CAPITULO V

Los días en Londres pasaron volando. James y Vi acompañaron a Audrey al hotel Claridge's, presentándola especialmente a su director. Tenía reservada habitación en el Connaught, pero James insistió en que cambiara, sencillamente porque él lo prefería así. No había ningún motivo especial y a Audrey le daba igual un sitio que otro, aunque la presentación de James le garantizaría un tratamiento de excepción. Quiso contárselo en una carta a Annabelle, pero, por fin, la rompió porque no quería suscitar su envidia. Le servían ríos de champán, interminables cestas de fruta y bandejitas de plata con deliciosos bombones, y se pasaba las tardes yendo de compras con lady Vi en un Rolls y asistiendo a fiestas y representaciones teatrales. Vi y James incluso ofrecieron una fiesta en su honor. La presentaron a sus mejores amigos y ella se enamoró de sus hijcs y se quedó sin habla al ver la mansión en que vivían. Era enorme y más parecía un palacete que una casa. Ni siquiera en San Francisco había visto nada igual. Casi lamentó irse a París al finalizar aquella semana. Sólo se consolaba pensando en que se reuniría de nuevo con ellos en Antibes, unas semanas más tarde.

París le pareció casi aburrido sin la compañía de Violet y James. En Patou se compró un sombrerito precioso y otro del mismo estilo que inmediatamente envió a Annabelle. Aquel año, en París, todo tenía aires de selva. Se compró un traje de noche rayado como una piel de cebra para ponérselo en Antibes cuando visitara a Violet y James e incluso para asistir a alguna de las fabulosas fiestas de los Murphy, en caso de que la invitaran. Era la primera vez en su vida que se sentía totalmente adulta e independiente. No tenía que responder ante nadie ni ser responsable de nada. Podía comer o levantarse de la cama cuando le apeteciera. Recorría Montmartre por la noche, bebia vino tinto al mediodía y paseaba por la orilla izquierda del Sena. Al cabo de dos semanas de sublime libertad, tomó el tren para dirigirse al sur de Francia.

Al final, desistió de ir por carretera, no porque tuviera miedo, tal como había apuntado James, sino porque le daba pereza y le parecía más cómodo ir en tren. Vestía una larga falda azul claro, unas alpargatas y una gran pamela de paja cuando descendió del tren en Niza y vio a Violet y James aguardándola en la estación. Violet lucía un vestido playero blanco, un gran sombrero de paja adornado con una rosa roja y unos zapatitos rojos. James llevaba unas alpargatas como las suyas. Estaban los dos muy morenos y los niños aguardaban con la niñera en el automóvil. Audrey sentó a Alexandra sobre sus rodillas cuando el vehículo se puso en marcha y Violet y James empezaron a entonar una canción francesa entre las risas de todos. Iba a ser un verano feliz porque sus vidas estaban completamente libres de temores y preocupaciones.

Audrey se enamoró en el acto de la casa y de las personas que acudieron a visitar a sus anfitriones, aquella noche. Había artistas y aristócratas, franceses y mujeres de Roma, media docena de norteamericanos y una chica preciosa que se empeñó en bañarse desnuda en la piscina. Esperaban asimismo a Hemingway, pero éste organizó en su lugar una agotadora expedición de pesca en el Caribe. Era exactamente lo que Audrey siempre había soñado. Le parecía increíble que hacía apenas un mes hubiera estado tranquilamente en su casa, cuidando de que los huevos pasados por agua del abuelo no estuvieran demasiado crudos.

Ahora comprendía mejor su obsesión por conocer mundos nuevos. Era una forma de aferrarse a otra cosa distinta, a una vida mejor en la que tendría ocasión de conocer a personas extraordinarias a las que nunca más volvería a ver. Cada una de ellas o había escrito un libro o una pieza de teatro o había creado una obra de arte o pertenecía a una linajuda familia. No eran simples seres humanos, sino los forjadores de un mágico período de la historia del que Audrey era plenamente consciente.

Cada día, al despertar, tenía la sensación de que iba a ocurrir algo especial, y así era en efecto. Comprendió las cosas por las que su padre había vivido y muerto y la emoción sin la cual éste no hubiera podido existir. Los viejos álbumes cobraron vida en su mente, sólo que con mucha más fuerza. Aquélla era su vida, no la de su padre, y todas aquellas personas eran sus amigas. Al igual que su padre, no cesaba de tomar fotografías.

