CAPITULO XV

El tiempo, en Harbin, era cada vez más frío hasta el punto de que no se podía dejar fuera ni la leche ni el agua ya que se quedaban inmediatamente congeladas. Los niños casi nunca salían y Audrey no recordaba haber padecido jamás tanto frío. Pasó noviembre y llegó diciembre sin que las monjas hubieran aparecido. Charles tenía razón. Aquello no era como los Estados Unidos. Nada se desarrollaba según el programa previsto.

Los japoneses se presentaron varias veces para examinar el pasaporte de Audrey y preguntarle cuánto tiempo pensaba quedarse. Ella cada vez les contestaba lo mismo: «Cuando lleguen las monjas». Con ello se daban por satisfechos y la dejaban en paz, aunque uno de ellos le había echado el ojo a Ling Hwei, pese a la dura reprimenda de un compañero suyo. Tras aquel incidente, los japoneses no volvieron, pero la niña se puso colorada como un tomate cuando Audrey le aconsejó que tuviera cuidado. Al principio, Ling Hwei llevaba ropas muy holgadas hasta que un día Audrey observó que empezaba a engordar. En diciembre, la niña le confesó lo ocurrido, suplicándole con lágrimas en los ojos que no le dijera nada a su hermana, a pesar de que el secreto no podría permanecer oculto durante mucho tiempo. Se había acostado con el soldado japonés en junio o tal vez en mayo, lo cual significaba que el niño nacería en febrero o marzo, pensó Audrey exhalando un suspiro. Esperaba que las monjas ya estuvieran allí para entonces. Le había escrito media docena de cartas a Charles en el transcurso de los dos últimos meses y, asimismo, una larga misiva a su abuelo, pidiéndole perdón y prometiéndole no volver a hacerlo nunca más al tiempo que le daba las gracias por haberle concedido permiso para viajar. Estaba segura de que con ello se habían colmado todas las ansias de su corazón. Mientras escribía a su abuelo, Audrey se preguntó cuándo volvería a reunirse con Charles, aunque estaba segura de que la dicha que ambos compartieron mientras atravesaban Persia y el Tíbet, Turquía y China, jamás volvería a repetirse. Hasta cierto punto, su comportamiento había sido escandaloso y la hubiera podido marcar con fuego para siempre; sin embargo, confiaba en que los Browne no dijeran nada. En aquellos instantes, todo le daba igual y sólo podía pensar en Charlie. No se arrepentía de nada. Sabía que era el único hombre al que jamás podría amar y tenía la íntima certeza de que ambos volverían a reunirse aunque el problema pareciera de momento insoluble. El solo hecho de pensar en Charlie le alegraba el corazón y la llenaba de optimismo en aquel crudo invierno manchú. Todavía llevaba su anillo en el dedo.

Se percató con sólo dos días de adelanto de que ya estaban en Navidad y, al llegar la Nochebuena, les cantó villancicos a los niños. Ling Hwei y Shin Yu sólo conocían Noche de paz y algún que otro villancico francés, pero, aun así, los chiquillos las contemplaron extasiados mientras cantaban. Aquella noche, Audrey los arropó en sus camitas, los acarició dulcemente y les dio a cada uno un beso maternal. Tres de ellos tenían mucha tos desde hacía varias semanas. Audrey estaba muy preocupada porque hacía mucho frío y no tenía ningún medicamento que darles. A dos se los llevó a su cama aquella noche para darles calor con su cuerpo. A la mañana siguiente, uno ya estaba mejor, pero el otro tenía los ojos enrojecidos y el aspecto apagado y no respondía cuando Ling Hwei le hablaba. Esta acudió presurosa a decírselo a Audrey.

– Creo que Shih Hwa está muy malito. ¿Llamamos al médico?

– Sí, sí -contestó Audrey.

La presencia de Ling Hwei le era muy útil a pesar de su corta edad. Ling Hwei amaba ilimitadamente a su hermana, a todos aquellos huérfanos y ahora también a Audrey, a quien regaló por Navidad el único tesoro que tenía, un pañuelo delicadamente bordado que había pertenecido a su madre. Audrey se conmovió profundamente y abrazó a la niña. A veces, se alegraba de haberse quedado. Se había comprometido con aquellos niños y viviría o moriría con ellos hasta que llegara la prometida ayuda. Sin embargo, no pensaba en ella en aquel momento, sino en Shih Hwa, el cual respiraba afanosamente y estaba muy pálido. Tenía tanta fiebre que ni siquiera respondía cuando le llamaban por su nombre. Mientras aguardaba la llegada de Shin Yu con el médico, Audrey le aplicó en la frente nieve envuelta en toallas. No quiso que fuera Ling Hwei por temor a que se cayera y se lastimara.

Shin Yu tardó una eternidad en regresar acompañada de un hombrecillo muy viejo de luenga barba, tocado con un extraño sombrero. Éste hablaba en un dialecto que Audrey no había oído jamás y ambas hermanas le escuchaban en silencio sin levantar los ojos del suelo ni una sola vez. Cuando el médico se fue, las niñas se echaron a llorar y, ante la insistencia de Audrey, Ling Hwei contestó:

– Dice que Shih Hwa morir antes de mañana.

