CAPITULO XXXVII

El Douglas DC-3 tomó tierra en el aeropuerto de El Cairo a las seis de la mañana del día siguiente. Por el camino, hicieron tres escalas para recoger tropas, correspondencia y suministros y también para repostar. Audrey aún no había salido de su asombro, recordando lo amables que habían sido con ella en el Home Office.

Ya debían saber algo de ella a través de las investigaciones que tuvieron que llevar a cabo antes de nombrar a Charles corresponsal de guerra. A lo mejor, pretendían llamar la atención de la prensa norteamericana en la esperanza de que los Estados Unidos entraran en guerra, a pesar del escaso interés que tenía Roosevelt en ayudarles. Audrey se preguntaba a menudo cómo era posible que no lo hiciera. Sin embargo, no pensaba en su país cuando el aparato aterrizó bruscamente. Los soldados que habían viajado con ella recogieron sus pertrechos disponiéndose a bajar.

– ¿Dónde se aloja? -le preguntó uno de ellos que no le había quitado los ojos de encima desde que salieron de Londres.

Audrey vestía unos pantalones grises de tweed, un jersey y una chaqueta de cuero de Charlie. Incluso se había comprado unas botas para el caso de que tuviera que andar por un terreno accidentado.

– Intentaré encontrar habitación en el Shepheard's -contestó.

Allí se alojaba Charlie, pero Audrey no sabía si el hotel estaba reservado exclusivamente para uso militar. Charlie le decía en sus cartas que era precioso.

– Iré a verla algún día -dijo el soldado, sonriendo.

Audrey le miró con simpatía, pero no le ofreció el menor estímulo. Quiso comprarse una alianza matrimonial para el viaje, pero después rechazó la idea porque no le gustaban las

simulaciones. Tenía treinta y tres años y era una persona completamente independiente. No necesitaba estar casada para sentirse segura. Al fin y al cabo, había podido sobrevivir ella sola al suplicio del aborto. Aún estaba trastornada y no sabía qué le iba a decir a Charlie.

Tenía mil cosas de que hablarle, pero, primero, necesitaba encontrarle. Un jeep militar la llevó al centro. Audrey se acomodó entre un australiano de enormes mostachos y sonora risa, y un corpulento sudafricano de cabello pelirrojo, muy aficionado a contar chistes verdes. Estaba en 2ona de guerra y Audrey sabía que tendría que acostumbrarse a esas cosas. Todo era preferible a permanecer en Londres y pasarse las noches en los refugios antiaéreos, esperando que cesara la alarma, sin saber si su casa aún estaría en pie.

– ¿Tú qué haces aquí, cariño? -le preguntó el australiano mientras el conductor escocés le ordenaba que se callara al tiempo que le guiñaba un ojo a Audrey-. ¿Has venido a ver a tu novio? -añadió en broma.

Había visto su abultado morral y las dos cámaras colgadas alrededor de su cuello, una con película en blanco y negro y otra con película en color.

– Tal vez -contestó ella, sonriendo.

– ¿O quizá a buscar otro? -sugirió el sudafricano. Todos llevaban uniformes de camuflaje con manchas amarillas, pardas y grises-. En tal caso, me ofrezco voluntario.

– Tengo un amigo aquí -dijo Audrey, riéndose-. Es corresponsal de guerra.

Los soldados empezaron a lanzar silbidos mientras el jeep sorteaba mujeres, niños y camellos. Había cabras y ovejas por doquier y las mujeres se cubrían con velos, como en Turquía y Afganistán, cuando ella había atravesado aquellos países en su camino hacia China. Recordó vagamente aquel viaje, aunque la atmósfera era totalmente distinta. El hecho de encontrarse lejos de Londres le producía una extraña emoción. Por las calles se veían muchos rostros europeos, casi todos británicos, y militares por todas partes. Los había hindúes, neozelandeses, australianos, sudafricanos, franceses de la zona libre, griegos e incluso yugoslavos y polacos, muchos de ellos eran desertores del ejército alemán. Los australianos y los neozelandeses llevaban unos chalecos de cuero para protegerse de las frías noches del desierto. Se percibía en el aire una cacofonía de sonidos y olores muy semejante a la de los antiguos viajes de Audrey a través de medio mundo. Súbitamente, ésta se preguntó cómo era posible que hubiera podido permanecer quieta tantos años en San Francisco y en Londres. Aquello era lo que más le gustaba; lo distante y exótico, con sus mágicas visiones, perfumes y promesas.

– ¿Me quieres sacar una fotografía, cariño? -le preguntaron dos sujetos que se acercaron al vehículo cuando éste se detuvo para permitir que dos camellos entraran en un bazar.

Audrey se agachó entre risas para evitar que uno de ellos la besara.

– Eres norteamericana, ¿verdad? -preguntó el sudafricano cuando eljeep reanudó la marcha.

– Sí.

– ¿Habías estado alguna vez fuera de casa? -le preguntó el soldado en tono paternalista mientras ella le miraba riéndose.

