CAPITULO IV

El tren de Chicago salía de la estación de Oakland, y Anna-belle, Harcourt y el abuelo se empeñaron en ir a despedirla. Audrey decidió no tomar el avión para poder saborear mejor cada momento de su viaje hacia el este. Annabelle se pasó el rato charlando mientras el transbordador cruzaba la bahía de San Francisco; por su parte, Harcourt la miró varias veces con intención, como si estuviera a punto de atraerla a sus brazos y darle un largo y apasionado beso de despedida delante mismo de su mujer. Audrey se hubiera reído de la expresión de su cara de no haber sido por la inquietud que le inspiraba el abuelo, el cual llevaba varios días insólitamente apagado y aún no había abierto la boca aquella mañana. No dijo nada mientras tomaba el té, no se comió el huevo, a pesar de la excelente cocinera que Audrey acababa de contratarle, y ni siquiera había abierto el periódico. Estaba muy triste y Audrey se preocupó por él mientras cerraba la última maleta y contemplaba por última vez su habitación. Temía que su partida le provocara al abuelo un ataque al corazón o que incluso decidiera morirse. Pero, por una vez en sus vidas, se las tendrían que arreglar solos sin ella. Sencillamente durante un par de meses, el tiempo suficiente para que viera un poco de mundo y satisficiera sus ansias de viajar. Le prometió mil veces a su abuelo que volvería en seguida, pero él no la creyó.

– Regresaré a casa en septiembre o, todo lo más, en octubre, abuelo… Te lo juro.

El anciano la miró y sacudió la cabeza, diciendo que había oído aquellas mismas palabras hacía mucho tiempo y que Roland nunca regresó a casa de sus vagabundeos por el mundo. Jamás.

– Eso es distinto, abuelo.

– ¿De veras? ¿Y por qué? ¿Qué te inducirá a volver, Audrey? ¿El sentido de la obligación para conmigo? ¿El sentido del deber? ¿Es eso lo que te inducirá a regresar?

Habló casi con amargura y, sin embargo, cuando Audrey se ofreció para quedarse, no quiso que anulara el viaje. Sabía lo mucho que significaba para su nieta y sabía asimismo que, por el bien de su Audrey, tenía que permitírselo, por mucho que a él le doliera. De repente, se sintió muy viejo, como si algo que hubiera mantenido a raya durante muchos años le hubiera vencido súbitamente. Siempre había temido que, algún día, ella le dejara. Aquel día, la muchacha seguiría las huellas de su padre. Se le parecía enormemente y siempre estuvo muy encariñada con aquellos malditos álbumes. Ahora los había dejado en su habitación para irse a vivir las aventuras de su padre con su cámara Leica al hombro.

Audrey abrazó al abuelo en la estación, percatándose de lo frágil que era, y se arrepintió de su fuga, pensando que ojalá Harcourt no la hubiera empujado a hacer balance de su vida. ¿Con qué derecho lo hizo? Sin embargo, en cierto modo se lo agradecía. Tenía que hacerlo, era absolutamente imprescindible… para su propio bien. Necesitaba hacer algo para su propio bien, no por el del abuelo o el de Annie. Lo recordó apretando con fuerza las manos del abuelo y no pudo contener las lágrimas cuando éste la abrazó. Le miró muy emocionada mientras los demás permanecían a cierta distancia. Se sentía como una chiquilla que se dispone a abandonar el hogar por primera vez. Recordó de repente el dolor de su partida de Hawai, a la muerte de sus padres.

– Te quiero, abuelo… Volveré a casa muy pronto, te lo prometo.

El anciano tomó suavemente el rostro de su nieta entre las manos y besó en silencio las mejillas surcadas por las lágrimas. Había perdido todo rastro de dureza y la angustia que sentía había dejado al descubierto todo su amor.

– Cuídate mucho, nenita. Vuelve cuando estés preparada para hacerlo. Te estaremos esperando.

