CAPITULO XII

La distancia entre Estambul y Shangai superaba los ocho mil kilómetros y, si no ocurría ningún contratiempo, Charles calculaba que tardarían aproximadamente catorce días en llegar. Los reportajes que tenía que escribir se centraban en el gobierno de Chiang Kai-chek, con sede en Nankín. Además, tenía que escribir un reportaje sobre la zona desmilitarizada de Shanga/' y otro sobre Pekín. El periódico esperaba, asimismo que pudiera reunir algún material sobre los revolucionarios chinos que se habían echado al monte en 1928. Ya tenía muchas notas y sus cartas de recomendación eran muy buenas, pero no sabía hasta qué punto serían accesibles sus personajes. Los «bandidos» comunistas no lo eran demasiado, desde luego, y no era probable que Charles lograra establecer contacto con ellos. Chiang Kai-chek, por el contrario, se mostraría sin duda dispuesto a recibirle. Además, Charles podría escribir artículos sobre cualquier tema que le pareciera interesante. Tomaba constantemente notas y llevaba siempre una maleta llena de papeles. Aquella noche, mientras se dirigían en tren a Ankara, le explicó su método de trabajo a Audrey. Esta tuvo la sensación de haber iniciado una nueva vida con aquel hombre y, en cierto modo, así era en efecto. Lo comprendió mejor cuando hicieron transbordo en Ankara. Se echó a reír al recordar el Orient Express. El contraste era muy fuerte, pensó mientras subía a otro tren, detrás de dos mujeres que llevaban dos gallinas vivas y un cabrito.

El tren correo que tomaron en Ankara les llevó más allá del lago Van y el lago Urmia, en la frontera persa, y después cruzó las montañas para dirigirse a Teherán. La estación de allí estaba llena de gentes de todas clases y Audrey lo contempló todo fascinada mientras disparaba la Leica sin cesar. Charlie adquirió dos billetes para el tren correo nocturno que les llevaría a Mashad, en el extremo nordeste del país, a unos ciento cincuenta kilómetros de la frontera con Afganistán. Mashad era una ciudad santa y casi todas las personas que viajaban en el tren lo hacían de rodillas, en gesto de veneración. Las mujeres que había en la estación de Teherán eran muy interesantes. Algunas eran bellísimas y todas miraban a Audrey fascinadas a pesar de la sencillez de su atuendo. Dos muchachas le tocaron incluso el cabello cobrizo y escaparon corriendo entre risas. Era un mundo totalmente nuevo en el que todos la miraban con expresión de visible reproche por no llevar el velo tradicional.

El viaje a Mashad duró toda la noche; después, entraron en Afganistán y tardaron una eternidad en llegar a Kabul. Ya habían recorrido casi tres mil kilómetros y llevaban una semana de viaje. Audrey estaba de trenes hasta la coronilla y, sin embargo, contemplando la belleza del ocaso y a los campesinos que bajaban en la estación con las bolsas de piel de cabra en las que llevaban sus pertenencias, pensó que jamás había sido tan feliz. Al volver el rostro, vio a Charles que la miraba sonriente. Ambos estaban muertos de cansancio y hacía cuatro días que no se bañaban, pero les daba igual. Charles la rodeó con un brazo y tomó una de sus maletas, riéndose al verla con el neceser que no podría utilizar.

– Supongo que no es lo que tú imaginabas, ¿verdad, amor mío? -Temía que el esfuerzo fuera excesivo para ella. Sin embargo, Audrey parecía divertirse y se lo tomaba todo con filosofía, incluso cuando el tren descarriló en el paso de Nanga Parbat y tuvieron que recorrer a pie unos quince kilómetros-. ¿Te arrepientes?

– En absoluto -contestó Audrey.

Era exactamente lo que imaginaba: un mundo salvaje, incómodo y hermoso, tal como Dios quería que fuera, sin rascacielos, calles asfaltadas o bocinas de automóviles. Todo era bello, pensó aquella noche, tendida al lado de Charles en la pequeña cama del hotel cuando éste se volvió hacia ella para hacer el amor.

