CAPITULO III

A pesar de las tres semanas que pasó en la casa de verano que tenían los Driscoll en el lago Tahoe, Audrey consiguió tenerlo todo a punto para Annabelle y Harcourt cuando éstos regresaron a finales de septiembre. En la preciosa casa de piedra que Harcourt había comprado les aguardaba un reducido, pero eficiente equipo de sirvientes. Las habitaciones se habían pintado en los colores que quería Annabelle, los muebles estaban en su sitio, el automóvil ya había sido entregado y Audrey se había encargado incluso de que lo pusieran en marcha de vez en cuando para que la batería no se apagara.

– Desde luego, tu hermana sabe llevar una casa, ¿eh? -comentó Harcourt al día siguiente de su vuelta.

Annabelle le miró sonriendo. Se alegraba de que estuviera contento. Temía que se enojara con ella por dejarlo todo en manos de Audrey, pero, si ésta lo sabía hacer tan bien, ¿por qué no hacerlo? Harcourt estaba de acuerdo. Sin embargo, justo en aquel momento, en California Street, nadie alababa las cualidades domésticas de Audrey. El abuelo se quejaba de que los huevos estaban demasiado cocidos, de que el té era una porquería y de que hacía varias semanas que no desayunaba a su gusto. Tenían una nueva cocinera y Edward Driscoll despotricaba, diciendo que no era tan buena como la anterior.

– ¿Es que no puedes encontrar una cocinera como es debido para esta casa? ¿Tengo que comer así el resto de mi vida o acaso quieres matarme?

Audrey reprimió una sonrisa al oír esa parrafada. El abuelo le repetía cada día lo mismo y no habría más remedio que buscarle una sustituía a la cocinera que él tanto aborrecía. Aquella mañana, Audrey estaba mucho más preocupada por algo que acababa de leer en el periódico. El salario medio semanal había bajado a menos de diecisiete dólares de los veintiocho que era hacía apenas tres años, y en todas partes había cientos de parados que hacían cola en los puntos de distribución gratuita de alimentos. Cinco mil bancos habían quebrado, más de ochenta mil industrias habían cerrado y otras tantas personas se habían suicidado. La situación del país era cada vez más desastrosa. Y las estadísticas del periódico de la mañana eran aterradoras. El producto nacional bruto había bajado a la mitad de su nivel de hacía tres años. Audrey frunció el ceño y tomó un sorbo de café.

– Yo no sé cómo eres capaz de ignorar lo que está pasando, abuelo.

Estaba furiosa con él y con lo que le ocurría al país y con su constante defensa de Herbert Hoover.

– Si dedicaras más atención a lo que ocurre en esta casa y un poquito menos a los asuntos del mundo, tendríamos una cocinera más competente y yo podría desayunar como Dios manda.

– La mayoría de la gente ni siquiera desayuna. ¿Acaso no lo sabes? -Audrey tenía ganas de pelea, pero al abuelo no le importaba. Es más, en su fuero interno, se divertía-. El país va camino del desastre.

– Eso ya hace muchos años que ocurre, Audrey. No es una novedad; y ni siquiera es un problema exclusivo de este país. -Edward Driscoll señaló el periódico con un dedo-. Aquí dice que Alemania está llena de parados y lo mismo sucede en Inglaterra. Ocurre en todas partes. ¿Qué quieres que haga? ¿Que me quede sentado en casa llorando?

Ahí estaba lo malo, nadie podía hacer nada.

– Por lo menos, podrías votar con inteligencia.

– No me gusta eso que tú llamas inteligencia -contestó él, mirándola con rabia.

