CAPITULO XVIII

Mai Li tenía dos meses cuando el automóvil que antaño utilizaron Audrey y Charles para trasladarse de la estación al hotel se detuvo frente al orfanato y de él descendieron dos monjas, vestidas con hábito azul marino, capa negra y blanca y toca almidonada. No procedían de Francia o del Japón o de otra casa de China, sino de Bélgica, y les había costado Dios y ayuda llegar. Hacía un mes, Audrey había recibido un telegrama, en el que se le anunciaba que ya estaban en camino. Las monjas se sorprendieron de encontrarla allí en lugar de a sus hermanas. Audrey les mostró la casa, pero se sentía un poco posesiva en relación con los dieciséis niños que quedaban. Ahora eran «sus» niños, sobre todo, los más pequeños que tanto dependían de ella, y Shin Yu, que tenía la misma mirada que Ling Hwei, y la pequeña Mai Li, que sonreía cada vez que alguien pronunciaba su nombre. Era una niña extremadamente dócil y todos la querían mucho.

Audrey les explicó a las monjas cómo había llegado hasta allí, y ellas admiraron su abnegación. Les dijo que viajaba con unos «amigos» que habían regresado a Inglaterra hacía siete meses, mientras que ella decidió quedarse con los niños. Ahora ya podía irse, pero no soportaba la idea de dejar a los niños. Shin Yu le tenía mucho cariño y había empezado a enseñarle el chino. Audrey le comunicó que tenía que irse y la niña la miró con tristeza. Había perdido a todos los que amaba, a padres y hermanos, a Ling Hwei y ahora a Audrey que era algo así como un ángel de la guarda para ella.

– Tendrás a Mai Li contigo, Shin Yu -le dijo Audrey. La niña sacudió la cabeza. Tenía doce años y había crecido mucho en los meses que Audrey llevaba allí.

– Mai Li niña mala…, ¡niña mala! -¿Cómo puedes decir eso? -le preguntó Audrey en francés, sorprendida ante esa reacción.

– No es china y no es la niña de Dios. Es japonesa. Por eso murió Ling Hwei, como castigo por la niña japonesa.

– ¿Quién te ha dicho eso?

Audrey se asombró de aquella interpretación, porque Shin Yu no había hablado con nadie.

– Yo lo veo -dijo Shin Yu señalando sus ojos-. Mai Li no ser china. Ella ser japonesa. Y recuerdo el chico de Ling Hwei. Ling Hwei mentirme. Esa no ser niña de Dios.

– Todos los niños son niños de Dios. Y tu hermana te quería mucho, Shin Yu.

Ésta guardó silencio y Audrey recordó lo que le dijo el general Chang. La criatura sería despreciada por no ser ni china ni japonesa. Se le partió el corazón al pensar que la niña a la que tanto quería no sería aceptada por su propia gente. Lo pensó una y otra vez mientras hacía las maletas y preparaba la partida.

Aquella tarde, fue a la oficina de telégrafos para enviar dos telegramas. El primero era para Charles. Quería comunicarle que ya estaba libre y que regresaría cuanto antes a San Francisco. Deseaba ahorrarle la angustiosa espera de una carta que podía tardar semanas en llegar.

El mensaje que le envió era sencillo y directo.

MONJAS LLEGARON FINALMENTE. REGRESO SAN FRANCISCO VÍA YOKOHAMA. TODO BIEN. TE QUIERO COMO SIEMPRE. AUDREY.

Al abuelo le escribió más o menos lo mismo, asegurándole que le indicaría la fecha exacta de su llegada en cuanto la supiera.

Se sobresaltó cuando, dos días más tarde, llegó un chico de correos trayendo un telegrama para ella. Audrey le dio una moneda de propina y el muchacho se alejó sonriendo alegremente. Con temblorosas manos, Audrey abrió el telegrama, temiendo que le hubiera ocurrido algo al abuelo. Leyó el texto y, de súbito, se le llenaron los ojos de lágrimas y apartó el rostro mientras las monjas la miraban perplejas y se alejaban

discretamente con los niños. Al poco rato, una de ellas volvió para preguntarle:

– ¿Ha recibido alguna mala noticia, mademoiselle? Audrey negó con la cabeza y sonrió entre lágrimas.

– No, no es eso… Al principio, temí que le hubiera ocurrido algo a mi abuelo, pero es algo completamente distinto. Ha sido una sorpresa y me he emocionado.