Audrey se enfureció ante los pocos conocimientos de aquel presunto «médico». Al poco rato, se puso la chaqueta y las botas y salió dispuesta a encontrar al mejor médico ruso que hubiera en la ciudad. Sin embargo, al llegar a su casa, le dijeron que había salido. Le recordaron que era Navidad. Audrey les suplicó que le enviaran al orfanato en cuanto volviera. Pero el médico no fue. La muerte de los niños chinos carecía de la menor importancia para nadie más que para sus padres y, en aquel caso concreto, para Ling Hwei, Shin Yu, Audrey y los niños que eran lo suficientemente mayores como para comprender la situación. Aquella noche Shih Hwa murió entre los brazos de Audrey. Esta le lloró como si hubiera sido su propio hijo. Otros cuatro niños murieron en cuestión de dos semanas, probablemente de difteria. Audrey no podía hacer nada, ni siquiera proporcionarles el vapor necesario para fluidificar las mucosidades que les asfixiaban.

Ya sólo quedaban dieciséis niños, incluidas Ling Hwei y Shin Yu, lo cual significaba que, en realidad, eran catorce puesto que las dos niñas mayores ayudaban mucho en las tareas de la casa. Todos se pusieron muy tristes tras la muerte de dos niños y tres niñas, todos menores de cinco años. Cuando el menor, de apenas un año, murió entre los brazos de Audrey, ésta se desesperó al pensar en el hijo de Ling Hwei. ¿Qué iba a hacer aquella muchacha con un hijo medio japonés? Los hijos se solían vender a cambio de un saco de harina. Ling Hwei era apenas una niña y no aparentaba más de nueve o diez años. Era frágil y delicada, de estrechas caderas y manos menudas. Era muy aficionada a las bromas y siempre hacía reír a los demás cuando estaban tristes o hambrientos. Se le daban muy bien los idiomas y, de la misma manera que aprendió el francés con las monjas, ahora aprendía el inglés con Audrey, y hablaba, además, varios dialectos e incluso el japonés, tal como Audrey pudo comprobar cuando los japoneses visitaron de nuevo el orfanato. Sin embargo, ella no quería reconocerlo por temor a que la consideraran una traidora. Se lo enseñó el muchacho que había engendrado a su hijo. Le conoció en primavera y él acudía a menudo a visitarla en el orfanato. Las monjas le tenían simpatía porque era muy amable y les llevaba gallinas. Incluso la cabra había sido un regalo suyo. Tenía diecinueve años y Ling Hwei sabía que la amaba. Pero lo enviaron a otra parte en julio, cuando ella aún no sabía que estaba embarazada. Ahora no tenía ni idea de dónde estaba y no había vuelto a tener noticias suyas, como tampoco las había tenido Audrey de Charles desde que éste se marchara en octubre. Habían transcurrido varios meses y Audrey estaba preocupada aunque sabía que las cartas podían tardar mucho. Sólo recibió una de su abuelo, que se mostraba muy enojado con ella, aunque no quería prohibirle que regresara a casa por temor a que su nieta le tomara la palabra. Mientras leía la carta, Audrey casi pudo oír la voz del anciano temblando de furia. Estaba segura de que la vacilante escritura se debía a la cólera y no a la mala salud. Le contestó con una carta compungida, en la que le prometía volver a casa en cuanto llegaran las monjas. Envió otro telegrama a Francia después de Navidad, preguntando cómo estaba la situación. Aún no había recibido respuesta. Debían pensar que se impacientaba sin motivo ya que, probablemente, aún no habrían recibido noticias de las dos monjas que sin duda habrían enviado. Audrey sabía muy bien lo difícil que era atravesar China en invierno. Jamás había pasado tanto frío como aquel invierno en Manchuria. No permitía que Ling Hwei saliera de casa por temor a que el intenso frío fuera malo para el niño que iba a nacer. La muchacha ya no podía ocultar su estado y, cuando Shin Yu le preguntó qué ocurría, Ling Hwei le contestó que el niño era un regalo de Dios como el Niño Jesús de que hablaban las monjas, y la pequeña se quedó muy impresionada. Más tarde, Ling Hwei le preguntó a Audrey si había hecho una cosa terrible al decirle eso a su hermana.

– Puede que algún día no lo crea, Ling Hwei, pero supongo que, de momento, te ayudará a salir del paso -contestó Audrey sonriendo.

En cierto modo, envidiaba a Ling Hwei. A veces, lamentaba no tener un hijo de Charles. Se encontraba en un lugar tan remoto que las convenciones de la sociedad de la que procedía carecían para ella de la menor importancia. Noche tras noche, tendida en la cama de la monja, recordaba las noches, los días y las risas que ambos habían compartido…, el interminable viaje y el descubrimiento de las bellezas de Pekín, los días felices en el Orient Express y las apasionadas noches de amor en el Pera Palas. Qué lejos se le antojaba todo ahora y qué sola se sentía sin él.

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