Habló en voz baja y fue su manera de decirle que ya se las arreglaría sin ella. No estaba muy convencido de ello, pero comprendía que la muchacha tenía derecho a la libertad. Se había dedicado por entero a él en el transcurso de los últimos quince años y ahora le correspondía disfrutar un poco de la vida. Aunque a él no le hacía gracia que viajara sola, Audrey insistía en que estaban en 1933 y en la era moderna no había razón para que no pudiera ir sola por el mundo. Además, sólo viajaría por Europa. Quería ponerse en contacto con amigos de su padre que vivían en París y en Londres, en Milán y en Ginebra. En todas partes había personas a las que podría recurrir, pero, en aquellos instantes, sólo tenía ojos para el abuelo. Le vio bajar lentamente del tren con el bastón en la mano y el sombrero en la cabeza y permanecer orgullosamente de pie en el andén, con los ojos clavados en los de ella. Cuando, por fin, el tren se puso en marcha, la miró sonriendo. Era su regalo de despedida, una forma de bendecir su aventura. Harcourt no la abrazó con demasiada fuerza cuando le dio el beso de despedida, y Annabelle no paró de hablar, comentando que no sabría qué hacer si la niñera de Winston se fuera o la doncella del piso de arriba la dejara plantada. Harcourt tenía tazón. Había hecho demasiado por todos ellos. Y ahora le tocaba la vez a ella. Agitó una mano todo el rato que pudo. Después, el tren tomó una curva y todos desaparecieron de su vista como un espejismo.

Tardó dos días y dos noches en llegar a Chicago, y se pasó todo el rato leyendo las novelas que llevaba consigo. Tenía un compartimiento privado con salón y sofá-litera. El primer día terminó Muerte en la tarde de Ernest Hemingway y se llenó de emoción leyendo las descripciones de las corridas de toros que tanto la intrigaban. A continuación, leyó Un mundo feliz, de Aldous Huxley. Ambos le parecieron muy adecuados para su aventurero estado de ánimo. Apenas habló con nadie mientras atravesaba el país. Sólo bajaba de vez en cuando del tren para estirar las piernas, comer cosas indigeribles en los restaurantes de las estaciones y chupar después los caramelos que se compraba; leía hasta muy entrada la noche en su compartimiento del tren. Se lo pasaba muy bien y, por primera vez en su vida, no tenía que pensar más que en sí misma. No se veía obligada a organizar comidas ni aprobar menús, regañar a las sirvientas o vestirse para la cena. En el transcurso del viaje, llevó una falda gris de franela, combinada con las distintas blusas que se compró. Empezó con una blusa de crespón de seda color de rosa y un collar de perlas que el abuelo le regaló al cumplir los veintiún años. El tercer día se puso una blusa de seda gris y la última noche otra de seda blanca. La noche en que se detuvieron en Denver se puso un chaquetón de zorro, pero la temperatura fue aumentando conforme el tren avanzaba. Estaban a mediados de junio y, al llegar a Chicago, Audrey se puso un vestido de hilo blanco y unos zapatos blancos comprados especialmente para el viaje con una tira azul marino cruzando el empeine. Eran la última moda y se sintió muy elegante al descender del tren con un gran sombrero inclinado hacia un lado y el cabello cobrizo enmarcándole el rostro. Se llevó todo el equipaje al La Salle Hotel donde pasó la noche antes de volver a tomar el tren a la mañana siguiente para recorrer el corto trayecto hasta Nueva York. Al llegar, se emocionó muchísimo. Hubiera deseado echarse a reír en plena calle. Incluso el dolor de dejar a los suyos se había amortiguado.

Volvió a angustiarse cuando habló con el abuelo, pero sólo un poco. Éste contestó al teléfono con aspereza para disimular su soledad.

– ¿Con quién hablo? -ladró el abuelo.

Audrey esbozó una sonrisa, con la mirada fija en la ventana de la habitación del hotel.

– Soy yo, abuelo -repitió Audrey-. No es posible que me hayas olvidado tan pronto.

– Estaba escuchando a Walter Winchell en la radio. -Audrey calculó rápidamente la diferencia de horario y comprendió que le mentía. No quería que ella supiera que estaba sentado al lado del teléfono, rezando para que ella le llamara-. ¿Dónde demonios estás?

– En Chicago. En el La Salle Hotel.

Antes de irse, le dejó el itinerario aproximado en el que figuraba el La Salle.

– ¿Qué es eso? ¿Una pensión de mala muerte?

– ¡No, por Dios! -Audrey se echó a reír. Se sentía muy lejos de casa y sufría por la soledad del abuelo-. Está cerca de una calle que llaman el Loop. Tú te alojaste aquí una vez. Me lo dijiste tú mismo.