El telegrama era de Charles. Audrey se fue a su habitación para volverlo a leer a solas y después salió a dar un largo paseo. Tendría que contestarle en seguida y una carta no le llegaría con la suficiente rapidez. El mensaje la pilló completamente desprevenida.

GRACIAS A DIOS. ¿VENDRÁS VÍA LONDRES? TENGO UNA PROPOSICIÓN MUY SERIA QUE DISCUTIR CONTIGO. ¿QUIERES CASARTE CONMIGO? TE QUIERO. CHARLES.

Decía todo cuanto ella deseaba escuchar y, sin embargo, no podía aceptar. Por lo menos, de momento. Había leído entre líneas en las cartas que el abuelo le enviaba. La mano del viejo era cada vez más temblorosa y se notaba que estaba muy deprimido y ya no esperaba que ella volviera a casa. De ninguna manera podía regresar vía Londres. Sin embargo, le sería difícil explicar todo eso en un telegrama. Necesitaba regresar a casa cuanto antes para estudiar la situación. Sabía que Annabelle estaba furiosa con ella porque no estaba cuando nació su hija Hannah, bautizada con ese nombre en recuerdo de su madre muerta. Sin embargo, Annabelle tenía un ejército de criados y una suegra que también podía ayudarla en caso necesario, aunque, en realidad, no era una persona muy servicial. En cambio, los niños del orfanato no tenían a nadie.

Sin embargo, no era Annabelle quien la preocupaba en aquellos instantes y así intentó explicárselo a Charles en el doloroso telegrama que le envió a la mañana siguiente.

CARIÑO: ME ENCANTARÍA REGRESAR A CASA VÍA LONDRES, PERO NO PUEDO. ABUELO ME NECESITA EN SEGUIDA. DEBO REGRESAR DE INMEDIATO A SAN FRANCISCO. ¿PUEDES PERDONARME? TE LLAMARÉ INMEDIATAMENTE DESDE CASA PARA DISCUTIR TU PROPOSICIÓN. ME PARECE MARAVILLOSO. ¿PUEDES VENIR A VERME A SAN FRANCISCO? CON TODO MI CORAZÓN. AUDREY.

No le parecía una respuesta muy adecuada y temía que Charles se ofendiera, pero no podía hacer otra cosa…, y tampoco consideraba muy factible casarse en seguida y abandonar al abuelo. Convendría que se quedara primero con él cierto tiempo. Deseaba con toda su alma casarse con Charles, y la opción le resultaba muy dolorosa. Además, había otras opciones tanto o más dolorosas que aquélla.

Las palabras del general Chang resonaban incesantemente en su cerebro: «Llévela con usted, mademoiselle». Sin embargo, no veía de qué forma hubiera podido hacerlo. Pensó, asimismo, en la posibilidad de llevarse a Shin Yu, pero, cuando se lo propuso, la niña se asustó. No quería abandonar China. Ella sólo conocía Harbin y sus alrededores. Quería quedarse allí. Estaba acostumbrada a vivir en el orfanato. Allí no lo pasaban mal. Lo único que les faltaba era un padre y una madre. Audrey hizo con ellos una labor maravillosa durante los largos meses que estuvo allí. Las monjas le aseguraron que su buena obra le había ganado un lugar en el cielo.

Audrey llamó a Shangai para reservar habitación en el Hotel Shangai y un pasaje en el President Coolidge, rumbo a Yokoha-ma. Ahora no tenía tiempo que perder. A las dos semanas de la llegada de las monjas belgas, hizo el equipaje. Por la noche las monjas organizaron una cena especial en su honor y los niños le cantaron canciones.

– Rezaremos por usted, mademoiselle Driscoll -le dijeron las monjas.

Los niños le habían cobrado mucho cariño a la monja más joven y algo menos a la mayor, que era un poco más severa. Adoraban a Audrey y habían prometido acudir a despedirla a la estación al día siguiente.


