CAPITULO XI

Precisamente cuando Edward Driscoll se disponía a escuchar el programa radiofónico de Walter Winchell, sonó el teléfono. La doncella llamó a la puerta de la biblioteca y se acercó a él casi temblando. El anciano era mucho más cascarrabias que hacía uno o dos meses y ella sabía que no quería ser molestado.

– Perdone, señor…

La muchacha sintió que le entrechocaban las rodillas y que la cofia de encaje que se ponía por las tardes le resbalaba lentamente hacia un lado. El anciano no podía soportar las cofias torcidas ni las interrupciones. En realidad, no soportaba nada últimamente. Andaba por la casa como un patrullero que ansiara practicar alguna detención antes del anochecer.

– Perdone, señor… -repitió la doncella.

– ¿Sí? ¿Qué pasa? -ladró el viejo. La chica dio un respingo-. No pegue estos brincos, que me pone nervioso, maldita sea.

– Es una llamada telefónica para usted, señor.

– Tome el recado. No quiero hablar con nadie a esta hora de la noche. Ya es casi la hora de cenar. No puede ser nada importante. Nadie me llama jamás.

– La telefonista ha dicho que era una conferencia. El rostro del anciano se endureció en el acto. A lo mejor, le había ocurrido algo a Audrey.

– ¿De dónde es? -preguntó, mirando severamente a la muchacha.

– De Estambul, Turquía, señor.

– ¿Turquía? -repitió Edward Driscoll, casi escupiendo la palabra-. No cono2co a nadie allí. Debe de ser un error… o una broma. Cuelgue el teléfono. No pierda el tiempo hablando con los bromistas. -Si le hubiera dicho Francia, hubiera corrido a tomar el teléfono. O incluso Italia o Inglaterra. Había recibido una postal de Audrey desde Roma. Pero Turquía… De repente, experimentó una extraña sensación y se levantó despacio, apuntando con el dedo a la muchacha antes de que ésta se retirara-. Antes de colgar, averigüe quién llama.

– Sí, señor.

La chica no tardó ni medio minuto en regresar, con los ojos abiertos de par en par y la cofia más torcida que nunca, pero esta vez él no lo advirtió.

– Es la señorita Driscoll, señor. Desde Turquía.

Olvidando coger el bastón, el anciano se dirigió casi corriendo al teléfono del saloncito. Era una pequeña estancia con una silla muy incómoda porque él no veía la necesidad de estar cómodo para hablar por teléfono. El teléfono era para los negocios o los asuntos importantes, no para la chachara. Se lo decía siempre a Annabelle, pero ésta no le hacía caso.

– ¿Diga? -gritó, poniéndose al aparato-. ¿Diga?

Había muchas interferencias y él estaba tan nervioso que ni siquiera se sentó.

La joven doncella se quedó cerca, temiendo que se excitara demasiado.

– ¿Señor Driscoll?

– ¡Sí! ¡Sí!

– Tenemos una conferencia para usted desde Turquía.

– Ya lo sé, estúpida, pero, ¿dónde está ella? En aquel preciso momento oyó la voz de Audrey, y por poco se le doblan las rodillas de la emoción.

– ¿Abuelo?… ¿Me oyes?

– Muy mal. Audrey, ¿dónde estás?

– En Estambul. Tomé el Orient Express con unos amigos.

– Maldita sea, ése no es un sitio seguro para ti. ¿Cuándo vuelves a casa?

Al oírle tan lejano y tan frágil, Audrey estuvo a punto de abandonar su proyecto de ir a China con Charles. Pero tampoco estaba preparada para eso. Tenía que decírselo.

– No volveré hasta Navidad. -Se produjo un silencio tan sepulcral que Audrey temió que se hubiera cortado la comunicación-. ¿Abuelo? ¿Abuelo?

El anciano se sentó en la incómoda silla y la doncella corrió por un vaso de agua. El rostro de Edward estaba muy pálido y la muchacha rezó para que no le hubieran comunicado una mala noticia. Era demasiado viejo para resistirlo.

– ¿Qué demonios estás haciendo ahí? ¿Y con quién viajas?

– Conocí a unas personas muy simpáticas en el barco. Son unos ingleses y estuve en su casa de la Costa Azul.

Audrey quería hacerle creer que estaba con ellos en Turquía.