– No lo recuerdo -pero la joven sabía que sí. Se mostraba áspero para desahogarse de la soledad que sentía sin ella-. ¿Cuándo te vas a Nueva York?

– Mañana por la mañana, abuelo.

– Bueno, pues, no salgas del compartimiento. No te imaginas la basura que habrá en ese tren. Tienes reservado compartimiento, ¿verdad?

– Pues, claro, abuelo -contestó Audrey, conmovida por su solicitud.

– Muy bien. No salgas de él. -De repente, el anciano asumió un tono de voz humilde y casi suplicante-. ¿Me llamarás desde Nueva York?

– En cuanto llegue.

El abuelo asintió en silencio. Hubiera querido darle las gracias, pero no sabía cómo hacerlo. Incluso le agradecía que le hubiera llamado desde Chicago.

– ¿Dónde te alojarás en Nueva York?

– En el Plaza, abuelo.

– Me parece bien. -Silencio-. Cuídate mucho, Audrey.

– Lo haré, abuelo. Te lo prometo. Y tú también. No te acuestes muy tarde.

– ¡Ten mucho cuidado en ese tren! -le repitió el abuelo-. ¡No salgas del compartimiento!

Pero, como es lógico, ella no siguió sus consejos cuando al día siguiente, tomó el Broadway Limited. La intrigaba demasiado el vagón-salón con su barra llena de alegres y parlanchines viajeros. El vagón-restaurante era asimismo muy lujoso y la comida servida por un camarero de frac, fue deliciosa. Audrey compartió la mesa con una pareja en viaje de luna de miel y con un respetable abogado de Cleveland, que había dejado mujer y cuatro hijos en casa. Pese a ello, le preguntó a Audrey si podría verla en Nueva York e incluso le ofreció su taxi para trasladarse de la Penn Station al hotel, pero Audrey declinó el ofrecimiento, tomó un taxi y empezó a fotografiar todo cuanto veía. Inclinada hacia adelante en el enorme asiento del vehículo, fotografió los rascacielos y a los viandantes, captando ángulos curiosos, extraños sombreros y expresivos rostros. Su habilidad con la cámara era extraordinaria, y estaba completamente enfrascada en su tarea cuando el taxi se detuvo frente a la entrada del hotel. Había varios cabriolés detenidos junto al bordillo. Mientras pagaba la carrera, el taxista la miró con curiosidad.

– ¿Es una turista o una profesional? -le preguntó.

Estaba desconcertado. La chica era atractiva y vestía con mucha elegancia, pero, por otra parte, se la veía muy experta en el manejo de la cámara.

– Un poco de las dos cosas -contestó Audrey sonriendo mientras el conserje tomaba el equipaje.

– ¿Quiere dar una vuelta por Nueva York? -preguntó el hombre, esperanzado.

– Pues, sí. -Audrey consultó el reloj-. Páseme a buscar dentro de una hora.

Era una preciosa tarde soleada y disponía de mucho tiempo para conocer la ciudad.

El taxista prometió volver y cumplió su palabra. Una hora más tarde, Audrey, volvió a subir al vehículo y descubrió cosas que jamás había visto en ninguno de sus anteriores viajes a Nueva York, entre ellas, el Empire State Building y St. John the Divine. Consiguió incluso que el taxista la llevara a Har-lem donde se entusiasmó haciendo fotos y les compró unos helados a dos chiquillas que habían posado para ella.

Fue un día precioso de un viaje extraordinario. Cuando volvió al hotel, le pareció que lo había visto todo. Gastó seis carretes y fotografió edificios y personas, el barrio de Harlem, el Central Park, el East River, el Hudson, el puente de Jorge Washington, Wall Street y la catedral de San Patricio. Estaba eufórica cuando llamó a su abuelo aquella noche; más tarde, fue a cenar al zi. Era uno de los más célebres locales de Nueva York y uno de los pocos en los que se permitía la entrada a mujeres solas. Audrey se puso un precioso vestido negro y, en cuanto se sentó, se le acercaron dos hombres, pero el camarero les rogó rápidamente que se fueran por donde habían venido. Audrey regresó al Plaza sin acompañante, tal como había salido.

