CAPITULO IX

Pasaron la noche haciendo el amor camino de Austria, y, a la mañana siguiente, Audrey se despertó con el cabello alborotado y los ojos muy abiertos. Olvidó por un instante adonde iba, pero lo recordó en cuanto el tren se detuvo y ella miró a través de la ventanilla, viendo inmediatamente al otro lado del andén el tren azul y oro que les aguardaba. En su costado se podía leer: COMPAGNIE INTERNATIONALE DES WAGONS-LITS ET DES GRANOS EXPRESS EUROPÉENS. Se quedó boquiabierta de asombro. Era el tren sobre el que tantas cosas había leído. Incluso su abuelo le había hablado de él. Lo había visto asimismo en el álbum de su padre. Y ahora, allí lo tenía en todo su esplendor y misterio.

– Charles, mira…

Le sacudió como una chiquilla para despertarle y él la miró con ojos adormilados y sonrisa indolente.

– Buenos días, mi amor – le dijo Charles, acariciándole la espalda.

Sin embargo, en aquel momento Audrey estaba más interesada por el espectáculo del andén. A pesar de lo temprano de la hora, la gente que subía al tren era interesantísima. Hombres con aspecto de banqueros y mujeres que parecían concubinas o actrices cinematográficas o esposas de presidentes. Una de ellas lucía un abrigo de zorro plateado y otra llevaba unas martas colgadas del brazo a pesar de la suave temperatura de septiembre. Algunos hombres llevaban trajes de rayas, sombreros de ala flexible y gruesas cadenas de reloj de oro, que les cruzaban el vientre. Audrey lo contemplaba todo fascinada y Charles se sorprendía de su entusiasmo ante lo que él calificaba de un «simple tren».

– Pero, ¿estás loco? -le dijo la joven, indignada, sacando rápidamente la Leica-. Eso es nada menos que el Orient Express, no un tren cualquiera.

Él se rió y le arrebató la cámara de las manos cuando ya había gastado medio carrete, posándola cuidadosamente sobre el asiento.

– ¿Para eso has venido? -le preguntó, estrechándola con fuerza-. ¿Para tomar fotografías?

– Pues, claro. ¿Qué te creías?

Se abrazaron una y otra vez entre risas hasta que, al fin, él la tendió en el asiento y ambos hicieron apasionadamente el amor, alcanzando unas cimas de placer que jamás hubieran creído posibles.

– Me alegro de estar aquí contigo, Charles -dijo Audrey, mirando a su amante con cariño.

– Yo también, amor mío.

Cuando vio el tren por dentro, Audrey se entusiasmó. Los vagones destinados a salón y a restaurante estaban revestidos de paneles de madera. Había relieves de cristal y relucientes adornos de latón. Su compartimiento tenía un salón con cortinas de terciopelo y elegantes paneles de madera. Más parecía el salón de una casa que un tren. Almorzaron en el vagón-restaurante mientras aguardaban la hora de la partida. Fue un almuerzo de seis platos, amenizado por unos violinistas zíngaros. El camarero les sirvió una bandeja de entremeses con bistec tártaro y lonchas de jamón ahumado sobre rebanadas de pan integral. Audrey tenía muchísimo apetito y, junto con Charles, se terminó toda la bandeja. Después tomaron generosas raciones de caviar y Charles comentó que la compañía deseaba demostrar lo buenas que eran sus instalaciones de refrigeración. Gracias a ellas, podía servir a sus clientes cualquier cosa que quisieran. El resto del almuerzo también fue extraordinario: espárragos con salsa holandesa, chuletas de cordero, gambas, pastel de chocolate. Cuando se terminó de beber el excelente café vienes, Audrey apenas podía levantarse. Charles encendió un cigarro, cosa que no tenía por costumbre hacer. Sin embargo, después de una comida tan opípara, le pareció lo más adecuado.

