El reencuentro de Audrey con Annabelle no fue exactamente lo que la primera esperaba. Sabía que su hermana estaba enojada con ella por su ausencia, pero ignoraba el alcance de su furia. Las cosas habían cambiado mucho en un año, mucho más de lo que Audrey podía imaginarse. Annabelle se enteró de la aventurilla de Harcourt en Palo Alto y de sus dos aventuras posteriores con íntimas amigas de ella. Entre ambos se había declarado una guerra feroz. La propia Annabelle tuvo asimismo una aventura, tal como se lo contó a su hermana con la mayor naturalidad mientras ambas tomaban una copa en el salón del abuelo. La prohibición ya había terminado y todo el mundo bebía ahora sin recato. A Annabelle le encantaba salir a almorzar con sus amigas y tomar bebidas alcohólicas en abundancia. Audrey la observó asombrada. Se movía como una gata nerviosa, bebiendo sin cesar mientras hablaba del hombre con quien se había acostado.
– ¿Qué te ha ocurrido, Annie? ¿Tan desdichada eres con Harcourt? -preguntó Audrey.
Era una pena, pensó. A ella, Harcourt nunca le había sido simpático, pero Annabelle lo eligió y ambos tenían ahora dos hijas.
– ¿Crees que las cosas se arreglarán?
– Tal vez -contestó Annabelle, encogiéndose de hombros.
Lucía un elegante vestido y llevaba siempre prendas muy caras. Era su manera de vengarse de Harcourt: gastarse todo su dinero.
– ¿Cómo está la niña?
– Se pasa el día llorando.
Annabelle miró a Audrey y ésta vio en los ojos de su hermana algo que no le gustó, pero que no pudo identificar por el momento. Era como si hubiera cambiado radicalmente
en sólo un año, convirtiéndose en una niña mimada y perversa. Toda su dulzura había desaparecido como por ensalmo.
– Siento no haber llegado a tiempo para ayudarte, Annie – dijo Audrey con toda sinceridad.
– Ya. -Annabelle esbozó una sarcástica sonrisa-. Tengo entendido que tú tampoco lo pasaste del todo mal por aquellas tierras.
– ¿Y esas palabras qué significan? -preguntó Audrey, molesta ante la hostilidad de su hermana.
– Muriel Browne me dijo que te estabas tirando a un tipo en Shangai.
– Qué simpática.
– ¿Es cierto? -los ojos de Annabelle brillaron cruelmente mientras Audrey negó con la cabeza. No en la forma en que ella lo describía, por lo menos. No se «tiraba a un tipo», sino que estaba con el hombre al que amaba.
– No, no lo es.
– Pues algo habrás estado haciendo por allí porque yo no me creo este cuento de los huérfanos.
– Lo lamento mucho, Annabelle, porque eso es precisamente lo que hice.
– ¿De veras? -Annabelle entornó los ojos, sin dejar de mirar a su hermana-. A lo mejor, estabas harta de tus responsabilidades aquí y nos mandaste a todos a paseo. Debías pensar que el abuelo se moriría y tú podrías recibir la herencia cuando volvieras. Mala suerte, porque aún está vivo, y yo también. Si crees que yo cuidaré de él en tu lugar, estás muy equivocada.
Audrey se levantó horrorizada al escuchar esas palabras.
– ¿Qué te ocurre? ¿Qué te ha pasado en el transcurso de este año? ¿Qué ha sido de la Annabelle que yo conocía? -preguntó.
' Se acercó a su hermana y tuvo que hacer un esfuerzo para no sacudirla por los hombros.
– He crecido, eso es todo -contestó Annabelle, mirando con indiferencia a la hermana que, en su opinión, la había abandonado.
No le bastaba con que ésta le hubiera consagrado catorce años de su vida. Ella quería más, pero Audrey no estaba dispuesta a dárselo. Ya era hora de que asumiera sus propias responsabilidades, aunque no de aquella forma. Annabelle se estaba convirtiendo en una prostituta, en una mala esposa, en una madre pésima y en una ingrata.
– Yo a eso no lo llamo crecer. Es repugnante. Piensa bien en lo que haces, Annabelle. Estás a punto de destruir tu matrimonio y de causar probablemente un grave daño a tus hijos.
– ¿Y tú qué sabes de eso, señorita Virgen Eterna? ¿O es que eso también ha cambiado?
Audrey sintió deseos de estrangularla, pero, en aquel momento, entró el abuelo y salvó la situación. El anciano percibió la opresiva atmósfera y, en un intento de disiparla, le preguntó a Annabelle si había visto a Molly.
– Y ésa, ¿quién es? -replicó Annabelle, mirando perpleja a su hermana.
– Mi hija -contestó Audrey, mirándola con mal disimulada furia.
– ¡Cómo!
El grito de Annabelle se pudo oír en toda la casa.
– Yo no la llamaría exactamente así, Audrey -dijo el abuelo, reprimiendo a duras penas la risa.
– Pues lo es de verdad -dijo Audrey, mirándole con dureza.
– ¿Dónde está? -preguntó Annabelle sin dar crédito a sus oídos.
Subió como una exhalación al piso de arriba y descubrió a la pequeña de ojos almendrados durmiendo plácidamente en la cunita que Audrey había colocado junto a su cama. Bajó de nuevo al salón y dijo:
– Vaya, pues, entonces Muriel Browne tenía razón… ¡Y encima te acostabas con un chino! -añadió, mirando a su hermana con expresión burlona.
– Muriel Browne no tenía razón, Annabelle -le explicó Audrey-. Mai Li era una de las huérfanas que yo cuidaba.
– Ya, ya -dijo Annabelle, tomando a broma la presunta deshonra de su hermana mientras se arreglaba el sombrero ante el espejo.
– ¿Por qué me odias tanto, Annabelle? ¿Qué te he hecho? -preguntó Audrey.
– Me abandonaste -contestó su hermana menor, girando en redondo para mirarla-, eso es lo que hiciste. Me dejaste con la casa, los niños, las criadas, destrozaste nuestras vacaciones y mi vida… Incluso destrozaste mi matrimonio.
– ¿Y cómo he podido yo hacer todo eso?
– Te fuiste sin más y te importó un bledo que yo estuviera embarazada y necesitara tu ayuda. Pero todo eso, ¿qué importa ahora?
– Para mí tiene mucha importancia, Annie -dijo Audrey, apenada-. Cuando me fui de aquí, tenía una hermana. Ahora, por lo que veo, ya no la tengo. Pensaba que éramos lo suficientemente amigas como para que tú comprendieras mi necesidad de irme durante cierto tiempo. Las responsabilidades de que tú hablas no son de mi incumbencia, sino de la tuya.
Sin embargo, Annabelle no lo veía así.
– Antes no lo eran.
– Ahí está. Ya es hora de que aprendas a gobernar tu vida. Harcourt lo quiere.
– Que se vaya al diablo Harcourt -dijo Annabelle, apurando su copa y volviéndose a mirar a Audrey mientras se dirigía hacia la puerta-. Pensándolo bien, tú también te puedes ir al diablo. Te importé un bledo mientras estuviste fuera y ahora tú también me importas un bledo a mí.
Cuando Annabelle se fue dando un portazo, Audrey se preguntó si su hermana la habría querido de verdad alguna vez. Después subió lentamente a su habitación para ver a Molly, mientras el abuelo la miraba con tristeza.