– ¿Qué estás haciendo aquí, insensata? -le preguntó Charles al cabo de un rato. Se encontraban muy lejos de la exuberancia rococó del Pera Palas de Estambul, y Cap d'Antibes, los Hawthorne y sus amigos parecían pertenecer a otro mundo. Sin embargo, a Audrey le bastaba una cama estrecha en una habitación vacía y un mundo exterior distinto que pudiera descubrir cada día junto al hombre al que amaba.

– ¿Charles? -preguntó Audrey, acurrucándose junto a él.

– ¿Hum?

– Nunca he sido más feliz en mi vida.

Se lo había dicho miles de veces, pero necesitaba repetírselo otra vez.

– Estás loca… -le susurró él medio dormido-. Ahora procura dormir un poco.

Tenían que levantarse a las seis de la madrugada. Para desayunar, les sirvieron leche de cabra y un trozo de queso, y después se dirigieron a toda prisa a la estación para tomar otro tren. Esta vez viajaron hasta Islamabad y, desde allí, directamente hasta Cachemira. Llegaron al mediodía y, por una vez, el viaje estuvo bastante bien aunque el tren parecía muy antiguo. Llegaron al paso de Ladakh a las cuatro de la madrugada. Audrey dormía en brazos de Charles cuando éste levantó los ojos y contempló las estrellas dominado por una inmensa sensación de paz. El tren se paró dos veces, pero los pasajeros no tuvieron que bajar. Subieron hasta seis mil metros de altura y ahora ya habían iniciado el descenso. Se encontraban finalmente en el Tíbet, pero aún faltaban más de mil kilómetros para llegar a Lhasa, donde podrían descansar un día. Charles conocía bien el trayecto y calculaba que el recorrido desde el paso de Ladakh hasta Lhasa les llevaría unos dos días. Sin embargo, tardaron tres y, cuando llegaron a Lhasa, estaban completamente exhaustos. Llevaban diez días de viaje y habían recorrido dos tercios del camino hasta Shangai, pero, cuando llegaban a este punto del viaje, los pasajeros siempre tenían la impresión de que jamás conseguirían terminarlo. Charlie llevó a Audrey a la posada donde siempre solía alojarse, encaramada en lo alto de una colina, con monjes vestidos de color naranja por doquier, que entonaban cantos o caminaban en silencio. En aquel remoto lugar, uno se sentía más cerca de Dios. Elsolo hecho de encontrarse allí era casi una experiencia mística. Audrey permaneció largo rato contemplando el paisaje a través de la ventana. No sabía si su padre había estado allí alguna vez. Se lo comentó más tarde a Charles mientras cenaban arroz y sopa de alubias a la luz de una vela. Tenía tanto apetito que no le importó lo que comía. Más tarde, le dijeron que los trocitos de carne que había en la sopa eran de serpiente y poco faltó para que se desmayara. Charles le tomó el pelo mientras ella se tendía en la cama, mirándole con expresión meditabunda.

– A veces, me pregunto si hay fotografías de estos lugares en los álbumes de mi padre. Es como si lo hubiera olvidado todo de repente.

Audrey escribió la víspera una carta a su abuelo, explicándole los detalles del viaje y las razones que la habían inducido a emprenderlo. Pero, en aquel instante, no hubiera podido decirle nada. Los Estados Unidos quedaban muy lejos. Era la primera vez que dejaba a los suyos en la estacada y le remordía la conciencia. Sabía que el hijo de Annabelle nacería en marzo y que, para entonces, ella ya estaría de vuelta. Sin embargo, se sentía culpable y quería compensarles de todo a su regreso. Charles la previno de que ellos la querrían castigar durante cierto tiempo, pero a Audrey le daba igual porque ahora ya había conocido todo cuanto ansiaba su corazón. Las lágrimas asomaron a sus ojos cuando abandonaron Lhasa a lomos de una muía y posteriormente en tren. Tendrían que recorrer mil quinientos kilómetros, cruzando los montes Tahsueh hasta llegar a Chungkín. El viaje en un pequeño tren muy viejo duró más de treinta horas y sólo cambiaron de tren una vez antes de llegar a Chungkín. El clima de allí era mucho más fresco y la gente vestía y se comportaba de otra manera. Audrey se sorprendió de ver a tantos hombres y mujeres fumando cigarrillos. Había mucha gente por doquier, pero menos amable que las personas con quienes habían coincidido en el tren. Audrey se percató de ello mientras disparaba su cámara sin cesar. Todo el mundo la miraba como si fuera un bicho raro. Cuando subieron al tren para trasladarse a Wu-Han, unos niños se le acercaron corriendo y le tocaron la manga mientras tomaba una fotografía. Sin embargo, cuando ella volvió a mirarles sonriente, los chiquillos huyeron entre gritos. Estaban agotados y Charles se quedó dormido en cuanto se acomodó en el asiento. Las otras cinco personas del compartimiento miraban a Audrey sin disimulo. Allí había mucha más gente y mucho más bullicio que en Turquía o el Tíbet, donde todo era más áspero, primitivo y natural. Estaba deseando preguntarle a Charles por qué razón la miraban tanto. Al final, éste se despertó, bostezando y desperezándose aunque apenas había espacio para ello. En cada estación donde paraban, bajaban para estirar un poco las piernas.