Audrey se reclinó en la silla, aspirando el humo azulado del cigarro de Charles mientras observaba el ir y venir de los viajeros. Pasó una mujer con un vestido gris de lana y un abrigo de visón, acompañada de un hombre con sombrero de ala flexible y monóculo. Ambos se reían, seguidos por dos perrillos pequineses blancos. A cierta distancia, dos doncellas iban cargadas con un montón de abrigos de su señora. Otra mujer lucía un vestido rojo de seda y llevaba el cabello recogido en un moño y unos enormes pendientes de rubíes. Debía de ser una prostituta de lujo. El mozo le subió el equipaje, integrado por incontables maletas y baúles. Sentada en uno de los mullidos sillones de terciopelo de su salón privado, Audrey charló animadamente con Charles, explicándole cómo eran las fotografías de su padre. Viajar con Charles era como viajar con un amigo íntimo. Ambos se reían de las mismas cosas, encontraban ridiculas, insoportables o divertidas a las mismas personas y lo pasaban muy bien juntos. Charles se alegraba muchísimo de que ella hubiera decidido acompañarle. Estaba deseando enseñarle Estambul y compartir una noche con ella en su hotel preferido, antes de volver a dejarla en su tren. Sin embargo, no quería pensar en ello en aquel instante. El viaje acababa de empezar y la despedida aún quedaba muy lejos.

Aquella tarde, antes de que el tren se pusiera en marcha, Audrey se duchó y se cambió de vestido, saliendo del dormitorio con un precioso conjunto rosa de lana con un drapeado al bies y un sombrerito de Rose Descaí que lady Vi insistió en que se comprara en Cannes. Ahora no lo lamentaba porque le parecía muy adecuado para aquel tren tan fabuloso y repleto de gente extraordinaria. También se puso el collar de perlas de su abuela con los pendientes a juego. Se lo regaló su abuelo al cumplir los veintiún años y ahora se alegraba de haberlo llevado. Se sintió muy elegante mientras paseaba por el andén con Charles. Más tarde, le llamó la atención ver a tantos hombres uniformados. Permanecían de pie junto a la entrada de su vagón como si aguardaran a alguien.

– ¿Quiénes son? -preguntó muy intrigada mientras Charles echaba un rápido vistazo a sus solapas. Los uniformes no eran idénticos, pero se parecían a otros que había visto en Alemania.

– Creo que son hombres de Hitler.

– ¿Aquí?

Audrey se sorprendió. A Hitler le habían nombrado canciller de Alemania hacía siete meses, pero aquello era Austria.

– También hay nazis austríacos. Vi algunos en Viena cuando estuve en junio. Aunque creo que aquí no es frecuente que vayan de uniforme. El canciller austríaco Dollfuss prohibió los uniformes nazis este año, y Hitler se puso tan furioso que decidió cobrar un impuesto a todos los alemanes que visitaran Austria, causando un grave perjuicio al negocio turístico de esta zona. Creo, no obstante, que algunos nazis austríacos hicieron caso omiso de la prohibición. Quizás estos tipos hayan venido aquí para despachar algún asunto oficial.

Audrey les miró con interés. Había leído muchas cosas sobre Hitler antes de abandonar los Estados Unidos, y Vi y James le habían facilitado mucha información. Le consideraban un hombre muy peligroso, si bien en los Estados Unidos nadie estaba preocupado. Observó que los hombres de uniforme hablaban con un matrimonio que viajaba en compañía de otro hombre. Los tres eran de mediana edad e iban elegantemente vestidos. El hombre que acompañaba al matrimonio habló con dos nazis que le miraban con el ceño fruncido. Después, éstos le pidieron algo al segundo hombre, y él sacó dos pasaportes, evidentemente, el suyo y el de su mujer.

– ¿Qué deben querer de ellos, Charles? -preguntó Audrey.

– Probablemente, la documentación -contestó Charles, volviendo a llenarle la copa y sin conceder la menor importancia al asunto-. No te preocupes. Son extraordinariamente quisquillosos en estos países, pero a nosotros no nos molestarán.

No quería que nada les estropeara el viaje, pese a que ya conocía ciertas informaciones sobre el régimen nazi. No cabía duda de que éste era bueno para Alemania. Se habían empezado a construir unas carreteras estupendas, pero él no estaba de acuerdo con su violento antisemitismo. Volvió a mirar a través de la ventanilla y vio que, de repente, uno de los hombres de uniforme agarraba al más bajito del trío. La mujer, que debía de ser su esposa, lanzó un grito. Abofetearon al marido, se quedaron con los pasaportes, intercambiaron unas breves palabras con la esposa y el otro hombre y se llevaron al primero, el cual trató infructuosamente de explicarles algo mientras gesticulaba y llamaba a su amigo y a su mujer.

