Cuando entró en el vestíbulo de la casa del abuelo y el mayordomo cerró silenciosamente la puerta, Audrey oyó una conmoción procedente del piso de arriba y vio toda una serie de cajas y baúles amontonados al pie de la escalinata. De repente, vio que su hermana la miraba desde la puerta de la biblioteca. Era la primera vez que se volvían a ver desde su desagradable discusión poco después del regreso de Audrey. Esta miró a su hermana cautelosamente, sin saber qué estaría haciendo allí. Pensó que quizá se iba de viaje, pero en seguida adivinó lo que había ocurrido.
– ¿Qué pasa?
– Harcourt me ha dejado.
Audrey ya no se sorprendía de nada, pero no acertaba a comprender qué hacía Annabelle en la casa.
– ¿Qué haces aquí? -preguntó con una tristeza en la voz cuyo origen Annabelle ignoraba, aunque tampoco le hubiera importado si lo hubiera conocido.
Bastantes problemas tenía ella.
– No quería quedarme en Burlingame. Odio aquella casa.
– ¿Has probado vivir en algún hotel? -preguntó Audrey con aspereza.
– Esta casa es tan mía como tuya -contestó Annabelle, sorprendida.
– ¿Le has preguntado al abuelo si puedes quedarte?
– No -contestó la voz del abuelo. Ninguna de ellas se había percatado de su presencia-. ¿Quieres hacer el favor de explicármelo, Annabelle?
Ambas hermanas se sintieron de nuevo como si fueran unas chiquillas, como cuando el anciano las sorprendía en su infancia haciendo algo que no debían.
Audrey se preguntó si no habría sido excesivamente dura con su hermana, y Annabelle comprendió que hubiera tenido que llamar primero.
– Yo…, intenté llamarte esta mañana, abuelo, pero…
– Mentira -dijo el anciano, mirándola con hastío-. Por lo menos, ten la delicadeza de decir la verdad. ¿Dónde está tu marido?
– No lo sé. Creo que se fue al lago en compañía de unos amigos.
– ¿Y tú has decidido dejarle?
– Yo… -Era un poco difícil explicárselo todo allí en el vestíbulo, pero el abuelo no parecía dispuesto a invitarla a sentarse-. Dijo que quería pedir el divorcio.
– Qué amable eres al facilitarle las cosas. ¿Acaso no sabes que no estás obligada a eso? Annabelle asintió en silencio.
– Pero es que yo…
– ¿Querías irte? -dijo el anciano, completando la frase-. Comprendo. Y ahora quieres venir a vivir aquí conmigo y con tu hermana, ¿no es cierto, Annabelle? -La muchacha asintió, ruborizándose levemente-. ¿Por algún motivo en particular? ¿Por lo bien situada que está la casa? ¿Por las buenas cualidades de mi servidumbre? ¿Por las ventajas que supone tener una casa en la ciudad o por lo bien que cuida tu hermana de tus hijos?
Audrey sonrió al ver lo mucho que conocía el abuelo a Annabelle.
– Yo pensaba que… durante algún tiempo…
– ¿Cuánto tiempo, Annabelle? ¿Una semana? ¿Dos? ¿Menos quizá? -El anciano disfrutaba poniendo a la chica en un aprieto y Audrey casi se compadeció de ella. Casi, pero no del todo. Su hermana ya no se hacía digna de mucha compasión. Era demasiado grosera y mimada, bebía más de la cuenta y su conducta era a menudo claramente inmoral-. ¿Cuánto tiempo piensas quedarte?
– ¿Te parece bien hasta que encuentre una casa?
– No me lo preguntes, limítate a decírmelo. Muy bien, pues. Hasta que encuentres una casa. Te permito quedarte, pero procura encontrarla pronto. -En cuanto hubo pronunciado
estas palabras, el anciano vio en el rostro de su nieta menor una inequívoca expresión de triunfo-. No te aproveches demasiado de tu hermana -añadió.
Era un sabio consejo. Sólo que Audrey y Annabelle no interpretaban el adverbio «demasiado» de la misma manera. En cuestión de dos horas, Annabelle consiguió instalar a sus dos hijos en la habitación de Audrey. El pequeño Winston estaba ocupado en la tarea de destruir todos sus libros y Hannah había sido colocada en la cuna de Molly donde la anfitriona acababa de morderle el dedo gordo del pie a la invitada con gran horror por parte de Annabelle.
