas cada mañana. La lengua de Edward Driscoll ignoraba las palabras bonitas. Nunca las había usado más que con su mujer, pero ésta llevaba muerta veinte años y él fingía haberse endurecido por este motivo, lo cual era en cierto modo verdad. Era un hombre elegante y extremadamente pulcro que antaño caminaba muy erguido y ahora conservaba muchos vestigios de su antigua apostura; tenía el cabello blanco como la nieve, una poblada barba y unos poderosos y anchos hombros. Caminaba con paso cauteloso, pero decidido, y utilizaba un bastón de ébano con regatón de plata que sostenía en una fuerte mano mientras gesticulaba enérgicamente con la otra. Exactamente tal y como lo estaba haciendo en aquellos momentos.

– Supongo que habrás leído la noticia. Le han nombrado candidato, los muy imbéciles. Son todos unos malditos imbéciles.

Su voz tronó en el comedor de paredes revestidas de madera mientras la joven doncella temblaba y Audrey trataba infructuosamente de disimular una sonrisa, mirándole a los ojos con los suyos intensamente azules.

– Pensé que te interesaría leerlo.

– ¿Que me interesaría? -replicó el abuelo-. Afortunadamente, no tiene ninguna posibilidad. Hoover volverá a ganar. Pero ellos hubieran tenido que nombrar a Smith y no a este idiota.

Acababa de leer en la columna de Lippman la noticia de la nominación de Franklin Roosevelt en la convención demócrata de Chicago. Y Audrey ya se imaginaba la reacción del abuelo. Era un firme partidario de Herbert Hoover, a pesar de que aquel año había sido el peor de toda la Depresión. Sin embargo, el anciano no quería reconocerlo. Aunque hubiera ingentes ejércitos de parados hambrientos en toda la nación, él seguía pensando que Hoover era un hombre estupendo. A ellos no les había tocado la Depresión y, por consiguiente, no acertaba a imaginar en qué medida había alcanzado a otros.

La política de Hoover había provocado, en cambio, la «deserción» de Audrey, como Edward Driscoll la llamaba. Esta vez, Audrey votaría por los demócratas y se alegraba mucho de que hubieran nominado a Roosevelt.

– No va a salir elegido, ¿te enteras? Así que no pongas esta cara de satisfacción -dijo Edward Driscoll, poniendo, enfurecido, el periódico sobre la mesa.

– Puede que sí. Y la verdad es que haría mucha falta. -Audrey se puso muy seria, pensando en la grave situación económica del país. Al abuelo no le gustaba hablar del asunto porque el hecho de hacerlo equivalía a echarle implícitamente la culpa a Hoover. A Annabelle no le importaba lo que dijera, pero Audrey era distinta-. Abuelo -añadió, plenamente consciente de la reacción que iba a provocar-, ¿cómo puedes decir que aquí no pasa nada? Estamos en mil novecientos treinta y dos, las cuentas de los bancos acaban de bajar en Chicago poco antes de la convención demócrata, la gente está sin trabajo y se muere de hambre por las calles. ¿Cómo demonios puedes ignorar todo eso?

– ¡Él no tiene la culpa! – replicó el anciano, descargando un puñetazo sobre la mesa.

– ¡Y un cuerno no la tiene! -dijo Audrey con una vehemencia no exenta de ironía.

– ¡Audrey! ¡Modera tu lenguaje!

Audrey no se disculpó pues le pareció que no tenía por qué hacerlo. Ambos se conocían bien y ella le quería mucho a pesar de sus ideas políticas.

– Te apuesto ahora mismo a que Franklin Roosevelt saldrá elegido -dijo la joven sonriendo mientras él la miraba con rabia contenida.

– ¡Tonterías! -contestó el abuelo, haciendo un gesto despectivo con su mano; era republicano de toda la vida.

– Cinco dólares a que sí.

– ¿Sabes una cosa? -dijo Edward Driscoll, entornando los ojos-. A pesar de todos mis esfuerzos, tienes los modales de un camionero.

