CAPÍTULO XXIII

– ¿Audrey?

– Sí. -El corazón le latía con fuerza en los oídos y tenía la boca tan seca que apenas podía hablar. No le hacía falta preguntar quién era. Hubiera reconocido la voz en cualquier sitio porque la oía cada noche en sus sueños-. ¿Dónde estás?

– En California. Concretamente, en Los Ángeles -parecía más británico que nunca-. ¿Cuánto hace que volviste?

No se había comunicado con ella desde que había recibido su segundo telegrama desde Harbin. Cuando Audrey rechazó su proposición de matrimonio, Charles pensó que ya no tenía nada que decirle. Ahora, había tardado dos días en tomar la decisión. Dos días angustiosos en los que trató desesperadamente de no llamarla. Hasta que, por fin, no pudo resistirlo más. Regresó corriendo a su habitación, tomó el teléfono y pidió a la telefonista que marcara el número.

– Regresé en junio.

– ¿Tu abuelo está bien?

– Más o menos… Se ha debilitado mucho en un año -contestó Audrey, lanzando un suspiro-. Se llevó una alegría enorme cuando volvió a verme.

Charlie guardó silencio un instante, recordando las conversaciones que habían mantenido a propósito del abuelo, de la hermana y de las obligaciones de Audrey en San Francisco.

– No le han ido muy bien las cosas durante mi ausencia. En realidad… -Audrey no sabía cómo explicárselo-. Creo que su vida es un desastre. -Charlie no se sorprendió por ello. A juzgar por lo que ella le había contado, Annabelle era una niña mimada y tal vez, desde cierta distancia, Audrey había visto la situación con más claridad-. ¿Y tú? ¿Cuánto tiempo te vas a quedar aquí?

– Sólo unos días. Tomé un avión hasta Nueva York y luego me vine aquí. Puede que hagan una película basándose en uno de mis libros. La oferta es muy tentadora.

Audrey sonrió y cerró los ojos, recordando el hermoso rostro de su amante.

– ¿Intervendrás tú en ella, Charlie?

– No, por Dios -contestó él, echándose a reír-. Qué idea tan absurda.

– Estarías muy bien.

Al oír la dulce voz de la joven, Charles experimentó un desesperado deseo de verla.

– ¿Y tú? -le preguntó-. ¿Qué es de tu vida, ahora?

Le parecía extraño tener que hacer aquellas preguntas. En tiempos no muy lejanos, estuvieron tan unidos como jamás lo hubieran estado otros seres humanos. Sin embargo, ya habían transcurrido once meses desde su separación.

– Hago lo de siempre. Cuidar al abuelo y…

Estaba a punto de decir Mai Li, pero recordó que él ignoraba la existencia de la niña y hubiera sido un poco difícil explicarle toda la historia por teléfono. Algo le impidió terminar la frase.

– ¿Y a tu hermana?

– Más o menos…

De repente, se produjo una pausa. Charles no sabía si hacer la siguiente pregunta o no. Al fin, decidió lanzarse.

– ¿Audrey?

– ¿Sí? -dijo ella.

– ¿Puedo venir a verte?

La joven sintió una fuerte opresión en el corazón y no tuvo el valor de contestarle que no. Quería verle, aunque no fuera más que por unos instantes, pese a todos sus agobios y responsabilidades.

– Sí… Lo deseo con toda mi alma -no temió darle a entender lo mucho que le amaba-. ¿Podrás venir?

– Creo que sí. Mañana terminaré los asuntos que tengo pendientes aquí. Podría tomar un avión nocturno. ¿Estarías libre entonces?

Audrey se rió ante la pregunta. Siempre estaba libre, sobre todo, para Charlie.

– Ya me las arreglaré -contestó con aquella mezcla suya de humor y sensualidad.

No poseía la sexualidad exasperada de Charlotte, una mujer hecha para jugar, hablar y trabajar. En cambio, Audrey era un trozo de su alma y de su carne, la parte más importante de su ser.

– ¿Te recojo en el aeropuerto?

– ¿Tú lo quieres? -preguntó Charles.

– Me encantará -respondió Audrey.

– Ya te comunicaré la hora de la llegada.

– Allí estaré… ¿Charlie?

– ¿Sí?

– Gracias.

Charles se alegró de haberla llamado y colgó el teléfono sintiéndose como un colegial enamorado. El día siguiente fue interminablemente largo. Audrey bajó al centro de la ciudad con el abuelo y llevó a Mai Li al médico para que la vacunara. Pensó ir a la peluquería antes de trasladarse al aeropuerto, pero le pareció que eso hubiera sido más propio de su hermana. En vez de ello, se puso un vestido nuevo de lana gris y un collar de perlas y se dejó el cabello cobrizo suelto tal como a él le gustaba. Llevaba una chaqueta de zorro colgada del brazo cuando aparcó el automóvil y entró en el edificio del aeropuerto.