– ¡Qué sinvergüenza es esa china del demonio! -gritó. Audrey le estampó una bofetada; un buen sopapo era precisamente lo que Annabelle necesitaba en aquellos instantes. El tortazo le calmó un poco los nervios, pero ya eran las cinco de la tarde cuando Audrey pudo cerrar finalmente la puerta de su dormitorio para descansar un poco y pensar en Charles. Le parecía increíble que le hubiera visto hacía apenas unas horas. Mientras le caían las lágrimas sobre la almohada, se preguntó si alguna vez volvería a verle. Aunque eso no era probable. Al percatarse de lo que ello significaba, la joven se echó a llorar con desconsuelo. Ahora estaba atrapada en una vida que transcurriría al lado de su abuelo y de su hermana. Aún tenía los ojos enrojecidos cuando bajó a cenar, aquella noche. Sin embargo, nadie lo advirtió. El abuelo estaba perdido en sus pensamientos y Annabelle se dedicó a hacerles el recuento de todas las infidelidades de Harcourt. Cuando les sirvieron el postre, Audrey estaba completamente mareada.
Los meses siguientes fueron una auténtica pesadilla. Las niñeras que Annabelle contrataba se marchaban en seguida. No podían soportarla y tampoco aguantaban a sus hijos. Los restantes criados estaban molestos por la sobrecarga de trabajo y Annabelle no paraba nunca en casa.
Incluso el abuelo parecía cansado y ya no manifestaba tanto interés por la pequeña Molly, que tanto le distraía al principio. Ahora casi nada le alegraba y Audrey no se hallaba en condiciones de animarle. Se sentía profundamente deprimida y sólo Molly la consolaba un poco de sus penas. Únicamente podía pensar en Charles. Intentó escribirle varias veces, pero siempre acababa por romper las cartas. ¿Qué podía decirle? Nada había cambiado. Por si fuera poco, el estado del abuelo la tenía muy preocupada. El anciano ya no prestaba la menor atención a la política, raras veces leía el periódico y casi nunca almorzaba en el club. Audrey se lo comentó varias veces a Annabelle, pero ésta no le daba importancia a estos detalles. Estaba demasiado ocupada, saliendo con sus amigas y con todos los hombres con quienes se tropezaba. Iba a la ópera, a los restaurantes más lujosos y asistía a toda clase de fiestas, y no quería saber nada del abuelo, de su hermana ni de sus hijos.
– Mira -le dijo Audrey a punto ya de perder la paciencia cuando, al llegar la Nochebuena, Annabelle anunció que saldría con unos amigos y no tendría tiempo de cenar con su abuelo-, por lo menos podrías pasar una hora con él, Annie. No olvides -añadió con una voz cortante como el hielo- que te mantiene.
– ¿Y qué? No tiene que mantener a nadie más, ¿no? Y, por otra parte, también te mantiene a ti. Tú te pasas el rato con él porque no tienes otra cosa que hacer -dijo Annabelle, escupiéndole las palabras con desprecio.
Como Audrey se había pasado la vida cuidándola, no veía ella por qué razón no tenía que seguir haciéndolo. Además, ahora que había asumido la responsabilidad de ayudar a aquella estúpida niña china, ningún hombre la querría. Lo solía comentar a menudo con sus amigas y más de una vez había insinuado que la pequeña era hija de Audrey. Sin embargo, a Audrey le daba igual todo cuanto decía su hermana. Quería a Mai Li como si fuera su propia hija y le importaban un bledo los chismorreos de la gente. Lamentaba tan sólo que Annabelle destrozara su vida acostándose con el primero que encontraba. Pero de nada servían sus sermones y consejos. Annabelle estaba decidida a destrozar su vida con los hombres y con el alcohol y Audrey ya ni siquiera intentaba evitarlo. Le dolía ver qué vida llevaba su hermana, pero no podía hacer nada al respecto. Comprendía ahora que Annabelle había sido siempre una niña mimada. Sólo que, con el tiempo, se le había agriado el carácter a causa de la bebida y de otros excesos. El proceso
del divorcio fue muy desagradable y Harcourt se presentó en la casa más de una vez, lanzando improperios contra Annabelle y sus abogados, hasta que, al fin, el abuelo ordenó al mayordomo que no le franqueara más la entrada. De todos modos, solía estar borracho como una cuba y le organizaba unas escenas tremendas a Annabelle, en cuyo transcurso ambos se arrojaban lámparas y objetos de jade, cosa que el abuelo ya no pensaba tolerar por más tiempo, según se lo comunicó a Audrey.
