A mediados de marzo, Audrey se hallaba tendida en su cama, en Harbin, pensando en Charlie, cuando oyó un rumor sordo y una especie de suave crujido en la cocina directamente situada debajo de su habitación. Se incorporó en la cama y prestó atención, temiendo que se hubieran ocultado allí los comunistas o, peor todavía, los bandidos que habían asesinado a las monjas en la capilla. Contrajo todos los músculos del cuerpo mientras una de sus manos agarraba una pistola que le había entregado Ling Hwei hacía unos meses. No sabía de dónde la había sacado y no se lo quiso preguntar. Pero se alegraba de tenerla.
Oyó otro rumor amortiguado como de alguien que arrastrara algo muy pesado por el suelo de la cocina. Ahora ya no le cabía ninguna duda. Había alguien en la casa. Salió de su habitación de puntillas, enfundada en uno de los gruesos camisones de lana de las monjas, y vio salir a Ling Hwei de la habitación que compartía con media docena de niños. Tenía el cuerpo completamente deformado a causa del embarazo. Mirándola con expresión severa, Audrey le hizo señas de que regresara a su habitación. No quería que le causaran ningún daño, pensó mientras evocaba la imagen de las monjas decapitadas. Se preguntó quién habría abajo. Últimamente no había habido ninguna escaramuza importante con los comunistas, pero los japoneses habían bajado un poco la guardia. Descendió de puntillas la escalera con la pistola cargada y amartillada, dispuesta a disparar contra el primero que se le pusiera por delante. Tenía el cuerpo en tensión y sus ojos trataban de distinguir algo en la oscuridad. Los latidos del corazón le repercutían con tanta fuerza en los oídos que temía no oír al intruso a tiempo para defenderse. De repente, oyó una afanosa respiración y vio una figura recortándose en la ventana. Con el dedo en el gatillo, vaciló un instante. Cuando estaba a punto de apretarlo, una recia voz habló en la oscuridad. El hombre sabía que ella lo había descubierto, pero lo que más le llamó la atención a Audrey fue el hecho de que se expresara en francés, tomándola por una de las monjas.
– Je ne votts ferais pas mal – dijo la ronca y anhelante voz.
«No le haré ningún daño». Su acento era un poco raro, pero hablaba con mucha claridad. Sin embargo, no había forma de saber si venía en son de paz o quería engañarla.
– Qui étes-vous? «.¿Quién es usted?» -preguntó Audrey en un susurro.
– Le genérale Chang -dijo el intruso con toda claridad.
– Que faites-vous id? «¿Qué hace usted aquí?» -preguntó la joven, sin dejar de apuntarle con la pistola.
– Je suis blessé. «Me han herido.»
Se produjo un prolongado silencio. Después, Audrey bajó los últimos peldaños de la escalera, tomó una vela y la encendió torpemente con una sola mano mientras apuntaba al desconocido con la pistola que sostenía en la otra.
Sosteniendo la vela en alto, le advirtió de que no se moviera. Entonces vio a un hombre fornido, de estatura media, enfundado en un traje mongol. A su alrededor había charcos de nieve fundida. De repente, Audrey pudo ver a través de la mortecina luz una enorme herida sanguinolenta en el hombro del desconocido. La tenía medio tapada con unos trapos ensangrentados que sostenía torpemente con la mano. Llevaba una pistola de gran tamaño remetida en el cinturón, una impresionante espada colgada del cinto y una correa de municiones sobre un hombro, pero no empuñaba ninguna de esas armas para atacarla. Se limitó a mirarla cautelosamente y le preguntó si era una de las monjas de San Miguel. Audrey no sabía si contestarle que sí o que no. Por fin, decidió decirle la verdad. Sacudió la cabeza, mirándole aterrorizada y, en aquel instante, oyó a Ling Hwei moviéndose en el piso de arriba. Tenía miedo de que el hombre viera a la niña y le causara algún daño, aunque, en aquellos momentos, no parecía probable que lo hiciera. Estaba tan asustado como Audrey, pese a que ella le apuntaba con la pistola. – ¿Puedo quedarme aquí hasta esta noche? -le preguntó en francés. Audrey tuvo la sensación de que ya habría estado allí otras veces. Las siguientes palabras confirmaron su sospecha-. Puedo ocultarme en el sótano donde guardan la carne, como antes.