El viaje de Chungkín a Wu-Han duró un día y, en su transcurso, pasaron por un enorme embalse, pero esta vez Audrey estaba durmiendo y Charles se hallaba ocupado con sus cuadernos de notas. Les faltaba un día para llegar a Nankín, donde Charles esperaba ser recibido por Chiang Kai-chek. Tenía que preparar las preguntas y la estrategia. Quizá le obligarían a hacer antesala durante tres semanas. O quizá no, en caso de que las credenciales del periódico impresionaran a alguien, aunque Charles no tenía muchas esperanzas. No le importaría demasiado aguardar una semana antes de ir a Shangai. Tenía muchas cosas que hacer y la ciudad le encantaba.

Al llegar a Wu-Han, se trasladaron a un hotelito en el que sólo ofrecían a los viajeros un poco de arroz y una taza de té verde. Audrey contempló el pequeño cuenco y se encogió de hombros sonriendo. Era la primera vez que echaba de menos la comida occidental. Hubiera dado cualquier cosa a cambio de un bistec o de una hamburguesa. Cuando aquella noche se fue a la cama, le gruñía el estómago.

– ¿Te queda algún bombón? -le preguntó a Charlie, esperanzada.

Llevaba tres meses sin probar su marca preferida de chocolate, pero Charlie había comprado unos bombones en Italia para comerlos durante, por lo menos, una parte del viaje.

– Lo siento mucho, pero no. ¿Quieres un poco más de arroz? Puedo probar a decirle a este hombre que estás embarazada o algo por el estilo.

– Santo cielo -exclamó Audrey, levantando las manos-, no se le ocurra hacerlo, señor Parker-Scott. Sobreviviré. Pero me muero de hambre.

Charles la miró con cariño y le acarició suavemente el cuello con las yemas de los dedos. Aquella noche permanecieron largo rato tendidos en la oscuridad mientras él le contaba en voz baja la historia de las ciudades que iban a visitar. Nankín le gustaba menos que Shangai y Pekín.

– Shangai es una ciudad increíble, Aud. Hay británicos, franceses y rusos, y ahora también japoneses. Es un lugar internacional y, al mismo tiempo, profundamente chino. Debe de ser la ciudad más cosmopolita que conozco.

Los japoneses no habían modificado sustancialmente sus características. La atacaron y ocuparon brevemente hacía casi dos años a principios de 1932 y ahora era una zona desmilitarizada. Chiang Kai-chek se había retirado hacía tiempo a Nankín y el ejército de la ruta 19 había resistido valerosamente antes de rendirse. Chiang Kai-chek ya no luchaba con tanto ahínco contra los comunistas porque su mayor preocupación eran en aquel momento los japoneses y, además, Mao Zedong había desaparecido de la zona inmediata. En las regiones más alejadas ya no había tantas cabezas de presuntos comunistas alanceadas con palos. La presencia japonesa provocó una precaria alianza entre los comunistas y los nacionalistas. La gente tenía otras cosas en que pensar, sobre todo, en Man-churia.