Aquél no era un lugar muy apropiado para los viajeros aficionados.

– Hace años viví en China, y resido en Londres desde hace cinco.

– ¿En qué parte de China? -preguntó el soldado mientras los demás escuchaban con renovado interés.

– En Manchuria. Harbin. Dirigí un orfanato allí, durante la ocupación japonesa.

El conductor escocés soltó un silbido y los demás la miraron con curiosidad mientras el australiano tomaba el hilo de la conversación, lanzando una mirada de reproche a su compañero.

– No debió de ser fácil -observó en tono respetuoso-. ¿Qué dijo su marido de todo eso?

La respuesta a la pregunta les interesaba a todos, habida cuenta de que la chica iba a permanecer una temporada en El Cairo. Siempre era interesante conocer el estado civil de una mujer.

– No tengo marido -contestó Audrey echándose a reír.

Luego decidió escandalizarles. Tendría que vivir con aquella gente un día sí y otro también, siempre y cuando Charlie se lo permitiera…, aunque ella no estaba dispuesta a volver a casa, por mucho que él se empeñara. Ya se hallaba preparada para librar la batalla.

– Pero tengo una encantadora hija china -añadió. Todos silbaron, menos el escocés.

– Una de las huérfanas de Harbin, ¿verdad? -le preguntó, mirándola a través del espejo retrovisor-. Buena chica. ¿Cuántos años tiene ahora?

– Seis -contestó Audrey, sacando una fotografía de Molly cuando aún no le habían salido los dientes.

Los hombres reaccionaron como era de esperar. Resultó que, a pesar de su interés por Audrey, dos de los soldados estaban casados y tenían un total de siete hijos, cuyas fotografías le mostraron con orgullo. Después se presentaron y estrecharon la mano de Audrey. Cuando llegaron al Shepheard's, ya se habían hecho todos amigos. En tiempo de guerra las amistades se hacían con mucha rapidez, pensó Audrey, alegrándose de haber tomado una decisión. Deseaba hacer algo útil, en lugar de perder el tiempo en Londres.

Entraron todos juntos en el hotel y Audrey se dirigió a recepción y preguntó por Charlie. El recepcionista buscó su llave, estudió las notas y le dijo que el señor Parker-Scott había salido.

– ¿Está fuera de la ciudad o ha salido un rato? -preguntó Audrey.

El hombre tenía la tez aceitunada y unos hermosos ojos negros. Era curioso la cantidad de egipcios guapos que se veían por todas partes.

– Creo que estará fuera toda la tarde, señora -contestó el recepcionista con un impecable acento británico digno de ex alumno de Eton.

Audrey le dio las gracias y salió a la terraza para echar un vistazo. El panorama de la ciudad era increíblemente romántico. Abajo, en la calle, docenas de hombres enfundados en toda clase de uniformes iban y venían a sus distintas tareas. El Cairo era el centro de toda la actividad y el cuartel general de todas las operaciones de África y el Oriente Medio. Audrey permaneció varias horas en la terraza esperando a Charlie hasta que, al fin, se quedó dormida. Cuando volvió a abrir los ojos, el sol ya se ponía en el horizonte y ella notó que alguien la sacudía bruscamente por un brazo. Al principio, ni sabía dónde se encontraba. Los ojos del hombre le recordaban a alguien, pero no así el resto de su persona. De repente, reconoció a Charles y soltó una carcajada.

– ¡Dios mío, menuda barba te has dejado! Sin embargo, no era la barba lo que ahora le llamaba la atención, sino los ojos enfurecidos.

– ¿Qué demonios estás haciendo aquí? -preguntó Charlie.

El recepcionista sólo le había dicho que una dama le aguardaba en la terraza. La encontró durmiendo en un rincón; el bolso estaba en el suelo, las fundas de las cámaras sobre el regazo, un sombrero le cubría los ojos, las cámaras le colgaban del cuello y llevaba un atuendo que a Charles le pareció de lo más ridículo. Por un instante, se alegró de verla, pero después se enojó. No quería que estuviera allí. Estaban en zona de guerra. Prefería que Audrey regresara a la relativa seguridad de Londres.

– He venido a verte, Charlie -dijo ella, extendiendo los brazos mientras esbozaba una sonrisa beatífica. Sabía que se iba a enfadar, pero confiaba en que pronto se le pasara la rabieta. No hubiera podido quedarse por más tiempo en Londres mientras él andaba por el mundo escribiendo reportajes para distintos periódicos-. ¿No me vas a decir hola? -estaba intentando reprimir la risa para que él no se enojara-. Me gusta esta barba.

– No te molestes siquiera en deshacer el equipaje, Aud -dijo Charlie, casi temblando de furia-. Te irás de aquí en el primer avión de mañana por la mañana. ¿Cómo te las arreglaste para que te dejaran venir?

– Les dije que era una fotógrafa libre y que siempre hemos trabajado juntos.

– ¿Cómo? ¡Y te creyeron! ¡Qué insensatos! -exclamó Charlie, dirigiéndose a grandes zancadas al otro lado de la terraza.