– ¿En qué piensas, Audrey? -le preguntó Violet un día en que ambas tomaban el sol en la playa de Antibes-. Sonreías con la mirada perdida a la lejanía. ¿En qué pensabas?

– En lo feliz que soy y en lo lejos que está todo de mi casa.

Audrey miró a su amiga con una sonrisa en los labios. Sabía que se pondría muy triste cuando tuviera que marcharse en otoño. No quería ni pensarlo. Hubiera querido permanecer allí para siempre, pero eso no era posible. Al fin, todos tendrían que volver a casa por mucho que les pesara.

– Te gusta estar aquí, ¿verdad?

– Me encanta.

Audrey se tendió en la arena, enfundada en un traje de baño negro que moldeaba su cuerpo a la perfección. El de Violet era completamente blanco. Ambas formaban una pareja muy curiosa y a Audrey le hubiera gustado mucho que alguien las fotografiara juntas. Tomaba fotos sin cesar, las hacía revelar en un laboratorio de Niza y, luego, todos le decían lo estupendas que eran. Se lo dijo incluso Picasso un día en que ella pasaba las fotografías entre sus amigos. El pintor las estudió con interés y después miró a Audrey con sus penetrantes ojos negros.

– Tiene usted mucho talento, ¿sabe? No debería desperdiciarlo.

La severidad del tono de voz la sorprendió un poco. La fotografía era para ella una afición. Nunca pensó que no tuviera que «desperdiciarla». Las palabras del pintor le llamaron la atención. Todo cuanto ocurría a su alrededor le llamaba la atención y le encantaba.

– ¿Por qué no te quedas? -le preguntó Violet.

– ¿En Antibes?

– Me refiero a Europa. Parece un lugar muy adecuado para ti. -Me gustaría mucho, Violet -contestó Audrey, pensando tristemente en la partida-, pero no sería justo.

– ¿Por qué?

– Sobre todo, por mi abuelo… Me necesita. Pero puede que algún día…

No quería decir cuándo, pero tal vez el día en que él ya no estuviera. De momento, había saboreado la vida con la que tanto soñara. Con un poco de suerte ya tendría ocasión de volver otra vez.

– No es justo que desperdicies tu vida de esta manera.

– Le quiero, Vi -dijo Audrey, mirando a su amiga-. No te preocupes.

– Pero, ¿y tú? No puedes pasarte así toda la vida, Audrey. -Violet la miró con curiosidad-. ¿No te gustaría casarte y tener tu propia vida?

A ella le hubiera sido imposible prescindir de todo aquello. Amaba a James desde hacía mucho tiempo. No hubiera podido imaginar una vida sin él.

– Tal vez. No he pensado demasiado en ello. Ésta es mi vida. Quizá no esté hecha para casarme. Quizá no sea ése mi destino.

Ambas amigas intercambiaron una sonrisa y volvieron a tenderse sobre la arena. Por primera vez en su vida, Audrey pensó que el hecho de no casarse no tenía por qué ser una desgracia. Le resultaba muy agradable sentirse libre, sobre todo allí, en el verano de 1933, en Cap d'Antibes, la bella localidad de la Costa Azul.

Por la noche, acudieron a un baile de disfraces que se celebraba en casa de los Murphy y, como siempre, Gerald Murphy fue el personaje más admirable. Era un hombre apuesto y atildado, elegante como pocos, y tan perfecto en todos los detalles que Audrey hubiera deseado sentarse en un rincón y pasarse toda la noche mirándole. Era una de esas raras personas que despiertan unánime simpatía dondequiera que vayan. Le habían elegido el alumno Mejor Vestido en su promoción de la Universidad de Yale en 1912 y eso que entonces no se conocía de él ni la mitad. Veinte años más tarde, aún era más maravilloso que entonces y su esposa Sara parecía encantadora. Lucía collares de perlas en la playa de Antibes, alegando que eso era «bueno para ellas» y se pasaba horas y horas charlando con Picasso, tocado con su sempiterno sombrero negro.

