La mañana del veintiuno de julio, Audrey se encontraba de pie en el vestíbulo principal de la casa, consultando el reloj y esperando casi instintivamente que el carillón del comedor diera la hora. El automóvil los aguardaba fuera y suponía que los invitados ya debían estar esperándoles en la iglesia. A su lado, el abuelo golpeaba el suelo con el bastón mientras los ojos de los criados les acechaban por todas partes, acechando el momento en que Annabelle descendería por la escalinata. La espera mereció la pena porque, cuando la muchacha bajó, fue como una visión, envuelta en una nube blanca. Parecía una princesa o una reina de cuento de hadas; llevaba los delicados pies enfundados en unos zapatos de raso color crema y el rubio cabello adornado por una diadema de encaje antiguo y diminutas perlas. Su cintura parecía tallada en marfil y sus ojos bailaban de contento. Era la chica más bonita que jamás se hubiera visto, pensó Audrey, mirándola con ternura y orgullo.
– Estás preciosa, Annie.
Las palabras no alcanzaban a expresar sus sentimientos, pero a Audrey no se le ocurrían otras capaces de hacerlo. Las interminables pruebas habían merecido la pena. El traje le sentaba de maravilla. Audrey lucía un vestido de seda color melocotón con adornos de encaje beige antiguo mientras que las restantes damas vestían del mismo color, pero en un tono más claro. El cálido color se conjugaba muy bien con su cabello cobrizo y hacía resaltar el tono cremoso de su piel y el intenso azul de sus ojos.
– Tú también estás muy guapa, Aud -dijo Annabelle. En realidad, nunca lo pensaba, pero era cierto. Casi nunca pensaba en Audrey porque siempre la tenía a mano.
Audrey la miró satisfecha de los muchos meses de trabajo y de los años de amor que le había dedicado. Annabelle creció como lo que tenía que ser y ahora se iba a convertir en la esposa de Harcourt y viviría feliz en Burlingame. Era lo más adecuado para ella, lo que de veras quería. Sería una esposa perfecta y sentaría la cabeza. Sentaría la cabeza… Esas palabras le martillearon la mente y le provocaron un estremecimiento de angustia. Siempre había odiado aquellas palabras, sentar la cabeza. Le sonaban a algo así como morir.
– ¿Eres feliz, Annie? -preguntó, mirando a su hermana a los ojos.
Llevaba muchos años cuidándola, vigilando que saliera de casa abrigada, que tuviera a mano su muñeca preferida cuando se iba a la cama por la noche, que no tuviera pesadillas y que no estuviera sola, que sus amigos fueran amables con ella, que fuera a una escuela que le gustara. Audrey se batió con uñas y dientes para conseguirlo. Annabelle no quiso ir a la escuela de Katherine Branson, situada al otro lado de la bahía, sino a la de la señorita Hamlin. Audrey se encargó siempre de todo, incluso del menor detalle del soberbio traje de novia que ahora lucía su hermana. Y quería que fuera feliz. Siempre lo quiso, tal vez demasiado, y la mimó probablemente mucho más de lo que lo hubieran hecho sus padres porque siempre parecía una chiquilla desvalida. Incluso ahora. Audrey le escudriñó el rostro para cerciorarse de que Annie hacía de veras lo que más deseaba.
– Le quieres, ¿verdad?
Annabelle soltó una carcajada que resonó en el vestíbulo como una campanilla de plata. Envuelta en el elegante velo, se vio reflejada en el espejo y pensó que el traje era una pura maravilla.
– Pues claro que le quiero, Aud -contestó Annabelle en tono evasivo-. Más que nada en el mundo.
– ¿Estás segura?
El matrimonio le parecía a Audrey un paso trascendental. En cambio, Annabelle ni siquiera parecía asustada, sino tan sólo nerviosa.
– ¿Hum?
Annabelle se arregló el velo mientras Edward Driscoll baja-ba los peldaños de la entrada, tomando del bra2o al mayordomo.
– ¿Annie?
A Audrey se le encogió el estómago mientras miraba a su hermana. ¿Y si… no fuera una elección acertada? ¿La habría empujado ella sin querer a tomarla? ¿Lo habrían hecho otras personas, insistiendo en que el chico era un buen partido? ¿Y eso qué más daba? Ella no se hubiera dejado convencer por estas consideraciones, pero Annabelle…
Su hermana menor se volvió a mirarla con una radiante sonrisa y, por un instante, Audrey se tranquilizó.
