CAPÍTULO VIII

Los dos días que pasaron en Venecia fueron como un sueño. Charles acompañó a Audrey a los lugares de mayor interés, al palacio de los dux con sus soberbios portales, el puente de Rialto, la iglesia de Santa Maria della Salute, el edificio de la aduana con su veleta de oro y el puente de los Suspiros donde ambos se besaron mientras el gondoliere cantaba para ellos al pasar por debajo. Charles le aseguró que todos sus deseos se verían cumplidos y ella le miró riéndose. Sin embargo, buena parte del tiempo lo pasaban en la habitación de Audrey. Para salvar las apariencias, Charles alquiló una habitación más pequeña en el mismo piso, pero ni siquiera dejó en ella su equipaje. Vivieron juntos como marido y mujer durante dos días y dos noches. Audrey empezó a angustiarse al pensar en la inminente partida de Charles. Había reservado billete para el tren de Londres de aquella noche. Pero él se iría a Austria para enlazar con el Orient Express. Mientras se vestía en el enorme cuarto de baño de mármol donde ambos acababan de hacer el amor, Audrey se deprimió al pensar en la despedida. De repente, miró a Charles y se echó a llorar.

– Cariño, no llores, te lo suplico -le dijo Charles. No quería insistir más. Le suplicó que le acompañara, pero ella se negó en redondo, alegando que no podía. Hubiera sido una crueldad seguir acosándola-. Iré a San Francisco en cuanto pueda. En cuanto termine mi trabajo en Pekín. Iré directamente en barco -añadió, estrechándola con fuerza en sus brazos.

Audrey siguió llorando sin poderse contener. Se había entregado a aquel hombre y ahora no podía soportar la idea de dejarle. Le pertenecía en cuerpo y alma. Todas las fibras de su cuerpo se estremecían al pensarlo. Pero no tenía más remedio que marcharse. Le arrojó los brazos al cuello y tardó mucho rato en tranquilizarse.

Charles la ayudó a vestirse y la contempló mientras se ponía el collar de perlas, los pendientes y el gran sombrero de paja. Hubiera deseado que el tiempo se detuviera. Cayó en la cuenta de que Audrey llevaba dos días sin utilizar la cámara. Aquello no se podía captar en imágenes, era un momento de sensaciones y de dolorosos deseos satisfechos, un momento que ninguno de los dos podría olvidar jamás. Estaban muy tristes cuando salieron del hotel y cargaron los equipajes en una góndola.

– Nunca querré volver aquí, Charles – dijo Audrey, volviéndose a mirar el hotel con infinita tristeza.

– ¿Por qué no? -preguntó él, sorprendido. ¿Habría interpretado erróneamente sus sentimientos? ¿Habría…?

– Nunca podría volver a ser tan hermoso. Quiero recordarlo siempre así -dijo Audrey con los ojos llenos de lágrimas.

Charles le dio un cariñoso abrazo y la ayudó a subir a la góndola. Temía el momento de la despedida y dudaba que pudiera contener sus propias lágrimas. Se acurrucaron muy juntos en el interior de la góndola mientras se dirigían a la estación. Una vez allí, Charles acompañó a Audrey a su tren, que salía primero. Observó cómo el mozo colocaba el equipaje en el compartimiento privado. Ya no les quedaba nada por decir, como no fueran promesas que ninguno de los dos podría cumplir. Él tenía su trabajo y ella tenía su familia, y ambos se amaban apasionadamente. Al final, se abrazaron llorando y se besaron con los ojos cerrados.

Charles fue el primero en apartarse. Ya no podía soportarlo mas.

– Te quiero, Aud. Siempre te querré.

Hubiera deseado pedirle de nuevo que le acompañara a Estambul, pero no se atrevió. No hubiera sido justo. Había llegado el momento del adiós. Era lo más doloroso que le había ocurrido desde la muerte de Sean y temía no poder soportarlo.

– Te quiero con todo mi corazón -le susurró ella-. Cuídate mucho… No corras peligros innecesarios…

La abrazó por última vez y después Charles abandonó apresuradamente el compartimiento, avanzó corriendo por el pasi-llo, bajó del tren y se acercó a su ventanilla. Audrey la abrió, se asomó todo cuanto pudo y él la volvió a besar.

– Nos veremos cuando regrese de Pekín -le dijo.

Pero Audrey no quería siquiera pensarlo. Tardarían meses en volverse a ver. Tal ve2 seis. Charles ignoraba cuánto tiempo tendría que permanecer en China. Tenía de plazo hasta fin de año, pero las hostilidades de China con los japoneses complicaban las cosas y no sabía lo que encontraría una vez estuviera allí.

– Te escribiré, Aud.

Era una promesa que jamás le había hecho a nadie, pero con ella pensaba cumplirla. Se la quedó mirando, con deseos de pedirle una vez más que le acompañara a Estambul. Pero no dijo nada. La besó otra vez y luego dio media vuelta y se alejó a toda prisa. No hubiera podido soportar la dolorosa situación de permanecer de pie en el andén mientras Audrey se alejaba. Se dirigió a su tren para esperar y, veinte minutos más tarde, oyó que el de Audrey empezaba a abandonar lentamente la estación. Cerró los ojos e hizo una mueca como un hombre que se enfrentara a un pelotón de ejecución. Se cubrió los ojos con una mano y se reclinó contra el respaldo del asiento, pensando en ella. Las imágenes que vio en su mente eran tan reales que casi pudo sentirla a su lado, aspirando su perfume y oyendo su voz…

– Ya puedes abrir los ojos, Charles.

Abrió los ojos sobresaltado y la vio de pie, a escasa distancia, mirándole con una sonrisa mientras un mozo sostenía sus maletas con cara de circunstancias.

– Pero, ¿qué…? ¡Por Dios bendito, Audrey! ¡Por poco me da un ataque! -gritó Charles, levantándose para estrecharla en los brazos y besarla apasionadamente-. ¿Qué demonios haces aquí?

– Se me ha ocurrido ir a Estambul contigo.

Lo había decidido en cuanto le vio alejarse. Sabía que aún no podía separarse de él. Aún no estaba preparada. Podría regresar a Londres con tiempo para tomar el Maurefania el catorce de septiembre, siempre y cuando no hubiera retrasos. Y, caso de que los hubiera, tomaría el siguiente barco. Lo único que sabía en aquellos momentos era que no podía dejarle.

– ¿Sigue en pie la invitación? -preguntó con una radiante sonrisa en los labios.

– Creo que sí -contestó Charles, mirándola con ternura mientras el mozo cerraba la puerta y se retiraba discretamente-. No quiero volver a perderte, Aud… Por lo menos, durante una larga temporada… Más o menos, durante toda mi vida.

– ¿Es una proposición? -preguntó Audrey, sorprendida.

– En cierto modo. No puedo soportar la idea de vivir sin ti, Aud.

Esta sentía lo mismo con respecto a Charles. Pero uno de los dos tendría que abandonarlo todo. Ella su familia o él su carrera. Sin embargo, no era fácil que pudieran prescindir de lo que tanto amaban.

– No creo que debamos preocuparnos por eso ahora. Es mejor que disfrutemos del momento, sin más.

Audrey era sensata y había adoptado una decisión. Quería estar al lado de Charles. Iría con él a Estambul. Y tal vez más lejos. Ya vería.

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