CAPITULO X

La llegada a Estambul fue impresionante, y Charles la despertó temprano a la mañana siguiente para que no se perdiera el espectáculo. La vía del tren discurría paralela a las playas y sobre el mar dorado volaban centenares de pájaros. Estambul estaba rodeada por el mar de Mármara por un lado y por el Cuerno de Oro por el otro. Audrey admiró las soberbias mezquitas con sus cúpulas doradas y alminares. Finalmente, tras rodear la Punta del Serrallo, apareció ante sus ojos el palacio de Topkapi, que le hizo evocar en el acto imágenes de sultanes, harenes y cuentos orientales. Era una ciudad que inspiraba toda clase de fantasías. Al llegar a la estación de Sirkeci, Audrey se vio envuelta de repente en una atmósfera claramente oriental. Contempló, fascinada, los monumentos que Charles le mostró mientras se dirigían al hotel. La Mezquita Azul y Santa Sofía, la columna de Constantino dominando una plaza, el Gran Bazar y un sinfín de mezquitas y bazares de todo tipo. La emoción que sentía le hizo olvidar por un instante el dolor de la separación. Tomó infinidad de fotografías hasta que, por fin, Charles la llevó al hotel.

Había reservado habitaciones en el Pera Palas, uno de los hoteles preferidos de Charles. Una docena de mozos descargaron el equipaje mientras ella y Charles entraban en el vestíbulo. Tenían reservadas dos habitaciones que se comunicaban por medio de un espacioso salón. Había enormes espejos con marcos dorados, paneles de color negro, tallas rococó y cupidos dorados por todas partes. El vestíbulo del hotel era también del mismo estilo, muy en consonancia con el exótico ambiente. En otro lugar, hubiera parecido excesivamente recargado. Allí, en cambio, todo era fascinante. En compañía de Charles, Audrey recorrió el Gran Bazar, gastó varias películas y se extasió ante el espectáculo, los aromas, los tortuosos caminos y los mercaderes empeñados en venderles toda clase de objetos. Charles la llevó a almorzar a un pequeño restaurante típico. Audrey parecía haber nacido para aquella vida.

– Una vida de vagabundo -dijo mientras ambos paseaban por la playa, contemplando la entrada de la ciudad tomados de la mano.

Al volver al hotel, la tristeza volvió a apoderarse de ellos. Ya no podían ignorar por más tiempo la realidad. Audrey tomaría el tren a la mañana siguiente y el breve interludio romántico terminaría tal vez para siempre si la vida no lo remediaba. La joven permaneció tendida en la cama al lado de Charles, trazando sobre su pecho unos indolentes círculos con la yema de un dedo mientras él procuraba no pensar en la inminente partida de su amante.

– ¿Cuándo sales hacia China? -preguntó Audrey. De nada servían los subterfugios. Tarde o temprano, tenían que enfrentarse con la situación.

– Mañana por la noche.

– ¿Cuánto tardarás en llegar?

– Algunas semanas. Depende de los enlaces.

– Será divertido -dijo Audrey sonriendo.

– Sólo tú podrías decir eso -contestó Charles, riéndose-. Casi todas las mujeres temblarían ante esta idea…, y también casi todos los hombres. Es un viaje muy duro. -En cierto modo, se alegraba de que ella no le acompañara, aunque, desde un punto de vista egoísta, le hubiera encantado-. Fíjate, cuando tú estés navegando cómodamente a bordo del Mauretania, bebiendo champán y bailando con algún hombre deslumbrador – se le encogió el estómago al pensarlo-, yo estaré recorriendo en tren alguna montaña del Tíbet con el trasero medio congelado.

– No pienso bailar con nadie, Charles -dijo Audrey, mirándole muy seria.

– Sí lo harás -susurró él-. No tengo el menor derecho a esperar lo contrario.

– Te olvidas de una cosa.

– ¿De qué?

– De que no me apetecerá. Estoy enamorada de ti, Charles. Es como si estuviéramos casados.

Temió asustarle pronunciando aquellas palabras, pero no pudo evitar decírselas.

– Lo estamos -le dijo él, solemnemente. Después, se miró las manos y se sacó del dedo meñique una sortija de oro de sello con el timbre de su familia y se lo puso a ella en el dedo de la mano izquierda en el que suele llevarse la alianza matrimonial-. Quiero que lo lleves siempre, Audrey.