El hombre la miró con ojos suplicantes y Audrey pudo ver los bordados de oro de su capa. La chaqueta tenía más adornos que cualquiera de las que ella hubiera visto, aunque las manchas de sangre la habían estropeado. Volvió a recordar sus palabras y decidió interrogarle con más detalle antes de acceder a que se quedara. No quería poner en peligro las vidas de los niños.
– ¿Ha dicho usted que era general?
– Soy general de mi provincia y leal al ejército nacionalista
– por consiguiente, era uno de los seguidores de Chiang Kai-chek y debía de haber librado un combate con los comunistas en alguna parte. Mientras Audrey le miraba asombrada, el hombre añadió-: Soy de Baruun Urta, al otro lado de los montes Khingan. Teníamos que reunimos con los hombres del general Chiang Kai-chek, pero nos tropezamos con los japoneses. Tengo a tres hombres esperándome en la iglesia. Si usted no me permite quedarme, ellos me ayudarán. No tenga miedo. Era extremadamente cortés y hablaba un francés mucho más fluido que el de Audrey, lo cual parecía insólito, tratándose de un general mongol.
– Las hermanas me habían permitido esconderme otras veces. Estuve aquí dos veces cuando vinimos por esta zona, pero no quiero poner en peligro a los niños. Si usted lo desea, me iré.
El hombre intentó levantarse y una mueca de dolor le contrajo el rostro.
– ¿Alguien le ha visto entrar? -le preguntó Audrey.
Precisamente en aquel momento, bajó Shin Yu y se situó a su espalda, tratando de decirle algo. Audrey se sorprendió de que no fuera Ling Hwei, y le hizo señas de que volviera arriba mientras trataba de concentrarse en lo que le estaba diciendo el general mongol.
– No creo que hayamos sido observados, mademoiselle.
– Estaba muy débil y Audrey pudo ver que el hombro le sangraba profusamente-. No la molestaremos. Sólo necesitamos un sitio para descansar hasta que caiga la noche. Viajamos a pie y tenemos que regresar junto a nuestra gente.
Al parecer, habían cumplido su misión. Sin embargo, Audrey temía que se quedaran. ¿Y si los japoneses emprendían una represalia? Hasta la fecha, nadie les había molestado y ella quería que las cosas siguieran así por el bien de los niños. Sin embargo, el hombre estaba herido y no podría llegar muy lejos sin un poco de descanso.
– Deponga las armas.
– ¿Cómo? -preguntó el hombre, asombrado. Shin Yu volvió a bajar los peldaños y Audrey le indicó nuevamente por señas que subiera.
– He dicho que deponga las armas… La pistola, las municiones y la espada. De otro modo, no le permitiré quedarse.
– ¿Me va usted a defender? -preguntó el desconocido, tras mirarla durante largo rato con expresión inescrutable.
– Yo no sé quién es usted. No puedo permitir que cause daño a estos niños.
– No les haremos ningún daño. Mis hombres se ocultarán en el cobertizo de afuera y yo me quedaré aquí en el sótano donde se guarda la carne, si usted me lo permite. Soy el general de mi provincia, señorita. Soy un hombre de honor. -Hablaba con tanta cortesía que Audrey captó la incongruencia de la situación. Sin embargo, no podía bajar la guardia. Hubiera podido ser un bandido capaz de atacarles sin el menor escrúpulo de conciencia-. Tiene usted mi palabra. Usted y los niños están a salvo. Sólo necesito unas horas para recuperar las fuerzas.
Al mirar a Audrey a los ojos, el hombre comprendió que no podría ganar la partida. Entonces se quitó la pistola del cintu-rón, sacó la espada de la vaina y, con más dificultad, se desprendió de la correa de municiones que llevaba colgada al hombro. Lo que Audrey no sabía era que llevaba otra pistola oculta debajo de la chaqueta y un afilado cuchillo escondido en la manga, aunque no tenía la menor intención de usar ninguna de las dos armas con ella.
– ¿Cómo sé que no causarán ningún daño a los niños?