Cuando se conocieron los resultados de las elecciones y se supo que Roosevelt había derrotado a Hoover, llevándose un sesenta por ciento de los votos, Edward Driscoll se puso hecho una furia y tuvo una acalorada pelea con su nieta. Ambos seguían discutiendo todavía la noche en que Annabelle y Harcourt acudieron a cenar con ellos y se marcharon muy temprano. Annabelle dijo que las conversaciones sobre política le daban dolor de cabeza, pero, en un aparte, consiguió confiarle a Audrey su secreto. Esperaba un hijo para mayo. Audrey se alegró muchísimo al pensar que iba a ser tía. Era extraño, se dijo, mientras subía aquella noche con el abuelo al piso de arriba, oyéndole lamentarse en voz baja de la derrota de Hoover. Sin embargo, en aquellos instantes, no le escuchaba. Sólo pensaba en Annabelle y en su hijo. Annie tendría veintiún años cuando naciera el niño…, veintiún años y todo lo que siempre había querido. Ella, en cambio, a los veinticinco, no tenía nada en absoluto. Empezó a deprimirse cuando llegó la temporada de las lluvias. Incluso los libros que leía le parecían tristes. Sin embargo, el embarazo de Annabelle no le dejaba demasiado tiempo para la tristeza. Tenía un montón de cosas que hacer, comprar la canastilla del bebé, preparar su habitación, contratar a una niñera y encargarse de todo lo que Annie no podía hacer debido a su estado. El día en que el abuelo cumplía ochenta y un años, nació el niño, un saludable y rollizo bebé que no le causó demasiados problemas a su madre. Audrey fue la primera en verles, después de Harcourt, claro, y luego cuidó de que en la casa todo estuviera a punto cuando Annie y su hijo abandonaron el hospital, dos semanas más tarde.

Un día, Audrey se encontraba en el cuarto del niño, doblando un montón de mantitas azules y haciendo un pequeño inventario del nuevo mundo de Winston cuando Harcourt apareció en la puerta.

– Pensé que te encontraría aquí -le dijo, clavando los ojos en los de su cuñada, como si quisiera confesarle algo; Audrey apartó el rostro, confusa. En general, tenían muy pocas cosas que decirse el uno al otro. Audrey trataba, sobre todo, con su hermana-. ¿Nunca te cansas de hacerle las cosas? -preguntó, entrando en la habitación mientras ella dejaba el montón de mantas azules, sacudiendo la cabeza y sonriendo.

– Pues la verdad es que no. Llevo mucho tiempo cuidándome de todo.

– ¿Y piensas seguir haciéndolo siempre? La pregunta era tan extraña como su tono de voz. Al verle acercarse, Audrey se preguntó fugazmente si estaría bebido.

– Nunca lo he pensado. Me gusta cuidarme de las cosas de Annie.

– ¿Ah, sí?

Harcourt enarcó una ceja y se le acercó tanto que Audrey sintió su aliento en el rostro. De repente, él extendió la mano y le acarició una mejilla. Después, le rozó los labios con un dedo y trató de estrecharla en sus brazos. Por un instante, Audrey se desconcertó y no le rechazó; después, se apartó rápidamente para esquivar sus labios, pero éstos le rozaron el sedoso cabello. En el momento en que intentaba escapar, él la asió las muñecas con sus fuertes manos.

– ¡Ya basta, Harcourt!

– No seas mojigata. Tienes veintiséis años, ¿es que piensas interpretar toda la vida el papel de solterona?

Las palabras la ofendieron más que sus manos. Su cuñado le tomó la cabeza y la inclinó hacia un lado para poder besarla. De nada sirvieron las protestas de la joven. Al final, Audrey consiguió rechazarle.

– ¡Ya basta, Harcourt! -Se apartó de él casi sin resuello y se dirigió instintivamente al otro lado de la habitación; la cuna del niño se interponía entre ambos-. ¿Estás loco?

– ¿Acaso es una locura quererte? Hubiera podido casarme contigo, ¿sabes?

Pensó que ojalá lo hubiera hecho, a pesar de su difícil carácter, de sus malditas ideas políticas, de los libros que leía y de su refinada educación. Él le hubiera dado otras cosas en que pensar. Por lo menos, Audrey tenía más temple que su mujer. Ya estaba harto de Annabelle y de sus constantes gimoteos infantiles. Lo que Harcourt necesitaba era una mujer. De las de verdad. Como Audrey.

– Estás equivocado -dijo la joven, mirándole con dureza-. Te casaste con mi hermana y nunca hubieras podido casarte conmigo.