Esta se echó a llorar en silencio mientras Charles la abrazaba. Cuando, más tarde, hicieron el amor, la experiencia tuvo un matiz agridulce. Audrey cerró fuertemente la mano hasta formar un puño y supo que jamás se quitaría aquella sortija. Le estaba un poco grande, pero no lo bastante como para que pudiera perderla fácilmente.

Cuando se levantaron, al anochecer, Charles le sugirió salir a cenar fuera, pero ella negó con la cabeza y le dijo:

– No tengo apetito.

– Tienes que comer.

Audrey sacudió la cabeza. Tenía muchas cosas en que pensar. Permaneció largo rato sentada de espaldas a él, contemplando, a través de la ventana, los alminares, los bazares y las mezquitas. Estambul la fascinaba, pero, en aquellos momentos, ella no veía nada. Estaba ocupada, tomando una decisión trascendental.

Charles la miró en silencio y, por fin, se le acercó y le rozó suavemente el hombro con la mano. Al ver las lágrimas que había en los ojos de la joven, se conmovió profundamente.

– Oh, cariño… -le dijo, tomándole una mano.

La cosa ya no tenía remedio. Hubiera tenido que comprenderlo en Venecia. Todo quedó decidido entonces. O incluso antes.

– No me voy -dijo Audrey como si emitiera un veredicto de cadena perpetua.

Pero no era una condena, sino una libre elección. Sólo lamentaba el dolor que su decisión produciría a sus familiares.

Charles se quedó inmóvil, sin estar muy seguro de haberla comprendido.

– ¿Qué quieres decir?

– Quiero decir que me voy contigo.

De repente, pareció mucho más pequeño, como si se hubiera encogido en cuestión de una hora.

– ¿A China? -preguntó Charles, mirándola atónito-. ¿Estás segura, Aud?

No quería que, más tarde, la joven lo lamentara. Una ve2 iniciado el viaje, ya no podría volverse atrás. Tendría que acompañarle hasta Changai, y no sería fácil, tal como él le había explicado más de una vez.

– Completamente segura.

– ¿Y tu abuelo?

Audrey temió por un instante que, en el fondo, él no quisiera que le acompañara en aquel viaje. Al ver la expresión de sus ojos, Charles se apresuró a tomarle nuevamente una mano.

– Es que no quiero que cambies de idea a medio camino.

– ¿Quieres decir en alguna montaña del Tíbet? -preguntó Audrey, sonriendo a pesar de las lágrimas.

– Exactamente.

– No cambiaré de idea. Telegrafiaré al abuelo, diciéndole que volveré a casa por Navidad. ¿Hay algún lugar adonde él pueda escribirme?

– Hasta que lleguemos a Nankín, ninguno -contestó Charles, sacudiendo la cabeza-. Allí te podrá escribir. Y también a Shangai. Te daré los nombres de los hoteles donde me alojo. Que te escriba, poniendo mi apellido -precisó. Inmediatamente se dio cuenta de que no sería correcto y añadió-: Dile que soy una amiga que conociste durante el viaje.

– Aunque te rías, puede que lo haga -dijo Audrey, mirándole tímidamente.

– Audrey, ¿estás segura de tu decisión? -preguntó Charles, mirándola a los ojos-. ¿Es eso lo que quieres? Yo iría hasta el fin del mundo contigo porque no tengo nada que perder. Tú, en cambio, sí. Sé lo que significan tus responsabilidades para ti… Tu familia, tu abuelo, Annabelle…

– Ahora me toca a mí. Sólo por una vez. Quizá conseguiré hacerlo sin que me odien para siempre. – ¿Y después? -preguntó Charles tras dudar un instante-. ¿Qué nos ocurrirá a nosotros?

Si Audrey no podía dejarle ahora, ¿qué sucedería después del viaje a China?

– No puedo contestarte porque no lo sé. Tendré que regresar junto a ellos más tarde o más temprano.

– A veces, es como si estuviera enamorado de una mujer casada -dijo Charles con tristeza. Audrey sonrió ante el símil.

– Tal como tú has dicho hace un rato, yo no soy tan libre como tú.

– Tal vez te quiero por eso. Puede que no te quisiera tanto si fueras un pájaro en libertad como yo.

La miró sonriendo y luego le acarició el cabello y la abrazó. Audrey se había comprometido con él y, sin embargo, se sentía más libre que nunca y se asombraba de que pudiera ser tan feliz.

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