Audrey Driscoll soltó una carcajada y se levantó. Su bata de raso con las chinelas a juego y los pendientes de brillantes que lucía en los lóbulos de las orejas no eran precisamente cosas muy propias para un camionero. Como el reloj, los pendientes pertenecían a su madre y ella siempre los llevaba.

– ¿Qué vas a hacer hoy, abuelo?

El viejo hacía pocas cosas. Se veía con los amigos, almorzaba en su club, el Pacific Union, y, al volver a casa, hacía la siesta todas las tardes. A los ochenta y un años, se lo tenía bien ganado. En otros tiempos había sido uno de los principales banqueros de San Francisco, pero hacía diez años que se había retirado y ahora llevaba una vida muy tranquila en la que le acompañaban sus dos nietas que pronto se reducirían a una sola. La víspera le confesó a un amigo que la marcha de Annabelle no le importaba demasiado. Era la belleza oficial, pero Audrey tenía más temple. La necesitaba porque con Annabelle jamás había hecho buenas migas. Audrey siempre se interponía entre ambos, más que nada para proteger a su hermana menor. Annie era la chiquilla que Audrey había heredado de su madre, y nunca la dejó en la estacada ni pensaba hacerlo jamás. Quería organizarle una boda por todo lo alto.

Edward Driscoll miró a su nieta a los ojos.

– Me voy al club y supongo que tú y tu hermana iréis a gastaros mi dinero a Ransohoff.

Fingía estar preocupado, pero, a pesar de la Depresión, no lo estaba en absoluto. Había invertido el dinero con tanta sabiduría que los malos tiempos no le producían el menor quebranto.

– Se hará lo que se pueda -dijo Audrey sonriendo.

Apenas compraba nada para sí misma, pero Annabelle aún necesitaba algunas cosas para su ajuar. Siete damas de honor asistirían a la boda y Audrey sería la principal. El traje de novia en encaje antiguo francés con incrustaciones de perlas, un cuello muy alto que encuadraría el delicado rostro de Annabelle y un velo del mismo encaje antiguo y tul francés colocado sobre el dorado cabello era un modelo de J. Magrien. Audrey estaba tan contenta como Annie del efecto del velo y el traje. El único problema era conseguir que Annabelle acudiera a las pruebas. Faltaban tres semanas para la boda en la iglesia episcopaliana de San Lucas y aún quedaban muchos detalles por resolver.

– Ah, por cierto, Harcourt vendrá a cenar esta noche -dijo Audrey, que siempre procuraba avisar a su abuelo por la mañana.

Edward Driscoll solía molestarse mucho cuando se encontraba con algún rostro desconocido, e incluso conocido, a la hora de cenar sin que se le hubiera avisado. Miró a su nieta al oírla mencionar el nombre de su futuro nieto político. No podía creer que Audrey no estuviera celosa. Parecía imposible. Al fin y al cabo, Annabelle tenía sólo veintiún años mientras que Audrey tenía veinticinco y, en opinión de la gente, no era la más guapa de las dos. Procuraba pasar desapercibida, llevaba el cabello recogido hacia atrás y nunca se aplicaba colorete en las mejillas, ni rímel en los ojos ni barra en los labios para acentuar su sensualidad. Nada de todo eso le interesaba. Nunca había tenido ningún pretendiente serio. Hubo algunos a lo largo de los años, pero el abuelo siempre los espantaba. Aunque, a decir verdad, a ella le daba igual porque todos le parecían sedentarios y aburridos. A veces, soñaba con un hombre como su padre, con alma aventurera y pasión por los lugares exóticos, pero jamás había conocido a nadie que fuera así. Y Harcourt tampoco le gustaba, aunque era ideal para su hermana.