– ¿Por qué no? ¿Te consideras demasiado superior a mí, señorita Sabelotodo? ¿Demasiado inteligente quizá? -Harcourt se enfureció al pensarlo. Le constaba que su cuñada era mucho más inteligente que la mayoría de personas que él conocía, tanto hombres como mujeres, pero esa idea no le gustaba ni un pelo-. No eres más que una mujer que espera al hombre adecuado, cometiste un gran error al rechazarme, Audrey Driscoll.

– Puede que sí. -Audrey reprimió una sonrisa. Su cuñado era un hombre ridículo e indudablemente inofensivo. Lo lamentaba por Annie. De súbito se preguntó si Harcourt se habría dedicado a asediar a otras mujeres pertenecientes a su círculo de amistades. Esperaba que no porque, de lo contrario, en seguida correría la voz-. En cualquier caso, Harcourt, ahora estás casado con Annabelle y tienes un hijo precioso. Te aconsejo que te comportes como un padre de familia, no como un pobre insensato o un don Juan de vía estrecha.

Mirándola con rabia, Harcourt le asió por un brazo desde el otro lado de la cuna.

– Eres una estúpida… -dijo. Y, tras una pausa, habló con la frialdad del hielo-: ¿Sabes que estamos solos en la casa, Audrey? Todos los criados están fuera.

Audrey sintió que un estremecimiento le recorría la columna vertebral. Pero no quería tenerle miedo a Harcourt. Era un pobre idiota y un niño mimado que seguramente no querría hacerle daño ni cometer una tontería. La joven no iba a permitirlo y así se lo dijo en un arranque de ira que obligó a Harcourt a soltarle el brazo de golpe mientras Audrey se alisaba la chaqueta del traje azul oscuro y tomaba el bolso y los guantes de encima de la mesa donde los había dejado.

– No se te ocurra volver a hacerlo, Harcourt. A nadie. Y a mí, todavía menos. -Mirándole con los ojos entornados, Audrey añadió-: Porque, en tal caso, me llevaría a tu mujer y a tu hijo a casa con tanta rapidez que lo ibas a lamentar para toda la vida. No mereces tenerlos aquí, si te portas de este modo. Hazme caso, y medítalo.

De pie en la puerta, le miró muy seria, enojada todavía con él por la estupidez que había cometido.

Harcourt la miró con ojos vacíos y Audrey se percató de que estaba ligeramente bebido, aunque no lo bastante como para disculpar su conducta.

– No sabe amar -dijo Harcourt. Pensó que, a lo mejor, él tampoco, pero intuía que su cuñada sí sabía y que en ella se encerraban muchas cosas que todos ignoraban y que se desperdiciarían tal vez para siempre-. Annabelle es una niña mimada, egoísta e inútil, y tú lo sabes. La culpa la tienes tú por haberla tratado como una chiquilla durante toda la vida.

– Puede que madurara si tú fueras más amable con ella -dijo Audrey, sacudiendo la cabeza.

Harcourt se encogió de hombros y se apoyó en la cómoda, sin dejar de mirar a su cuñada. Se preguntó si le iba a contar a su mujer lo ocurrido, aunque, en realidad, le daba igual. Alguien se lo diría al fin porque había habido otras mujeres. Llevaba algún tiempo tonteando. Desde hacía muchos meses, estaba harto de Annie. No hablaba de otra cosa más que del niño. Incluso se había trasladado a otro dormitorio para estar más cerca de él. Quizás ahora las cosas cambiaran, pero él ya se había acostumbrado a la variedad. Sus pequeñas aventuras con las amigas de su mujer o las esposas de sus amigos daban un poco más de emoción a su vida. Miró a Audrey y decidió herirla en lo más vivo.

– ¿Sabes por qué Annie es tan infantil, Aud? Porque tú la criaste así. Siempre se lo diste todo hecho. Y lo sigues haciendo. Ni siquiera sabe sonarse la nariz sola. Siempre espera que alguien le haga las cosas. Quiere que la cuiden constantemente porque tú la mimaste durante toda la vida, y ahora espera que yo haga lo mismo y nadie puede estar a la altura de lo que tú hiciste. Ni siquiera eres humana. Eres una especie de máquina que gobierna casas, compra cortinajes y contrata sirvientes.