– ¿Qué ha dicho? -preguntó Audrey, asustada por lo que acababa de ver y afligida por la pobre mujer que lloraba en brazos del otro hombre.

– Tranquilízate, Aud -le dijo Charles, rodeándola con un brazo-. Ha dicho que no se preocupen por él, que todo se arreglará.

Sin embargo, Audrey vio que bajaban el equipaje del tren y que la mujer se alejaba sollozando en compañía del otro hombre.

– Dios mío, ¿qué ha ocurrido? -preguntó Audrey, saliendo inmediatamente para hablar con el revisor-. ¿Qué le ha pasado a aquel hombre?

No se avergonzó de su arrebato a pesar de que la gente había observado la escena con la mayor indiferencia.

– No es nada, mademoiselle -contestó el revisor, mirando a Charles como si éste pudiera comprenderle mejor-. Un ladronzuelo que intentaba subir al tren.

Sin embargo, no parecía un delincuente sino más bien un banquero. Llevaba un buen sombrero, un traje cortado a la medida y una gruesa cadena de oro de reloj que le cruzaba el chaleco, y su mujer iba también elegantemente vestida.

– No se preocupe -añadió el revisor, ordenándole en voz baja al camarero que les sirviera otra botella de champán.

Al cabo de unos momentos, otros viajeros subieron al tren y Audrey oyó unos comentarios por lo bajo de los que sólo pudo captar una palabra.

– Esta mujer ha dicho Jadea y se refería al hombre, ¿verdad?

– No lo sé, Aud -contestó Charles, temiendo que se inquietara.

– Eran judíos. O, por lo menos, lo debía ser él. Dios mío, entonces será verdad lo que se cuenta. Oh, Charles, qué escena tan terrible…

Charles la tomó por un brazo y la miró a los ojos.

– Tú no puedes hacer nada, Aud. No dejes que eso nos estropee el viaje.

Por nada del mundo hubiera querido la chica que eso ocurriera. Además, lo que decía era verdad. No podía hacer nada para ayudar a aquel hombre. Por consiguiente, ¿por qué atormentarse? Probablemente, todo se resolvería bien.

– Pero a él sí le han estropeado el viaje, ¿verdad? -dijo Audrey, indignada-. Y también a su mujer…, y a sus amigos. ¿Y si fueran James y Violet? -preguntó-. Si fuera James, ¿dejarías que se lo llevaran sin más o intentarías hacer algo?

– Mira, no es lo mismo -contestó Charles, molesto ante aquella discusión-. Pues claro que no permitiría que se llevaran a James. Pero yo a este hombre ni siquiera le conoaco y nosotros no le podemos ayudar. Por consiguiente, no pienses más en ello.

Sin embargo, el incidente les alteró profundamente a los dos. Cuando, por fin, el tren se puso en marcha, Charles se sentó al lado de Audrey en el canapé de terciopelo y tomó las manos de la joven entre las suyas.

– Aud, no podemos hacer absolutamente nada.

– Me ha dado mucha pena, Charlie -dijo Audrey, echándose a llorar-. ¿Por qué no hemos podido hacer nada por ellos?

– Porque no siempre se puede. A veces, no se puede detener la marcha de los acontecimientos. En estos momentos, están ocurriendo aquí mismo cosas horribles. Y conviene que no nos mezclemos en ello.

– ¿Es eso lo que piensas de verdad? -preguntó Audrey, escandalizada.

– Por mí, no. Pero no quisiera hacer nada que te pudiera poner en peligro a ti. Si yo hubiera armado un alboroto ahí afuera, puede que hubiera acabado en la cárcel, y entonces, ¿qué hubiera sido de ti? Los hombres de Hitler son muy poderosos. No podemos oponernos a ellos, compréndelo. Aquí no estamos ni en Londres ni en Nueva York. Estamos muy lejos de casa.