– ¿Y por qué demonios no te llevan a Inglaterra?

– Puede que lo hagan más tarde. Pero, primero, me voy a China.

– ¿Adonde has dicho? -exclamó el anciano mientras la doncella le acercaba el vaso de agua que él rechazó con un enérgico gesto de la mano-. ¿Estás loca? Los japoneses ya han invadido Manchuria. ¡Vuelve a casa inmediatamente!

– Abuelo, te prometo que no correré ningún peligro. Voy a Shangai y Pekín -prefirió no decirle que iba a Nankín para ver a Chiang Kai-chek por temor a que se inquietara todavía más-. Y regresaré a casa directamente desde allí.

– También podrías subir ahora mismo en el Orient Express para volver a París y, desde allí, tomar un barco y estar en casa dentro de dos semanas. Eso me parecería mucho más lógico. Insensata -añadió el abuelo en voz baja para que Audrey no le oyera desde Turquía.

Era igual que su padre.

– Abuelo, por favor…, déjame ir. Después volveré a casa. Te lo juro.

– Eres exactamente igual que tu maldito padre -contestó Edward Driscoll con los ojos llenos de lágrimas muy a pesar suyo-. No tienes el menor asomo de sentido común. ¡China no es un lugar adecuado para una mujer! En realidad, no lo es para nadie más que para los propios chinos. Y, además, ¿cómo te trasladarás hasta allí?

Era una locura, justo lo que Roland hubiera hecho.

– Iremos en tren.

– ¿Desde Estambul hasta China? ¿Tienes idea de la distancia que eso representa?

– Sí, no te preocupes.

– ¿Son respetables estas personas que te acompañan? ¿Estás segura con ellas?

– Completamente. Te lo prometo.

– Guárdate las promesas para mejor ocasión.

El anciano estaba furioso con ella, pero no se lo podía expresar a causa de las interferencias. Audrey había tardado ocho horas en conseguir la conexión.

– ¿Cómo estás?

– Bien. Para lo que a ti te importa…

– ¿Y Annie?

– Va a tener otro hijo. En marzo.

– Lo sé. Estaré de vuelta mucho antes.

– Más te vale. De lo contrario, ya ni te molestes en volver.

– Abuelo, lo siento…

– No es cierto. Eres exactamente igual que tu padre. Sé que eres una insensata. No quieras, encima, ser una embustera. No lo sientes en absoluto. Lo que ocurre es que estás completamente loca.

– Te quiero.

Audrey lloraba, pero él no hubiera podido adivinarlo. Y él también, pero Audrey no podía oírlo.

– ¿Cómo?

– ¡Te quiero!

– No te oigo.

Le conocía bien el juego.

– Sí me oyes. ¡Te he dicho que te quiero\ Regresaré a casa muy pronto. Ahora tengo que colgar, abuelo. Ya te enviaré mi dirección en China.

– No esperes que te escriba.

– Sólo quiero que sepas dónde estoy.

– Muy bien -dijo el anciano, tras emitir unos gruñidos ininteligibles.

– Dale muchos recuerdos a Annie de mi parte.

– ¡Ten cuidado, Audrey! Y dile a esa gente que también tenga cuidado.

– Lo haré. Cuídate mucho, abuelo.

– No tendré más remedio. De lo contrario, no lo haría nadie. Audrey esbozó una triste sonrisa al oír esas palabras y, al cabo de unos momentos, se despidió de él. Charles, que se encontraba a su lado mientras hablaba, la abrazó en cuanto la joven colgó el aparato y se echó a llorar. Se sentía culpable y más se lo hubiera sentido de haber visto el rostro de su abuelo. El anciano permaneció inmóvil con la mirada clavada en la pared y, por fin, se levantó de la silla y regresó con paso cansino a la biblioteca. Precisamente en aquel momento, sonó el timbre de la puerta.

– Y ahora, ¿quién será? -le gritó a la doncella. Estaba tan pálido como si acabara de ver un fantasma. El mayordomo corrió a abrir. Eran Harcourt y Annabelle.

– ¿Qué estáis haciendo aquí? -les ladró el anciano.

– No me grites, abuelo -contestó Annabelle. Había pasado un verano muy malo y los gritos del abuelo la sacaban de quicio-. Nos invitaste a cenar esta noche. ¿No te acuerdas?