Tarde o temprano se calmaría, pensó Audrey. Cuando Char-lie regresó de nuevo junto a ella, sus ojos habían cambiado de expresión.

– Puesto que sólo me quedaré una noche, podríamos celebrarlo un poco – dijo Audrey, dirigiéndole una seductora mirada. Sin embargo, él se limitó a soltar un bufido mientras se acomodaba a su lado en la otra silla. Audrey no era una persona dócil y Charles no se fiaba ni un pelo de que estuviera dispuesta a marcharse-. Molly te envía muchos recuerdos.

– ¿Cómo se encuentra? -preguntó Charlie, ablandándose un poco aunque sin bajar del todo la guardia.

– Muy bien. Está con Alexandra y James en la casa de campo del padre de James y parece que se lo pasa muy bien. El padre de James se dedica a la cría de perros San Bernardo y hay uno que a ella le encanta. Se lo quiere llevar a Londres cuando vuelva -contestó Audrey, esbozando una dulce sonrisa que él le devolvió por primera vez desde que la sorprendiera en la terraza.

– Tendremos que alquilar un apartamento sólo para el perro – dijo Charlie, riéndose pese a la inquietud que ya no podía ocultar por más tiempo y que era la principal razón de que no quisiera verla en El Cairo. Pensaba que Audrey necesitaba descansar-. Hay algo que no me dijiste, Aud…, antes de que me fuera.

Por un instante, Audrey no supo cómo se había enterado de lo ocurrido. Después, lo adivinó de repente… James.

– ¿Ah, sí? -dijo con indiferencia mientras apartaba el rostro para pedirle otra copa al camarero-. Pues, francamente, no lo sé.

– Sí, lo sabes -dijo Charles, asiéndola fuertemente por un brazo-. ¿Por qué no me lo dijiste?

– No quería que te preocuparas -contestó Audrey con los ojos llenos de lágrimas. Súbitamente, Charlie la estrechó con fuerza en sus brazos mientras ella rompía a llorar-. Lo siento mucho. Yo tuve la culpa. Siempre pienso que, si no hubiera hecho esto o lo otro… tal vez…

No pudo seguir, pero Charlie comprendió el sentido de sus palabras. -No puedes destrozarte de esta manera, amor mío. Ocurrió…, y yo lo lamento en el alma…, pero ya se presentará otra ocasión, te lo prometo. La próxima vez, espero que me lo digas.

Audrey sonrió y se sonó con el pañuelo que él le dio.

Charlie frunció el ceño y se alegró, a pesar de todo, de volver a verla. Estaba muy preocupado por ella desde la conversación que había sostenido con James.

– James me dijo que lo pasaste muy mal. ¿Cómo te encuentras ahora?

– Bien. Vi fue muy buena conmigo.

– Me lo imagino -dijo Charlie, acariciándole suavemente una mejilla con las yemas de los dedos-. Lo siento mucho, Aud… Siento no haber estado a tu lado.

– No hubieras podido hacer nada -dijo ella, exhalando un suspiro-. Fue muy difícil sin teneros ni a ti ni a Molly. Sólo podía pensar en eso. Tenía que venir -añadió, mirándole con tristeza.

Charlie comprendía perfectamente las razones de su amante. Pagó la cuenta y subió con ella a la habitación, llevándole él mismo el equipaje. Al llegar a la puerta, la tomó en brazos y la depositó sobre la cama.

– Bienvenida sea a casa la futura señora Parker-Scott -le dijo sonriendo.

– ¿Acaso sabes tú algo que yo no sé? -preguntó Audrey, arqueando una ceja-. ¿Has tenido alguna noticia de Charlotte? No se atrevía ni siquiera a soñarlo.

– No -contestó Charlie-. Pero James me ha facilitado una información muy interesante. ¿No te lo dijo? -Audrey negó con la cabeza-. Parece ser que mi encantadora esposa tiene un pequeño secreto.

– ¿De veras? -dijo Audrey, intrigada.

Charlie se sentía muy optimista. Sería estupendo que pudieran casarse con sólo ejercer una ligera presión sobre Charlotte.

– Parece ser que la dama tiene gustos un poco especiales. Prefiere a las mujeres.

– ¿Es lesbiana? -preguntó Audrey, no temiendo pronunciar la palabra a diferencia de lady Vi-. ¿Estás seguro?

– Bastante. Vi la vio besando a una mujer en una callejuela. Me sorprende que no te lo dijera.

– Debió ocurrir en un mal momento. -Así era, en efecto-. Qué sorpresa. Y ahora, ¿qué?

– La amenazaré con poner un anuncio en el Times de Londres como la muy bruja no me conceda el divorcio. ¿Qué te parece?

Ambos se echaron a reír mientras Charles se tendía en la cama al lado de su amante. Al cabo de unos instantes, se olvidaron de todo, de Charlotte, de James y de lady Vi, y sólo pensaron el uno en el otro y en la felicidad del reencuentro.

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