Fue un verano memorable para todos, aunque, para los Murphy, un poco menos. Todavía luchaban contra la tuberculosis de su hijo Patrick, pero, por lo menos, estaban todos allí y cada día traía consigo alguna novedad. Por su parte, Audrey experimentaba asimismo los efectos de aquel mágico embrujo; paseaba por la playa con Violet mientras los niños jugaban a su alrededor o, perezosamente tendida en la arena, compartía historias y confidencias con su amiga. Lady Vi era la hermana que Audrey nunca tuvo, la más responsable, la buena amiga que sólo le llevaba dos años y a la que consideraba su alma gemela. Entre ambas se estaba creando un sólido vínculo de amistad y James se alegraba mucho de ello. Los tres formaban un trío muy bien avenido en el que James nunca mostró el menor interés prohibido por la amiga de su esposa. Era todo un caballero y como un hermano para ella.

– ¿Qué harás cuando vuelvas a casa, Aud? -preguntó Violet, contemplando a la esbelta muchacha del cabello cobrizo.

Sabía lo vacía que era allí su existencia y hubiera deseado que se quedara en Londres con ellos, aunque Audrey insistía en que no era posible. Tenía que regresar a California.

– No lo sé. Supongo que lo mismo de siempre. -Audrey miró a Violet y sonrió-. No es tan malo como te imaginas -dijo como si quisiera convencerse a sí misma más que a su amiga-. Ya lo he hecho antes…, llevar la casa de mi abuelo, quiero decir…

Sin embargo, ya nada sería igual. Nunca. Hubiera sido imposible tras pasar aquellos días dorados con personas extraordinarias en un mágico lugar reservado a muy pocos. Pero, ¿por cuánto tiempo? Más tarde o más temprano, todo tendría que terminar. Audrey no lo olvidaba jamás. Por eso quería aprovechar bien el tiempo.

– Me gustaría tanto que pudieras quedarte un poco más…

– En realidad -dijo Audrey, sacudiendo tristemente la cabeza mientras exhalaba un profundo suspiro-, me tendría que ir la semana que viene si quiero completar mi viaje. Quería trasladarme por carretera a la Riviera italiana y después seguir hacia el sur.

– ¿De veras te apetece? -le preguntó Violet.

– ¿Me lo preguntas en serio? Pues la verdad es que no -contestó Audrey, echándose a reír-. Me gustaría quedarme aquí el resto de mi vida. Pero eso no es muy realista. Por consiguiente, será mejor que regrese poco a poco a la realidad. Sólo Dios sabe cuándo podré volver a Europa.

Su abuelo cada ve2 sería más viejo y cualquiera sabía cuándo podría Audrey emprender un nuevo viaje. En su última carta, Annabelle le decía que temía volver a estar embarazada. No le apetecía tener otro hijo tan pronto y Harcourt estaba furioso con ella. Al parecer, no había tomado ninguna precaución. La carta de su abuelo era completamente previsible. Audrey casi pudo oír sus gruñidos mientras pasaba las páginas. En ellas, el anciano se quejaba de Roosevelt y le hablaba de distintos acontecimientos locales. Insistía en que Roosevelt no hacía nada por mejorar la economía del país a pesar de sus promesas de un «nuevo pacto», y siempre se refería a él, llamándole «tu amigo FDR» (Franklin Delano Roosevelt) y subrayando el tu, cosa que a Audrey le hacía mucha gracia. Lanzó un suspiro al recordarle. Qué lejos le parecía todo aquello, pensó mientras James se acercaba a ellas gesticulando animadamente en compañía de un hombre alto y delgado y con el cabello todavía más oscuro que el suyo. Violet les saludó con la mano y miró a Audrey con una sonrisa de satisfacción.

– ¿Sabes quién es ése, Aud? -Audrey sacudió la cabeza, sorprendida ante el entusiasmo de su amiga.

Ciertamente, el joven era muy atractivo, pero no más que otros muchos que entraban y salían constantemente de su casa. Violet ya empezó a llamarles por señas en cuanto les vio aparecer en la playa y ahora agitaba el sombrero mientras Audrey se reía.

– Es Charles Parker-Scott, el escritor de viajes y explorador. ¿No le conoces? Publica muchas obras en los Estados Unidos. Su madre era norteamericana, ¿sabes?