– Tiene usted mi palabra, mademoiselle. No les haremos ningún daño.
– ¿Y sus hombres? -preguntó Audrey, recordando a las monjas decapitadas en la iglesia.
– Hablaré con ellos y se esconderán en el acto. Nadie les verá. Se lo prometo. -El hombre la miró sonriendo. Tenía un rostro interesante. Sus ojos oblicuos y sus pronunciados pómulos le hacían totalmente distinto de los chinos de Harbin y de los que ella había visto en Nankín, Pekín y Shangai-. Somos expertos, no se preocupe.
«No demasiado -pensó Audrey-, de lo contrario no le hubieran herido.»
– ¿Necesita vendas limpias para la herida? -le preguntó la muchacha manteniéndose a prudente distancia al pie de la escalera.
Le dijo al general que se apartara de las armas y él se desplazó, pegado a la pared, hasta el otro extremo de la cocina. Entonces, sin dejar de apuntarle, Audrey recogió las armas y retrocedió de nuevo hacia la escalera mientras Shin Yu volvía a llamarla. Debía de estar asustada. Audrey le contestó que en seguida iba y volvió a centrar su atención en el general mongol.
– Si tuviera algún trapo limpio… -dijo el hombre en tono vacilante -. Pero creo que ya me las arreglaré con eso – añadió, señalando las ensangrentadas tiras de manta que le cubrían la herida.
Audrey sostuvo la vela en alto para examinársela. Vio, entonces, que era un hombre atractivo, aunque ignoraba si debía fiarse de él. Su mirada parecía sincera.
– Yo también tengo hijos, ya se lo he dicho, mademoiselle. He estado aquí otras veces. Las hermanas me conocían mucho. Estudié en Grenoble cuando era joven.
Parecía un poco raro que después hubiera regresado a aquella región del mundo tan inhóspita y primitiva; sin embargo, Audrey intuyó que decía la verdad.
– Le daré unos trapos limpios para la herida y también un poco de comida. Pero tienen que marcharse esta misma noche – le dijo ella con firmeza. -Le doy mi palabra. Ahora hablaré con mis hombres.
Antes de que Audrey pudiera decir nada, el hombre desapareció y echó a correr hacia el cobertizo que había entre el orfanato y la capilla. Audrey aprovechó para cortar dos toallas en tiras, sacar un cuenco de agua y cortar un poco de queso, pan y cecina. Estaba hirviendo un poco de agua para prepararle un té verde cuando el general regresó y se sentó exhausto en un banco de la cocina y la miró con gratitud.
– Gracias -le dijo, comiéndose a toda prisa el queso y la carne.
Estaba demasiado cansado como para poder cambiarse él solo los vendajes, pero Audrey no quiso ayudarle hasta que le vio desatarse las tiras de manta y dejar al descubierto una espantosa herida de espada. El hombre se sacó del bolsillo una caja de polvos y espolvoreó la herida mientras Audrey le entregaba unas tiras de toalla empapadas en agua. Juntos limpiaron la herida y, luego, Audrey la vendó con sumo cuidado.
– Es usted muy valiente al confiar en mí. ¿Cómo vino a parar aquí si no es monja?
Audrey le contó la historia de las monjas asesinadas y su visita a Harbin. No le habló de Charles y mantuvo los ojos clavados en las vendas mientras trabajaba. El hombre poseía una ruda belle2a y una virilidad que Audrey jamás había observado en nadie. Rezumaba potencia viril por todos sus poros y ella se debatía entre el temor y la admiración. En cierto modo, su aspecto era aterrador, y Audrey le imaginaba capaz de saltar como un tigre y matar de un rápido movimiento a cualquiera y, sin embargo, hablando con ella parecía muy amable. Tenía unas manos poderosas y un rostro interesante. Audrey le vio dirigirse al sótano de la carne. Le había dicho la verdad. Sabía dónde estaba y cómo introducirse en el mismo. La miró por última vez y, después, cerró silenciosamente la puerta a sus espaldas, bajando la escalera en la oscuridad mientras ella se quedaba sola en la cocina donde sólo el cuenco de agua ensangrentada y los trapos eran testigos de la presencia del hombre. Audrey salió rápidamente, arrojó el agua sobre la nieve y cubrió la mancha roja con más nieve tras haber enterrado los trapos en el mismo lugar. Nadie los descubriría hasta que llegara la primavera y, para entonces, él ya estaría muy lejos. Al entrar de nuevo en la casa, vio a Shin Yu, que la miraba con los ojos desorbitados por el miedo.