Sin darse cuenta acarició el anillo de sello que aún lucía en un dedo. Su abuelo se lo había visto, pero nunca le había preguntado de dónde lo había sacado. Faltaban diez minutos para la llegada del avión. Como no sabía qué hacer, Audrey empezó a pasear arriba y abajo, pensando en la última vez que vio a Charles. Recordó su rostro y las lágrimas que le resbalaban por las mejillas cuando el tren se puso en marcha en la estación de Harbin. De repente, anunciaron la llegada del vuelo y todo su cuerpo se estremeció como si hubiera recibido una sacudida eléctrica.

Empezó a mirar a los pasajeros y contuvo el aliento cuando un grupo de hombres pasó por su lado. De súbito, le vio con su cabello negro como el azabache, sus profundos ojos y la boca que ella tantas veces había besado. Permaneció inmóvil como una estatua sin decir nada y, de pronto, Charles la estrechó entre sus brazos y empezó a besarla. Después, ambos permanecieron largo rato mirándose en silencio.

– Hola -dijo él por fin, esbozando una sonrisa traviesa mientras la gente les empujaba por todas partes.

– Hola, Charlie -contestó Audrey-. Bienvenido… -¿A qué? ¿A su vida? ¿Cuánto tiempo iba a quedarse? ¿Un día? ¿Dos? ¿Tal vez tres? Pensó con tristeza que pronto volverían a separarse y experimentó una sensación agridulce, mientras él la seguía hasta el automóvil. Llevaba tan sólo un impermeable, un maletín y una cartera-. ¿Qué tal la película?

– Aún no lo sé. Hemos firmado un contrato, pero esta gente está loca y temo que no lleguemos a ninguna parte.

Audrey se alegraba del éxito de Charlie aunque ella le quería por otras cosas.

– ¿Estás contento? -le preguntó, mientras abría la portezuela del vehículo y sentándose al volante.

Abrió la otra portezuela desde dentro y Charles se acomodó en el asiento, dejando sus cosas en la parte de atrás.

– Sí -contestó él.

Sin embargo, lo que más le alegraba era volver a ver a Audrey. En su fuero interno, se acusaba de haber accedido a firmar el contrato cinematográfico sólo para poder trasladarse a California, aunque eso no se lo había dicho a Charlotte. Ésta toleraba todas sus debilidades, pero no soportaba oírle hablar de Audrey, la cual, en opinión de ella, había cometido el pecado imperdonable de no acudir a verle cuando él se lo pidió. Mientras Audrey ponía en marcha el coche para regresar a la ciudad, Charles pensó en lo distintas que eran ambas mujeres.

– No sé qué decirte, Charlie -dijo Audrey por fin.

– ¿Sobre qué?

Pero Charles sabía muy bien de qué le hablaba la joven. Ésta iba siempre directamente al grano y ahora lo volvería a hacer sin duda.

– Sobre lo que ocurrió…, los telegramas…

– ¿Qué tienes que decir? Tu respuesta fue muy clara.

– ¿Y también mis motivos? -Audrey temía siempre que no los comprendiera-. ¿Sabes que hubiera dado mi brazo derecho y mi corazón para mandarlo todo a paseo y casarme contigo el año pasado? Pero no podía irme a Londres sin más y dejar de nuevo al abuelo. Llevaba un año fuera…, y es tan viejo y tan frágil, Charlie…

– No entiendo tus sacrificios -dijo Charles, mirando a través de la ventanilla-. Fue la segunda vez que me rechazaste.

– La primera no me hiciste una proposición en serio -contestó Audrey-. Querías sacarme de Harbin como fuera y, para ello, hubieras estado dispuesto a casarte conmigo.

Charles la miró sonriendo y pensó que le conocía mucho mejor que Charlotte.

– Eres la mujer más testaruda que he conocido en mi vida, Audrey -le dijo.

– ¿Qué es eso? ¿Un cumplido o una simple constatación? -preguntó Audrey, apartando momentáneamente los ojos de la carretera para mirarle.

– Ninguna de las dos cosas -contestó Charles, sacudiendo la cabeza-. Es más bien una acusación. Eres un bicharraco… ¡un auténtico bicharraco! -añadió, tomando un mechón del cabello de Audrey y echándole un poco la cabeza hacia atrás para besarle el cuello-. ¿Sabes que me pasé un mes borracho tras recibir tu maldito telegrama? ¡Un mes!

Sin embargo, se calló lo que había hecho Charlotte para salvarle. Pero lo que sentía por Audrey era algo mucho más serio.

– Para mí tampoco fue fácil, Charlie -dijo la joven-. Fue la decisión más dura que jamás hubiera tomado…, exceptuando la de quedarme en Harbin.

– Aquello no fue tan duro. Tú estabas convencida de que cumplías con tu deber y no creo que te arrepintieras.

– ¿Piensas de veras que, después de pasarme ocho meses allí, nunca tuve dudas al respecto? Pues te equivocas. Hice lo que consideraba mi obligación, pero pagué un precio muy alto por ello. -Audrey le miró directamente a los ojos cuando se detuvieron ante un semáforo y pensó en la pequeña Mai Li, la mayor recompensa que jamás hubiera podido soñar-. Por cierto, ¿dónde te alojas? -preguntó, mirando a Charles con expresión pensativa. -Los estudios me han reservado habitación en el Saint Francis. ¿Es un buen hotel?