– Guapo chico, ¿verdad? -preguntó el abuelo, mirándola en un intento de descubrir algo inexistente, pese a que ella conoció a Harcourt primero e incluso había ido a bailar con él una o dos veces. Se lo cedió con mucho gusto a su hermana y, contrariamente a lo que pensaban los demás, no suspiraba por él ni se arrepentía de haberlo perdido. Nunca hubiera colmado las ansias de su corazón y dudaba que alguien lo consiguiera alguna vez. Lo que más deseaba, lo encontraba en las fotografías que solía tomar y en los viejos álbumes de su padre. En su fuero interno se parecía mucho a él. E incluso las fotografías que tomaba eran del mismo estilo, con la misma percepción y el mismo anhelo de lo insólito y lejano-. Harcourt será un buen marido para Annabelle.

Su abuelo lo decía siempre para pincharla y para ver su reacción. Seguía pensando que Audrey cometió un error al cedérselo a su hermana. Aún no comprendía por qué razón lo había hecho. Nadie lo entendía, pero a Audrey le importaba un comino; estaba acostumbrada a mantener sus sueños en secreto, unos sueños que, de todos modos, eran imposibles. Su lugar estaba allí, llevando la casa del abuelo y cuidando de él. En aquel instante, esbozó aquella sonrisa suya tan característica que se iniciaba en los ojos y bajaba poco a poco a los labios, dándole la apariencia de alguien que intentara reprimir una carcajada. Al verla, la gente se preguntaba siempre cuál debía ser el resto del chiste, como si ella supiera algo que los demás ignoraban, como si hubiera algo más. Y lo había. Había mucho más en Audrey Driscoll, sólo que nadie lo sabía. Ni siquiera su abuelo sospechaba la hondura de sus sueños ni el ansia que sentía de seguir las huellas de su padre. No estaba hecha para la vida de las mujeres de su tiempo, bien lo sabía ella. Antes hubiera preferido morir que sentar la cabeza y casarse con Har-court.

– ¿Por qué piensas que será un buen marido? -preguntó, mirando con una perversa sonrisa a su abuelo-. ¿Porque es republicano como tú?

Edward Driscoll picó el anzuelo. Se le ensombrecieron los ojos y estaba a punto de contestar cuando oyó un suspiro a su espalda. Era Annabelle, envuelta en una nube de seda azul y encajes color crema; el cabello se le derramaba en cascada sobre los hombros. La muchacha miró a Audrey con expresión de angustia. Medía casi veinticinco centímetros menos que su hermana mayor, se la veía extraordinariamente nerviosa y agitaba las manos como si fueran dos pajarillos. Era muy distinta de Audrey, en quien tenía depositada toda su confianza.

– ¿Ya estáis hablando de política de buena mañana?

Su cubrió los ojos con una mano como si le doliera algo y Audrey se echó a reír. Se pasaban el rato hablando de política y disfrutaban discutiendo para desesperación de Annabelle que no sentía el menor interés por el tema y estaba harta de sus peleas.

– Franklin D. Roosevelt ganó anoche la nominación en la convención demócrata de Chicago. Pensé que te gustaría saberlo.

Audrey la quería tener siempre informada, pese a constarle que el asunto la traía sin cuidado.

– ¿Por qué? -preguntó Annabelle, mirándola desconcertada.

– Porque derrotó a Al Smith y a John Garner -contestó Audrey mientras su hermana sacudía la cabeza con gesto de hastío.

– No… Quiero decir, ¿por qué me iba a gustar?

– ¡Porque es importante para el país! -Audrey la miró con los ojos encendidos de cólera. No le permitía a su hermana que fuera tan estúpida, aunque sabía perfectamente que era un caso perdido. A Annabelle sólo le interesaba su cara y su vestuario-. Puede ser el próximo presidente del país, Annie. Tienes que prestar atención a estas cosas.

Hubiera querido ser más amable con ella, pero su voz tenía un tono cortante. Deseaba despertar el interés de su hermana por los asuntos del mundo, pero no había manera de conseguirlo. Ambas eran tan distintas que, a veces, no parecían hermanas. Incluso el abuelo lo decía.

– Harcourt dice que el interés por la política resulta vulgar en una mujer.

