Audrey pasó unos días muy felices con los Rosen, en San Remo. Estaba más tranquila que en los últimos tiempos en Antibes, con la constante presencia de Charles y su mujer. Había soportado una terrible tensión y se alegraba mucho de haberse marchado, aunque echaba de menos a James y a Vi. San Remo era siempre divertido, incluso a finales de verano.
Audrey quería dejar a Karl y a Ushi y proseguir su viaje por Italia en tren, pero ellos insistieron tanto en que les acompañara por lo menos hasta Milán que, al fin, se dio por vencida. Después, cuando ellos se fueran a Venecia, ella se iría a Roma. Entretanto, se lo estaban pasando de maravilla en Milán, viviendo en un fabuloso palazzo de unos amigos de Karl. Había frescos pintados en las paredes, increíbles tapices dignos de figurar en un museo y lienzos de Renoir, Goya y Da Vinci, así como una gran colección de Della Robbia. Era un lugar extraordinario. Los anfitriones eran un principe y una principes-sa de verdad y Audrey se lo pasó muy bien, charlando con ellos hasta altas horas de la madrugada. Bebían mucho vino y asistían a todas las fiestas. Incluso organizaron en su honor una «pequeña fiesta» improvisada, a la que asistieron unos trescientos amigos, Audrey se puso uno de los vestidos de noche que se había comprado para el barco y se sintió muy vulgar al lado de las extravagantes italianas que llevaban collares de gruesas esmeraldas, rubíes y zafiros y diademas de brillantes.
Los tres lamentaron mucho tener que marcharse, sobre todo Audrey que no estaba muy entusiasmada con la perspectiva de ir a Roma. Una mañana, mientras desayunaba con Molly, decidió regresar a Londres antes de lo previsto dado que no tenía ningún proyecto especial. Tal vez pudiera hacer una breve escapada a París en compañía de Violet. Sin embargo, aquel mismo día Ushi y Karl volvieron a insistir en que les
acompañara a Venecia. No les apetecía viajar solos y, en caso de que cambiaran de idea, prometían decírselo.
– Nos sentiríamos muy solos sin ti, Audrey.
Los recién casados le tenían a Molly un cariño especial. Ushi la tomaba en bra2os y decía que, por desgracia, nunca podría tener una hija como ella.
– Me temo que no, amor mío -le contestaba Karl, riéndose. De momento, no parecía que ella estuviera embarazada, pero ambos se divertían mucho intentándolo.
– Vendrás con nosotros y basta -dijo Karl en un autoritario tono de general prusiano.
Era un hombre muy apuesto, aunque completamente distinto de James y Charlie. Con su exótico aire semítico, era muy natural que Ushi se hubiera enamorado de él. Audrey se preguntó si alguna vez encontraría a un hombre. Todos tenían su pareja perfecta, Violet en James, Ushi en Karl, e incluso sus anfitriones de Milán parecían estar hechos el uno para el otro. Empezaba a sufrir el dolor de la soledad constante y ya ni siquiera recordaba lo que solía hacer antes de tener a Molly.
– ¿Vendrás? -le preguntaron Ushi y Karl expectantes. Audrey no podía inventarse ninguna excusa para no ir.
– Pero es que, si vengo, no pienso ni dirigiros la palabra. Venecia es el lugar más romántico del mundo y no os lo quiero estropear.
Ushi soltó una picara carcajada y miró a Karl guiñando el ojo mientras éste se acercaba un dedo a los labios como si estuviera a punto de revelar un secreto inconfesable.
– Ya estuvimos allí el año pasado… -dijo.
Ushi se rió entre dientes. Al fin y al cabo, estaban en 1935, no en 1912, y quien más quien menos había tenido una aventurilla. En Venecia había empezado su relación amorosa con Charlie, y Audrey temía que los recuerdos fueran demasiado dolorosos.
– ¿Vendrás? -insistió Ushi, mirándola como una chiquilla esperanzada.
Audrey se echó a reír. Se lo pasaba muy bien con ellos y ya ni siquiera se sentía culpable de estorbarles la luna de miel.
– De acuerdo. Iré. Al día siguiente, iniciaron muy contentos el viaje. Dejaron el coche en la estación y utilizaron una góndola para dirigirse al Gritti Palace mientras el gondoliere les cantaba una serenata. Al pasar bajo el Puente de los Suspiros, el gondoliere les dijo que, si cerraban los ojos, sus deseos se harían realidad. Ushi y Karl así lo hicieron, tomados de la mano. Audrey se limitó a sonreír, sosteniendo a Molly en sus brazos. No deseaba nada, simplemente luchaba contra el recuerdo de Charlie.