– Es Ling Hwei -le explicó la niña-, ya es la hora. El niño de Dios está a punto de venir… Se encuentra muy mal, señorita Audrey…
Audrey subió corriendo en camisón sin soltar la pistola ni las armas del general, ocultó las armas debajo de su cama, las cubrió con una manta, y se dirigió a la habitación que Ling Hwei compartía con otros niños. La niña apretaba los dientes y mantenía los ojos muy abiertos a causa del dolor. Audrey le acarició la frente y Ling Hwei se estremeció, y le aferró súbitamente una mano.
– Cálmate, voy a llevarte a mi habitación.
Tomó a la niña en brazos y le dijo a Shin Yu que se quedara con los demás niños. Esta temía por su hermana y quería acompañarla, pero Audrey no deseaba que presenciara los sufrimientos de Ling Hwei. Durante meses había contemplado con preocupación aquellas estrechas caderas, temiendo que el parto no fuera fácil. Hubiera querido avisar a un médico ruso cuando llegara el momento, pero sabía, por su anterior experiencia, que éstos no querrían atender a una niña china. Además, allí los niños solían nacer en las casas con la ayuda de las madres, hermanas y primas. Sin embargo, la muchacha sólo podía contar con Audrey que no tenía ninguna experiencia en partos. Audrey le tomó una mano mientras Ling Hwei luchaba en silencio con las contracciones. Audrey hubiera preferido que se quejara un poco. Cuando los demás niños empezaron a despertarse, Audrey le pidió a Shin Yu que los atendiera y les preparara el desayuno. Rezaba para que el general no saliera de su escondrijo, aunque no era probable que lo hiciera. No podía dejar sola a Ling Hwei porque la niña sufría mucho y ahora había empezado a delirar, gritaba y agarraba a Audrey por un brazo, suplicándole que la ayudara.
A última hora de la tarde, consiguió que Ling Hwei le permitiera examinarla. La niña lloraba patéticamente y Audrey recordó el llanto de Shih Hwa antes de morir. Sin embargo, Ling Hwei no se iba a morir, sólo estaba dando a luz al hijo que concibió el año anterior con el joven soldado japonés. En medio de su tormento, Ling Hwei debió de arrepentirse de lo que hizo, pero ya era demasiado tarde para hacerlo. Los dolores del parto se habían iniciado hacía más de doce horas, pese a lo cual, cuando Audrey examinó a Ling Hwei, no vio la menor señal de la cabeza del niño.
Aquella noche, Shin Yu acostó a los niños, tras haberlos atendido ella sola durante todo el día. De vez en cuando, la chiquilla entraba en la habitación para recibir instrucciones de Audrey e interesarse por su hermana, pero Audrey no permitía que la viera. Por su parte, la joven no comió nada en todo el día y Ling Hwei rechazó incluso una taza de té verde. Lo único que aceptaba era un sorbo de agua de vez en cuando. Lloraba sin cesar y Audrey estaba tan absorta cuidándola que no oyó las pisadas a su espalda cuando el general entró silenciosamente en la estancia a medianoche. Al ver su sombra en la pared, Audrey ahogó un grito, pero ya era demasiado tarde para tomar la pistola oculta debajo de la cama. Se puso en pie de un salto y giró en redondo.
– No tema -le dijo él, mirándola bondadosamente tras echar un rápido vistazo a la niña-. ¿Es una de las huérfanas?
Audrey asintió mientras la niña lloraba. Habían transcurrido diecinueve horas desde el comienzo de los dolores.
– La violaron los japoneses -dijo.
No quería decirle que la niña se había acostado voluntariamente con uno de ellos, por temor a que él le causara daño.
– Animales -musitó el general en voz baja.