– Excelente.

Ambos recordaron al unísono el Gritti y el Pera Palas, pero no hicieron ningún comentario al respecto.

– ¿Querrás cenar conmigo esta noche, Aud? -preguntó Charles.

La joven asintió en silencio. Le parecía extraño citarse con él, tras haberse pasado tantos meses viajando a su lado. Era como si estuvieran casados. Ahora, en cambio, habían dado un paso atrás, regresando a la fase de Antibes, en la que ninguno de los dos sabía exactamente lo que pensaba el otro.

– ¿Quieres primero venir a mi casa para que te presente al abuelo?

– Me encantará -contestó Charles, observando que ella llevaba todavía su sortija en el dedo.

Cuando le dejó en su hotel y le besó en los labios, Audrey volvió a emocionarse muy a pesar suyo. No quería volver a enamorarse de él, pensó mientras regresaba a casa. Sólo iba a quedarse allí unos días, hubiera sido absurdo. Sin embargo, no podía reprimir sus sentimientos.

El abuelo la vio entrar y la miró con el ceño fruncido, levantando los ojos del periódico que estaba leyendo.

– ¿De dónde vienes, Audrey?

Por un instante, ella no supo qué responderle. Después, decidió confesarle la verdad o, por lo menos, parte de ella.

– Fui a recibir a un amigo al aeropuerto.

– ¿Ah, sí?

– Le conocí en Europa. Sólo estará aquí un par de días.

– ¿Le conozco?

– No -contestó Audrey, sonriendo-. Pero en seguida le conocerás. Vendrá a tomar una copa dentro de una hora. Tiene ganas de conocerte.

– Será un joven insensato -dijo el anciano con fingido enojo.

Sin embargo, Audrey sabía que le gustaba conocer a sus amigos de vez en cuando, y que muchas veces la regañaba por no salir más a menudo, aunque ella no sentía el menor interés

por nadie. Consultó el reloj y decidió subir a ver a Mai Li antes de cambiarse para la cena.

– Hoy le ha salido otro diente -le dijo el abuelo, como si leyera sus pensamientos.

– ¿A la niña?

– No, a la doncella. Audrey se echó a reír.

– Para ser una niña de seis meses, ya tiene muchos -dijo.

– Está muy adelantada. La señora Williams -el ama de llaves- me lo ha comunicado. Dice que su nieto no tiene ni dientes ni cabello, y eso que ya casi tiene un año. Verás cómo empieza a andar antes de cumplir el año.

Audrey se conmovió al ver lo orgulloso que el abuelo estaba de la niña. La quería mucho más que a los hijos de Annabelle y ya ni siquiera le importaba que fuera china. De vez en cuando, la acompañaba cuando su nieta la sacaba a pasear e incluso la ayudaba a empujar el cochecito.

– Bajaré en seguida, abuelo.

Cuando lo hizo, lucía un vestido de cóctel comprado en Ransohoff s y que todavía no había estrenado. Era un modelo de seda negro con los hombros muy marcados y un escote en forma de diamante en la espalda. Le sentaba de maravilla y el abuelo observó que se había peinado con gran esmero. Pensó que el invitado debía ser muy importante… para ella.

– ¿Quién dijiste que era? -preguntó el anciano poco antes de que sonara el timbre.

– Charles Parker-Scott. Es un escritor.

– Me parece que he oído hablar de él -dijo el abuelo.

En aquel instante, sonó el timbre y Audrey se dirigió al recibidor precisamente en el momento en que el mayordomo abría la puerta. Charles entró y se quedó mirando embobado. Estaba preciosa y le hizo recordar inmediatamente los momentos felices que habían compartido. Sin embargo, jamás la había visto tan encantadora como aquella noche.

– Hola, Audrey -dijo mientras ella le besaba en la mejilla y le acompañaba al salón para presentarle al abuelo.

– Te presento a Charles Parker-Scott… Mi abuelo, Edward Driscoll. Los dos hombres se estrecharon la mano y se estudiaron con interés, quedando, muy a pesar suyo, favorablemente impresionados el uno por el otro, sobre todo, Charles, que sentía una especial aversión hacia el hombre que le había apartado de Au-drey.

– Buenas noches, señor. ¿Cómo está?

– Muy bien, gracias. ¿De qué le conozco yo a usted? El anciano no recordaba si Audrey se lo había mencionado alguna vez o si se trataba de un personaje famoso.

– Charles es escritor, abuelo. Escribe unos maravillosos libros de viajes.

El abuelo frunció el ceño y asintió lentamente con la cabeza. Le sonaba de algo más, pero no recordaba de qué. Audrey se alegró de que así fuera. Estaba segura de que Muriel Browne le habría mencionado su nombre al anciano. No obstante, prefería no recordárselo porque el abuelo no se chupaba el dedo y sospechaba que ella había tenido relaciones con un hombre durante su permanencia en el extranjero, aunque nunca le preguntara nada.