Al día siguiente, cuando tomaron el tren con destino a Nankín, Audrey se sintió muy emocionada. Estaban a punto de llegar. Su objetivo era Nankín, Shangai y Pekín y sólo les faltaban unas horas para terminar el viaje. Aquella noche, durmieron en un hotel de Nankín, pero, antes, Charles acudió a la residencia de Chiang Kai-chek para dejar sus credenciales, su tarjeta de visita y una carta muy cortés, solicitando audiencia. En el hotel, les dijeron que George Bernard Shaw había estado allí aquella primavera en su camino a Shangai. Audrey se entusiasmaba con todo cuanto veía; le encantaba la gente, los atuendos, la comida, los aromas. En el hotel les sirvieron una opípara cena, no simplemente arroz y té verde. Charlie observó que Audrey estaba más delgada. Habían recorrido ocho mil kilómetros y llevaban más de dos semanas viajando. Aquella noche, mientras paseaban por las calles, contemplando los rickshaws y los ocasionales automóviles, Audrey pensó que jamás se había sentido tan estrechamente unida a otro ser humano como en aquellos momentos. Recorrieron algunas callejuelas y, por fin, llegaron a una casita con luces muy amortiguadas en el interior de la que emanaba un extraño olor. Audrey se detuvo intrigada y se sorprendió de que Charlie se echara a reír cuando ella le sugirió entrar.

– Más vale que no, muchacha -le dijo él.

– ¿Por qué no? – preguntó, decepcionada ante su falta de entusiasmo.

– Eso es un fumadero de opio, Aud.

– ¿De veras?

Le hubiera gustado ver cómo era.

– Tú no puedes entrar aquí, Aud. Nos echarían a los dos a la calle. A mí, probablemente, y a ti, con toda seguridad.

– Pero, ¿por qué? ¿No podemos limitarnos a mirar? Audrey pensaba que debía ser algo así como un bar.

– Suelen ser sólo para hombres -contestó Charles, sacudiendo la cabeza.

– Qué estúpidos -exclamó Audrey, haciendo una mueca de hastío.

En el transcurso del paseo, Charles le contó algunos detalles de la historia china, una historia extraordinaria tanto desde el punto de vista artístico como del científico. Una vez de vuelta en el hotel, se pasaron horas conversando tranquilamente en su habitación.

La semana que tardó Charles en ser recibido por Chiang Kai-chek les permitió descansar y relajarse. Ambos daban largos paseos e incluso hacían excursiones por la campiña. Charles consiguió la entrevista que quería y comprendió que el reportaje causaría una gran conmoción. Pidió prestada una máquina de escribir al personal del hotel y empezó a trabajar en él aquella misma tarde. Audrey entró en silencio en la habitación y se sentó en un rincón para escribirle una carta a Annabelle. Sin embargo, experimentaba la angustiosa sensación de que a su hermana le importaba un bledo todo lo que ella hacía. Decidió, en su lugar, escribirle una carta al abuelo, pero pensó que el esfuerzo también sería vano.

Cuando, al cabo de una hora, Charles levantó los ojos y la vio allí, le dijo con una sonrisa:

– No te he oído entrar.

Audrey se acercó a él y se inclinó para besarle el cuello mientras Charles le rodeaba la cintura con un brazo.

– Ya lo sé. Estabas completamente enfrascado en tu trabajo. ¿Qué tal fue la entrevista?

– Estupendamente bien. La suya es una causa perdida, ¿sabes? Aunque no creo que él lo sepa todavía. Los soviéticos están deseando respaldar a Mao y al Ejército Rojo. Chiang Kai-chek piensa que va a ganar pero a mí me parece que no podrá. Ya está planeando una gran ofensiva contra las fuerzas de Mao.

– ¿Y eso es lo que vas a decir en el reportaje? ¿Que es una causa perdida?

– Más o menos, aunque no tan a las claras. Al fin y al cabo, eso es simplemente mi opinión. Quiero exponer lo que él me ha dicho sin someterlo a tergiversaciones. Es un hombre interesante, aunque muy despiadado. Me gustaría que hubieras conocido a su mujer. Es bellísima y encantadora.

Sin embargo, Audrey tuvo ocasión de conocer a la viuda de Sun Yat-sen cuando Charlie la entrevistó, e incluso le tomó unas fotografías que Charles prometió ofrecer al Times.

