CAPITULO XIX

Audrey pasó una noche en el Hotel Shangai de esta ciudad antes de subir a bordo del President Coolidge al día siguiente. Viajó de Harbin a Pekín, donde tomó uno de los nuevos coches cama del directo de Shangai. Una vez allí, recordó el tiempo que ella y Charles pasaron juntos en la ciudad y cayó en la cuenta de que éste no había contestado al telegrama en el que ella le explicaba la imposibilidad de regresar vía Londres. Sin embargo, en aquellos momentos tenía otras cosas en que pensar. Tal como le dijeron las monjas, el certificado que ellas le entregaron en Harbin fue suficiente para los funcionarios locales que, al igual que los japoneses, no pusieron ninguna dificultad a la salida de Mai Li. Le sorprendió que fuera todo tan fácil y, una vez a bordo del President Coolidge, exhaló un suspiro de alivio. Estaban casi en junio y llevaba cerca de un año fuera de casa. Había telegrafiado de antemano para indicarles en qué barco llegaría y pensaba llamarles desde Honolulú cuando hiciera escala allí.

La primera escala fue Kobe, a los dos días de zarpar de Shangai, y la segunda Yokohama, desde donde navegaron directamente hasta Honolulú. Encerrada en su camarote con Mai Li, Audrey casi experimentó la sensación de hallarse en casa. Durante la travesía, conoció a muy pocas personas porque se pasaba casi todo el rato en el camarote cuidando de la niña. Paseaba por las cubiertas para tomar un poco el aire y aprovechaba para charlar un poco con algún pasajero, pero comía en el camarote para no dejar sola a Mai Li. Fue, por tanto, un viaje muy tranquilo en el que disfrutó especialmente de la bien abastecida biblioteca del barco, leyendo las últimas novedades que no pudo leer durante el año; entre ellas El chacrito de Dios de Erskine Caldwell, Horizontes perdidos de James Hilton y Suave es la noche de F. Scott Fitzgerald. Llegaron al archipiélago de las Hawai en menos de doce días. Pasaron la aeche a bordo y zarparon al día siguiente. Le pareció ver un espejismo cuando el barco entró en la bahía de San Francisco seis días más tarde y atracó en el muelle que llamaban el Embarcadero. Se preguntó si alguien habría acudido a recibir-::l &s Trató de llamar al abuelo desde Honolulú, pero no pudo Istablecer conexión y entonces le puso un telegrama. De lépente, las lágrimas le asomaron a los ojos al verle de pie en el muelle con su bastón de puño de plata, contemplando el barco. |Je haber estado más cerca, hubiera podido ver también las lágrimas que le rodaban por las mejillas. Sin embargo, cuando 4udrey desembarcó los ojos del abuelo ya estaban secos. La jév:en bajó lentamente por la escalerilla, sosteniendo a Mai Li, envuelta en una manta. Se detuvo a mirarle con los ojos llenos de lágrimas. Se le veía más frágil que hacía un año, pero seguía siendo el abuelo elegante y distinguido de siempre. Hubiera querido arrojarse en sus brazos, pero tuvo miedo de hacerlo. §íbía lo mucho que había sufrido por su ausencia y se preguntaba si alguna vez podría perdonarla. Sin embargo, el hecho de 'haber acudido a recibirla significaba sin duda que la había perdonado. A diferencia de su padre, ella había vuelto. Se sejitía en deuda con su abuelo precisamente por eso y quería ©Dmpensarle de todos sus sinsabores, por muy alto que fuera el precio. No quería ni imaginar lo que debió de pensar Charles a| recibir el telegrama. Primero, se empeñó en quedarse en Harbin y ahora había regresado junto al abuelo* sin pasar por famdres. Sin embargo, cuando sus pies pisaron el muelle, comprendió que había hecho bien. Avanzó lentamente hacia el- abuelo, sosteniendo a Mai Li en sus brazos mientras él la miraba con expresión de reproche. Se miraron mutuamente en iilencio hasta que, al fin, Audrey se adelantó y rompió a llorar fijentras el abuelo la estrechaba en sus brazos. sí -Nunca pensé que volvería a verte, Audrey -dijo el anciano que apenas podía hablar a causa de la emoción. V i-Siento haber tardado tanto, abuelo.

»iEl anciano asintió, tratando de reprimir las lágrimas, y se apoyó fuertemente en el bastón mientras posaba los ojos en el pequeño fardo que Audrey sostenía en los brazos.


– ¿Qué es eso? -preguntó, frunciendo el ceño.

Audrey esbozó una sonrisa y se volvió un poco de lado para que él pudiera ver la carita de la niña casi oculta por las cintas de seda.

– Ésta es Mai Li, abuelo.

El anciano retrocedió y miró a Audrey horrorizado.

– Hubiera sido mejor que no volvieras -susurró. Por un instante, Audrey temió que le diera un ataque allí mismo, en el Embarcadero-. ¡Eres la vergüenza de la familia! Muriel Brow-ne tenía razón, yo no la creí cuando me lo dijo… ¡Todo este cuento de las monjas asesinadas y de los niños huérfanos!

