CAPITULO XXV

El abuelo resistió hasta principios de junio y exhaló por fin el último aliento mientras Audrey le sostenía una mano entre las suyas y le besaba los dedos. Después le cerró los ojos y pensó que era mejor así. El hecho de que un hombre que había sido fuerte y orgulloso viviera atrapado en un cuerpo inútil sin ni siquiera poder hablar le parecía la peor prisión que cupiera imaginar. Ya era hora de que consiguiera la libertad. Tenía ochenta y tres años y estaba cansado de vivir.

Audrey se encargó de todo. Nunca pensó que pudiera haber tantos detalles a los que atender, desde la elección del ataúd hasta la música del funeral. Un pastor amigo de la familia leyó la oración fúnebre mientras Audrey le escuchaba, sentada en un banco de la primera fila, vestida de riguroso luto, con sombrero y velo negro, traje de chaqueta y medias y zapatos negros. Incluso Annabelle se comportó mejor aquel día, mucho más que durante la lectura del testamento, en cuyo transcurso miró sonriendo a Audrey y cruzó las piernas al tiempo que encendía un cigarrillo. La fortuna del abuelo era mucho mayor de lo que ambas imaginaban. Tenía propiedades inmobiliarias en San Francisco, en la bahía de Meeks y en el lago Tahoe, y un enorme paquete de acciones con el cual ambas hermanas podrían vivir holgadamente todo el resto de su vida, siempre y cuando lo administraran con juicio. A Audrey la emocionó el hecho de que el abuelo le hubiera dejado un pequeño legado especial a Mai Li, a quien llamaba en el testamento «mi bisnieta Molly Driscoll». Annabelle, en cambio, no se emocionó en absoluto. Una cláusula decía que las hermanas podrían comprarse mutuamente su parte correspondiente de las propiedades inmobiliarias o bien vivir juntas, cosa esta última que Audrey no estaba dispuesta a hacer. Audrey dedicó las semanas siguientes a recoger todas sus cosas y guardarlas en cajas en el sótano. Llenó varios baúles y una caja con todas las prendas que le habían quedado pequeñas a Mai Li y recogió asimismo los álbumes de su padre, cuidadosamente envueltos en papel de seda. Pensaba irse a Europa unos cuantos meses y llevarse tan sólo algunos baúles. Quería ver a Violet y ajames y, sobre todo, a Charlie. Ahora era libre y no tenía las obligaciones de antaño, excepto Mai Li. No sabía nada de su amante desde que, en septiembre, abandonó San Francisco. Se moría de tristeza cuando recordaba la proposición de matrimonio que no pudo aceptar y no sabía si él querría volver a verla. Esperaba que sí. Él era el principal motivo de su viaje a Europa.

A finales de julio, terminó de resolver todos los asuntos que tenía pendientes, y, por fin, decidió hablar con Annabelle. Ésta se disponía a salir y a Audrey le pareció que se había aplicado demasiado colorete en la cara. Vio, asimismo, sobre la cama un vestido pantalón y una blusa de seda color crema. Annabelle quería copiar el estilo de Marlene Dietrich y estaba causando en San Francisco casi tanta sensación como la Dietrich en Europa.

– Eres demasiado guapa para ponerte pantalones -le dijo Audrey, estudiando con una sonrisa a su hermana menor.

Annabelle la miró con recelo. Apenas habían hablado tras la muerte del abuelo y, puesto que el periódico de la víspera había publicado un comentario sobre sus amores con el marido de cierta dama, aquélla temía ahora que Audrey quisiera echarle un sermón.

– Tengo mucha prisa, Aud -le contestó Annabelle muy nerviosa, evitando mirarla a la cara mientras un cigarrillo humeaba en un cenicero rosa de su tocador con espejo.

En la habitación de al lado, Winston, Hannah y Molly se hallaban entretenidos con sus juguetes. Los niños de Annabelle eran muy revoltosos, pero, aun así, Audrey sabía que Molly los iba a echar de menos.