Tenía tres días libres en Nueva York antes de embarcar, y los aprovechó muy bien. Visitó todos los lugares de interés e incluso fue a ver dos películas, ambas protagonizadas por Joan Crawford, una de sus actrices preferidas. Una se titulaba Gran Hotel, y en ella intervenía también Greta Garbo, y otra se titulaba Lluvia, con Joan Crawford y Walter Huston. Se habían estrenado el año anterior, pero ella no había tenido ocasión de verlas. Salió tan entusiasmada de los cines que, al día siguiente, fue a una sesión matinal de Ley de divorcio, protagonizada por Katherine Hepburn.

Callejeó sin cesar y admiró los escaparates de las tiendas. Lo que más lamentó fue no poder entrar en El Morocco, inaugurado hacía un año y medio, y sobre el que Annie le había contado cosas muy divertidas. Su hermana visitó el local durante el viaje de luna de miel y, al parecer, todo el decorado era a base de rayas de cebra y los representantes de la alta sociedad lo frecuentaban a diario, bebiendo y bailando hasta altas horas de la madrugada. Había mujeres bellísimas vestidas con fabulosos trajes de noche, y hombres apuestos y románticos. A Audrey le hubiera gustado ver el ambiente, pero no hubo manera. No conocía a nadie en Nueva York y no le hubiera pasado por la cabeza ir sola aunque le hubieran permitido entrar.

Paseó por las calles, sorprendiéndose de la elegancia de las mujeres y del estilo que tenían los hombres. San Francisco se le antojaba muy provinciano en comparación y así se lo dijo a Annabelle cuando la llamó.

– Qué suerte tienes, Aud. Daría cualquier cosa por estar contigo.

– Aquí llevan unos sombreritos deliciosos y unos vestidos elegantísimos.

Ambas sabían que los «sombreritos divertidos» eran el último grito de la moda aquel año, pero el hecho de verlos por docenas en las cabezas de todas las mujeres constituía un espectáculo incomparable. Todo era mucho más vivo y emocionante que en California. Audrey se alegró de haberse escapado del aburrimiento de San Francisco, aunque fuera por poco tiempo. -¿Fuiste a El Morocco?

– Pues claro que no -contestó Audrey, soltando una carcajada-. Es imposible. Aquí no conozco a nadie que pueda llevarme.

– A mí me han dicho que a las mujeres guapas y bien vestidas las dejan entrar.

Audrey también lo había oído decir. Era la única manera de mantener el local lleno durante la Depresión. Dejaban entrar a la gente bien vestida para que en el local hubiera ambiente y los habituales lo siguieran frecuentando.

– No creo que pudiera llegar muy lejos sin acompañante.

Lo dijo sin ningún pesar y Annabelle se encogió de hombros desde el otro extremo de la línea. Era una estupidez que Audrey viajara sola como una anciana.

– Puede que sea mejor, Aud -dijo Annabelle al fin, exhalando un profundo suspiro.

No dijo más, pero, por el tono de su voz, Audrey creyó adivinar que Harcourt le habría hecho alguna de las suyas.

– ¿Todo bien por allí? -preguntó Audrey, recordando con afecto a su hermanita. Para ella, Annabelle todavía era una niña-. ¿Ocurre algo?

Parecía una tigresa dispuesta a defender a su cría, pero Annabelle negó que pasara nada y Audrey quiso creerla.

– Estamos bien. Lo que ocurre es que todo es tan difícil sin ti. Yo no sé hacer bien las cosas y…

Había lágrimas en los ojos de Annabelle, pero, afortunadamente, Audrey no podía verlas.

– Lo haces todo muy bien. Ten un poco de paciencia. No se pueden aprender las cosas de la noche a la mañana.

– Harcourt cree que sí – dijo Annabelle con tristeza.

– Los hombres no entienden nada -Audrey sonrió-. Fíjate en el abuelo. Lo estás haciendo muy bien. Te las arreglas estupendamente con el pequeño Winston.

Así era, en efecto. Annabelle parecía una niña que jugara con un muñeco.