El hecho de estar con Ushi y Karl le dificultaba considerablemente la tarea. Por otra parte, sabía que, si podía resistir una visita a Venecia, podría resistirlo todo. Sus amigos eran muy amables y la llevaban a todas partes. Al final, decidió confesárselo todo a Ushi. Necesitaba compartir sus sentimientos con alguien. No podía soportar estar allí y saber que todo había terminado. Le contó a su amiga su viaje a China, su permanencia en Harbin, la visita de Charles a San Francisco, su negativa a dejarlo todo para casarse con él y, por fin, la boda de Charles con Charlotte.
– Debió ser terrible verle en Antibes -dijo Ushi. Ahora que conocía todos los detalles, lamentaba haber insistido en que Audrey les acompañara a Venecia-. ¿Sabes una cosa? Yo le comenté a Karl que, en mi opinión, ella no le quiere -se refería a Charlotte -. Es una chica muy lista y a Karl le produjo buena impresión. Pero no tiene corazón. ¿Comprendes lo que quiero decir, Audrey?
– Sea como fuere, está casada con él -contestó Audrey, intentando sonreír.
– Para él también debe de ser muy difícil. -Audrey pensó que, aunque así fuera, ella tenía que olvidarle-. Te conviene conocer a otras personas. -Ushi estaba pensando en un profesor de la universidad, amigo de Karl. Tenía cuarenta años, era viudo y tenía dos hijos, y ella le apreciaba tanto como Vi a Charles-. Vendrás a visitarnos.
No dijo más por temor a que Audrey pusiera reparos.
El resto de la estancia de los tres amigos en la ciudad transcurrió visitando museos, iglesias y fábricas de cristal. Por fin, Audrey dejó de ver a Charlie en cada esquina. Hablar con Ushi fue para ella un desahogo muy grande. La víspera de la
partida, Karl la miró sonriendo. Tanto él como su mujer le tenían un gran cariño y estaban locos por Molly.
– ¿Por qué no te vienes a Alemania con nosotros?
– ¿Aún no estáis hartos de mí? -replicó Audrey, riéndose-. Esto está empezando a parecer un ménage a trois -añadió, mirando a Ushi-. Yo creo que deberíais estar contentos de libraros de mi presencia.
Iba a tomar un tren con destino a Londres al día siguiente y ellos regresarían a su casa de Berlín y a la universidad.
– Ushi se lo pasaría muy bien contigo mientras yo trabajo. Además, James y Violet aún no habrán vuelto a Londres. Te sentirías demasiado sola sin ellos.
Audrey estaba tentada de acompañarles.
– No quisiera causaros ninguna molestia… -dijo con toda sinceridad.
Sin embargo, ellos insistieron tanto que, al final, se dio por vencida. Al día siguiente, emprendieron el viaje de regreso. Venecia estaba preciosa, pero Audrey se alegró de marcharse.
El tren que tomaron siguió la misma ruta del que ella tomó con Charlie para enlazar con el Orient Express, pero esta ve2, al llegar a Salzburgo, en lugar de dirigirse al este, se fueron hacia Munich, haciendo una parada en Rosenheim, al otro lado de la frontera.
Ushi lamentó no haber tenido tiempo de comunicar a su familia que se detendrían una hora en Munich. No podría ir a ver a sus padres, pero pensaba llamarles por teléfono o incluso avisarles desde Rosenheim en caso de que pudiera conseguir línea en la oficina de telégrafos. Después, dejaron Italia y atravesaron Austria para dirigirse a Alemania, mientras Molly dormía sobre el asiento tapizado en terciopelo. El tren aminoró la marcha justo cuando acababan de pedir otra botella de champán y un poco de caviar. En el andén, vieron a unos soldados y oficiales uniformados, hablando con el revisor y varios funcionarios del tren. Al final, el revisor se encogió de hombros y les hizo señas de que subieran mientras Ushi fruncía el ceño, mirando a Karl.
– ¿Qué pasa?
– Son hombres del Fübrer -contestó él en tono burlón. No tenía muy buena opinión de Hitler y no le gustaban sus estridentes discursos sobre la raza aria, pero se guardaba muy bien de expresar sus opiniones políticas. Otros habían tenido dificultades en la universidad por esta causa ya que los nazis calificaban inmediatamente de comunistas a los intelectuales que no estaban de acuerdo con sus ideas. Por consiguiente, él solía mostrarse muy cauto, menos con Ushi, claro; con Charlie y James tampoco se había mordido la lengua en la Costa Azul. Estaba muy tranquilo cuando el mozo entró con el caviar, seguido por un soldado.