Audrey se percató de ello por primera vez, pero, aun así, no podía apartar de su mente a aquel hombre. -Te sientes tan impotente cuando ocurren estas cosas, ¿verdad?

Charles asintió en silencio. El también pensaba lo mismo. ¿Y si hubiera sido James? ¿O Aud? La idea era espantosa, pensó, estrechándola con fuerza en sus brazos. Momentos más tarde, el deseo se apoderó de nuevo de ellos y volvieron a hacer el amor sobre el canapé mientras el paisaje pasaba velozmente por delante de la ventanilla. Cuando más tarde se vistieron para la cena, ya estaban un poco más tranquilos. Más que un tren, aquello parecía un hotel, pensó Charles, admirando el precioso modelo de raso blanco que lucía Audrey. Cada vez que la contemplaba, se encendía de deseo por ella.

Volvieron a comentar el incidente a la hora de cenar.

– ¿Eso es frecuente aquí, en Austria? Me refiero a la detención de judíos -dijo Audrey mientras el camarero les servía la cuarta botella de vino.

– No estoy muy seguro. Algo oí decir en Viena en junio, y también en Berlín hace unos meses. A lo mejor, no son más que casos aislados. Dicen que sólo persiguen a los enemigos del Reich, pero yo no me fío demasiado de Hitler y, además, la definición es un poco vaga, ¿no te parece?

– James dijo lo mismo en Antibes una noche que hablábamos de esta cuestión. Es terrible la forma en que Hitler quiere militarizar el país. Porque eso sólo puede llevar a la guerra. ¿Por qué piensas tú que la gente no tiene miedo? -preguntó Audrey.

– Porque no hay muchas personas que opinen como nosotros. Los norteamericanos, ciertamente no. A ellos les parece un hombre maravilloso.

– Eso es lo que más me fastidia -dijo Audrey, recordando al hombre de la estación.

– Es un lujo disfrutar de esta libertad -contestó Charles, encendiendo un cigarro.

Lo pudieron comprender mejor cuando atravesaron Checoslovaquia, Hungría y Rumania y varios hombres uniformados subieron al tren en las pocas paradas que éste hizo. Sin embargo, a los pasajeros apenas se les veía. Muchos de ellos viajaban encerrados en sus compartimientos, organizando fiestas privadas, limitándose a admirar el paisaje o bebiendo champán con sus mujeres o amantes. Charles y Audrey salieron un par de veces para estirar las piernas. Cuando ya se acercaban a Estambul, Audrey empezó a ponerse triste. Los días que habían pasado en Venecia y en el Orient Express habían sido como una luna de miel.

– Me parece increíble que hayamos llegado. Es un sueño que terminará en dos días. Debería durar algo más, ¿no crees? – dijo Audrey, lanzando un suspiro.

Charles sonrió y le apretó una mano con fuerza. Se pasaban horas hablando de política, literatura, viajes, las aventuras del padre de Audrey, el hermano de Charles, de Annabelle, de Harcourt, de las fotografías… Siempre tenían algo que decir y algo que hacer. Parecía increíble que al día siguiente ya pudieran estar en Estambul. Al otro día, Audrey tomaría un tren para dirigirse a Londres y cualquiera sabía cuándo volverían a verse.

Contemplaron la campiña bajo la luz del ocaso y vieron a unos pastores que bajaban por las colinas con sus rebaños. Era una escena casi bíblica, pensó Audrey, extendiendo una mano hacia Charles.

– No hago más que pensar en aquel hombre y en lo que le habrá ocurrido -dijo la joven.

– Seguramente, le habrán soltado -dijo Charles, mirándola muy serio- y habrá tomado el siguiente tren. No puedes atormentarte de esta manera. Aquí no estamos en los Estados Unidos, Aud. Aquí ocurren cosas muy extrañas. No puedes mezclarte en lo que hacen.

Ésa era una de las razones de su éxito profesional como periodista. Observaba, pero nunca participaba. Fue testigo del ataque japonés a Shangai en 1932 y le permitieron abandonar el país y regresar varias veces, pero parte de su libertad se debía al hecho de que nunca tomaba parte en lo que veía, por inquietante que fuera. Así trató de explicárselo a Audrey en aquel instante.

