CAPITULO XXXIX

Mientras Charlie se vestía a la mañana siguiente, Audrey cargó las cámaras y se tomó un café. Siempre les servían el desayuno en bandeja, con unos bollos exquisitos que Audrey temía que la hicieran engordar. Mientras tarareaba una canción miró hacia la cómoda junto a la que se encontraba Charlie y éste se quedó petrificado.

– ¿Qué haces con mi pasaporte? -le preguntó Audrey.

Siempre lo guardaba en un compartimiento cerrado de la funda de la cámara por si alguien se lo pedía. Tenía mucha más libertad de movimientos como norteamericana que como británica. Su pasaporte norteamericano era una ventaja para Audrey porque los Estados Unidos aún no habían entrado en guerra y, por consiguiente, ella a diferencia de Charlie era oficialmente neutral. Mientras se acercaba a la cómoda, extrañada de que lo hubiera dejado allí, Charlie trató de inventarse alguna excusa para distraerla y le pidió que le sirviera una taza de té, tras lo cual, tomó el pasaporte y cruzó la estancia como si quisiera meterlo en el bolso de Audrey. Entonces vio por el rabillo del ojo que ella miraba con la cara muy seria.

– Ése no es mi pasaporte, ¿verdad, Charlie? -preguntó Audrey, dejando la tetera sobre la mesa.

Le había descubierto en un santiamén, pensó Charlie, maldiciendo el día en que le permitió quedarse en El Cairo con él. Era demasiado lista y ahora Charlie ya no tenía escapatoria.

– No, Audrey, no lo es -le contestó.

– ¿De quién es entonces?

Se miraron fijamente a los ojos y, por primera vez, Audrey empezó a comprender de qué se trataba. Intuyó de golpe que Charlie trabajaba en el servicio de espionaje del Home Office. A aquellas alturas, él no podía negarlo; confiaría en ella y ojalá

no se equivocara. Una sola palabra imprudente por su parte podía significar la muerte de Charles.

– Es mi pasaporte.

– No tenía la menor idea -dijo Audrey, casi en un susurro-. ¿Figuras con otro apellido?

No sabía hasta qué extremo estaba metido Charles en aquellas actividades.

– Mi madre era norteamericana y me lo pudieron conseguir con relativa facilidad -contestó él.

Lo único que habían falsificado eran unos sellos de entrada y salida de las oficinas de inmigración de distintos lugares del mundo. Parecía un norteamericano bastante bien viajado, aunque no en exceso. Justo lo suficiente para un periodista. Además, sabía hablar con un acento norteamericano que pilló a Audrey totalmente por sorpresa cuando lo utilÍ2Ó con ella. Lo había aprendido de su madre y a través de su convivencia con Audrey. Además, siempre había tenido mucha facilidad para imitar a sus amigos norteamericanos y aquello era más o menos lo mismo.

– Es una cosa muy seria, ¿verdad? -preguntó Audrey. Charlie asintió en silencio. Ambos sabían que sí.

– ¿Te puedo acompañar?

– No.

– ¿Puedo preguntarte adonde vas?

– A Trípoli -contestó pausadamente Charles, cometiendo su primer error.

No quería decirle más, pero fue suficiente para que ella comprendiera instantáneamente la razón.

– Dios mío, vas a investigar, ¿verdad? -Tenía que averiguar quién era el general alemán. Simularía ser un periodista norteamericano… y después regresaría e informaría a Wavell-. ¡Charlie, tienes que dejarme ir! -dijo Audrey, muy nerviosa-. Necesitarás fotografías.

– Las tomaré yo mismo -contestó él-. Audrey, tú no vas a ir a ninguna parte.

– Te seguiré si no me llevas.

– Estás loca.

– ¿Quién podrá saber que nuestra misión es falsa? ¡Parecerá más auténtico si llevas a una fotógrafa! ¡Y, además, una chica! Nadie sospechará nada. Vamos, Charlie, ¡dame una oportunidad!

– Pero, ¿qué es eso? ¿Un concurso de inteligencia de la revista Life? Correrías un gran peligro si me acompañaras, insensata. Voy hasta Port-Said y después tomaré una pequeña embarcación de pesca para trasladarme a Trípoli. Pueden tirotearnos y hundirnos. Los italianos podrían pensar que soy un cuentista y fusilarme en el acto. Y no te digo los alemanes.

– No me dejes aquí -le suplicó Audrey, mirándole con ojos llorosos-. Mi vida está a tu lado, Charlie, siempre lo estuvo. Es mi destino. No puedes dejarme ahora.

Charles la miró en silencio sin querer escuchar sus palabras.

– No pienso poner en peligro tu vida -le dijo con aspereza, pero sólo porque la amaba.

– La decisión es mía, no tuya. Yo misma hice esta opción cuando decidí venir. Ignoraba qué iba a pasar. -Aquellos meses habían sido para ellos como una fiesta, pero, de repente, la fiesta había terminado-. En julio decidí seguirte a todas partes, Charles. Y pierdes una valiosa oportunidad de hacer bien las cosas, si no me llevas contigo. Tendrás más credibilidad si te acompaña una chica tonta con un montón de cámaras colgadas del cuello.

Eso era cierto, pero Charlie hubiera llevado a cualquier persona menos a ella.

– ¡No quiero correr este riesgo! – le gritó, exasperado.

– ¡Pues, yo lo correré, para que te enteres! -contestó Audrey, gritando a su vez-. Y, si no me llevas, me encontrarás allí. Tomaré un maldito jeep y me iré sola.

Charlie comprendió que hablaba completamente en serio. Cruzó la habitación, la agarró por un brazo y la sacudió con tanta fuerza que le castañetearon los dientes.

– Ten un poco de sensatez, maldita sea. Quiero que te quedes aquí. -Al verla sacudir la cabeza, Charlie se sentó en un sillón y la miró a los ojos-. Me doy por vencido. Pero no sólo pones en peligro tu vida, sino también la mía. Por consiguiente, ten cuidado con lo que haces. -Así lo haré… Te lo juro -dijo Audrey, mirándole agradecida.

– ¿Sabes que eres un hueso muy duro de pelar?

– Procuro serlo, señor -contestó Audrey, sonriendo-. Siempre lo procuro.

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