– En realidad, acaba de vender los derechos cinematográficos de uno de sus libros, por eso precisamente ha venido a California.

El mayordomo les sirvió unas copas y Charles conversó animadamente con el anciano, observando que le temblaban ligeramente las manos mientras sostenía la copa. Sin embargo, cuando el abuelo se levantó para mostrarle la biblioteca, Charles pensó que no se le veía tan frágil como decía Audrey y se preguntó de repente si ésta no le utilizaría como excusa. A lo mejor, no quería casarse con él. Sin embargo, estaba seguro de que eso no era cierto. Contempló, admirado, los viejos libros, las ediciones príncipe y los preciosos volúmenes encuadernados en cuero de la valiosa colección. En realidad, toda la casa estaba llena de tesoros y muebles antiguos, muchos de ellos adquiridos por el padre de Audrey en el transcurso de sus viajes o bien comprados por su abuelo o su bisabuelo. Charles nunca habría sospechado que Audrey procediera de una familia tan acaudalada.

– Tiene usted una magnífica colección, señor -dijo.


Volvieron a sentarse y Charles miró sonriendo al anciano. Éste le devolvió la sonrisa y pensó que era una lástima que Audrey no tuviera más amigos como aquél. Le gustaba ver a algún joven de vez en cuando. Le recordaban a Roland. En realidad, aquel hombre se le parecía enormemente.

– ¿Sabe que se parece usted a mi hijo? ¿No se lo ha dicho Audrey?

– Pues, la verdad es que no… Como no sea por el hecho de que a ambos nos gusta tanto viajar.

– Maldita insensata… – Edward Driscoll hizo una mueca y Charles temió haber dicho alguna inconveniencia. A continuación, el anciano levantó los ojos y exhaló un suspiro de alivio, mirando a Audrey-. Afortunadamente, ésta no perdió el juicio. ¿Sabe usted que incluso estuvo en China? -Charles reprimió una sonrisa y asintió con la cara muy seria-. Se pasó casi un año en Manchuria, en un sitio llamado Harbin… y después vino aquí con una niña. -Al oír estas palabras, Charles estuvo a punto de caerse de la silla y se puso tan pálido que Audrey temió que se desmayara-. Una chiquilla preciosa -prosiguió el abuelo-. La llamamos Molly.

– Ya.

Audrey hubiera querido tomar la mano de Charles y explicárselo todo, pero no sabía por dónde empezar.

– Era una de las huérfanas de la casa… En realidad, la dio a luz una de las mayores, pero murió de parto…

– ¡Audrey! -exclamó el abuelo escandalizado-. No tienes por qué aburrir a nuestro invitado con esos detalles.

– ¿Quieres verla? -preguntó Audrey, a falta de otra cosa mejor que decir.

Vio que Charles estaba a punto de declinar el ofrecimiento y le miró con ojos suplicantes hasta que, por fin, él se levantó a regañadientes.

– De acuerdo. -Charles la siguió en silencio al piso de arriba-. Conque era eso -susurró por fin-. ¿Por qué demonios no me lo dijiste en lugar de hacerme hacer el ridículo? ¿Qué es? ¿Medio china?

– Sí.

– Tu abuelo tiene razón -añadió Charles al llegar a la puerta del dormitorio-, eres una maldita insensata. ¿Cómo pudiste hacer eso? ¿Por qué no te libraste de esa niña antes de volver a

casa?

Audrey le miró con los ojos llenos de lágrimas. Sabía lo que Charles pensaba y no quería justificarse ante él.

– ¿Qué querías tú que hiciera? ¿Que la matara? La traje conmigo porque la quiero y no soy ni la mitad de insensata…

que tú.

Audrey se acercó a la cuna y levantó a la niña en brazos mientras la doncella que cuidaba de Mai Li se retiraba discretamente de la estancia. La chiquilla esbozó inmediatamente una graciosa sonrisa. Tenía un precioso rostro oriental y no se hubiera podido adivinar si era china o japonesa.

– No es… -empezó a decir Charles, perplejo. De repente, se avergonzó de sus sospechas, aunque, en realidad, éstas le hubieran facilitado la tarea de asimilar el rechazo de Audrey. Hubiera estado dispuesto a creer cualquier cosa antes que reconocer que ella le había dejado por el simple sentido del deber-. Audrey, perdóname… La niña no es tuya, ¿verdad? Por lo menos, no en la forma en que yo pensaba…

Audrey negó tristemente con la cabeza, pensando que ojalá

lo fuera.

– Ling Hwei murió al dar a luz antes de que yo me fuera. El padre era japonés… Un soldado… No podía dejarla. Tú ya sabes lo que hubiera ocurrido.

– Ahora lo comprendo todo -dijo Charles-. ¿Por qué no me

lo dijiste?

– Lo hubiera hecho, pero, después del telegrama, no contestaste a ninguna de mis cartas y no sabía cómo te lo ibas a tomar.