– Pasaporte, por favor -dijo éste, contemplando con el ceño fruncido el lujoso salón del compartimiento. Karl le entregó los tres documentos y el soldado examinó primero el norteamericano-. Amerikanisch? -le preguntó a Audrey, esbozando una leve sonrisa.
– Sí.
Audrey se avergonzó de que la hubiera sorprendido extendiendo una gruesa capa de caviar sobre una tostada. ¿Y si pensara que todos los norteamericanos hacían lo mismo?
– ¿A quién pertenece la niña? -preguntó el soldado, mirando a la chiquilla dormida.
– Es mi hija -se apresuró a contestar Audrey.
Por si acaso, siempre llevaba copias de los documentos de adopción de Mai Li. El soldado le devolvió el pasaporte haciendo una ligera inclinación de cabeza y pasó a examinar los pasaportes que le habían entregado los Rosen.
– No tienen el mismo apellido. ¿Son ustedes amigos?
– Acabamos de regresar de nuestro viaje de luna de miel -le explicó Karl-. No nos dio tiempo a cambiar los pasaportes antes de marcharnos.
El soldado esbozó una aparente sonrisa de complacencia, pero a Audrey no le gustó la expresión de sus ojos.
– Es usted judío, ¿no es cierto? -preguntó el soldado, mirando directamente a Karl. Audrey se sorprendió de la dureza de las palabras.
– En efecto -contestó Karl sin la menor vacilación.
– Y su esposa no, ¿verdad?
Había visto el «von» de su apellido de soltera y sabía que no. El soldado abandonó rápidamente el compartimiento sin devolverles los pasaportes. Audrey hubiera querido preguntar la razón, pero no se atrevió a hacerlo.
– Se ve que en estos últimos dos meses se han vuelto más simpáticos -dijo Karl en tono de hastío mientras Ushi le tomaba la mano.
– No digas nada, Schatz. Quieren darse importancia. Seguramente le ha molestado vernos tomar caviar y champán.
– Son unos campesinos envidiosos, que se vayan al diablo – dijo Karl, encogiéndose de hombros.
Los cuatro soltaron una carcajada y, en aquel momento, regresó el soldado en compañía de dos oficiales.
Éstos se acercaron a Karl y fueron directamente al grano.
– ¿Conoce usted las leyes de Nuremberg? -preguntó el más alto de los oficiales.
Audrey observó que una fina cicatriz le cruzaba toda la mejilla y se preguntó si sería la consecuencia de algún duelo. Lucía las insignias de las SS en las solapas y tenía una mirada más fría que el acero.
– No conozco las leyes de Nuremberg -contestó Karl en tono sereno y respetuoso, sin soltar la mano de Ushi. Le temblaban imperceptiblemente las manos y tenía las palmas empapadas en sudor.
– Hubo una sesión del Congreso de Nuremberg hace una semana y en ella se aprobó la ley del quince de septiembre por la cual se castiga con pena de muerte la relación de un judío con una persona de raza aria -le explicó el oficial, mirando fugazmente a Ushi.
– No hablará usted en serio -dijo Karl, estupefacto.
– El Führer siempre habla en serio, señor -contestó el oficial-. Se trata de un delito sumamente grave.
– Esta mujer es mi esposa -señaló Karl, más blanco que la
cera.
– Eso no altera el delito -el oficial dio un taconazo y le miró muy serio-. Tendrá que acompañarnos. Queda usted detenido, Herr Rosen – añadió, omitiendo deliberadamente el título de Doktor.
Por un instante, los tres permanecieron sentados sin mover-se. Cuando entraron dos soldados y asieron a Karl por los brazos, Ushi lanzó un grito desgarrador y se aferró a su marido mientras éste le decía que se tranquilizara y miraba angustiado a Audrey, pidiéndole con los ojos que cuidara de ella. No tenía más remedio que irse con los soldados. Audrey apretó con fuerza la mano de su amiga mientras se llevaban a Karl. En el acto, Audrey le ordenó a un mozo que les bajara el equipaje. Tenían que descender en seguida y averiguar adonde se habían llevado a Karl.
Ushi se puso histérica mientras Audrey procuraba no perder la calma y le pedía al mozo que les buscara un taxi para dirigirse al centro de la ciudad. Aquello parecía una locura. Entretanto, le dijo a la llorosa Ushi que se sentara sobre una maleta; en aquel momento, la pequeña Mai Li se echó también a llorar, asustada por el tumulto que percibía a su alrededor. El tren se alejó lentamente y las tres se quedaron solas en la estación. Se habían llevado a Karl en una siniestra furgoneta negra.