– Siento que tengas que pasar por todo esto, abuelo.
– Supongo que tendría que comprarle una casa en alguna parte -dijo el anciano-, pero soy demasiado viejo para preocuparme ya por estas cosas. De todos modos, pronto me iré y vosotras os quedaréis en esta casa. Es lo suficientemente grande para las dos y para los niños -añadió sonriendo.
Pensaba dejarles asimismo la propiedad en común de la casa de Tahoe, lo cual no era muy del gusto de Audrey, que hubiera preferido vivir sola en otro sitio sin compartir nada con Annabelle; pero no le dijo nada al abuelo, se limitó a regañarle por el siniestro vaticinio sobre su próxima desaparición. Pese a ello, Audrey temía que no andará descaminado. En los últimos meses, el anciano había adelgazado considerablemente y se pasaba el día durmiendo. La joven tenía que despertarle para acompañarle a dar su paseo cotidiano y, siempre que entraba a verle con Mai Li antes del almuerzo o a primeras horas de la tarde, le encontraba dormido. Mai Li ya caminaba o se balanceaba de puntillas, y cruzaba las habitaciones con los ojos abiertos de par en par a causa de la emoción. En Nochebuena, Audrey le puso un vestido de terciopelo rojo, un lacito rojo en el sedoso cabello negro, calcetines blancos y zapatos negros de charol. Qué distinto era todo de Harbin, donde la niña nació, pensó mientras la sentaba orgullosamente sobre las rodillas del abuelo. La pequeña Hannah ya estaba durmiendo y Winston había sido conducido de nuevo al piso de arriba tras romper un jarrón de cristal y hacerle perder la paciencia a su bisabuelo. Ambos chiquillos carecían aún de niñera y Audrey los tenía casi siempre a su cuidado porque Annabelle no paraba nunca en casa.
– ¿Dónde está tu hermana esta noche, Audrey? -preguntó el anciano, que tenía a la pequeña Molly sentada en sus rodillas.
Ya todo el mundo la llamaba así.
– Creo que fue a cenar al Stanton's.
– Qué raro que haya salido -dijo el abuelo en tono sarcásti-co, mirando con el ceño fruncido a su nieta-. Tú tendrías que hacer algo más que atender todo el día a sus hijos, Audrey.
– Ya se arreglarán las cosas, abuelo.
Sin embargo, Audrey ya no lo creía así. Tendría que cantarle las cuarenta a su hermana, pero no quería causar más problemas en la casa porque el abuelo se ponía nervioso. Últimamente, al anciano le ponía nervioso cualquier cosa: el timbre de la puerta, el teléfono, el ruido de la circulación de la calle. Se quejaba de que todo iba demasiado aprisa y de que había demasiado ruido. Recordaba otros tiempos más tranquilos y los cambios le molestaban. Audrey intentaba tranquilizarle y se pasaba parte del día cuidándole. Ahora ya no era tan fácil encontrar criados porque éstos preferían trabajar en las fábricas o en los comercios. Más de una vez, Audrey tenía que quitar el polvo, sacudir una alfombra o pasar la aspiradora. Pero ahora, en Nochebuena, sentada frente a la chimenea, luciendo un vestido de seda azul oscuro mientras el abuelo dormitaba en su sillón, Audrey no quería pensar en todo eso. Mandó que acostaran a la niña y permaneció largo rato sentada con el abuelo en el salón, tomando una copa de jerez mientras recordaba las Navidades que había pasado en China, cantando villancicos con los niños del orfanato. Se preguntó si Charlie ya estaría en Egipto. Se moría de tristeza sólo de pensarlo, pero sabía que ya todo había terminado. Hacía unos meses que se había quitado el anillo y lo tenía cuidadosamente guardado en el joyero. Recibió una felicitación de Navidad de James y de Vi, en la que éstos no le mencionaban para nada a Charles. Sólo decían que esperaban volver a verla en 1935 y que la invitaban a pasar unos días en su casa de Antibes, en el próximo verano. Le hubiera gustado mucho ir, pero no podía dejar al abuelo en el estado en que se encontraba.