– Es un encanto -dijo Charles, contemplando a la chiquilla que Audrey sostenía en sus brazos-. ¿Qué tiempo tiene?

– Seis meses. El abuelo la llama Molly -se miraron sonriendo. La niña era como un regalo que les hacía recordar los felices momentos transcurridos en China. Charles le acarició una mejilla con un dedo y la niña intentó metérselo en la boca mientras él se reía y le hacía cosquillas-. ¿La quieres tomar en brazos? -le preguntó Audrey. Al principio, él vaciló un poco, pero después la tomó y la acercó a su mejilla. Olía a jabón y a polvos de talco y todo en ella era pulcro, bonito y aseado. Ahora comprendía Charles lo que había estado haciendo Au-drey desde su regreso. Miró a su alrededor y vio docenas de fotografías de la niña tomadas sin duda con la Leica-. ¿No te parece maravilloso, Charles? – Éste depositó cuidadosamente a la niña en la cuna y ambos la contemplaron con cariño mientras jugaba con sus piececitos y profería murmullos de satisfacción. Audrey miró a su antiguo amante a los ojos y se atrevió a decirle lo que pensaba, ahora más que nunca-. Quisiera que fuera tuya, Charles.

– Yo también -dijo él.

Quería a Audrey tanto como siempre, o tal vez más, y el hecho de verla con la niña le enternecía profundamente. Ambos tuvieron que hacer un esfuerzo para abandonar la habitación y reunirse de nuevo con el abuelo, el cual sonrió extasiado cuando le contaron las gracias de la niña. Nadie hubiera podido adivinar que se llevó un disgusto al verla por primera vez. Oyéndole hablar, se hubiera dicho que la niña pertenecía a su propia estirpe.

– Es la chiquilla más preciosa del mundo -el abuelo miró afectuosamente a Audrey-. Ésta tampoco estaba mal, pero ya ha llovido mucho desde entonces.

Al cabo de unos instantes, los tres se levantaron y Charles le reiteró al anciano su complacencia por haberle conocido. Tenían reservada mesa en el Blue Fox, pero les hubiera dado igual cenar en cualquier otro sitio. Audrey se lo contó todo, sus últimos momentos en Harbin, el nacimiento de Molly e incluso la aparición del general mongol.

– Santo cielo, te hubieran podido violar. O asesinar. Pero no lo dijo.

– Pensando en aquellos ocho meses, supongo que hubiera podido ocurrir cualquier cosa. Pero, la verdad, Charles, en aquel instante me pareció que era lo que tenía que hacer. A cambio, recibí a Molly -dijo Audrey sonriendo.

– Y ahora, ¿qué, Aud? ¿Qué vas a hacer con tu vida?

– No lo sé. Quedarme aquí. Por lo menos, mientras viva el abuelo. – Es un hombre extraordinario.

– Lo sé… Por eso volví junto a él. Le debo mucho.

– ¿Incluso tu futuro, Audrey? Eso tampoco me parecería justo.

– En cualquier caso, mi presente.

– ¿Y Annabelle? ¿Qué es lo que ella le debe?

– Me temo que mi hermana no se considera en deuda.

– He tenido la mala suerte de enamorarme de la más cumplidora -dijo Charles, sonriendo con tristeza. Mientras tomaban el postre, se armó de valor-. ¿No te podría arrancar de todo eso por una temporada, Aud?

– ¿Por cuánto tiempo? ¿Por un fin de semana en Carmel o por un año en el lejano Oriente?

Se miraron sonriendo. El contraste entre ambas civilizaciones era impresionante. Audrey hubiera estado dispuesta a ir con él hasta los confines del mundo, pero eso era imposible. No podía alejarse de su casa más allá de unos días.

– Acabo de regresar de la India donde estuve documentándome con vistas a mi próximo libro…

– Qué interesante -dijo Audrey, sabiendo que él no había terminado de hablar.

– …y ahora me voy a Egipto. -Charles hizo una pausa y le tomó una mano-. ¿Quieres acompañarme?

Audrey se quedó paralizada de asombro al oír esas palabras. Lo deseaba con toda el alma. Con él, hubiera ido a cualquier sitio, pero Egipto le parecía un lugar fabuloso.

– ¿Cuándo irás?

– A finales de año, o tal vez en primavera. ¿Importa mucho el momento?

– Supongo que no -contestó Audrey, lanzando un suspiro-. Pero no me imagino al abuelo soportando otro viaje después de lo que ocurrió la primera vez. No sé cómo podría hacerlo, Charles… Además, ahora tengo que pensar en Molly.

– Llévala contigo -dijo Charles muy serio. Audrey se inclinó hacia adelante y le dio un beso en una mejilla.

– Siempre te querré, Charlie, ¿lo sabes?

– A veces, me cuesta creerlo -dijo él, reclinándose en la silla-. No quiero que me des la respuesta esta noche. Piénsalo… Piensa en Egipto en primavera. ¿Se te ocurre algún lugar más romántico?