– No te entretendré mucho, Annie. -Audrey llevaba un sencillo vestido de seda negro que le hacía aparentar más edad de la que tenía. Iba de luto por el abuelo que acababa de morir y del que Annabelle parecía no acordarse-. Me voy a Europa dentro de unos días. Quería que lo supieras.

– ¿Cómo dices? -preguntó Annabelle, horrorizada-. ¿Cuándo lo decidiste? -añadió, volviéndose a mirar a su hermana con una ceja pintada y la otra no.

– Lo decidí hace unas semanas. En esta casa no hay sitio suficiente para las dos, Annie. Y no hay razón para que me quede por más tiempo. Me quedé por el abuelo, pero ahora él ya no está.

– Y yo, ¿qué? ¿Y mis hijos? ¿Quién llevará esta casa? -preguntó Annabelle.

Conque era eso. Audrey estuvo a punto de soltar una carcajada al ver el aterrorizado rostro de su hermana.

– A partir de ahora, eso será cosa tuya, Annie. Ahora te toca a ti. Yo lo hice durante dieciocho años. -Audrey tenía veintinueve años y llevaba gobernando la casa desde los once y cuidando de los hijos de Annabelle hasta que ésta se trasladara a vivir a la casa hacía once meses-. Ahora te corresponde a ti – señaló, levantándose. Una triste sonrisa se dibujaba en sus labios.

Aún no se había repuesto de la pérdida del abuelo y lo echaba enormemente de menos. Ni siquiera podía bajar a desayunar. Se afligía al contemplar su sitio vacío y no se hacía a la idea de no poder comentar con él las noticias del periódico.

– ¿Adonde irás? -preguntó Annabelle.

– A Inglaterra. Después, a la Costa Azul. Y, más tarde, ya veremos.

– ¿Cuándo volverás a casa?

– Aún no lo he decidido. Probablemente, tardaré unos meses. Ya no tengo ninguna prisa por volver.

– ¿Cómo que no? -gritó Annabelle, posando violentamente el cepillo del cabello sobre la mesa del tocador y levantándose de golpe-. No puedes dejarme plantada de esta manera.

Audrey se levantó a su vez y miró a su hermana, que era mucho más baja que ella no sólo en estatura física, sino también moral.

– Creía que ni siquiera te percatabas de mi presencia. – ¿Eso qué significa?

– Que tú y yo no estamos precisamente muy unidas que digamos, Annie -contestó Audrey con amargura.

Lamentaba que las cosas hubieran llegado a aquel extremo. Ya no había entre ellas más que antipatía, resentimiento y reproches.

– ¿Por qué me haces esto? -preguntó Annabelle, echándose a llorar mientras el rímel dibujaba unos riachuelos sobre sus mejillas-. Me odias mucho, ¿verdad? -añadió, volviéndose a sentarse.

– No, en absoluto.

– Tienes celos de mí porque no te has casado.

Súbitamente Audrey se echó a reír en la estancia que olía a perfume y a humo de cigarrillos. Jamás hubiera querido casarse con un individuo como Harcourt y el único hombre a quien había amado era Charlie.

– Espero que no lo creas así, Annie. No te envidio lo que tuviste y espero que algún día vuelvas a casarte, quizá con un hombre más adecuado -contestó, pensando que eso no era probable, dada la conducta de su hermana-. Sencillamente, ha llegado la hora de que me vaya. Debo parecerme a nuestro padre. No puedo estarme quieta en ningún sitio.

No mencionó para nada a Charlie.

– ¿Y qué haré con los niños? -gimoteó Annabelle.

– Buscarles una niñera.

– Ninguna quiere quedarse.