El quince de marzo, Mai Li cumplió un año y, dos días más tarde, el abuelo sufrió una hemiplejía que le dejó sin habla y con el lado izquierdo del cuerpo paralizado. Los ojos del anciano miraban tristemente a Audrey mientras ésta se movía en silencio por la habitación, dando instrucciones a las enfermeras y aguardando las visitas matinales y nocturnas del médico.
Audrey tardó dos días en poder localizar a Annabelle y comunicarle lo ocurrido. Ésta se había trasladado con sus amigos a Los Ángeles para asistir a las carreras y por las noches no dormía en el hotel donde se hospedaba y ni siquiera se molestó en contestar a los recados que Audrey le dejaba.
– ¿Y si le hubiera pasado algo a uno de tus hijos? -le preguntó Audrey enfurecida cuando, al fin, consiguió hablar con ella.
– Ya estás tú ahí, ¿no?
La fiel Audrey que nunca iba a ninguna parte y con la que siempre se podía contar. Pero esta vez, Audrey se encolerizó. De haber tenido a Annabelle delante, le hubiera propinado un par de bofetadas. Su hermana se estaba convirtiendo en un espectáculo deplorable en todo el estado, salía tanto con hombres solteros como con hombres casados, y su comportamiento era tan desaforado como el de Harcourt, el cual mantenía en aquellos momentos unas sonadas relaciones con la mujer de uno de sus mejores amigos y era la comidilla de todas las columnas de chismorreos de la prensa del corazón. «Lástima que no hubieran seguido casados», comentó el abuelo una vez, porque eran tal para cual.
Pero Audrey no pensaba en Harcourt cuando Annabelle le devolvió finalmente la llamada.
– El abuelo tuvo un ataque hace dos días. Será mejor que vuelvas a casa.
– ¿Por qué?
– ¿Por qué? Pues, porque está muy enfermo y se puede morir. Y porque te ha cuidado toda la vida y es lo menos que puedes hacer. ¿O acaso no lo crees tú así?
Annabelle era la criatura más egoísta que cupiera imaginar, y Audrey empezaba a odiarla.
– Yo nada puedo hacer por él, Aud. Cuidar enfermos se me da muy mal.
Audrey lo pudo comprobar cuando el pequeño Winston contrajo la varicela y se la contagió después a Hannah y Molly. Annabelle se fue a pasar tres semanas de vacaciones a Santa Bárbara y dejó a los tres al cuidado de su hermana; y ni siquiera se tomó la molestia de llamar de vez en cuando para preguntar cómo estaban.
– Tienes la obligación de estar aquí -dijo Audrey con voz cortante-, y no pingoneando en Los Ángeles. Vuelve esta misma noche. ¿Está claro?
– ¡A mí no me hables en este tono, bruja envidiosa! -A Audrey la sorprendió la crueldad de su hermana. No quedaba entre ellas el menor vestigio de afecto-. Volveré cuando me dé la real gana.
¿Para qué? ¿Para cobrar la herencia? Audrey se dio cuenta en aquellos momentos de algo en lo que no había reparado nunca. Jamás podría vivir en aquella casa con su hermana. Cuando se muriera el abuelo, se iría. Nada la retendría en San Francisco. No le debía nada a Annabelle. Le había consagrado media vida y ya no podía darle nada más. Ya era hora de que Annabelle asumiera sus responsabilidades.
Audrey permaneció sentada un rato en silencio y, después, asintió con la cabeza. Acababa de finalizar un período de su vida.
– Muy bien, Annabelle, vuelve a casa cuando quieras. Tras colgar el aparato, tuvo la impresión de haber hablado con una desconocida.