Audrey jamás le había visto tan alterado. Al parecer, pensaba que Mai Li era su hija. Al recordar a Muriel Browne, la joven se enfureció de golpe.

– ¿Qué te dijo exactamente la señora Browne? -preguntó.

– Que viajabas con un hombre -contestó el abuelo, mirándola con desprecio-. Yo le dije que estaba equivocada. No tienes vergüenza, Audrey. Y, encima, vuelves a casa con eso… Con esta bastarda. ¡Cómo te atreves!

– Cómo me atrevo, ¿a qué, abuelo? ¿A querer a esta niña? ¿Es acaso un pecado? No, no es hija mía. Es una huérfana y, si la hubiera dejado en China, la hubieran matado o la hubieran dejado morir de hambre o enfermedad, o tal vez la hubieran vendido como concubina si hubiera vivido lo bastante. Es medio china y medio japonesa y la he traído a casa conmigo porque la quiero.

Audrey rompió nuevamente a llorar, dolida por las palabras del anciano.

– No lo sabía… Yo creí… – Edward Driscoll miró a su nieta y vio reflejado en su rostro un ciego amor hacia aquella niña muy semejante al que sintió él cuando acogió en su casa a sus nietas de Hawai. De repente, el corazón se le llenó de emoción. Creía haberla perdido para siempre y en aquel instante la tenía de nuevo en casa con aquella niña. Y él que había creído que… La volvió a mirar y se conmovió al verla tan joven y orgullosa, sosteniendo a la niña en sus brazos-. Me alegro de que hayas vuelto a casa, Audrey -le dijo, mirándola a los ojos. – Yo también, abuelo, yo también -dijo la muchacha sonriendo.

El anciano la rodeó con un brazo y la acompañó hacia el automóvil. Audrey subió primero con Mai Li y a continuación lo hizo el abuelo. El chófer colocó las maletas en el portaequipajes del Rolls. El registro de aduanas se efectuó en el mismo barco y los funcionarios de Inmigración no pusieron ningún reparo a la entrada de Mai Li. Entonces, Audrey lanzó un suspiro y miró a su abuelo, reclinándose en el lujoso asiento de cuero del automóvil. Le pareció que había transcurrido una eternidad y observó que el anciano la miraba como si no acertara a creer que había vuelto.

– ¿Se encuentra bien? -preguntó el abuelo, contemplando a la niña dormida.

– Sí -contestó Audrey, conmovida ante su solicitud.

Luego se inclinó hacia él para darle un beso en la mejilla y aspiró el suave aroma de su habitual loción para después del afeitado.

– ¿Cómo se te ocurrió llevarte a esta niña?

– Ya te lo he dicho, abuelo. No podía dejarla. En China la hubieran matado.

El anciano la miró en silencio mientras Audrey se inclinaba un poco hacia adelante para que pudiera verle mejor la cara a la pequeña. Ésta tenía unas hermosas y delicadas facciones y el abuelo la contempló fascinado.

– ¿Seguro que no es hija tuya, Audrey? -preguntó Edward Driscoll, mirando de soslayo a su nieta.

Llevaba fuera el tiempo suficiente como para haberla tenido, y Muriel Browne le había dicho…

– Totalmente segura, pero ojalá lo fuera -contestó Audrey, sonriendo mientras él la miraba escandalizado-. Sólo para darle a la señora Browne algo de que hablar.

El anciano exhaló un suspiro y contempló a través de la ventanilla del automóvil el barco que la había traído por fin a casa.

– Al principio, estuve tentado de creerla. Me dijo que era un famoso escritor.

Al mirar a Audrey, Edward Driscoll vio algo en su rostro que le hizo dudar un poco.


– Se refería a un amigo de mis amigos ingleses. Charles Parker-Scott -le explicó Audrey, emocionándose con sólo pronunciar el nombre.

Prefería disimular, por lo menos, de momento. Lanzó un suspiro mientras el abuelo miraba a la niña.

– ¿Cómo dijiste que se llama?

Le gustaba mucho más que la niña de Annabelle, que era exactamente de su misma edad, que tenía la misma cara de Harcourt y que se pasaba el día llorando.

– Se llama Mai Li, abuelo -contestó Audrey con una alegre sonrisa.

Le parecía extraño estar sentada a su lado, sosteniendo en sus brazos a la hija de Ling Hwei.

– ¿Molly? -dijo el abuelo, mirándola con fingido enojo-. ¿Le pondremos Molly?

– Como tú quieras, abuelo.

Intercambiaron una larga mirada hasta que, de repente, él extendió una frágil mano y tomó la de Audrey. Tenía ochenta y dos años y se sentía muy solo.

– No vuelvas a dejarme nunca más, Audrey. Hubiera querido decírselo con fuerza e incluso con rabia, pero se lo dijo, muy a pesar suyo, en tono de súplica.

– Te lo prometo, abuelo, te lo prometo… -dijo Audrey, besándole en una mejilla.

Mientras lo decía, tuvo que hacer un esfuerzo para no pensar en Charles.

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