– Pues no. ¿Seguro que no os lo habéis inventado para cenar a mi costa? -dijo Edward Driscoll, mirándola enfurecido.

Annabelle ya estaba a punto de dar media vuelta para marcharse, pero Harcourt se lo impidió, susurrándole por lo bajo:

– No lo dice en serio… Ya sabes cómo es… A su edad…

– No habléis a mis espaldas. ¡Es una falta de educación! Annabelle, acabo de hablar con tu hermana. No volverá a casa hasta Navidad.

El anciano lo dijo mientras se dirigían al comedor, pero no quiso reanudar la conversación hasta que los tres estuvieron sentados alrededor de la mesa.

– Hubiera tenido que volver dentro de unas semanas. ¿Qué ha ocurrido? -preguntó Annabelle, temiendo que Audrey hubiera conocido a un hombre y quisiera casarse. La estaba esperando con ansia. Tenía la casa hecha un desastre y pensaba tomarse unas vacaciones con Harcourt. Necesitaba que Audrey se quedara en casa con el pequeño Winston y contratara a una nueva niñera, un nuevo chófer y una nueva cocinera. Ella no sabía elegirlos y, si alguna vez acertaba, se le iban en seguida. Necesitaba que Audrey volviera cuanto antes-. ¿Qué está haciendo allí? ¿Dónde está? ¿En París o en Londres? Por un instante, Edward Driscoll guardó silencio. Se divertiría mucho dándole la noticia a Annabelle.

– No. Está en Turquía.

– ¿Qué demonios está haciendo allí? -preguntó Harcourt, asombrado.

– Tomó el Orient Express con unos amigos y ahora piensa ir a China.

– ¿Cómo? -chilló Annabelle mientras Harcourt miraba al abuelo sin decir nada.

– Esta chica es demasiado independiente -dijo Harcourt por fin-. Imagínate lo que dirá la gente… Una chica de su edad, yendo sola a China. ¡Es lo más inaceptable que he oído en mi vida!

– No lo es -gritó Edward Driscoll, descargando un puñetazo sobre la mesa-. Tu manera de referirte a mi nieta en esta casa es mucho más inaceptable, de eso puedes estar seguro. Te agradeceré que, de ahora en adelante, te guardes tus opiniones. Tú, a esa chica, no le llegas siquiera a la suela de los zapatos. Y Annabelle jamás podrá estar a su altura. Tiene un cerebro de hormiga, aunque sea mi nieta. Por consiguiente, cuídate mucho de criticar a Audrey. Si he de deciros la verdad, prefiero que no cenéis conmigo. La cara larga que tú pones y sus gimoteos -añadió, señalando con un gesto a Annabelle-, me producen indigestión.

Dicho esto, el anciano se levantó de la mesa, tomó el bastón, se dirigió a la biblioteca y cerró la puerta de golpe.

Annabelle se echó a llorar y se levantó corriendo de la mesa para recoger sus cosas y salir de la casa antes de que Harcourt pudiera darle alcance. Se pasó todo el rato llorando hasta que llegaron a Burlingame, acusó a Harcourt de ser débil por no haberla defendido frente al abuelo y empezó a despotricar contra Audrey por no volver a casa para ayudarla.

– La muy egoísta, quedarse allí de esta manera…, e irse a China. ¡Nada menos que a China! Sabe muy bien cuánto la necesito cuando estoy embarazada… Lo hace a propósito… No tiene nada que hacer. Quiere librarse de sus responsabilidades, hace años que me tiene envidia esta espingarda del demonio. Harcourt la escuchó durante todo el trayecto sin prestarle la menor atención. En cuanto llegara a casa, saldría para visitar a su amiga de Palo Alto. La tenía bien guardadita allí, y la estuvo viendo todo el verano sin que Annabelle se enterara.

Edward Driscoll tampoco tenía la menor idea sobre el asunto. Y, además, no le hubiera importado. Cuando Harcourt y Annabelle llegaron a su casa, él todavía se encontraba sentado en la biblioteca. Varias horas más tarde, aún seguía allí, pensando en Audrey y confundiéndola a ratos con Roland. Estaba en China, eso lo recordaba…, pero, ¿estaba allí sola o bien con Roland? De repente, olvidó los detalles. Sólo podía recordar lo mucho que la echaba de menos.

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