– Es el precio que pagamos a cambio del privilegio de estar allí, Aud. Tienes que disimular y hacer ver que no ves nada.

– Pero eso es extraordinariamente difícil, ¿no? – A veces, sí. Pero, si no lo hicieras así, saldrías mal parado -contestó Charles, exhalando un suspiro. Pensaba ya en otras cosas. Eran sus últimos momentos en el Orient Express y sólo le quedaba un día para estar con Audrey. Luego, ésta volvería a Occidente y él proseguiría su interminable viaje a Oriente. Le hubiera encantado poder hacer aquel viaje con ella, pero no se lo dijo. En su lugar, contempló la noche y evocó los exóticos placeres de Estambul-. Te va a encantar, Audrey. Es un lugar increíble. Completamente distinto de todo lo que has visto.

Disfrutaría mucho enseñándole la ciudad. Sería una experiencia memorable para los dos. Aquella noche, durante la cena, le contó algunas de sus aventuras y ella le escuchó fascinada, pensando que ojalá tuvieran ocasión de volver a viajar juntos alguna vez. Al término de la deliciosa cena, regresaron a su compartimiento un poco abatidos. Audrey trató de explicarle a Charles lo mucho que se alegraba de haberle acompañado hasta allí.

Sin embargo, había otras cosas que ninguno de los dos podía expresar con palabras. El hecho de hablar de Estambul mantenía alejada la realidad de la separación, induciéndoles casi a creer que estarían siempre juntos y no tan sólo un día. Fue Audrey la que tuvo el valor de hablar primero.

– No puedo imaginarme una vida sin ti, Charles -dijo con tristeza-. ¿No te parece extraño después de tan poco tiempo?

Era como si se hubieran casado sin darse cuenta o como si el hecho de hacer el amor hubiera creado entre ambos un vínculo permanente. Y, sin embargo, su relación en nada se parecía a la de Harcourt y Annabelle. Era más bien algo como lo de James y Vi. ¿Qué iba a ocurrir ahora?

– No soporto la idea de dejarte -contestó Charles. Estaba preocupado por el viaje de regreso de Audrey. Le parecía injusto que no pudieran seguir viajando juntos durante mucho tiempo-. Pero no creo que esta vida fuera demasiado adecuada para ti -la miró a los ojos como si quisiera adivinarle los pensamientos-. ¿Podrías ser feliz algún día compartiendo una vida tan desarraigada como la mía?

Aún no estaba preparado, pero, desde que abandonara Anti-bes, la idea le parecía cada vez más atractiva.

– Sí podría -contestó Audrey con absoluta sinceridad-, siempre y cuando no tuviera que pensar en mi familia.

– Pero, ¿es que no tienes derecho a vivir tu propia vida?

Le indignaba oírla hablar así. Hubiera podido comprender más fácilmente que ella no quisiera acompañarle, pero le parecía inconcebible que hablara de sus responsabilidades.

– Aún no tengo este derecho, Charles. -Audrey nunca perdía de vista su situación-. Pero puede que algún día.

– ¿Cuándo? ¿Cuando ya hayas criado a todos los hijos de tu hermana? ¿Cuándo piensas que te soltarán? ¿La semana que viene? ¿El año próximo? ¿Dentro de diez años? ¿De cinco? Te engañas a ti misma, Audrey, nunca te dejarán marchar. ¿Por qué iban a hacerlo? Tú les prestas un gran servicio.

Charles estaba furioso. Ellos tenían la culpa de que Audrey no quisiera acompañarle. No se le ocurrió pensar que ella no hubiera podido viajar indefinidamente con él sin ningún vínculo oficial, simplemente con su amor.

– ¿Y eso qué importa? -replicó Audrey con cierta aspereza. Ambos estaban tristes porque el viaje tocaba a su fin-. ¿Tú quieres de veras casarte algún día, Charles?

No estaba muy convencido de que así fuera, pero él no quería reconocerlo.

– ¿Por qué no?

– No es una respuesta muy explícita que digamos.

– Quién habló. Tú, que te consideras una solterona y estás completamente dispuesta a abandonar toda esperanza.