Annabelle sacudió sus rizos dorados y miró con expresión desafiante a su hermana, mientras Edward Driscoll la contemplaba fascinado. Era una criatura sorprendentemente bonita, muy parecida a su madre. En cambio, Audrey era como su padre. Si éste no hubiera…, pero de nada servía pensar en eso ahora… Aquellos malditos lugares dejados de la mano de Dios. Había estado en todas partes, desde Samoa a Manchuria, ¿y de qué le había servido al final?

– Además -añadió Annabelle-, no me parece correcto que habléis de política a la hora del desayuno. Es malo para la digestión.

Edward Driscoll se quedó mudo de asombro y Audrey tuvo que apartar el rostro para disimular una sonrisa. Luego, volvió de nuevo la cabeza y miró a su abuelo a los ojos. Éste la acarició con la mirada en un silencioso gesto de cariño.

– Os veré a las dos a la hora de cenar. Y también a Harcourt -dijo Edward Driscoll, dando media vuelta para dirigirse a la biblioteca mientras Audrey contemplaba su espalda.

Estaba un poquito más encorvado que hacía un año, pero apenas se notaba. Era un hombre fuerte y orgulloso y Audrey estaba en deuda con él. Tendría que pagarle con el resto de su vida o tal vez con su propia persona durante los años que él viviera. La necesitaba para llevar la casa. Audrey miró a su hermana menor, pensando que a ésta le quedaban aún muchas cosas por aprender. Sin embargo, Annabelle se negó en redondo a que su hermana la enseñara a gobernar una casa, alegando que Harcourt sólo quería que se dedicara a ponerse guapa y pasarlo bien; él ya se encargaría de todo lo demás. En opinión de Harcourt, era «vulgar» que una mujer asumiera demasiadas responsabilidades, decía Annie, sin percatarse de los dardos que arrojaba contra su hermana. Audrey se limitaba a mirarla con expresión divertida, pensando que los puntos de vista de Harcourt sobre la «vulgaridad» le importaban un pimiento.

– No olvides que hoy tienes que ir a probarte el traje de novia -le recordó Audrey a Annabelle, abandonando el salón en compañía de su hermana en el preciso momento en que la puerta de la biblioteca se cerraba de golpe.

Audrey sabía que su abuelo se había encerrado allí para fumarse un cigarro y descansar un rato antes de que el chófer le llevara al Pacific Union Club. Permanecería sentado con la mirada perdida en la distancia, soñando en los viejos tiempos, leyendo cartas de amigos y preparando mentalmente las respuestas que escribiría aquella misma tarde. Poco más le quedaba por hacer, a diferencia de Audrey que tenía que ayudar a su hermana y organizar una boda de quinientos invitados.

– Hoy no me apetece ir al centro, Aud. Ayer tarde hizo mucho calor y aún me duele la cabeza.

– Lástima. Tómate una aspirina antes de salir de casa. Faltan sólo tres semanas para la boda. ¿Viste los regalos que se recibieron ayer?

Audrey tomó firmemente del brazo a su hermana y la acompañó al salón frontal. La alargada mesa se llenaba de hora en hora de regalos de amigos suyos y de Harcourt.

– Oh, Dios mío -exclamó Annabelle en tono quejumbroso-. ¡Cuántas notas de agradecimiento tendré que escribir!

– ¡Y tú fíjate en los regalos tan preciosos que te han enviado! Alégrate y deja de quejarte.

Audrey más parecía la madre de Annabelle que su hermana mayor. Llevaba catorce años prestándole toda su atención. Incluso se matriculó en un centro superior de la cercana localidad de Mills para no alejarse demasiado de ella. Por su parte, Annabelle no quiso seguir estudiando tras finalizar sus clases con la señorita Hamlin. Nadie esperaba que lo hiciera puesto que todo el mundo estaba de acuerdo que la inteligente era Audrey mientras que ella era la guapa.

– ¿De veras tengo que ir hoy? -preguntó Annabelle, mirando con expresión suplicante a su hermana.

Audrey la obligó a subir al piso de arriba para vestirse y, después, le hizo escribir media docena de notas de agradecí- miento mientras ella se vestía. Ya estaban listas cuando el chófer acudió a recogerlas a las die2 y media en el Packard azul oscuro que el abuelo reservaba para su uso. Era un hermoso día estival de la primera semana de julio con un cielo tan azul como el de las Hawai.