Audrey se sobresaltó de repente. Pues claro que le conocía, pero se lo imaginaba mucho más mayor que aquel joven. Sin embargo, no le dio tiempo a pensar otras cosas porque Vi se arrojó en sus brazos en cuanto le tuvo a su lado.

– Repórtate, muchacha. No es manera de saludar a un hombre una mujer casada -dijo James, reprendiéndola en broma mientras le daba una palmada en el trasero.

Charles, por su parte, se mostró encantado con el saludo.

– Vamos, James, vete al infierno -contestó Vi mientras el recién llegado la levantaba en vilo y la abra2aba con afecto-. Charles no es un hombre.

Al oír sus palabras, éste simuló ofenderse y la soltó sin contemplaciones sobre la arena.

– ¿Qué significa eso de que «no soy un hombre»?

Su acento era decididamente más norteamericano que británico. Audrey recordó haber leído que había estudiado en la Universidad de Yale. Más tarde, él le contó que de niño pasaba todos los veranos con la familia de su madre en Bar Harbor, en el estado de Maine, añadiendo que sentía una fuerte inclinación hacia todo lo que fuera norteamericano.

– Quiero decir, Charles Parker-Scott, que eres casi de la familia -contestó Vi, mirándole tendida en la arena.

El se sentó a su lado y la abra2Ó con cariño, pero los ojos se le iban sin querer hacia Audrey. Sentía mucha curiosidad, pero se esforzó por centrar toda su atención en Violet.

– ¿Cómo estás, lady Vi?

– Muy bien, Charlie. Pero, ahora que estás aquí, el verano todavía será mejor. ¿Cuánto tiempo te vas a quedar?

– Unos cuantos días, una semana tal vez…

Charles sabía cómo eran sus juergas estivales. Los había visitado otras veces y siempre lo había pasado muy bien con ellos. Era un hombre sorprendentemente apuesto, pensó Audrey, preguntándose por qué se lo habría imaginado viejo. Quizá porque había hecho muchas cosas… o porque sus exóticos viajes le recordaban en cierto modo los de su padre.

Tenía un lustroso cabello negro casi azulado, una tez aceitunada, unos grandes ojos castaños y una sonrisa que le iluminaba todo el rostro. Era alto, delgado y aristocrático, y no parecía inglés en absoluto. Más bien español o francés, o italiano quizá. Un príncipe italiano enfundado en un traje de baño de punto azul marino, con unas largas y poderosas piernas, unos brazos perfectos y unos hombros todavía más anchos que los de James. Ambos estudiaron juntos en Eton y eran casi como hermanos. James agarró a su amigo por los hombros y le sacudió un poco.

– Ahora, si mi mujer se está quieta un ratito, te presentaré a nuestra amiga. Tengo el gusto de presentarte a Audrey Dris-coll, de California.

Charles clavó en ella sus grandes ojos oscuros y le dirigió una sonrisa capaz de derretir a cualquier mujer. Audrey experimentó el efecto mientras estrechaba su mano. Sin embargo, a ella le interesaban más sus libros y esperaba poder comentarlos con él más adelante. Por la tarde, ambos charlaron largo y tendido antes de que él se fuera a dar una vuelta con James en su automóvil, dejando a Audrey y Violet solas en casa.

– Increíblemente guapo, ¿verdad? -preguntó Vi, muy orgu-llosa de su amigo.

Audrey se echó a reír. Se pasó la tarde procurando no sentirse torpe y cohibida a su lado, pero Charles era un hombre tan sencillo y natural, que una se olvidaba de su cara. Sin embargo, al principio le fue un poco difícil.

– Es totalmente ajeno a su aspecto -dijo Vi mientras ambas esperaban a James en la galería, tomando una copa de champán, enfundadas en sendos vestidos blancos de seda. Estaban muy morenas y el cabello de Audrey había adquirido unos intensos reflejos rojizos a causa del sol-. Hablé con él de ello una vez y te aseguro que no tiene la menor idea del efecto que produce en la gente. En realidad… -Vi se metió en la boca un puñado de setas asadas y se lo tragó de golpe, sonriendo como una chiquilla traviesa-. Es curioso, ¿verdad, Aud? Es lógico suponer que esté acostumbrado a las mujeres que revolotean a su alrededor en cuanto aparece. Sin embargo, está tan ocupado con sus libros que no creo que le importe.