– No hace falta que me lo ponderes, Charles -contestó Audrey, sacudiendo la cabeza-. No es por eso. Yo sería feliz contigo incluso en un pastizal de Oklahoma.

– Tampoco sería mala idea.

Charles se rió y, de repente, la atmósfera cambió y él le propuso ir a bailar a su hotel. Tan pronto como sus cuerpos entraron en contacto, Audrey sintió la misma magia de siempre y ambos se besaron y acariciaron con la misma vehemencia que en el pasado.

– Creo que jamás podré resistir esta tentación, Charles. Lo pasaré muy mal si algún día te casas con otra.

– Hay maneras de impedirlo -le susurró él al oído.

Después, se retiraron de la pista de baile y hablaron un momento en un pasillo. No querían cometer una locura, pero sus corazones desbordaban de amor. Al ver que Audrey asentía en silencio, Charles le deslizó la llave de su habitación en la mano y, dirigiéndose a recepción, pidió otra mientras la joven tomaba el ascensor. Al verla, el ascensorista se quedó pasmado ante su belleza, y pensó que debía de ser la esposa de algún cliente. Al llegar al piso, Audrey bajó con el corazón desbocado y entró en la habitación de su amante poco antes de que éste llegara. Al abrir la puerta, Charles la vio de pie en el centro de la estancia, esbozando una tímida sonrisa.

– ¡Imagínate si alguien me viera! ¡Me cubrirían de alquitrán, me emplumarían y me expulsarían de la ciudad!

– Sospecho que no serías la primera. Pero, como ya te he dicho, hay maneras de impedirlo…

A él se le ocurría una en particular. Se abrazaron con fuerza y se olvidaron de todo. Momentos después, sus ropas yacían tiradas en el suelo. Había transcurrido un año y océanos y continentes les habían separado desde la última vez. De repente, Audrey se preguntó cómo pudo vivir tanto tiempo sin su amor. Eran las cuatro de la madrugada cuando por fin pudo apartarse de Charles.

– Qué barbaridad… Tengo que volver a casa en seguida – exclamó al ver la hora en el reloj de la mesilla de noche.

No era como en China donde ambos vivieron como marido y mujer durante meses. Ahora tenían que disimular y guardar las apariencias. Charles la contempló mientras se vestía y después se vistió él a su vez para acompañarla a casa en un taxi. Ya en el interior del vehículo, volvió a besarla apasionadamente en los labios y luego la vio entrar en la casa, utilizando una llave. Esperó hasta que se encendió la luz de la habitación de arriba y Audrey apartó la cortina de encaje para saludarle con una mano. Entonces, Charles regresó al hotel y se sintió desesperadamente solo sin ella.

La cama olía todavía a su perfume y a su carne y sobre la almohada había quedado olvidado un largo cabello cobrizo. Hubiera querido llamarla y tenerla de nuevo a su lado, pero eso no ocurrió hasta la tarde del día siguiente en que ambos volvieron a reunirse y se fueron de nuevo a la habitación del hotel con la mayor discreción posible. Permanecieron en la cama hasta la una de la madrugada en que Charles llamó al servicio de habitaciones, para pedir que les subieran la cena mientras ella se ponía la bata de su amante y daba unas chupadas a su cigarrillo. Audrey se sentía a gusto a su lado, pero veía algo extraño en los ojos de Charles. Cuando el camarero se retiró y él se volvió a mirarla, comprendió que algo le ocurría. Le conocía demasiado bien para que pudiera engañarse.

– ¿Qué te pasa, Charles? -le preguntó con dulzura.

– Tengo que decirte una cosa.

– Tan mala no será -dijo Audrey, extendiendo una mano para tomarle la suya.

Sin embargo, Charles estaba demasiado nervioso para permanecer sentado. Empezó a pasear arriba y abajo de la habitación hasta que, al final, se detuvo y contempló aquellos ojos azules que tanto amaba.

– Mañana por la tarde tengo que irme a Nueva York. Las palabras cortaron el aire como un cuchillo.

– Comprendo.

– Tenía prevista una reunión con un editor norteamericano y han adelantado las fechas. -Audrey se preguntó si le iba a pedir que la acompañara, pero, en realidad, se avecinaba algo mucho peor-. Antes de que me vaya, creo que tendríamos que aclarar la situación. No podemos seguir así, Aud… El año que he pasado sin ti ha sido el período más difícil de mi vida, exceptuando el año en que murió Sean. Ahora no me será fácil volver a dejarte. No podemos seguir así indefinidamente. – Audrey hubiera querido preguntarle por qué no podían seguir igual durante algún tiempo, hasta que ella pudiera dejar al abuelo, hasta que…, ¿hasta qué?, se preguntó. La respuesta no era fácil-. Quiero casarme contigo. Quiero que vengas a Inglaterra conmigo. Ya sé que eso puede exigir cierto tiempo… Un mes, tal vez dos. Eso lo puedo soportar. Pero deseo casarme contigo, Aud. Te quiero con todo mi corazón.