– ¿Te acuerdas todavía, Annie? -preguntó Audrey mientras el automóvil las llevaba al centro de la ciudad.

La preciosa rubia del vestido blanco de lino y la enorme pamela se limitó a sacudir la cabeza. Los recuerdos de su infancia se habían desvanecido, a diferencia de las fotografías de los álbumes de su padre. Eran el único elemento que conectaba a Audrey con el pasado, pero a Annabelle no le interesaban. Se le antojaban extraños y le daban incluso un poco de miedo. A Audrey, en cambio, le encantaban. Casi podía aspirar el perfume de aquellos lejanos lugares, contemplando las fotografías de las montañas de China y los ríos del Japón, y de las gentes enfundadas en quimonos, que empujaban unos carritos muy raros, pescaban en la orilla del río y la miraban a una como si estuvieran a punto de romper a hablar en su propio idioma. A veces, de niña, Audrey se quedaba dormida con los álbumes sobre las rodillas, soñando que estaba en uno de aquellos exóticos lugares; y ahora, cuando hacía alguna fotografía, aunque la escena no tuviera ningún interés especial, siempre captaba algo insólito y exótico.

– ¿Aud? -dijo Annabelle, mirando a su hermana mientras el automóvil se acercaba al establecimiento de J. Magrien. Audrey se sobresaltó y la miró sonriendo. Había dejado volar la imaginación, lo cual era insólito en ella. Se hallaba siempre tan ocupada y ahora tenía tantas cosas que hacer con motivo de la boda de Annie-. ¿En qué pensabas?

– No lo sé -contestó Audrey, apartando la mirada.

Pensaba en una fotografía de su padre en China, tomada hacía veinte años. Le tenía un especial cariño y en ella se veía a su padre, riéndose montado en un asnillo.

– Se te veía tan feliz -dijo Annabelle, mirándola con inocencia.

Audrey sonrió y apartó los ojos de la ventanilla para mirar a su hermana.

– Debía de pensar en ti…, en la boda…

Ambas hermanas descendieron del automóvil y algunos peatones se las quedaron mirando. No era frecuente ver un Packard en los tiempos que corrían. Casi todo el mundo los había tenido que vender. Annabelle entró en el establecimiento con expresión extasiada y Audrey la siguió con la mirada perdida, como si acabaran de arrancarla de un remoto lugar, de la fotografía en la que pensaba durante el trayecto en automóvil, y la hubieran dejado de golpe en aquel sitio tan mundano y complaciente. La sensación le pareció extraña y, en aquel momento, una sinfonía de perfumes franceses invadió su olfato, y los guantes, sombreros y blusas de seda parecieron danzar ante sus ojos, todos muy bonitos y todos carísimos. Audrey pensó de repente en lo absurdo e insensato que era todo… y en lo injusto. Había en la vida cosas mucho más importantes: personas que no se podían permitir el lujo de comer o de comprar ropas de abrigo para sus hijos en invierno; barrios de chabolas llenas de gentes sin hogar, y ella estaba allí con su hermana menor, comprando elegantes prendas y un traje de novia que costaba más que toda una carrera universitaria.

– ¿Te encuentras bien? -le preguntó Annabelle, mirándola un instante en el probador donde se estaba poniendo el traje. Por un momento, le pareció que el rostro de Audrey adquiría un tinte verdoso, y así fue, en efecto. El contraste entre lo que veía y lo que pensaba casi le produjo un mareo.

– Estoy bien. Es que aquí hace mucho calor, eso es todo.

Dos dependientas corrieron por un vaso de agua y, mientras una abría el grifo y otra sostenía el vaso, comentaron en susurros lo que todo el mundo pensaba.

– Pobrecilla…, se muere de envidia de su hermana… Pobre-cilla…, es la solterona.