A Audrey le gustó el detalle. Pero, más que nada, le agradaba su mentalidad. Había leído dos de sus libros y le encantaban. Su otro autor preferido era Nicol Smith, el explorador y escritor por el que Charles sentía auténtica veneración. Por la tarde se pasaron mucho rato hablando de él. Charles le habló de Java, de Nepal y de la India.

– Todos los sitios adonde tú jamás quisieras ir -le dijo Audrey a Vi mientras ésta soltaba un gruñido de desprecio.

– No acierto a imaginar qué puede haber de interesante en estos lugares -dijo Vi-. A mí me parecen horrendos.

Audrey miró sonriente a su amigo y, en aquel momento, apareció James, vestido con una chaqueta blanca de hilo que acentuaba el moreno de su piel y realzaba su cabello negro y sus ojos verdes.

– ¿Te estaba diciendo alguna grosería, Aud? -preguntó James, sirviéndose una copa de champán y unas tapas-. Estás preciosa esta noche, lady Vi -añadió, mirando a su mujer-. Siempre tendrías que vestir de blanco, querida.

La besó suavemente en los labios, se comió una seta rellena y se volvió a mirar a Audrey.

Era muy agradable tenerla con ellos, pensó, y ahora que había llegado Charles, se lo iban a pasar todavía mejor. Más tarde, los cuatro se fueron a cenar a un pequeño restaurante de Cannes. Bebieron demasiado vino y se pasaron todo el rato riéndose mientras se dirigían a Juan-les-Pins donde alguien daba una fiesta de la que no se marcharon hasta pasadas las dos. Luego se fueron a otra fiesta en Cap d'Antibes y regresaron a casa a las cuatro, algo menos bebidos que antes y dispuestos a no acostarse para así poder contemplar la salida del sol. James descorchó otra botella de champán al llegar a casa y se la bebió casi toda él solo. Lady Vi se quedó dormida en el sofá hasta que, al fin, James la tomó en sus brazos y se la llevó al piso de arriba entonando una incongruente canción. Dos horas después, cuando el sol empezó a asomar por el horizonte, Audrey y Charles se encontraban todavía solos en la galería.

– ¿Qué te ha traído de verdad aquí? -le preguntó él, mirándola muy serio.

Llevaban dos horas conversando sobre los temas que más les gustaban: los viajes a los más lejanos rincones del mundo, el verano en Cap d'Antibes, sus amigos Vi y James… Pero, ahora, Charles la miró muy serio, preguntándose quién sería de verdad, cosa que Audrey también se preguntaba con respecto a él. Era curioso que el destino les hubiera llevado allí a los dos simultáneamente.

Audrey decidió ser sincera con él.

– Necesitaba alejarme.

– ¿De qué? -La voz de Charles era como una caricia bajo la dorada luz del sol naciente. Sin embargo, él pensaba que Audrey habría huido de algún hombre. A su edad, ya hubiera podido estar casada-. ¿O mejor debo preguntar de quién? -añadió sonriendo.

– No -contestó ella, sacudiendo la cabeza-. No es eso… Puede que necesitara huir de mí misma y de las responsabilidades que me impongo.

– Eso parece una cosa muy seria -dijo Charles sin dejar de mirarla. Sentía unos deseos locos de besarla en los labios y acariciarle el largo y elegante cuello con sus dedos, pero reprimió el impulso, por lo menos, de momento.

– A veces, es muy seria -dijo Audrey, lanzando un suspiro-. Tengo un abuelo a quien amo con todo mi corazón y una hermana que me necesita mucho.

– ¿Acaso está enferma? -preguntó Charles, frunciendo el ceño.

– No -contestó ella, asombrada-. ¿Por qué lo preguntas?

– Por tu forma de referirte a ella.

Audrey sacudió la cabeza, mientras contemplaba el mar. Pensó en Annabelle y recordó lo que Harcourt le había dicho.

– Es muy joven y creo que yo la he mimado demasiado. Hubiera sido muy difícil no hacerlo. Perdimos a nuestros padres cuando éramos pequeñas y yo la crié.

– Qué extraño -dijo Charles con expresión perpleja.

– ¿Por qué dices eso?

– ¿Cuántos años teníais cuando vuestros padres murieron…? ¿Fallecieron los dos a la vez? Audrey asintió en silencio.