Eran unas palabras duras, pero, en cierto modo, verdaderas. Había mimado a Annabelle desde que sus padres murieron, y tal vez hizo demasiado por ella. Más de una vez había pensado en ello. Pero, ¿qué otra cosa hubiera podido hacer? ¿Dejar que se abriera camino ella sola? No hubiera tenido valor para hacerlo, pobrecilla. A Audrey se le llenaron los ojos de lágrimas al recordar los sollozos de Annabelle cuando sus padres murieron. Fue espantoso para las dos.

– Era muy pequeña cuando nuestra madre murió.

Audrey enderezó los hombros y trató de reprimir las lágrimas como si tuviera obligación de justificarse ante su cuñado. Pero, ¿y si él tuviera razón? ¿Y si hubiera estropeado a Annie para toda la vida? Harcourt la había llamado máquina. Una máquina de comprar cortinajes y contratar sirvientes. ¿Sería cierto? ¿No había en ella el menor rasgo humano? ¿Era así como la veía la gente? En su angustia, olvidó de golpe que él la había visto de muy distinta manera hacía unos momentos. Humana y deseable. La palabra máquina la había herido en lo más profundo de su ser.

– Hace más de catorce años que vuestra madre murió y tú se lo sigues haciendo todo. Fíjate… -Harcourt abarcó con un gesto de la mano los montones de mantas, botitas y jerseys-, lo sigues haciendo, Aud. Ella no hace nada ni para mí ni para sí misma y ni siquiera para el niño. Lo haces todo tú. Es como si me hubiera casado contigo -volvió a mirarla con lascivia y Audrey echó a andar rápidamente por el pasillo para que no volviera a acercársele. No quería forcejear con él y no quiso escucharle mientras bajaba corriendo la escalera que conducía al recibidor. Harcourt la miró desde arriba mientras ella abría la puerta-. Algún día te arrepentirás, Audrey. Algún día te cansarás de mimarla y de cuidar al abuelo y de llevar las casas de todo el mundo menos la tuya propia. Cuando ocurra, avísame. Te estaré esperando.

Audrey le contestó dando un portazo y corrió sin resuello hasta el automóvil; un sollozo estalló de golpe en su garganta cuando puso el vehículo en marcha para dirigirse al Camino Real.

¿Y si Harcourt tuviera razón? ¿Y si toda su vida se redujera sólo a eso? Cuidar al abuelo y a Annabelle. Tenía veintiséis años, y carecía de vida propia, aunque la verdad es que esto no le importaba. ¡Se hallaba siempre tan ocupada! Volvió a experimentar una punzada de angustia al recordar las palabras de su cuñado. Siempre estaba ocupada, comprando cortinajes y contratando sirvientes… y doblando las mantitas infantiles de los demás. Carecía de vida propia. Y, últimamente, ni siquiera disponía de tiempo de cultivar su afición a la fotografía. Llevaba meses sin tocar la cámara, y sus sueños de aventuras y viajes seguían esperando. ¿Por qué? ¿A qué esperaba? ¿A que muriera el abuelo? ¿Y si viviera quince o veinte años más? Podía vivir hasta los cien años. Su tatarabuelo vivió hasta los ciento dos y sus bisabuelos hasta los noventa y tantos. Enton-ees, ¿qué? ¿Cuántos años tendría ella? Habría desperdiciado media vida y el pequeño Winston ya sería mayor. Por primera vez en toda su existencia, le pareció que la vida había pasado de largo y se sintió atenazada por un terror que estuvo a punto de estallar cuando, al llegar a casa, se encontró al abuelo, agitando el bastón mientras reprendía a dos criados y al mayordomo. Aquella tarde, el chófer había destrozado el automóvil al chocar con un tranvía que doblaba la esquina y el abuelo le despidió en el acto, ordenándole que bajara y poniéndose él mismo al volante. Lo había dejado aparcado fuera de cualquier manera y ahora miró a Audrey con el rostro arrebolado, agitando el bastón en su dirección.