– Tengo tanto miedo de fallar en algo…

– Eso no ocurrirá -dijo Audrey, interrumpiéndola-. Tú eres su madre y sabes lo que le conviene -pensó en lo cara que le iba a salir la llamada. Llevaba tan sólo los cinco mil dólares del dinero que sus padres le dejaron al morir y le tenían que durar para todo el viaje-. Será mejor que te deje ahora, cariño. Te llamaré antes de zarpar.

– ¿Cuándo sales?

– Dentro de dos días.

Audrey sabía que su hermana no la envidiaba. Se mareaba mucho en las travesías de ida y vuelta a Hawai, y ahora le seguía ocurriendo lo mismo. Harcourt dijo que, durante el viaje de luna de miel, no salió para nada de su camarote del lie de Trance. Sin embargo, se recuperó inmediatamente una vez en París. Chanel, Patou, Vionnet: lo recorrió todo y se gastó una fortuna.

– Cuídate mucho y dale recuerdos al abuelo.

– Nunca me llama -gimoteó Annabelle.

– ¡Pues llámale tú, mujer! -dijo Audrey, hastiada. A Annie jamás se le ocurría ir hacia los demás. Siempre esperaba que todo el mundo fuera hacia ella-. Ahora te necesita.

– De acuerdo, le llamaré. ¡Y llámame si te decides a ir a El Morocco!

Audrey se rió para sus adentros mientras colgaba el teléfono. Cuan distintas eran la una de la otra. A Annie no le hubiera gustado lo más mínimo el viaje que ella pensaba efectuar por Europa. Chanel y Patou no figuraban en su itinerario. Tenía otras cosas más importantes que hacer. En cuanto subió a bordo del trasatlántico, sintió que el corazón se le desbocaba. Contempló las cuatro chimeneas del Mauretania y comprendió que sus sueños se estaban haciendo realidad. Olvidó incluso los álbumes de su padre. Cuando se instaló en su camarote de la cubierta A, sólo pudo pensar en sus viajes, en sus aventuras, en sus planes. Nadie acudió a despedirla, claro, pero ella subió arriba cuando zarparon y contempló cómo el buque se iba alejando lentamente del muelle mientras los pasajeros arrojaban serpentinas y confetis y llamaban a los amigos que se encontraban en tierra. La sirena del barco ahogó todos los restantes sonidos. A su lado, Audrey vio a una joven pareja tomada del brazo; ella, llevaba un precioso vestido de seda rosa y uno de aquellos sombreritos tan graciosos. Tenía el cabello tan negro como el ala de un cuervo, unos grandes ojos azules y una tez marfileña. Calzaba unos zapatos de lino con tiras cruzadas ribeteadas de oro y, cuando saludó a alguien del muelle, Audrey pudo ver una pulsera de brillantes. Cuando la sirena del barco cesó de sonar, oyó su risa y después la vio besar al hombre que la acompañaba. Éste vestía pantalones blancos de hilo, una chaqueta azul marino y un sombrero ladeado sobre un ojo. Paseaban tomados del brazo, riéndose y deteniéndose de vez en cuando para darse un beso. Audrey se preguntó si estarían en viaje de luna de miel y no le cupo duda de que sí cuando los vio, más tarde, bebiendo champán en el bar antes de la cena. Vio que la miraban"y aquella noche ella los miró a su vez desde el otro extremo del comedor. La mujer lucía un espectacular traje de noche muy escotado y el marido iba de esmoquin. Audrey vestía un traje de raso gris que súbitamente le pareció mucho menos sofisticado que cuando se lo compró en San Francisco, hacía unos meses. Pero le daba igual porque lo que más la divertía era mirar a la gente. Al terminar la cena, se echó sobre los hombros la chaqueta de zorro plateado y salió a cubierta. Allí les volvió a ver, besándose a la luz de la luna tomados de la mano. Se sentó en una silla de cubierta y contempló la luna. Sonrió al verlos pasar otra vez y se sorprendió cuando ellos se detuvieron y la mujer le dirigió una sonrisa.

– ¿Viaja sola? -le preguntó sin ningún preámbulo. Sus ojos eran bellísimos y más parecían brillantes azules que zafiros.

– Sí -contestó Audrey, sintiéndose súbitamente muy tímida.

Una cosa era soñar con las aventuras y otra muy distinta emprender sola un viaje, conocer nuevas gentes y tenerles que dar explicaciones. Se sintió muy torpe cuando aquella joven tan exquisitamente vestida se acercó a ella.