– Yo tenía once y mi hermana tan sólo siete… Fue en Hawai. Murieron ambos en un naufragio. -Aún sufría al recordarlo-. Entonces, nos fuimos a vivir con nuestro abuelo al continente y yo me dediqué a llevar la casa y a cuidar a mi hermana…, tal vez demasiado; por lo menos, eso dice su marido. – Audrey miró candorosamente a Charles-. Dice que yo tengo la culpa de que no sepa hacer nada, y puede que sea cierto. Sostiene que sólo sirvo para comprar cortinajes y contratar y despedir criadas -añadió en tono pretendidamente jocoso, aunque inmediatamente se le llenaron los ojos de lágrimas-. Me puse a pensarlo y comprendí que tenía mucha razón. Fue entonces cuando decidí alejarme durante algún tiempo… y vine aquí.

Apartó el rostro, pero Charles le tomó una mano.

– Lo comprendo.

– ¿De veras? -preguntó Audrey con ojos llorosos-. ¿Cómo es posible?

– Porque mi vida no ha sido muy distinta de la tuya. En lugar de un abuelo, yo tuve que cuidar de un tío y una tía durante mucho tiempo. Pero ahora han muerto también. Mis padres fallecieron en un accidente, cuando yo tenía diecisiete años y mi hermano doce. Vivimos con nuestros tíos de Norteamérica durante un año, y lo pasamos muy mal. Tenían buena intención, pero no nos comprendían -añadió suspirando mientras apretaba casi imperceptiblemente la mano de Audrey-. Me consideraban demasiado atrevido para mi edad, demasiado independiente y descarado en comparación con mi hermano que no lo era en absoluto. Él quedó traumatizado por la muerte de nuestros padres y, además, nunca gozó de mucha salud.

»Cuando cumplí los dieciocho años, nos fuimos. Regresamos a Inglaterra y yo trabajé en lo que pude… -se le hizo un nudo en la garganta y Audrey se conmovió-. Él sólo vivió otro año. Murió de tuberculosis a los catorce años. -Charles miró a Audrey con tristeza-. Siempre me he preguntado si eso se hubiera podido evitar de habernos quedado en los Estados Unidos. Ahora mismo él podría estar aquí si no…

– No digas eso, Charles. -Audrey extendió una mano sin pensarlo y le acarició dulcemente la mejilla-. Estas cosas no se pueden controlar. Yo siempre me sentí responsable de la muerte de mis padres. Pero eso es absurdo, la vida no se puede controlar. Charles asintió en silencio. Era la primera vez que se sinceraba con alguien. Apenas conocía a Audrey, pero le parecía una muchacha afectuosa y comprensiva. Se sintió atraído por ella desde el primer día que la vio. Hubiera querido contarle todos los detalles de su vida, hablarle de Sean, el hermano que perdió…

– Fue entonces cuando empecé a viajar. Después me matriculé en la universidad, pero no podía concentrarme en los estudios. Todo me recordaba a mi hermano, todo el mundo tenía un hermano de su edad. A veces, veía algún niño por la calle que se le parecía. Quería irme a algún sitio donde no recordara a nadie. Y me fui al Nepal y más tarde a la India. Más adelante, pasé un año en el Japón y, a los veintiún años, escribí mi primer libro, me enamoré de esta actividad y la convertí en mi medio de vida.

– Pues lo haces muy bien -dijo Audrey, mirándole a los ojos.

Le halagaba que él hubiera sido tan sincero con ella y se compadecía de sus sufrimientos. De repente, se preguntó qué sentiría si muriera Annabelle y, de sólo pensarlo, se le llenaron los ojos de lágrimas.

– Los viajes son ahora toda mi vida -le confesó Charles mirándola casi con remordimiento.

– No hay nada de malo en ello -dijo Audrey exhalando un suspiro bajo los cálidos rayos del sol mañanero-. En realidad, te envidio. Mi padre recorrió todo el mundo y siempre pensé que a mí me gustaría hacer lo mismo.

– En tal caso, ¿por qué no lo haces?

– ¿Y Annabelle? ¿Y el abuelo? ¿Qué sería de ellos?

– Seguramente, se las arreglarían muy bien.

– Ya veremos. Por eso hice el viaje.

– Cap d'Antibes no es precisamente un lugar muy exótico que digamos, amiga mía.