La habitación olía fuertemente a sudor y la niña miraba sin ver. Los dolores eran implacables y Audrey llevaba una hora llorando con ella. Jamás se había sentido más impotente. El general estudió a Ling Hwei un instante.
– Lucha con todas sus fuerzas -añadió como si fuera un experto en la materia.
Audrey le miró con recelo. No sabía si debía confiar en él o no, pese a que había cumplido su palabra todo el día, permaneciendo oculto en su escondrijo del sótano. A lo mejor, pensó Audrey, era tan honrado como parecía y podría ayudar a la parturienta.
– Lleva con los dolores del parto desde anoche, cuando usted llegó. Hace casi veinticuatro horas -dijo Audrey, angustiada.
Temía por la vida de Ling Hwei y no podía hacer nada por ella como no fuera sostenerle una mano y esperar que naciera el niño. Sin embargo, no sabía cómo aliviar sus padecimientos.
– ¿Puede ver la cabeza del niño? -preguntó el general. Audrey negó con la cabeza en silencio.
– En tal caso, morirá.
El general lo dijo con toda naturalidad. En sus cuarenta años de vida, había visto de todo: muertes, nacimientos, guerra, desesperación y hambre. El hombro ya no le dolía tanto y se le veía más descansado que la víspera.
– ¿Cómo lo sabe? -preguntó Audrey en un susurro.
– Lo lleva escrito en la cara. Mi primer hijo tardó tres días en nacer. Pero ella está muy débil y es muy pequeña -contestó el general, mirándola con los ojos entornados.
– Tendríamos que avisar a un médico.
– No vendrán -dijo él, sacudiendo la cabeza-. Y, además, no pueden ayudarla. Pueden salvar al hijo, pero nadie querrá a un bastardo japonés.
– ¿Qué quiere usted decir? -Audrey creyó entender que él la hubiera dejado morir-. ¿No se puede hacer nada?
La joven ignoraba los pormenores de un parto y en aquellos instantes lamentaba no haber prestado más atención a las descripciones de su hermana. Sin embargo, Annabelle no había tenido ninguna dificultad y, por si fuera poco, le administraron cloroformo. Miró al general mongol y pensó que su aspecto coincidía con el del clásico jefe militar. El general sopesó la situación, analizando cuestiones que Audrey no podía conocer, y después la miró a los ojos.
– Se la puede cortar -dijo.
Audrey le miró horrorizada sin estar muy segura de haberle comprendido.
– Con una espada limpia. Tendría que hacerlo una mujer o un hombre santo, pero ya veo que usted no sabría hacerlo. -¿Y usted?
– He visto cómo se hace. Cortaron una vez a mi mujer Cuando nació mi segundo hijo.
– ¿Y ella sobrevivió?
Audrey sólo quería salvar a la niña y librarla de aquel hijo que le causaba tanto dolor. Shin Yu llamó suavemente a la puerta y Audrey le dijo que se fuera. No quería que viera al general ni que presenciara los sufrimientos de su hermana.
– Sí, sobrevivió -contestó el general-. Y el hijo también. Puede que esta niña también sobreviva, si actuamos con rapidez. Pero, primero, hay que empujar el niño hacia abajo. -Sin ningún preámbulo, el general Chang se acercó a Ling Hwei, le dirigió unas palabras y estudió la pequeña montaña de su vientre. Súbitamente, empujó hacia abajo con todas sus fuerzas en el momento de producirse la siguiente contracción sin prestar la menor atención a los gritos de la niña. Repitió el procedimiento otras dos veces y Audrey temió que matara a Ling Hwei con la presión de su poderoso cuerpo; sin embargo, cuando la volvió a examinar, pudo ver parte de la cabeza del niño, y entonces miró al general Chang sonriendo.
– Ya lo veo -le dijo.
El hizo otras dos presiones en silencio y la cabeza del niño asomó un poco más.
– Ahora, necesitamos toallas y sábanas limpias.
Audrey supuso que el niño estaba a punto de nacer, pero, cuando regresó con los brazos llenos de ropa, vio que el general se sacaba de la manga un largo cuchillo de afilada hoja y lo pasaba repetidamente por la llama de la vela para poder practicar una incisión. Audrey comprendió que no le había entregado todas las armas que llevaba, pero no dijo nada porque, hasta aquel momento, el hombre había cumplido su palabra. En caso de que salvara a Ling Hwei, estaría eternamente en deuda con él.