Audrey se compadecía de su hermana, pero no se hallaba dispuesta a sacarle las castañas del fuego. Sería bueno que Annabelle atendiera un poco a sus hijos aunque sólo fuera para variar. Por su parte, deseaba estar a solas con Molly. La niña ya empezaba a hablar y cada momento transcurrido a su lado era un placer.

– Lo siento, Annie -dijo tras una pausa.

– ¡Sal de mi habitación! -gritó Annabelle, arrojando el cepillo del cabello contra la puerta.

Audrey se retiró en silencio y, al cabo de unos instantes, oyó un estruendo de cristales rotos.

Cuatro días más tarde, Audrey cerró las últimas maletas en


su habitación y miró a su alrededor sin experimentar ningún remordimiento. Sólo deseaba marcharse, pese al llanto y las súplicas de Annabelle. Dos de las criadas se habían despedido al saber que Audrey se iba, y tanto la cocinera como el mayordomo se habían marchado hacía un mes, poco después de la muerte del abuelo. Mientras sacaba las maletas al pasillo exhalando un suspiro, Audrey se preguntó cómo se las iba a arreglar su hermana, y cuándo volvería ella a ver aquella casa. En cuanto Annabelle se acostumbrara a vivir sola, probablemente se volvería loca y empe2aría a venderlo todo y a cambiar la decoración sin tener siquiera la consideración de pedirle permiso a su hermana.

Annabelle no se levantó para despedirla y los niños aún estaban durmiendo. Audrey vistió en silencio a Mai Li y ambas desayunaron en la cocina. Luego, el chófer las acompañó al aeropuerto con todas sus cosas. Audrey decidió trasladarse a Nueva York en avión para ganar tiempo y, una vez allí, embarcar en el Normandie, el más moderno trasatlántico francés, rumbo a Southampton. Esperaba ver a Charlie y pensaba llamarle en cuanto llegara a Londres. Tal vez no podría reparar el daño cometido, pero tenía que intentarlo. Era el único hombre al que había amado y merecía la pena intentar volver a verle.

Antes de marcharse, estrechó la mano de todos los criados. Después tomó a Molly en brazos y, sosteniendo el neceser en la mano, empezó a bajar los peldaños. Era el mismo neceser que se llevó a China y sonrió al recordar los interminables viajes en tren con aquel inútil objeto en el regazo, mientras Charles la amenazaba con tirarlo o cambiarlo por un par de gallinas. Deseaba volver a verle. El largo vuelo a Nueva York transcurrió sin sentir, mientras ella pensaba, una y otra vez, en su destino final. No lamentaba marcharse de San Francisco, pensó mientras el aparato despegaba. Los viajes siempre la emocionaban. Experimentó la misma sensación cuando subió a bordo del barco en Nueva York. Recordó su encuentro con Violet y James hacía apenas dos años a bordo del Mauretania. Esta vez no hubo nadie que le llamara especialmente la atención y, aunque el Normandie era un buque extraordinario en todos los sentidos, Audrey se pasaba casi todo el día con Mai Li o bien leyendo en una silla de cubierta mientras la niña jugaba a su lado. Comía casi siempre en el camarote para no dejarla al cuidado de una desconocida y no le importaba llevar una vida retirada. Vestía casi siempre de luto y pensaba incesantemente en Charlie. Le recordaba con tristeza, alejándose en el taxi tras haber rechazado ella su proposición de matrimonio. Al llegar a Southampton, se emocionó mucho. Tan sólo faltaban unas horas para verle. Se trasladó a Londres en unas horas y fue directamente al hotel Claridge's, como la otra vez, y le pidió a la telefonista que le marcara el número de Charles. No le encontró en casa. Debía de haber salido o, a lo mejor, se había marchado a pasar unos días fuera de Londres. En caso de que no le localizara al día siguiente, le enviaría una nota al apartamento o les preguntaría a Violet y James si sabían dónde estaba cuando les llamara a Antibes, cosa que hizo a última hora de la tarde del día siguiente. Lady Vi contestó al teléfono, pero la conexión era pésima.