– Lo sé -dijo Audrey. Ambos se echaron a reír-. Pero, si ellos sobreviven a mi actual ausencia, puede que un día me anime a ir a sitios más lejanos.

– Tendrías que ir ahora. Más adelante, te casarás y ya no tendrás ocasión. Audrey sonrió, pensando que no era probable que esto ocurriera.

– No creo que corra mucho peligro en este sentido.

– ¿Hay algo que yo no sé? ¿Alguna maldición familiar? ¿Algún horrible detalle que me has ocultado?

Audrey soltó una carcajada y sacudió la cabe2a, agitando su cobriza melena.

– No, es que me parece que no estoy hecha para el matrimonio.

– Sin embargo, acabas de decirme que llevas la casa de tu abuelo desde hace quince años. ¿No lo consideras un entrenamiento suficiente?

– Sí, pero yo no estoy casada con él. Si he de serte sincera – añadió Audrey-, los hombres que he conocido no me atraían demasiado.

– ¿Por qué?

Charles se sentía fascinado por ella y por todo cuanto hacía, decía y pensaba. Jamás había conocido a una mujer igual.

– Me causan un aburrimiento mortal. Como mi cuñado, por ejemplo. Tienen ideas preconcebidas sobre lo que deben o no deben hacer las mujeres. Según él, las mujeres no deben discutir de política y ni siquiera pensar en ella. Tienen que servir el té, trabajar para la Cru2 Roja, salir a almorzar con las amigas. En cambio, las cosas que realmente me interesan son tabú. La política, los viajes…, recorrer medio mundo, a ser posible con mi cámara fotográfica.

– ¿Te gusta la fotografía? -Audrey asintió con entusiasmo-. Apuesto a que lo debes de hacer muy bien.

– ¿Qué te induce a suponerlo? -preguntó Audrey, asombrada.

– Eres sensible, probablemente muy observadora. Hace falta una mentalidad especial para ser un buen fotógrafo, un ojo muy agudo y un cerebro muy ordenado.

– ¿Y yo soy culpable de todo eso? -preguntó Audrey, riéndose-. En casa se limitan a llamarme solterona.

– Qué estúpidos -dijo Charles, enojándose de repente-. Lo malo es que cuando alguien no se adapta al molde, la gente no lo comprende. En cierto modo, yo tengo el mismo problema. No quiero casarme con la primera que encuentre… Nunca quise hacerlo, y menos después de… -Audrey comprendió que estaba pensando en Sean-. La vida es demasiado corta y efímera. No quiero desperdiciarla, haciéndome pasar por lo que no soy.

– ¿Y qué es lo que no eres? -preguntó Audrey, picada por la curiosidad.

– No soy un hombre capaz de sentar la cabeza fácilmente. Llevo la aventura en la sangre. Me encanta lo que hago. Y no hay muchas mujeres dispuestas a comprenderlo. Dicen que sí al principio, pero después te exigen que te quedes en casa. Es como encerrar un león en una jaula. Muchos lo intentan, pero después no saben qué hacer con él. Yo nací para vivir libre. Me encanta este tipo de vida. Me temo que no es fácil domesticarme. -Charles esbozó una encantadora sonrisa y a Audrey le dio un vuelco el corazón. Era un hombre maravilloso y conmovedor, y ella le comprendía perfectamente-. Tampoco estoy muy seguro de que me gusten los hijos, y ése es otro inconveniente. Casi todas las mujeres quieren tener dos o tres. – Audrey no se atrevió a preguntarle por qué, pero él se lo dijo de todos modos-. Después de lo de Sean, pensé que jamás querría volver a amar a una persona tanto como a él. Era como si fuera mi hijo y no mi hermano, y no puedo soportar su pérdida. -Los ojos de Charles se llenaron de lágrimas, pero él no trató de disimularlas-. No podría resistir querer de esta manera a mis hijos y perder después a uno de ellos. Es más seguro seguir como estoy. Debo confesar que soy muy feliz – se enjugó una lágrima de la mejilla y miró a Audrey con expresión agridulce-. Eso, a los amigos les ataca los nervios… Violet no puede resistir la tentación de presentarme a todas sus amigas. Desde luego, mi vida resulta muy animada cuando vengo por aquí -vaciló un instante y luego preguntó, acariciando una mano de Audrey, apoyada en la suya-. ¿Y tú, amiga mía? ¿No quieres casarte algún día?