– Me llamo Violet Hawthorne y éste es mi marido, James.

Hizo un gesto con la misma mano en la que había lucido una pulsera de brillantes, sólo que ahora llevaba una sortija con una enorme esmeralda y una pulsera a juego. La joven no le explicó a Audrey, sin embargo, que «James» era, en realidad, lord James Hawthorne y que ella era lady Violet, marquesa de nacimiento. Parecía una persona muy sencilla y natural. El marido se acercó para saludar a Audrey y reprender cariñosamente a su mujer por ser tan entrometida, aunque se veía a las claras que estaba muy enamorado de ella y no podía quitarle los ojos de encima.

– ¿Están en viaje de luna de miel? -preguntó Audrey, sin poder resistir la curiosidad.

– ¿Eso parece? -replicó Violet, echándose a reír al pensarlo-. Qué espanto… Esta mirada de ansiedad que le dice a todo el mundo que estás deseando irte a la cama. Qué tremendo, cariño… -Audrey se ruborizó ante la franqueza de las palabras de Violet-. Pues la verdad es que llevamos seis años casados y tenemos dos hijos que nos esperan en casa. No, nos hemos tomado simplemente unas vacaciones. James tiene un primo en Boston y a mí me apetecía ir a Nueva York porque la ciudad está preciosa en esta época del año. ¿Es usted de Nueva York?

Sonrió al preguntarlo, sin darse cuenta de lo guapa que estaba con su traje de noche blanco, la estola de armiño y las esmeraldas brillando bajo las luces del barco. A su lado, Audrey se sentía una palurda.

– En realidad, soy de San Francisco.

Lady Violet arqueó las cejas. Tenía un rostro muy expresivo y parecía más o menos de la misma edad que Audrey.

– ¿De veras? ¿Nació usted allí?

Le encantaba hacer preguntas y su marido solía regañarla por ello.

– ¿Quieres dejar de interrogar a la gente, Vi?

Sin embargo, los norteamericanos eran extremadamente tolerantes con ella y contestaban con mucho gusto a todas sus preguntas.

– A mí no me importa -terció Audrey mientras lady Violet se disculpaba.

– Lo siento. James tiene razón. Tengo la mala costumbre de hacer demasiadas preguntas. En Inglaterra, todo el mundo me considera extraordinariamente maleducada. Los norteamericanos lo soportan mejor.

Lady Violet sonrió con picardía y Audrey se echó a reír. -Repito que no me importa. En realidad, nací en las Hawai y me trasladé a los once años a San Francisco de donde eran naturales mis padres.

– Qué interesante -dijo la aristócrata, sinceramente interesada.

Audrey se percató de que aún no se había presentado. Les tendió la mano y, una vez hechas las presentaciones, James la invitó a tomar una copa de champán con ellos. Era un hombre increíblemente apuesto, de lustroso cabello negro, anchos hombros y finas manos aristocráticas. Audrey tuvo que hacer un esfuerzo para no mirarle tanto, pero era tan guapo que mirarle era como ver a un astro de la pantalla. Ambos formaban una pareja encantadora. Lo tenían todo, eran guapos, vestían bien, eran ingeniosos, tenían joyas maravillosas y una soltura envidiable.

– ¿Viaja a Europa a menudo?

Era Violet, que volvía a hacer preguntas; pero, esta vez, James no trató de impedirlo.

– Sólo he estado una vez -confesó Audrey-. Cuando tenía dieciocho años. Fui con mi abuelo. Estuvimos en Londres y en París, y pasamos una semana en un balneario del lago de Ginebra. Después, nos volvimos a San Francisco.

– Probablemente, Evian. Tremendamente aburrido, ¿verdad? – Violet y Audrey se echaron a reír, y James se reclinó en el asiento, sin dejar de contemplar a su mujer. Estaba loco por ella, pensó Audrey, recordando con tristeza a su hermana. Así debería ser el matrimonio, dos personas que se quieren y tienen las mismas aficiones, no dos desconocidos preocupados tan sólo por el efecto que ejercen en los demás. Preferiría quedarse soltera toda la vida o esperar hasta que encontrara a un hombre como aquél. Sin embargo, no envidiaba a Violet en absoluto. Le gustaba verlos juntos-. Mi abuela tenía una vieja casa en Bath. Iba allí a tomar las «aguas» y todos los años me enviaban con ella. La aborrecía con toda mi alma…, sólo que -Violet esbozó una ancha sonrisa, mirando a James- un verano no fue tan horrible como los demás.