– ¿Ya ti qué te pasa? ¡Ni siquiera me sabes contratar a un chófer como es debido!

Lo tenía a su servicio desde hacía siete años y siempre se había mostrado satisfecho de él hasta aquella tarde. Audrey los miró a todos con los ojos inundados de lágrimas y luego subió los peldaños de la escalera de dos en dos, recordando las palabras de Harcourt. Sólo servía para eso, sólo la querían para contratar y despedir criados y para llevar la casa. Sus sueños no eran más que una vaga quimera. Se tendió en la cama sollozando y se quedó asombrada cuando el abuelo llamó con los nudillos a la puerta al cabo de un rato. Jamás había visto a Audrey en aquel estado y tenía miedo. Algo debía de haberle ocurrido a su nieta, pero ésta no se lo podía contar. No tenía la menor intención de traicionar a Harcourt. Y, por otra parte, lo que más la preocupaba en aquel instante eran las cosas que acababa de aprender. Sabía que tenía que hacer algo. Y antes de que fuera demasiado tarde.

– ¿Audrey? Audrey, mi niña querida… -El abuelo entró cautelosamente en la estancia y ella se incorporó en la cama con los ojos llorosos y enrojecidos y el vestido azul marino torcido. Llevaba puestos todavía los bonitos zapatos azul marino y blanco-. ¿Qué te ocurre, cariño?

Audrey sacudió la cabeza en silencio sin dejar de llorar. ¿Cómo se lo iba a decir? ¿Cómo se iba a marchar? Sin embargo, sabía que tenía que hacerlo en seguida. Ya no podía esperar más. Ya era hora de que se alejara de las criadas y del mayordomo y de los huevos pasados por agua y de los rituales del desayuno y de Annabelle e incluso de su encantador sobrino. Tenía que alejarse de todos ellos, antes de que fuera demasiado tarde.

– Abuelo… -le miró a los ojos y trató de sacar fuerzas de flaqueza.

El anciano se sentó cuidadosamente en el borde de la cama, intuyendo que le iban a confiar alguna noticia inesperada. A lo mejor, Audrey se iba a casar, pensó, aunque no acertaba a imaginar con quién. Siempre estaba en casa con él, excepto en las contadas ocasiones en que salía a cenar con alguna de sus amigas de la escuela de la señorita Hamlin o se iba a cenar a casa de Harcourt y Annabelle, en Burlingame.

– Abuelo… -repitió Audrey, casi atragantándose. Se lanzó sin más, sabiendo que le iba a causar un profundo dolor. Pero el abuelo había sobrevivido a otras cosas; a la muerte de su hijo y, antes, a la de su mujer-. Me marcho, abuelo.

Al principio, el anciano no pareció entenderla. Después, la comprendió y habló con el mismo tono mesurado que utilizó con Roland hacía mucho tiempo y en aquella misma habitación.

– ¿Adonde?

– No lo sé todavía… Tengo que pensarlo. Pero sé que tengo que irme… A Europa… Sólo por unos meses…

Lo dijo en un susurro y, por un instante, el anciano cerró los ojos y pensó que las palabras de la muchacha lo iban a matar. No podía permitirlo, no podía. Había vivido demasiado y, al fin, todos hacían lo mismo. Le destrozaban a uno hasta que no podía resistirlo más. No era rentable querer a la gente tanto como él quería a su nieta, pero no podía evitar hacerlo. Emitiendo un gemido de dolor, extendió una mano y, cuando Audrey se arrojó en sus brazos, la estrechó con fuerza, pensando que ojalá pudiera retenerla a su lado para siempre. Sin embargo, Audrey deseaba con toda el alma alejarse de él.

– Perdóname, abuelo, sé lo que debes sentir. Pero te prometo que volveré… Te lo juro. No ocurrirá como con mi padre.

Sabía lo que pensaba el anciano. Éste se limitó a asentir con la cabeza, en silencio, mientras dos solitarias lágrimas le resbalaban lentamente por las mejillas.

Загрузка...