– Te preocupas demasiado, Aud… Este es el día más feliz de mi vida. -Ambas se miraron fugazmente a los ojos. Audrey tuvo que reconocer que su hermana parecía feliz de verdad. Pero, ¿lo era lo bastante? Una sonrisa se dibujó de repente en sus labios. Annabelle tenía razón. Se preocupaba demasiado. Porque el matrimonio era para ella un paso extraordinariamente importante. Se preguntó cómo era posible que Annabelle no estuviera asustada. Tomó la mano de su hermana y la estrechó con fuerza en la suya enfundada en un suave guante de cabritilla color crema-. Te echaré de menos, Aud…
Audrey también lo había pensado. Le parecería raro no tenerla consigo. Durante catorce años, la había cuidado como si fuera su propia hija y ahora iba a perderla. Mientras en la calle se escuchaba el rumor de un tranvía, se sintió más la madre de la novia que una dama de honor.
– Burlingame no está muy lejos, ¿sabes?
Ambas hermanas se miraron con lágrimas en los ojos y, al final, Audrey se inclinó para abrazar a Annabelle procurando no arrugarle el velo.
– Te quiero, Annie… Espero que seas feliz con Harcourt. Annabelle se limitó a sonreír y, mientras se encaminaba hacia la puerta, susurró:
– Pues claro que lo seré.
Sonó la bocina del Rolls-Royce del abuelo, quien miró impaciente a Annabelle cuando la muchacha se acomodó en el automóvil, envolviéndolos a los tres con su vaporoso traje.
– ¿Quieres que se pasen todo el día esperándote en laiglesia? -ladró el abuelo, apretando con fuerza el puño del bastón. Sin embargo, se veía a las claras que estaba profundamente conmovido. Annabelle le recordaba demasiado a una novia que había vivido hacía veintiséis años. Aquélla era incluso más bonita…, la chica que se casó con su hijo Roland. El parecido con Annabelle era impresionante. Creyó haber retrocedido en el tiempo cuando, de pie al lado de Audrey, contempló a Annabelle pronunciando el sí mientras miraba con ternura a Harcourt.
Las lágrimas resbalaron lentamente por las mejillas de Audrey y sus ojos se volvieron a nublar cuando, más tarde, el abuelo sacó a la novia a bailar un vals durante la recepción. Nadie hubiera dicho que el anciano necesitaba un bastón para caminar y él también pareció olvidarlo mientras evolucionaba elegantemente con la novia hasta entregarla por fin a su marido. Por un instante, el anciano se desconcertó. Después se alejó despacio y con paso cansino.
– ¿Me concede este baile, señor Driscoll? -le preguntó súbitamente Audrey, rozándole un brazo.
Ambos se miraron con cariño. Era como si la partida de Annabelle les hubiera unido todavía más, tal como a veces ocurre en los matrimonios cuando se casan los hijos.
Tras evolucionar un poco con él por la pista, Audrey le acompañó a un sillón empleando el tacto suficiente como para que no se sintiera un anciano achacoso. Le dijo que ella tenía que atender a ciertos detalles de la fiesta. Todo el mundo comentó lo espléndida que había sido la recepción y, cuando Annabelle se marchó por fin bajo una lluvia de pétalos de rosas y arroz, luciendo un vestido blanco de lana, Audrey se sintió inmensamente feliz. Después se despidió de los últimos invitados y se fue con su abuelo en el Rolls.
Parecía que hubieran transcurrido siglos desde que habían salido de casa aquella mañana. Audrey se sentó exhausta delante de la chimenea de la biblioteca, mientras la niebla envolvía inexorablemente la ciudad y se escuchaban, a lo lejos, las sirenas de los barcos.
– Ha sido bonito, ¿verdad, abuelo?
Audrey ahogó un bostezo y tomó un sorbo del jerez que el abuelo le había servido. Los invitados consumieron litros y más litros del champaña de su bodega privada, discretamente llevado al hotel, pero ella bebió muy poco y ahora, mientras recordaba la boda de su hermana, el jere2 la tranquilizó. La chiquilla a la que había cuidado durante tantos años se había ido súbitamente. Ella y Harcourt pasarían la noche en una suite del hotel Mark Hopkins y, por la mañana, tomarían un tren con destino a Nueva York, donde les aguardaba el I/e de France en el que se trasladarían a Europa. Audrey prometió acudir a despedirles a la estación y, al pensarlo, experimentó una punzada de envidia, no por lo que ambos compartían, sino por el viaje que se disponían a emprender. El itinerario no era enteramente de su gusto, pero, aun así, les envidiaba. Le remordió en el acto la conciencia y miró al abuelo como temerosa de que le hubiera leído el pensamiento. Sus ansias de marcharse eran injustas, pero algunas veces el deseo de ver tierras nuevas era casi irresistible. A veces, las noches que se pasaba hojeando los álbumes de su padre no le bastaban. Quería algo más, quería ser una de las personas que la miraban desde las fotografías de las descoloridas páginas.