– Yo me rompí la pierna cazando en Escocia y me fui allí con mi tía abuela en contra de mi voluntad, aunque reconozco que hubo algunas ventajas. La pequeña lady Vi fue una de ellas…

James dejó la frase sin terminar para que su mujer picara el anzuelo.

– ¿Quieres decir que hubo otras?

– Bueno, una mujercita preciosa en la panadería, si no recuerdo mal, y…

– ¡James, cómo pudiste hacer eso!

Eran la clase de bromas que a Violet le encantaban. Audrey pasó una deliciosa velada con ellos, riéndose, haciendo comentarios jocosos y hablando de California y de los lugares que deseaba visitar una vez estuviera en Europa.

– ¿Cuánto tiempo piensa quedarse, Audrey? -preguntó James, volviendo a llenar las copas con el champán que quedaba en la segunda botella.

– Más o menos, hasta finales de verano. Le prometí a mi abuelo que regresaría entonces. Verá, es que las cosas son un poco complicadas. Vivo con él y tiene ochenta y un años.

– Eso debe ser terrible para usted, querida amiga -dijo James.

Audrey sacudió la cabeza por amor y lealtad y porque, en realidad, siempre le había gustado vivir con él. Sólo que ahora necesitaba cambiar un poco de aires durante algún tiempo.

– Es un hombre maravilloso y la verdad es que nos llevamos muy bien -contestó la joven sonriendo-, aunque a primera vista no lo parezca. Discutimos constantemente sobre política.

– Eso es bueno para la salud. Yo siempre discuto con el padre de Vi. Nos divertimos muchísimo. -Los tres se rieron alegremente. En una sola noche, se habían convertido en íntimos amigos-. Ahora, cuéntenos sus planes.

– Bueno, primero Londres y después París. Más adelante, me gustaría trasladarme por carretera a la Costa Azul…

– ¿Por carretera? – preguntó James, asombrado. Audrey asintió en silencio-. ¿Usted sola o con un chófer?

– Habla usted como mi abuelo -dijo Audrey sonriendo-. Aunque le parezca extraño, soy una conductora excelente.

– Aun así…

James no parecía considerarlo muy conveniente. – No seas tan anticuado -dijo Violet, agitando la mano en la que llevaba la esmeralda-. Estoy segura de que lo hará muy bien. Y después, ¿adonde?

– Aún no lo sé muy bien. Pensaba pasar algún tiempo en la Costa Azul y luego trasladarme a Italia en tren o por carretera. Quiero ir a Roma, a Florencia, a Milán… -vaciló un instante, pero sus nuevos amigos no parecieron percatarse de ello-, y después, si tengo tiempo, podría pasar unos días en Venecia, regresar en tren a París y, desde allí, a casa.

– ¿Y piensa hacerlo todo antes de septiembre?

– Lo que pueda. Hay otros viajes que también quisiera hacer, pero sé que no tendré tiempo. Me hubiera gustado ir a España, quizá a Suiza, Austria, Alemania…

La India, el Japón, China, pensó, riéndose para sus adentros. La atraía el mundo en su totalidad. Era como una gigantesca manzana y ella hubiera querido devorarla a mordiscos, corazón incluido.

– No creo que tenga tiempo de hacer ni la mitad -dijo James con expresión dubitativa mientras Violet miraba a Audrey, intrigada.

– ¿Y lo hará todo sola? -preguntó Violet. Audrey asintió-. Es usted muy valiente, ¿sabe?

– No lo creo. Simplemente… -Audrey los miró con candor-, siempre quise hacerlo. Mi padre tenía esta misma afición. Viajó por todo el mundo hasta que, al fin, terminó en Hawai, pero una vez en que viajaba de las Fidji a Samoa y Bora-Bora… Creo que lo llevo en la sangre. Toda mi vida quise viajar, conocer gentes, hacer cosas. Y ahora, aquí estoy.

Miró alegremente a sus nuevos amigos y lady Violet extendió los brazos y la estrechó con simpatía.