El general sostuvo el cuchillo en alto y le dijo:
– Mire a ver si la cabeza del niño asoma un poco más. -Pero la cabeza estaba igual que antes y Ling Hwei sufría más que nunca porque no conseguía expulsar al niño-. Sosténgale las piernas -ordenó el general en tono autoritario.
Por un instante, Audrey se asustó. Confiaba en aquel hombre porque no tenía más remedio que hacerlo.
– ¿Qué va usted a hacer? -le preguntó.
– Intentaré hacer una abertura lo suficientemente grande como para que pase la cabeza del niño -contestó él, mirándola con expresión tranquilizadora-. Pero dése prisa porque no podemos dejar que se enfríe el cuchillo.
Audrey intentó calmar a Ling Hwei y, sentándose a su lado, le echó las piernas hacia atrás todo lo que pudo. Ling Hwei apenas opuso resistencia porque ya no tenía fuerzas. El general movió hábilmente el cuchillo. Al principio, no salió sangre, pero después ésta empezó a escaparse a borbotones, empapando por completo las toallas. El general le pidió a Audrey que ejerciera presión sobre el estómago de la niña y, al ver que lo hacía con excesiva cautela, le ordenó a gritos que empujara con más fuerza. Sólo Dios sabía la cantidad de gente que habría matado aquel hombre y, sin embargo, en aquellos momentos estaba luchando por una vida junto con Audrey. Esta contuvo la respiración y empujó con toda la fuerza que pudo, mientras el general volvía a calentar la hoja del cuchillo en la llama de la vela y ensanchaba la abertura. En medio de los horribles gemidos de Ling Hwei, la cabeza del niño empezó a salir poco a poco. Después, salió la frente y aparecieron dos diminutas orejas, una nariz y una boca. Mientras Audrey lo contemplaba todo asombrada, el general le pidió que siguiera empujando. Ling Hwei ya no decía nada porque estaba muy débil. Perdió el conocimiento cuando nació la niña. El general la sostuvo victoriosamente en alto como si la hubiera concebido él y miró a Audrey con una radiante sonrisa. Envolvieron a la criatura en una manta y la limpiaron con una toalla. Al principio, la pequeña gimió muy quedo; luego, empezó a llorar y Audrey sintió que las lágrimas le rodaban por las mejillas. Al levantar los ojos, vio que ya empezaba a clarear. Llevaban trabajando desde medianoche y el general Chang había salvado a Ling Hwei y a su hijita. Sin embargo, mientras examinaba la herida, el general se puso muy serio. Miró a Audrey sin querer comunicarle sus temores. La niña había perdido mucha sangre y él dudaba que pudiera sobrevivir. Sólo la hijita sobreviviría. -Tiene que coserla -le dijo a Audrey en voz baja.
La joven tomó la única aguja que tenía y un resistente hilo blanco y pasó la punta de la aguja por la llama de la vela antes de coser la incisión. Era lo más difícil que jamás hubiera hecho. Le temblaba la mano a cada puntada. Pensó que sería injusto que muriera Ling Hwei. Le pareció que tardaba una eternidad en coserla. Después, la limpió cuidadosamente con agua fría y un trapo limpio, y la cubrió con unas mantas, mientras el general sostenía en brazos a la niña dormida como si fuera su propia hija. Ninguno de los dos parecía recordar que era medio japonesa y a ninguno de los dos le importaba lo más mínimo. Era una nueva vida, la vida que ambos habían salvado a lo largo de una noche de duro esfuerzo.
– Lo ha hecho usted muy bien -le dijo el general, contemplando a la muchacha inconsciente. La tez de Ling Hwei era de un blanco grisáceo.
– Está muy pálida -observó Audrey, dirigiéndole una muda pregunta con los ojos al general.
– Ha perdido mucha sangre.