Audrey no oyó esas palabras, pero ya las había oído suficientes veces. Estaba acostumbrada a ellas y le traía sin cuidado, incluso aquella noche cuando se sentó a conversar en el salón con Harcourt Westerbrook IV, mientras esperaba que Annabelle bajara del piso de arriba y que el abuelo regresara del club. Éste llegó tarde, cosa insólita en él, y Annabelle se hizo esperar mucho, lo cual era completamente previsible en ella. Siempre llegaba tarde y siempre con la cara arrebolada, menos cuando Audrey se encargaba de todo.

– ¿Ya está preparado el viaje de luna de miel?

Con Harcourt, no podía hablar de otra cosa que no fuera la boda. Con cualquier otro hombre, hubiera comentado la nominación de la convención demócrata, pero conocía muy bien la opinión de Harcourt sobre las mujeres que hablaban de política con los hombres. Audrey se preguntó de qué habrían hablado la vez que ambos fueron a bailar. Quizá de la música. ¿O acaso Harcourt pensaba que las conversaciones sobre este tema también eran vulgares? Se le escapó la risa, pero en seguida logró reprimirla. Harcourt le estaba describiendo con todo detalle los planes del viaje de luna de miel. Tomarían el tren hasta Nueva York y allí embarcarían en el lie de France rumbo a El Havre; desde allí, seguirían hasta París en tren, se dirigirían a Cannes donde pasarían unos días y después recorrerían la Riviera italiana, visitarían Roma, se irían a Londres y regresarían en barco a casa. Pensaban estar ausentes un par de meses y, aunque el viaje parecía muy bonito, no era el que a Audrey le hubiera gustado hacer. Ella hubiera viajado a Venecia para tomar el Orient Express hasta Estambul. Se le iluminaron los ojos sólo de pensarlo, pero el monótono zumbido de la voz de Harcourt la devolvió a la realidad. Le estaba diciendo algo sobre un primo suyo que vivía en Londres, que les había prometido concertarles una audiencia con el rey. Audrey fingía estar enormemente interesada. En aquel instante, entró el abuelo y miró a Harcourt con expresión enfurruñada. Intuyendo su intención de comentar que nadie le había advertido de que había invitados a cenar, Audrey se le acercó, le tomó de un brazo y lo acompañó hasta Harcourt, esbozando una encantadora sonrisa.

– ¿Recuerdas que te dije que Harcourt vendría esta noche? El abuelo la miró un instante con los ojos entornados y entonces le pareció recordar algo.

– ¿Fue antes o después de que hicieras todos aquellos estúpidos comentarios sobre Roosevelt?

El abuelo la miró con cierto hastío no exento de benevolen-cia, mientras ella se reía y Harcourt contemplaba la escena escandalizado.

– Una desgracia, ¿no se lo parece, señor?

– No importa. Hoover será reelegido.

– Así lo espero.

«Otro ardiente republicano», pensó Audrey, mirándoles asqueada.

– Como eso ocurra, destruirá el país para siempre.

– ¡No empieces con tus estúpidas teorías! -tronó el abuelo, quedándose sin público en cuanto Annabelle apareció en escena, luciendo un vestido de seda tornasolada de color azul pálido. Parecía una figura salida de un cuadro y estaba preciosa con sus grandes ojos azules, sus delicados rasgos y el cabello rubio enmarcándole el rostro. Harcourt se quedó embobado al verla y sólo le quitó los ojos de encima para dirigirle a Audrey una mirada de reproche mientras los cuatro se encaminaban hacia el comedor.

– No dirías en serio lo de Roosevelt.

– Pues claro que sí. Éste es el peor año que ha vivido nuestro país y todo gracias a Hoover.

Audrey hablaba con una seguridad que no admitía discusión, pero Annabelle la miró con ojos suplicantes mientras tomaba del brazo a Harcourt.

– No hablaréis de política esta noche, ¿verdad?

Los grandes ojos tenían casi un aire de candor infantil.

– Pierde cuidado -contestó Harcourt, dándole unas palmadas en la mano.