– ¿Lo dices en serio? -preguntó Audrey, entusiasmada.

– Pues claro. Eres una fotógrafa estupenda. Tan buena como los profesionales con quienes yo he trabajado. E incluso me atrevería a decir que mejor.

– ¿Es cierto que piensas trabajar conmigo algún día?

– Creo que ya lo estamos haciendo -contestó él, riéndose.

Era la tarde en que había fotografiado a la viuda de Sun Yat-sen. A Audrey le encantaba trabajar con Charles y confiaba poder volver a hacerlo en Shangai.

Al día siguiente, se prepararon para la partida. Audrey estaba deseando ver aquel Shangai de que tanto le había hablado Charles. Debía de ser una ciudad llena de gente y de agitación, prósperas actividades comerciales, juegos de azar, prostitutas y exóticos aromas. Le parecía el equivalente extremo-oriental de un bazar turco y se moría de ganas de verlo. Charles la miró sonriendo mientras hacía el equipaje y contemplaba el neceser haciendo una mueca.

– Creo que tendría que tirarlo a la basura -dijo Audrey-, o regalárselo a alguien. A lo mejor, podríamos cambiarlo por un cerdo o una cabra.

– ¿Y qué harías entonces cuando volvieras a casa en el barco? -replicó Charles. Audrey le miró como si le hablara de algo muy lejano-. Será mejor que lo guardes, Aud.

– No sé por qué. Llevo mucho tiempo sin mirarme al espejo y no sé si alguna vez volveré a hacerlo.

El maquillaje resultaba ridículo en aquellas tierras. Cuando abandonaron Estambul, Audrey dejó de pintarse las uñas, y los preciosos zapatos de correas cruzadas yacían olvidados en el fondo de la maleta. Desde que inició el viaje a China, sólo llevaba zapatos de tacón plano, blusas, faldas y jerseys. Lamentaba no haber llevado prendas más prácticas. Casi todos sus vestidos eran absolutamente inadecuados: vestidos de seda y lino, los elegantes modelos que lució en la Costa Azul, trajes de baño y los trajes de noche que se puso en el barco y volvería a ponerse durante la travesía de regreso. El abrigo de pieles aún le parecía más ridículo. Aunque madame Chiang Kai-chek vestía muy bien y Nankín era una ciudad, la gente no tenía demasiado buen gusto. Lo que más abundaba eran los vulgares uniformes de la clase baja china. Sin embargo, Charles insistía en que se podían comprar cosas maravillosas en Shangai. Incluso le podrían confeccionar algunas prendas a la medida. Lo que más necesitaba era ropa de abrigo. La temperatura era más fresca. Ya estaban en otoño y empezaría a hacer frío antes de que regresaran a casa.

Se pasaron la noche en su habitación tras una deliciosa cena en un restaurante que les recomendó el recepcionista del hotel. Audrey se acurrucó al lado de Charles en la estrecha y chirriante cama. Ahora todo el mundo la llamaba señora Parker-Scott. El recepcionista salvó la situación, diciendo que debían de estar en viaje de luna de miel y ella aún no había tenido tiempo de cambiar el pasaporte.

– ¿Te importa, Charles? -preguntó Audrey-. Me refiero a eso de que yo pase por tu mujer…

– En absoluto.

En realidad, la idea le gustaba, mientras que a Audrey le hacía gracia. Todo el mundo daba por supuesto que estaban casados y ellos mismos empezaban a creerlo. Charles le habló incluso de ella a Chiang Kai-chek, llamándola inadvertidamente su esposa. Puede que, en cierto modo, lo fuera. Se había comprometido con él y le había acompañado en aquel viaje porque le tenía confianza. No hubiera podido llegar más lejos con ningún otro hombre, ni ser más feliz de lo que era. Antes de quedarse dormida, le dio un cariñoso beso tal como solía hacerlo todas las noches. Hicieron el amor al regresar al hotel y después se acurrucaron muy juntos en la fría noche.

– Te quiero, Charles… Más que a nada en el mundo -susurró Audrey.

– Yo a ti también, Aud, yo a ti también -contestó Charles, acariciándole el cabello cobrizo.

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