Él también la había perdido a través de su herida, pero era un hombre y estaba acostumbrado a ello. Las mujeres eran otra cosa. Su hermano perdió a dos esposas de aquella manera. Él, en cambio, perdió a dos hijos. Contempló a la niña, recordando la primera vez que sostuvo en brazos a sus hijos. Había transcurrido mucho tiempo desde entonces. Ahora el menor tenía dieciocho años y estaba en las montañas con el ejército de Chiang Kai-chek. Sin embargo, la sensación de asombro ante el comienzo de una nueva vida seguía siendo la misma.
– ¿Se pondrá bien? -preguntó Audrey en voz baja mientras apagaba la vela. La luz del amanecer ya era suficiente.
– No lo sé -contestó el general, contemplando a la niña recién nacida-. Hay que darle leche si no puede tener la de su madre.
Cuando, un poco más tarde, Shin Yu acudió a la habitación, Audrey le dijo que mandara ordeñar la vaca a uno de los niños. Sin embargo, al general Chang le parecía más adecuada la leche de cabra y Audrey pidió a la niña que le llevara de las dos. Después, miró al general con desaliento. No tenían ningu-
na botella con que darle la leche. Por pura casualidad, encontraron un guante de cuero de una de las monjas. Audrey lo hirvió en agua, introdujo la leche en el mismo y la pequeña la empezó a chupar y se durmió en seguida. Sin embargo, Ling Hwei aún no había despertado y Audrey comprendió al mirarla que no sobreviviría al suplicio del alumbramiento. El general volvió a esconderse en el sótano. Ahora ya era demasiado tarde para que se fuera y sólo Shin Yu sabía que estaba allí. Cuando al caer la noche el general volvió a la habitación, Audrey aún se encontraba al pie del cañón, alimentando a la pequeña cada pocas horas y cuidando a Ling Hwei que apenas respiraba y que aún no había recuperado el conocimiento. Por la noche, Chang sostuvo a la recién nacida en sus brazos y la alimentó valiéndose del guante mientras Audrey sostenía en silencio a Ling Hwei hasta que, por fin, ésta emitió un suave gemido y murió. Audrey la acunó largo rato en sus brazos, recordando su dulzura y pensando con dolor en la pequeña y en la solitaria existencia que la aguardaba: crecer en un mundo hostil sin nadie que la amara, despreciada, tanto por los chinos como por los japoneses, en una sociedad donde las niñas se vendían a cambio de un saco de harina, de alubias o de arroz. Con los ojos llenos de lágrimas, cubrió el cuerpo de Ling Hwei y estrechó en sus brazos a la recién nacida. Chang se fue a la cocina a preparar un poco de té. Al llegar la aurora, Audrey despertó a Shin Yu y le comunicó la noticia. La niña lloró, se cubrió los ojos con las manos y se abrazó a Audrey, evocándole la imagen de su hermana Annabelle cuando sus padres murieron. El general Chang las contempló en silencio. Llevaba allí dos noches porque, cada vez que iba a marcharse, sucedía algo. Antes de ocultarse de nuevo en el sótano, habló brevemente con Audrey y la miró inquieto.
– Tengo que irme esta noche. Mis hombres están impacientes.
Audrey les había llevado comida al cobertizo, pero no los había visto. El general había cumplido su palabra y ella ya no recelaba de él. Entre ambos se había creado un nexo indestructible.
– Gracias por su ayuda -dijo Audrey mirándole a los ojos. -¿Qué hará con la niña? -preguntó el general.
Audrey le llamaba poderosamente la atención. No sabía por qué estaba allí ni por qué había venido de tan lejos y se tomaba tan en serio su responsabilidad para con los huérfanos.
– ¿Se quedará con ella?
– Supongo que se quedará aquí, con los demás niños del orfanato -contestó Audrey, sorprendida por la pregunta-. No es distinta de los demás.
– ¿Y usted? ¿No se siente ahora distinta? ¿No le parece que la niña es un poco suya tras haberla visto nacer?
El general la miró a los ojos y Audrey asintió lentamente con la cabeza… Tenía razón. Se sentía distinta, como si se hubiera cumplido algún profundo anhelo de su corazón. Sin embargo, se encontraba muy afligida por la muerte de Ling Hwei.
– Puede que algún día usted se la lleve y le dé una vida mejor.