– ¿Violet…? ¿Me oyes…? Soy Audrey… Audrey Driscoll. ¿Cómo…? ¿Qué dices?

– Digo que… ¿Dónde estás?

La voz se perdía constantemente y Audrey apenas podía oírla.

– Estoy en Londres.

– ¿Dónde te alojas?

– En el Claridge's.

– ¿Dónde? Bueno… No importa. ¿Cuándo… piensas venir? Violet y James llevaban en Antibes desde junio y Audrey ya se imaginaba lo bien que lo estarían pasando.

– Puede que a finales de esta semana.

– ¿Cómo?

– Este fin de semana.

– Estupendo. ¿Cómo estás?

– Muy bien. -Audrey hubiera querido hablarle de Molly, pero, como la conexión era tan mala, le era imposible hacerlo-. ¿Cómo están James y los niños?

– Todos bien…

La voz se perdió por completo y Audrey sólo pudo oír algo así como «oda».


– ¿Qué has dicho? Hay muchas interferencias.

– Sí, es cierto… He dicho que… acabamos de asistir a… oda de…

– ¿Cómo dices? -preguntó Audrey, exasperada. De repente, la conexión mejoró y Audrey estuvo a punto de desmayarse al oír las palabras con toda claridad.

– A la boda de Charlie.

– ¿Qué? -gritó Audrey, contrayendo súbitamente los músculos como si alguien acabara de propinarle una bofetada.

– He dicho que acabamos de asistir a la boda de Charlie… Ha sido preciosa.

«Oh, no, Dios mío, no…»

– Ah…

El golpe había dejado a Audrey sin habla.

– ¿Estás ahí, Audrey? ¿Me oyes?

– Sí, pero no mucho… ¿Con quién se ha casado? En realidad, le daba igual.

– Con Charlotte Beardsley, la hija de su editor…

No hacía falta explicar que la chica le había asediado durante dos años, le siguió a Egipto y prácticamente acampó a sus pies. James decía que la unión no podía durar y que la muchacha se cansaría de él en cuanto le conociera mejor, y se sorprendía de que Charles hubiera capitulado ante ella. Sin embargo, Vi sospechaba que había una razón para ello.

– Se casaron en Hampshire. Precisamente acabamos de regresar de allí -explicó Vi.

– Me alegro -dijo Audrey, tratando de no llorar.

– ¿Cuándo piensas venir?

– Pues, no lo sé… Yo…

Audrey recordó la razón de su viaje a Londres. No tenía por qué quedarse allí. Ahora comprendía por qué no estaba Charles en casa. Se estremeció al pensar en la posibilidad de que le hubiera contestado Charlotte, que ahora se llamaba Charlotte Parker-Scott. Quería abandonar Londres inmediatamente.

– ¿Qué tal mañana? ¿Sería demasiado pronto? Audrey miró a Mai Li jugando en la otra habitación y pensó que tenía que decir algo.

– ¡Fantástico, Audrey! ¿Vendrás en avión? -Tomaré el tren -contestó Audrey, que ya no tenía ninguna prisa-. Violet… Vengo con mi hija.

– ¿Cómo?

Habían vuelto a producirse interferencias.

– ¡Que vengo con mi hija! -gritó Audrey.

– Dime cuándo llegas. Trae lo que quieras. Tenemos sitio de sobra.

– Gracias -contestó Audrey con voz temblorosa-. Nos veremos mañana.

– Au revoir. Acudiremos a recibirte a la estación.

– Muy bien.

Ambas amigas colgaron el teléfono al unísono y Audrey permaneció largo rato sentada con la mirada perdida en la lejanía, pensando en lo que Violet acababa de comunicarle. Le parecía increíble. Charlie, el hombre al que tanto amaba y que era el principal motivo de su viaje, se había casado con una mujer. Con una mujer llamada Charlotte Beardsley.

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