– ¿Adonde se lo han llevado, Dios mío? ¿Adonde se lo han llevado? -preguntó Ushi, sollozando con desconsuelo.
– Ya lo averiguaremos.
Todo parecía imposible. Aquello tenía que ser una pesadilla. ¿Que la «relación con una persona de raza aria» era un delito castigado con la pena de muerte? Estaban todos chiflados. Audrey habló con el jefe de estación utilizando sus escasos conocimientos de alemán y consiguió un taxi que las llevó a un hotel. Al llegar allí dejó las maletas en el vestíbulo, pidió una habitación e inmediatamente llamó por teléfono al padre de Ushi. En cuanto oyó la voz de éste, Ushi volvió a ponerse histérica y fue Audrey quien tuvo que explicar lo ocurrido.
– ¡Dios mío! ¿Qué dice usted que han hecho? Dios bendito, pero, ¿dónde está?
– No lo sabemos. Yo pensaba ir ahora mismo a la policía.
– ¡No haga nada! -le dijo el padre de Ushi, y añadió que se pondría en contacto con ciertas personas y que después las llamaría.
Mientras esperaban, Audrey le dijo a Ushi que se tendiera
en la estrecha cama de la habitación y le trajo un vaso de agua que su amiga aceptó agradecida.
– Oh, Dios mío… ¿Y si le matan? Oh, Dios mío… -gimió Ushi, asiendo una mano de Audrey como una niña asustada.
El padre de Ushi tardó una eternidad en llamar. Al final, sonó el teléfono y la telefonista les anunció una llamada de Munich. Manfred von Mann quería hablar con Audrey no con Ushi, porque temía decirle a ésta lo que le dijo a Audrey.
– La semana pasada mataron a doce hombres en Munich exactamente por este mismo delito. Pensábamos llamarles y decirles que no volvieran a casa. Pero los demás eran obreros, y comerciantes, unos desgraciados por quienes los comunistas armaron un gran alboroto. Ninguno de ellos tenía la importancia de Karl y no pensamos que eso pudiera ocurrirle a él.
Pero le había ocurrido y Audrey temía que no le soltaran. Lo que el padre de Ushi le había dicho le parecía increíble.
– ¿Le han dicho dónde está? -le preguntó.
– Todavía no, pero alguien del Alto Mando a quien conozco me va a llamar. ¿Cómo está mi hija?
Audrey se volvió a mirarla. Ushi yacía en la cama con la j mirada vidriosa.
– Me temo que no muy bien.
– Yo mismo vendré a Rosenheim.
– Me parece una buena idea.
Sin embargo, cuando llegó su padre, Ushi estaba completamente desquiciada. Se empeñó en llamar a la policía local y en presentarse allí personalmente, pero no pudo ver a Karl a pesar de sus súplicas y de los nombres importantes que mencionó. Le dijeron que Karl estaba condenado por haber cometido un crimen contra el Reich y que ella tenía que casarse ahora con un hombre de raza aria y engendrar hijos para el Reich. Ushi perdió los estribos y estuvo a punto de abofetear a uno de aquellos hombres, pero Audrey se lo impidió y se la llevó a la fuerza al hotel.
Cuando llegó el barón Von Mann, Audrey habló a solas un momento con él y le preguntó qué creía que le iba a ocurrir a Karl.
– No lo sé -contestó el barón, pensando en los hombres que habían sido fusilados la semana anterior a causa del mismo delito-. Puede que le envíen a un campo de concentración. Ahora se llevan a mucha gente. A judíos como Karl. Se lo advertí a Ushi. Estos hombres son capaces de cualquier cosa -añadió, abatido.
Y así fue. Los generales que conocía el barón Von Mann le dijeron que no podían hacer nada. Según la ley de Nuremberg del 15 de septiembre de aquel año, Karl Rosen era culpable de un delito castigado con la pena de muerte. Cuando el barón regresó a medianoche al hotel, no llevaba buenas noticias.
– Esta noche se lo van a llevar a otro sitio. No estoy seguro de adonde, pero el oficial encargado prometió comunicárnoslo mañana. Yo mismo iré allí a primera hora.
– ¿Que se lo van a llevar a otro sitio? -preguntó Ushi con el rostro desencajado.
Nadie hubiera reconocido en ella a la sonriente muchacha de hacía apenas unas horas. Iba desgreñada, tenía el maquillaje descompuesto, el rostro surcado de lágrimas e incluso manchas de rímel en el vestido a causa de las lágrimas que habían caído allí. Sin embargo, nada de eso le importaba. Lo único que le interesaba era Karl.