Era lo que la joven siempre había soñado. Charles era el único hombre a quien jamás podría amar. Pero no podía hacer lo que él le pedía, le era completamente imposible. ¿Tan difícil era eso de comprender?

Se le llenaron los ojos de lágrimas y, sacudiendo su melena cobriza, Audrey acarició suavemente una mejilla de su amante con las yemas de los dedos.

– ¿No sabes cuánto te quiero, Charles? ¿Cuánto desearía poder hacerlo? Pero no puedo… ¡nopuedo! -se levantó y cruzó la habitación y contempló a través de la ventana la Union Square, que se veía abajo-. No puedo dejar al abuelo, ¿es que no lo comprendes?

– ¿Crees de veras que es eso lo que él espera de ti? No es tan irracional como tú imaginas, Aud. No puedes renunciar a tu vida por él.

– Se le partiría el corazón.

– ¿Y el mío? -preguntó Charles, mirándola con emoción. Audrey no supo qué contestarle.

– Te quiero -le dijo; y con los ojos le suplicaba que la comprendiera.

– Eso no basta. Eso nos destrozará a los dos. ¿Quieres casarte conmigo? -No había modo de esquivar la pregunta de Charles y Audrey no podía darle la respuesta que él anhelaba. Tenía que hacer un sacrificio, como cuando se quedó en Harbin durante ocho meses, sólo que muchísimo peor-. Con-

téstame, Audrey -Charles la miró, diciéndole en silencio que no habría otra oportunidad, que aquélla era la última vez-. ¿Audrey?

Ambos se hallaban separados por un universo de dificultades.

– Charlie, no puedo… Ahora mismo, es imposible…

– Entonces, ¿cuándo? ¿El mes que viene? ¿El año que viene? Nunca quise casarme con nadie hasta que te conocí a ti, y ahora te lo ofrezco todo, mi vida, mi casa, mi corazón, la fortuna que pueda tener, mis derechos de autor. Todo lo mío es tuyo, pero no estoy dispuesto a esperar diez años, no pienso desperdiciar mi vida y la tuya, esperando a que muera este hombre. Quiero creer que él desea cosas mejores para ti. ¿Me permites que yo mismo se lo pregunte? Lo haría con mucho gusto.

– No puedo hacerle eso, Charles -contestó Audrey, negando con la cabeza-. Él diría que me fuera. Y entonces, se moriría. Soy lo único que tiene.

– También eres lo único que yo tengo.

– Y tú eres el único hombre al que jamás podré amar.

– Pues, entonces, cásate conmigo.

Audrey le miró largo rato en silencio. Después volvió a sentarse muy despacio y se echó a llorar.

– No puedo, Charlie.

Éste se volvió de espaldas y contempló la Union Square a través de la ventana.

– En tal caso, todo habrá terminado entre nosotros cuando yo me vaya. No quiero volver a verte nunca más. No quiero seguir jugando a este juego.

– No es un juego, Charlie. Es mi vida… y la tuya. Piénsalo antes de excluirme definitivamente de ella.

Charles sacudió la cabeza en silencio y, por fin, se volvió a mirarla con tristeza infinita.

– Tenerte y no tenerte será una tortura para ambos y luego, ¿qué nos quedará? El vacío…, promesas…, mentiras. Tú misma has dicho que ojalá Molly fuera hija mía. Pues, bien, yo también lo quisiera. Algún día quiero tener hijos y tú también lo quieres. No podemos tenerlos en la actual situación o, por lo menos, no debiéramos. Deseo una vida de verdad con una esposa de verdad y unos hijos cuando a los dos nos pare2ca oportuno. Exactamente igual que James y Vi. Audrey lo entendía muy bien.

– Pues, entonces, quédate a vivir conmigo en San Francisco -le dijo.

– ¿Y qué haré? ¿Trabajar en un periódico local? ¿Vender zapatos? Yo soy un escritor especializado en viajes, Audrey. Ya conoces mi vida. Viviendo aquí, no podría hacer lo que ahora hago. Uno de los dos tiene que sacrificarse y esta vez te toca a ti.

– Charlie, no puedo -dijo Audrey, que apenas podía hablar por culpa de las lágrimas.

– Piénsalo bien. Estaré aquí hasta las cuatro. Mi avión sale a las seis.

Faltaban menos de veinticuatro horas y, en tan poco tiempo, no podía producirse ningún cambio drástico.

– No eres razonable, Charles.

– Hago lo que considero mejor para los dos. Tienes que tomar una decisión.

– Te comportas como si yo pudiera elegir libremente, como si mi actitud obedeciera a un capricho, cuando lo que hago, en realidad, es asumir mis responsabilidades.

– ¿Y tus responsabilidades para conmigo, para contigo misma e incluso para la niña? ¿No te sientes en la obligación de conseguir lo que deseas…, si es que de veras lo deseas?

– Bien sabes que sí.

– Pues entonces vente conmigo. O, por lo menos, prométeme que lo harás muy pronto.

– No puedo prometértelo. No puedo prometerte nada -dijo Audrey, cubriéndose el rostro con las manos.