– Es usted una chica muy divertida. Y extraordinariamente valerosa. Yo no creo que tuviera el valor de hacer todo eso sin James.

Éste la miró con benevolencia. Estaba deseando acostarse con su mujer y muy pronto Audrey y sus aventuras estarían de trop. Sólo tenía ojos para su esposa.

– ¿Lo pasa bien, de momento?

– Pues sí -contestó Audrey, sonriendo. Intuyó el creciente interés de James por su mujer y decidió retirarse porque, de todos modos, ya era muy tarde y había sido una jornada muy larga para todos. Se levantó y volvió a estrechar las manos de sus nuevos amigos-. Ha sido una velada encantadora. Gracias a los dos. Y gracias también por el champán.

– ¿Y si mañana hiciéramos algo maravilloso? ¿Le parece que almorcemos juntos? -preguntó Violet.

– Me encantará -contestó Audrey-. Hasta mañana, pues.

Les dejó conversando animadamente y se fue a su camarote de la cubierta A. Se divirtió mucho porque no esperaba encontrar a unas personas como aquéllas. En el transcurso de la velada, Violet le dijo que ella tenía veintiocho años y James treinta y tres. Tenían un hijo de cinco años que también se llamaba James y una niña de tres que se llamaba Alexandra. Vivían en Londres todo el año y tenían una casa en el campo. Los veranos los pasaban en Cap d'Antibes. Llevaban una indolente vida de lujos y, sin embargo, no eran altaneros ni engreídos. Eran, por el contrario, simpatiquísimos y, al día siguiente, Audrey esperó con ansia el momento de almorzar con ellos. Al final, los tres pasaron juntos casi toda la travesía. Se convirtieron en un trío inseparable; reían, bailaban, bebían champán, contaban historias, hacían comentarios sobre los demás pasajeros y les invitaban, de vez en cuando, a reunirse con ellos. El trío alcanzó un éxito extraordinario y Audrey se convirtió en íntima amiga de los Hawthorne. La víspera de la llegada fue un poco triste para los tres.

– ¿Vendrás a Cap d'Antibes con nosotros? -preguntó Violet-. Te lo pasarías muy bien. Nosotros siempre nos divertimos mucho porque hay por allí una gente estupenda.

Entre sus amigos preferidos, figuraban naturalmente los Murphy, Gerald y Sara, que daban interminables fiestas, bailes de disfraces y tenían intrigantes amigos. Hemingway había estado allí con ellos una vez, así como el escritor Fitzgerald, Picasso, el novelista John Dos Passos, etcétera. Sin embargo, lo mejor de todo eran los propios Murphy. Los Hawthorne los apreciaban muchísimo y se alegraban de contarse entre sus amigos.

– Ven, mujer -dijo Violet, mirándola con ojos suplicantes. Audrey estuvo tentada de decirle que sí-. De todos modos, piensas viajar al sur de Francia. Organízate las cosas de manera que puedas pasar allí un poco más de tiempo.

– Eso, algo así como dos meses -terció James, riéndose-. ¿Sabes, Audrey? El hermano de Violet estuvo con nosotros siete semanas el año pasado y se divirtió muchísimo -añadió. Después, frunciendo el ceño en gesto de fingida preocupación, le preguntó a su mujer-: No volverá este año, ¿verdad, lady Vi?

– Vamos, James, no empieces otra vez, sabes muy bien que sólo estuvo un par de semanas en julio. Y este año sólo podrá quedarse unos días. Contamos contigo -añadió Violet, dirigiéndose a Audrey-. Estaremos allí hacia el dos o tres de julio. Ven sin más.

– Lo haré -prometió Audrey.

De súbito el verano le pareció mucho más emocionante. Descubriría un mundo completamente nuevo en todos los personajes de Antibes que le habían descrito y las aventuras que compartiría con ellos. Aquella noche, tendida en la litera de su camarote, lo pensó una y otra vez. Un fin de semana en Saint-Tropez, jugar a la ruleta en Monte Cari', tal como decía Vi en un impecable, pero irreverente francés, Cannes, Niza, Villefranche… De sólo pensarlo se emocionaba. Permaneció en vela hasta bien entrada la noche, agradeciéndole a su buena estrella aquel encuentro.

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