– ¿Adonde lo llevan?
– Te prometo que lo averiguaremos en cuanto podamos, cariño -contestó su padre, estrechándola con fuerza en sus brazos y llorando muy quedo por el triste destino de su yerno y su imposibilidad de salvarle. Lamentaba incluso haber autorizado aquella boda, aunque no tenía nada en contra de Karl.
A la mañana siguiente, se dirigió de nuevo a la comisaría de policía y allí le dijeron que Karl había sido trasladado a las dependencias de Unterhaching. El trayecto en automóvil fue muy largo y, en su transcurso, sólo se oyeron los sollozos de Ushi. Hasta la pequeña Molly guardaba un extraño silencio en brazos de Audrey. Al llegar, se fueron directamente a la comisaría de policía, temiendo por la vida de Karl. Precisamente en aquel instante, vieron que le introducían en una camioneta, con las manos esposadas. Ushi lanzó un grito y corrió hacia él mientras Molly rompía a llorar y Audrey le cubría los ojos en un gesto reflejo. El barón Von Mann se
interpuso entre ellas y los soldados. Ushi casi había llegado junto a Karl cuando su padre la asió de un brazo mientras los soldados empujaban a Karl hacia el interior del vehículo y éste le gritaba:
– Estoy bien, estoy bien… Ich bin…
Cerraron la portezuela de golpe y Ushi contempló la escena horrorizada. Apenas parecía el mismo hombre. Llevaba la ropa hecha jirones y el rostro y la cabeza cubiertos de sangre reseca. Poco después, la camioneta se puso en marcha y la única respuesta que posteriormente obtuvieron fue que el problema se había «resuelto».
El barón dijo que lo único que podían hacer en aquel momento era volver a Munich donde sería más fácil obtener información. Quedarse en Unterhaching no hubiera servido de nada; por consiguiente, regresaron directamente a Munich y se dirigieron al castillo de los Mann. Allí el barón encomendó a Ushi a los cuidados de su esposa y Audrey dio de comer a Molly y la metió en la cama tras darle un baño caliente. Sentada en su habitación, Audrey esperó recibir noticias de Karl. Todos estaban destrozados. Vivían una pesadilla horrible en la que no podían hacer nada por salvarle. Por la noche, al ver que se filtraba luz por debajo de la puerta de la habitación de Audrey, el barón la invitó a tomarse una copa de schnapps con él en la biblioteca. Hablaron de la locura de las nuevas leyes, pero ni siquiera en su casa el barón se sentía enteramente libre. Hablaron en voz baja, frente al crepitante fuego de la chimenea y tras cerrar las puertas. En Alemania ya nadie se fiaba de nadie, ni siquiera en su propia casa. Aquella noche, el barón hizo varias llamadas que resultaron infructuosas. Tardaron dos días en recibir noticias. Con mucho dolor, el barón llamó a los padres de Karl para informarles de lo ocurrido y éstos le agradecieron los esfuerzos que había hecho. Sin embargo, todo resultó inútil. El barón colgó el teléfono y lloró en silencio, cubriéndose el rostro con las manos antes de subir arriba para comunicar la noticia a su mujer y a su hija. Primero se lo dijo a su mujer y, después, ambos fueron a ver a Úrsula, que estaba encerrada en su habitación y medio enloquecida por el dolor. Al verles entrar, ésta intuyó lo que iban a decirle. Audrey oyó el grito desde su habitación y salió corriendo al pasillo como si esperara la llegada de alguien o que se produjese algún cambio en la situación. Pero, para Karl, todo había terminado. Estaba muerto, había sido asesinado por los esbirros de Hitler. De pie, en el pasillo azotado por las corrientes de aire, Audrey recordó la risa y el calor de los ojos de su amigo y comprendió por primera vez en su vida lo preciado y efímero que era el amor. En unas horas, Ushi había pasado de ser una recién casada al estado de viuda. Karl ya no estaba con ellos y lo que a él le había ocurrido les podía suceder a otros. Audrey se percató de cuan dichosos habían sido ella y Charles y de lo necio que era él, al desperdiciar su vida al lado de una mujer a la que no amaba.
Aquella noche, Audrey tardó varias horas en poder ver a Ushi, y, cuando lo consiguió, no supo qué decirle. Se limitó a estrecharla entre sus brazos mientras la mujer lloraba con desconsuelo. Cuando volvió a mirarla a los ojos, comprendió que Úrsula von Mann Rosen jamás volvería a ser la misma de antes.