Charles asintió en silencio. Ya sabía, cuando se trasladó allí, el riesgo que corría. Ahora, por lo menos, terminarían sus dudas. O bien Audrey accedería a casarse con él o 'bien le cerraría la puerta para siempre. Por su parte, él no pensaba seguir jugando. Era lo mínimo que podía hacer.

Charles acompañó a la joven en un taxi a casa y, antes de despedirse de ella con un beso, le acarició suavemente las mejillas.

– No quiero ser cruel, pero, en caso necesario, tenemos que cortar por lo sano por el bien de los dos.

– ¿Por qué? -preguntó Audrey, perpleja-. ¿Por qué precisamente ahora? ¿Acaso hay alguien más en tu vida?

Hasta aquel momento, no se le había ocurrido pensar en aquella posibilidad.

– Lo hago porque no puedo vivir sin ti -contestó él, sacudiendo la cabeza-. Y, si de veras no puede ser, es mejor que empiece a acostumbrarme cuanto antes.

– Eres injusto -dijo Audrey. Sin embargo, eso fue precisamente lo que ella había pensado cuando Charles no quiso escribirle a Harbin, dolido por su rechazo-. Fíjate en cuántas responsabilidades tengo.

– En la vida siempre habrá algo, Aud. Tienes que adoptar una decisión ahora mismo.

Audrey descendió del taxi y él hizo lo mismo y le dio un beso, de pie en los peldaños de la entrada.

– Te quiero -le dijo Charles.

– Y yo a ti también.

Pero no podía hacer nada. Subió a su habitación y, tomando a la niña dormida en sus brazos, la acercó a su rostro para oír el suave murmullo de su respiración.

Pensó en todo cuanto Charles le acababa de decir, en su proposición de matrimonio, en los hijos que deseaba tener… Era una lástima que lo quisiera todo precisamente en aquellos instantes. A la mañana siguiente, cuando bajó a desayunar sin apenas haber dormido en toda la noche, el abuelo la miró con el ceño fruncido para disimular su inquietud. Intuía que su nieta estaba sufriendo mucho.

– ¿Bebiste demasiado anoche? -le preguntó. Audrey sacudió la cabeza y trató de sonreír-. Pues tienes una cara espantosa. ¿Te encuentras bien?

– Estoy un poco cansada, eso es todo.

– ¿Le quieres mucho? -preguntó súbitamente el anciano, tratando de ocultar su temor.

Audrey se compadeció del abuelo.

– Somos buenos amigos.

– Y eso, ¿qué quiere decir? – En realidad, preferiría no hablar de eso -contestó Audrey con fingida indiferencia.

– ¿Por qué no?

«Porque es demasiado doloroso para mí.» Pero eso no se lo dijo.

– Sólo somos amigos, abuelo.

– Pues yo creía que había algo más, por lo menos, por su parte. Me alegro mucho de que no haya nada por la tuya.

– ¿Por qué lo dices?

– Porque eso de recorrer el mundo con un hombre como él, persiguiendo camellos y elefantes, no es muy adecuado para una chica como Dios manda -contestó el anciano horrorizado mientras ella soltaba una carcajada.

– Nunca se me había ocurrido pensarlo.

– Además, no sería bueno para la niña…

Y tampoco para él. Audrey sabía que el anciano también pensaba en eso. Estaba en su perfecto derecho de hacerlo. Tenía casi ochenta y tres años y la necesitaba, bien lo sabía ella.

– No es nada serio, abuelo, no te preocupes.

Pero el abuelo se preocupaba, se le veía en los ojos. Audrey sentía una profunda opresión en el pecho cuando llamó a Charles, al mediodía. Prometió almorzar con él en un restaurante situado en el centro de la ciudad. Ambos estaban muy tristes cuando se reunieron y, antes de estudiar el menú, se pasaron un rato charlando de cosas intrascendentes.

– ¿Y bien? -inquirió Charles.

Audrey hubiera querido dar largas al asunto, pero no podía hacerlo.

– Ya conoces la respuesta, Charlie. Te quiero mucho, pero no puedo casarme contigo. Al menos por ahora.

– Lo suponía -dijo él-. ¿Por tu abuelo? -Audrey asintió en silencio-. Lo siento de veras, Aud -añadió, levantándose-. Creo que no vale la pena de que almorcemos juntos, ¿no te parece? Si me doy prisa, podré tomar el vuelo anterior.

Todo ocurrió con vertiginosa rapidez. Audrey vio en los ojos de su amante una expresión de rabia, de dolor y de deseo de venganza y le pareció que iban a doblársele las piernas mien- tras salía con él a la calle. Tomaron un taxi y, casi sin saber cómo, Audrey se encontró ante la puerta de su casa, mientras Charles la miraba, de pie junto a la portezuela del vehículo. Cuando la joven se le acercó para darle un beso de despedida, él retrocedió y levantó una mano, musitando un adiós mientras subía de nuevo al taxi. El automóvil se puso nuevamente en marcha y borró en un instante todos los momentos de amor y todos los kilómetros que ambos habían recorrido juntos.

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