– ¿Qué más da? ¿Preferirías que insistiera en casarme contigo, Charles? ¿Es eso lo que quieres? Apuesto a que no.

Le hablaba a gritos sin percatarse de ello, hasta que él cruzó el elegante salón y, mirándola enfurecido, la asió por los hombros, y la levantó del canapé.

– ¿Sabes lo que deseo? Deseo que te quedes conmigo. No quiero que te vayas de Estambul y tomes el maldito barco. Eso es lo que quiero.

No le hizo ninguna proposición, promesa ni juramento, pero a Audrey no le importó. No era eso lo que esperaba de él. Nunca tuvo intención de casarse con él. Sencillamente, le quería y deseaba permanecer a su lado. No le apetecía regresar a Inglaterra y tomar el barco, pero no tenía más remedio y no sabía cómo hacérselo entender a Charles.

– Tienes veintiséis años. Eres mayor de edad. Puedes hacer lo que quieras -dijo Charles.

– No entiendes nada -dijo Audrey, librándose de su presa y volviendo a sentarse en el canapé.

Charles se sentó a su lado y le tomó una mano. Su cólera empezó a disiparse. Ambos sabían que con eso no arreglaban nada.

– Charlie, mi amor, si tú no fueras tan libre, tampoco podrías hacer exactamente lo que quisieras. La vida no es así. Por lo menos, en la mayoría de los casos.

Él la miró con tristeza. La comprendía muy bien, mal que le pesara.

– Algunas veces olvido que el resto de la gente no está tan libre de obligaciones como yo. -Un cuchillo le atravesó el corazón al pensar en Sean-. Aunque éste no es el estado ideal que muchos imaginan. Puede que tú te encuentres en mejor situación que yo. -Era eso lo que a veces le inducía a soñar con los hijos,y con alguna persona que estuviera ligada a él. Pero el recuerdo de la pérdida de Sean le llenaba de espanto. Y, sin embargo, se sentía en cierto modo atado a Audrey. La miró con ojos suplicantes y le dijo-: Audrey… ¿y si vinieras a China conmigo?

– ¡Estás loco! -exclamó ella, mirándole escandalizada-. ¿Te imaginas lo que diría mi familia? Ni siquiera pienso decirles que vine aquí. No me dejarían en paz. ¡Estambul! Pensarían que he perdido el juicio. -Todos menos el abuelo, claro, que conocía muy bien sus ansias de recorrer el mundo, aquel diabólico impulso que él tanto aborrecía. Pero ir a China ya era demasiado-. Charles, tú no estás en tus cabales.

– ¿Ah, no? ¿Es una locura querer estar junto a la mujer a la que amo?

Charles se la quedó mirando fijamente y Audrey no supo qué contestar. Era el ofrecimiento más hermoso que jamás le hubieran hecho, pero no podía acompañarle.

– Podríamos embarcar rumbo a los Estados Unidos, en Yokohama, a finales de año.

– ¿Y qué explicación les podría dar? Charlie, le di mi palabra a mi abuelo. Es un anciano. El disgusto podría matarle.

– Contra eso no puedo luchar, ¿verdad, Aud? Los hombres de mi edad no se mueren de un disgusto. -Charles miró a Audrey casi con amargura. Súbitamente, sintió celos de un hombre de ochenta y un años-. Y tampoco de pena. Le envidio tu lealtad.

– Tú la tienes igualmente -dijo ella-. Y también mi corazón.

– Pues, entonces, piénsalo. Ya me lo dirás en Estambul.

– Charlie…

Audrey le miró sin saber qué decirle. Era absurdo torturarse por lo que no podía ser. El viaje a China con él era imposible. Lo pensó mil veces aquella noche antes de dormirse. Disfrutaría de un fugaz momento de felicidad en Estambul…, dos días…, una noche…, y después volvería a casa. Tenía que hacerlo, pensó con vehemencia. Pero se pasó toda la noche soñando con Charles. Soñó que le buscaba y no podía encontrarle en ninguna parte. Se despertó llorando en mitad de la noche y se abrazó a él, sin querer confesarle su angustia por temor a que él no la dejara marcharse. Estaba absolutamente convencida. Tenía que irse.

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