El general lo dijo como si la niña les perteneciera en cierto modo a los dos y él esperara que Audrey la llevara consigo al marcharse de China.
Audrey lanzó un suspiro, sabiendo que eso sería imposible.
– Quisiera llevármelos a todos, pero no puede ser. Cuando vengan las monjas, me tendré que ir -contestó Audrey, pidiéndole disculpas con la mirada.
– ¿Y la condenará a una vida de miseria e ignorancia, mademoiselle? Tendrá suerte si usted se la lleva. -El general la miró con vehemencia y Audrey se sintió extrañamente atraída por él, como si le conociera de siempre y formara parte de su mundo. No parecía un despiadado jefe militar mongol, pensó-. Yo tuve la suerte de que me enviaran a Grenoble -añadió el general, esbozando una triste sonrisa-. Me gustaría que la niña también tuviera esta oportunidad.
Sabía muy bien la vida que la aguardaba en caso de que Audrey no la llevara consigo.
– ¿Y, sin embargo, regresó?
– Era mi obligación. Pero la niña no tiene a nadie aquí y nadie la querrá siendo medio japonesa. -En los rasgos de la cara se le notaba que no era completamente china-. Puede que un día la maten por eso. Sálvela, mademoiselle. Cuando se vaya, llévesela con usted.
Audrey se sentía molesta ante esa insistencia. En aquel momento, tenía otras cosas en que pensar. Ling Hwei acababa de morir y los demás huérfanos la necesitaban.
– ¿Y los demás?
– Los dejará tal como los encontró. En cambio, esa niña no estaba aquí cuando usted vino. Es como si fuera suya.
Aquel hombre luchaba por la pequeña vida que, al principio, no quería salvar y que ahora consideraba suya. Audrey se pasó todo el día pensando en las palabras del general. Tenía que informar de la muerte de Ling Hwei a las autoridades locales, pero temía hacerlo estando Chang y sus hombres allí. En su lugar, la envolvió en unas mantas y la dejó en uno de los cobertÍ2os. Informaría de su muerte al día siguiente, cuando ellos se hubieran ido. Entretanto, tenía que consolar a Shin Yu y atender a los niños y a la recién nacida. Todo ello la distrajo del general Chang. Aquella noche, cuando los niños ya estaban acostados, Chang llamó suavemente a la puerta de Audrey para pedirle la pistola y la espada. Respetaba mucho a aquella joven y se preguntaba si alguna vez volvería a verla. Era mucho más hermosa que las mujeres que él había conocido en Grenoble y le recordaba un lejano pasado. Extendió una mano y le acarició suavemente la mejilla. Al contemplar su dulce mirada, Audrey comprendió que sus iniciales temores no tenían razón de ser y se dio cuenta de lo mucho que la atraía aquel hombre. Sin embargo, ambos sabían que la relación hubiera sido imposible.
– Au revoir, mademoiselle. Puede que nos volvamos a ver algún día.
Chang lo deseaba con toda el alma, pero él tenía que volver a otra vida, una vida en la que no había lugar para ella ni nunca lo habría.
– ¿Adonde irá ahora? -preguntó Audrey, mirándole con preocupación y afecto.
– Al otro lado de las montañas, a Baruun Urta. Volveremos aquí más adelante, pero usted ya habrá regresado a su país.
Se miraron largo rato a los ojos. Audrey se sentía tan irresistiblemente atraída por él que casi se olvidó de Charles. -Cuídese mucho, general.
Éste la miró sonriendo y después contempló a la recién nacida que Audrey sostenía en sus brazos. La niña dormía como un angelito.
– Y usted cuide a nuestra hijita -le dijo él en voz baja, rozándole suavemente el rostro con una mano y acariciándola con los ojos.
Y se fue en silencio. Audrey oyó el crujido de sus pisadas alejándose sobre la nieve. Más tarde, tendida en la cama abrazando a la niña para darle calor, Audrey recordó sus palabras: «cuide a nuestra hijita…, a nuestra hijita…». Y se sintió invadida por un inmenso amor hacia la niña que dormía en sus brazos y hacia el general mongol que la había salvado. Cuando, por fin, se durmió, soñó con el abuelo y con la niña y con Charles… y con el general mongol.