Audrey se rió y el abuelo le guiñó un ojo. Audrey se moría de ganas de saber lo que habrían dicho los socios del club. Aunque casi todos ellos eran republicanos, la conversación de los hombres era siempre más interesante que la de las mujeres. Exceptuando los hombres como Harcourt que se negaban a comentar temas serios con las mujeres. Le parecía agotador parlotear y sonreír sin cesar, tal como lo hizo Annabelle a lo largo de la velada. Cuando, al final, Harcourt se fue, Audrey lanzó un suspiro de alivio. Annabelle subió al piso de arriba casi flotando en el aire como un angelito, y Audrey subió más despacio, tomando del brazo a su abuelo y dándole tiempo para que subiera la escalera con el bastón. Estaba tan guapo y elegante como siempre. Audrey pensó que ojalá algún día encontrara a un hombre como él. Sabía por las fotografías que, en sus buenos tiempos, había sido un mozo con mucha clase, una mente brillante y de fuertes convicciones. Hubiera podido vivir muy bien con alguien como él. Y, si no fácilmente, por lo menos muy dichosa. Audrey se detuvo en el pasillo con su abuelo. Era casi tan alta como él, ahora que los años le habían encorvado un poco.

– No te arrepientes de nada, ¿verdad, Audrey? -le preguntó el anciano con insólita dulzura.

Sus ásperos modales habían desaparecido por completo. Quería conocer los sentimientos de Audrey. Quería estar seguro, para su paz espiritual, de que su nieta mayor no lamentaba haberse dejado escapar a Harcourt.

– ¿Arrepentirme de qué, abuelito?

No le llamaba así desde que era pequeña, pero en aquel momento, el nombre brotó sin ninguna dificultad de su boca.

– De lo de… del joven Westerbrook. Hubieras podido tenerle para ti. – Edward Driscoll hablaba en voz baja, como temeroso de que alguien pudiera oírle-. Primero salió contigo. Y tú eres la mayor. Algún día serás una esposa mucho mejor que ella. No es que sea mala chica, pero es muy joven.

Y él no la entendía.

Audrey le miró sonriendo, conmovida por su preocupación.

– Todavía no estoy preparada para casarme. Y, de todos modos, no era el hombre apropiado para mí.

– ¿Por qué no estás preparada todavía? -preguntó el abuelo, apoyándose fuertemente en el bastón, en el pasillo en sombras.

Estaba cansado, pero aquello era extraordinariamente importante para él.

– No lo sé -contestó Audrey, exhalando un suspiro-. Pero sé que hay otras cosas que tengo que hacer primero.

¿Cómo se lo hubiera podido explicar? Quería viajar, tomar fotografías, hacer unos álbumes maravillosos como los de su padre…

– ¿Cómo qué? -preguntó el viejo, asustado por sus palabras.

Le sonaban a algo que le había costado un hijo-. ¿No se te habrá metido en la cabeza ninguna tontería, verdad?

– No, abuelito. – Audrey quería tranquilizarle. Era lo menos que podía hacer por él-. Ni siquiera sé lo que quiero. Lo único que sé es que no quiero a Harcourt Westerbrook. De eso estoy absolutamente segura.

Edward Driscoll asintió con la cabeza y la miró fijamente a los ojos.

– En tal caso, me parece bien.

«¿Y si no hubiera sido así? ¿Y si hubiera querido a Harcourt?», se preguntó Audrey mientras le daba a su abuelo un beso de buenas noches antes de dirigirse a su habitación. Permaneció de pie frente a la puerta, pensando en sus palabras. No sabía por qué las había dicho, pero estaba segura de que eran verdad. Quería hacer algo, visitar lugares, conocer otras gentes, ver montañas y ríos, aspirar otros perfumes y saborear comidas exóticas. Mientras cerraba la puerta a sus espaldas, comprendió que jamás hubiera podido ser feliz con Harcourt, y tal vez con nadie. Necesitaba alimentar su alma con cosas más sublimes y puede que algún día siguiera las huellas de su padre: tomaría fotografías, haría los mismos viajes misteriosos y viajaría en los mismos trenes como en un regreso a aquel pasado que reflejaban los álbumes… acompañada por él.

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