Aquella noche, antes de acostarse, Audrey les habló a las monjas del general Chang y les aconsejó que no tuvieran miedo en caso de que volviera. Por primera vez, puso la cunita de la pequeña Mai Li en otra habitación que no fuera la de los demás niños. Si se despertara por la noche, una de las monjas la oiría y le daría la leche de cabra que tanto le gustaba. Ya era hora de que empezara a apartarse de ella. Tuvo que contenerse toda la noche para no responder al llanto de la pequeña. Durante dos meses, había tenido a la niña en brazos casi noche y día, y ahora iba a perderla. Permaneció despierta toda la noche, pensando en la niña de sedoso cabello negro y grandes ojos oscuros que la miraba sonriendo cada vez que la veía. A la mañana siguiente, tuvo que armarse de valor para entrar de puntillas en la habitación y contemplar la cuna. Cuando se acercó, la niña la miró con expresión inquisitiva y Audrey no pudo resistirlo más. La sacó de la cuna y la estrechó en sus brazos, meciéndola con cariño mientras las lágrimas le resbalaban por las mejillas. Recordó a la dulce niña que dio su vida por ella. Estaba tan trastornada que no oyó llegar a la monja que acababa de entrar en la estancia. Ésta la dejó llorar un buen rato y luego se acercó y la rodeó con un brazo.

– Llévesela, mademoiselle… Llévesela… No puede dejarla.

– Lo sé -dijo Audrey, mirando a la mayor de las monjas.

– No debe abandonar a alguien a quien ama tanto -añadió la monja con los ojos llorosos-. Aquí no podría vivir. La rechazarían. Ni es china ni es japonesa. En cambio, es suya desde lo más hondo de su corazón y eso es lo único que importa.

– ¿Y cuando llegue a San Francisco qué? – preguntó Audrey, hablando más consigo misma que con la monja. Volvió a escuchar las palabras del general: «Llévesela cuando se vaya… Llévesela cuando se vaya…»-. ¿Qué le harán allí?

– Allí usted podrá protegerla.

¿Y el abuelo? ¿Y Annabelle? ¿Y Harcourt? ¿Y Charles? ¿Sabrían comprenderlo? Sin embargo, en aquellos instantes, sólo podía pensar en la niña a la que tanto amaba. Todos tenían razón: no podía dejarla.

Estrechando con fuerza a Mai Li, Audrey miró a la monja mientras las lágrimas le rodaban por las mejillas. -¿Qué haré? ¿Cómo me la voy a llevar? La monja esbozó una sonrisa. Audrey le parecía la muchacha más sorprendente que jamás hubiera conocido.

– Recogemos sus cosas y su cunita y usted se la lleva con unas buenas provisiones de leche de cabra y todo su amor.

– ¿No necesitaré ningún documento? ¿Ni un pasaporte?

Faltaban dos horas para la partida. De repente, Audrey experimentó el deseo de llevarse también a Shin Yu y a todos los demás niños, pero sabía que eso era imposible. El caso de Mai Li era distinto porque fue suya desde un principio y, si la dejara allí, nadie la querría. Se le partió el corazón al pensarlo.

– Le entregaremos un papel, certificando que es una huérfana de este orfanato, y le bastará mostrarlo a los funcionarios de la policía de Shangai cuando se vaya. Nadie le pondrá dificultades. No la quieren. En su país, en cambio, si usted la tiene bajo su protección y promete adoptarla, le permitirán la entrada. Le será más fácil hacer el viaje de esta manera que cruzar tantas fronteras, volviendo por donde vino.

De repente, todo le pareció muy sencillo, terminó de hacer el equipaje y recogió las cosas de la niña.

Al cabo de una hora, se trasladaron todos a la estación. Audrey había entregado a las monjas un sustancioso cheque del Banco Americano de Harbin. Quería que el dinero se utilizara en los niños y le dijo a Shin Yu que si lo deseaba también se la llevaría o enviaría a alguien a recogerla. La niña sacudió la cabeza llorando y tomó la mano de la más joven de las monjas. Quería quedarse allí. No quiso dar un beso a Mai Li. Los demás niños besaron a Audrey con los ojos llenos de lágrimas hasta que por fin, Shin Yu lo hizo también. Audrey lloraba todavía a lágrima viva cuando el tren se puso en marcha.

Mientras estrechaba fuertemente a Mai Li en sus brazos, comprendió que jamás regresaría a aquellas tierras y que nunca volvería a ver a los niños a los que había amado y cuidado en el transcurso de ocho largos meses. Dejaría a sus espaldas el recuerdo de Ling Hwei y del general Chang. Contempló a la criatura dormida y cerró los ojos, pensando en las personas que dejaba y en las que iba a encontrar de nuevo, sin saber cómo podría tender un puente entre ambos mundos.

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