– Tendríamos que hacer un viaje juntos cualquier día de éstos.
Las palabras le brotaron de la boca sin que pudiera evitarlo.
– ¿Un viaje? -preguntó el abuelo, mirándola asombrado-. ¿Adonde?
En agosto, pensaban ir al lago Tahoe. Tal como lo hacían siempre. Sin embargo, el anciano intuyó inmediatamente que ella se refería a otra cosa y su forma de hablar le recordó la de Roland.
– A Europa quizá, como hicimos en mil novecientos veinticinco…, o a las Hawai…
Y, desde allí, a Oriente, hubiera querido añadir, pero no se atrevió a hacerlo.
– Y eso, ¿por qué? -Edward Driscoll la miró hastiado, pero no era hastío lo que sentía, sino temor. No le importaba perder a Annabelle, pero no hubiera soportado quedarse sin Audrey. La vida hubiera sido distinta sin ella, sin sus aptitudes, sin su inteligencia, sin su manera de percibir las cosas y sin las maravillosas batallas en que se enzarzaban desde hacía casi dos décadas-. Soy demasiado viejo para irme a viajar por medio mundo.
– Pues, entonces, vayamos a Nueva York.
Los ojos de Audrey se iluminaron y, por un instante, su abuelo estuvo a punto de compadecerla. La pobre muchacha no podía hacer gran cosa por su cuenta y casi todas sus compañeras de estudios llevaban casadas mucho tiempo y tenían dos o tres hijos, y maridos que podían llevarlas adonde quisieran. Audrey aún no había encontrado al hombre que tal vez no apareciera jamás y, en cierto modo, Edward Driscoll se sentía culpable. Era extraño que no hubiera encontrado a nadie. Estaba demasiado ocupada llevando la casa y cuidando a su hermana. Pero ahora ésta se había ido y él no lo lamentaba. Contempló el agraciado rostro de Audrey y su melena cobriza derramándose sobre sus hombros, libre ya del sombrero de seda color melocotón. Era una muchacha encantadora, una mujer deliciosa, pensó para sus adentros.
– Bueno, ¿qué dices?
Audrey le miró expectante, pero él había olvidado la pregunta.
– ¿Qué digo de qué?
Se le veía molesto y confuso. Audrey comprendió que debía de estar un poco cansado después de la larga jornada. A lo mejor, había bebido más de la cuenta, aunque no estaba borracho en absoluto.
– ¿Por qué no vamos a Nueva York, abuelo? -preguntó esperanzada-. Podríamos ir en septiembre, a la vuelta del lago.
– Pero, ¿qué necesidad hay de que vayamos? -Sin embargo, el abuelo conocía muy bien aquella ansia. También había sido joven una vez y tenía una esposa, aunque nunca les tuvo demasiada afición a los viajes. Aquel gusanillo lo tenía Roland, su único hijo, y sólo Dios sabía de dónde lo habría sacado. Audrey lo debía llevar asimismo en la sangre, pensó Edward Driscoll con tristeza, pero él no le permitiría ceder a aquel capricho-. Nueva York es un lugar insalubre, hay demasiada gente y queda muy lejos. Te encontrarás mejor cuando vayamos al lago, Audrey. Ya lo verás. – Edward Driscoll consultó el reloj y se levantó tambaleándose ligeramente. Había sido un gran día para él, aunque no quisiera reconocerlo-. Me voy a la cama y será mejor que tú hagas lo mismo, cariño. La boda de esta niña te ha dado mucho que hacer.
Mientras subía la escalera con su nieta, le dio una palmada en un brazo, cosa insólita en él. Después, desde la ventana de su dormitorio, contempló la ventana iluminada del de Audrey y se preguntó qué estaría haciendo y en qué pensaría. Se hubiera asombrado de verla sentada ante la mesita de su tocador, con la mirada perdida en la lejanía y el collar de perlas en la mano, soñando en el viaje que hubiera querido realizar alrededor del mundo y en las fotografías que hubiera tomado por el camino. Su abuelo, aquella casa, su hermana, la boda, todo cayó en el olvido. Al final, Audrey sacudió la cabeza para volver al presente, se levantó, se desperezó y se desnudó. Minutos después, se deslizó entre las frías sábanas de su cama y cerró los ojos, procurando no pensar en todo lo que tenía que hacer al día siguiente. Había prometido encargarse de los asuntos de Annabelle durante su ausencia: de la nueva casa, de los pintores, del mobiliario que les iban a enviar, de los regalos de boda. Lo haría todo ella, como siempre. La fiel Audrey. Se quedó dormida, soñando con Annabelle y Harcourt… y con que tenía una casa en una isla tropical mientras el abuelo le gritaba desde lejos: «Vuelve…, vuelve». Pero ella no pensaba hacerlo.