Audrey ya casi había perdido la esperanza, pero no le importaba.

– Hay que renunciar a tantas cosas. Nada de lo que a mí me gusta encaja con un matrimonio convencional.

– ¿Y los hijos?

– Ya tengo a Annabelle -contestó ella, lanzando un profundo suspiro. Era lo que realmente pensaba; tenía una hija, aunque no la hubiera dado a luz-. Y también un hijito…, y el abuelo. No necesito hijos propios.

– Sin embargo, no se puede vivir a través de la existencia de otras personas. Te mereces algo más que eso. Hay demasiadas cosas en ti que pugnan por salir a la superficie.

– Y tú, ¿cómo lo sabes? -Era como si Charles hubiera intuido con toda exactitud quién era ella-. Tú eres feliz tal como estás. ¿Por qué no puedo serlo yo?

– Porque yo hago exactamente lo que quiero, y tú no. ¿O sí?

Charles apretó con fuerza su mano y la joven comprendió que tenía razón. Sacudió la cabeza. Cumplía con su obligación y hacía todo cuanto podía por las personas a las que amaba, pero no era lo que hubiera deseado hacer.

Esbozó una sonrisa filosófica, consciente de que su amistad con Charles iba a ser duradera.

– Tienes razón, pero, de momento, no puedo obrar de otro modo. Lo único que puedo hacer es disfrutar de este verano y regresar a casa cuando llegue la hora.

– ¿Y después? ¿Qué parte de tu vida estás dispuesta a sacrificar?

– Supongo que toda -contestó Audrey con voz entrecortada-. No puedes dar sólo una parte.

Charles lo aprendió con Sean y por eso temía tanto volver a querer a alguien a tout jamáis, como decían los franceses, con todo el corazón. Llevaba quince años sin amar así y, de repente, había surgido una mujer que parecía comprender todos los entresijos de su alma, tal como él comprendía los de ella. No la buscó y no estaba seguro de que le gustara haberla encontrado. Pero allí estaba, con el lustroso cabello cobrizo iluminado por el sol naciente.

– Mira, ignoro por qué nos hemos conocido, pero creo que me estoy enamorando de ti.

Audrey no estaba preparada para oír esas palabras, y le dio un vuelco el corazón, que casi pareció querer escaparse de su pecho para volar a los pies de Charles. -Yo…, no sé…, es que… -Al no encontrar las palabras, se limitó a asentir en silencio. Charles lo comprendía todo: Har-court, Annabelle, el abuelo, sus ansias de ver el mundo, de vivir, de ser libre y de tomar fotografías, el sueño distante de poder compartirlo todo con alguien; súbitamente, los caminos de ambos se habían cruzado, pero sólo por unas horas o unos días-. Yo creo que también me he enamorado de ti -balbuceó por fin.

Estaba aturdida y se sentía indefensa por primera vez en su vida. Se inclinó hacia Charles y éste la estrechó en los brazos con tanta fuerza que casi la dejó sin resuello. No cabía duda de que estaba enamorada, pensó mientras él le besaba el cabello.

Cuando levantó los ojos para mirarle, él la besó en los labios como jamás había besado a otra mujer.

En realidad, era una locura. La víspera apenas se conocían y ahora se habían enamorado. Mientras regresaban lentamente al interior de la casa, él le rodeó los hombros con un brazo. Audrey pensó que aquella noche había llegado a un punto decisivo de su vida y que ésta ya nunca podría ser igual a partir de aquel instante.

– Audrey -dijo Charles, de pie ante la puerta del dormitorio de la joven-, tú y yo nos parecemos mucho.

Nunca pensó que pudiera encontrar a una mujer como ella.

– Es curioso, ¿verdad? -observó Audrey.

El hecho le parecía maravilloso y, al mismo tiempo, injusto. Veía en el joven todo lo que más quería, pero, en cuestión de días, le perdería para siempre.

– ¿Cuánto tiempo te vas a quedar en Antibes? -preguntó casi en un susurro.

– Todo el que pueda.

Ambos se miraron largo rato a los ojos. Después, asintiendo en silencio con la cabeza, Audrey entró en su dormitorio.

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