Olivia Henderson retiró de su rostro un largo mechón de cabello oscuro antes de proseguir con el detallado inventario de la vajilla. Las pesadas cortinas de brocado de Henderson Manor amortiguaban el canto de los pájaros. Era un caluroso día de verano y, como de costumbre, su hermana había salido. Entretanto su padre, Edward Henderson, esperaba la llegada de sus abogados, que le visitaban con regularidad desde que decidió instalarse en Croton- on-Hudson, a unas tres horas de Nueva York. Desde allí gestionaba tanto sus inversiones como las acerías que todavía llevaban su nombre aunque ya no las dirigiera él mismo. Se había retirado hacía dos años, en 1911, pero todavía llevaba las riendas del negocio, mientras que de la administración se encargaban sus abogados y los directores. Puesto que no tenía hijos varones, no sentía el mismo interés por sus empresas que antaño. Sus hijas jamás se ocuparían de ellas. Sólo contaba sesenta y cinco años de edad, pero últimamente tenía problemas de salud, por lo que prefería contemplar el mundo desde su pacífico refugio de Croton-on-Hudson, al tiempo que ofrecía una vida sana a sus hijas en el campo. Sabía que Croton no era un lugar especialmente emocionante, pero sus hijas nunca se aburrían allí. Además contaban entre sus amistades con todas las grandes familias a uno y otro lado del Hudson.
A poca distancia de Henderson Manor se encontraba la mansión de los Van Cortland y la antigua finca Lyndhurst de los Shepard. El padre de Helen Shepard, Jay Gould, había fallecido veinte años atrás y legado su maravillosa propiedad a su hija. Helen y su marido, Finley Shepard, ofrecían con frecuencia fiestas a las que invitaban a los jóvenes del lugar. Ese año los Rockefeller habían completado en Tarrytown la construcción de Kyhuit, una quinta de espléndidos jardines que rivalizaba en grandeza con la de Edward Henderson, situada al norte, en Croton-on- Hudson.
Henderson Manor era muy hermosa, y muchos visitantes recorrían largas distancias a fin de curiosear entre las verjas, aunque la casa apenas se divisaba desde el exterior, pues estaba protegida por altos árboles. Un camino sinuoso conducía a la entrada principal del edificio, que se erigía sobre un acantilado con, vistas al río Hudson, y Edward Henderson a menudo permanecía horas sentado en su estudio contemplando el paisaje, recordando el pasado, a los viejos amigos, los días en que la vida transcurría con mayor celeridad o el momento en que tomó las riendas del negocio de su padre, en los años setenta, para transformarse en una pieza clave de los cambios acontecidos a final de siglo. En aquellos tiempos su vida era muy diferente: se había casado joven, pero su mujer e hijo fallecieron víctimas de una epidemia de difteria, y permaneció solo muchos años hasta que conoció a Elizabeth. Ella representaba todo cuanto un hombre podía desear, era como un rayo de luz, tan deslumbrante y bella, pero pronto desapareció de su vida; se casaron un año después de conocerse, ella con diecinueve años y él con cuarenta y pocos, pero a los veintiún años Elizabeth falleció al dar a luz. Después de su muerte Edward se dedicó en cuerpo y alma a sus negocios; trabajó más que nunca, hasta que recordó su responsabilidad hacia sus hijas, a las que había dejado al cuidado de una niñera. Fue entonces cuando decidió construir Henderson Manor, pues deseaba que disfrutaran de una vida sana alejadas de la ciudad; en 1903 Nueva York no era el lugar más apropiado para criar a dos niñas. Sus hijas, que tenían diez años cuando se trasladaron a la mansión, contaban ahora veinte. Henderson había conservado la casa de la ciudad para trabajar, pero las visitaba en Croton siempre que le era posible. Al principio sólo iba los fines de semana pero, paulatinamente, se enamoró del lugar y comenzó a pasar cada vez más tiempo en Hudson que en Nueva York, Pittsburgh o Europa; allí era donde se hallaba su hogar, en Croton, junto a sus hijas. A medida que crecían, su vida se volvió más tranquila; le complacía su compañía y jamás se alejaba de su lado. En los últimos dos años no se había movido de Croton, y desde hacía tres padecía problemas de corazón, pero la afección sólo resultaba peligrosa si trabajaba en exceso o sufría un disgusto, algo que no sucedía a menudo.
Habían transcurrido veinte años desde que falleció la madre de las niñas en un caluroso día de la primavera de 1893. Su muerte representó para Henderson la última traición de Dios. Había esperado impaciente durante el parto, lleno de orgullo y emoción, jamás había soñado con volver a tener descendencia. Su primera esposa y su hijo habían muerto hacía más de doce años, pero la pérdida de Elizabeth le hundió por completo. A los cuarenta y cinco años, era como una estacada mortal, no podía vivir sin ella. Elizabeth falleció en la residencia de Nueva York. En un principio, Henderson sentía su presencia allí, pero a medida que transcurría el tiempo comenzó a detestar la casa vacía, por lo que pasaba meses enteros viajando. No obstante, evitarla implicaba no ver a las dos pequeñas que Elizabeth le había dejado. A pesar de lo sucedido, Henderson se sentía incapaz de venderla, pues la había mandado construir su padre y en ella había discurrido su niñez. Tradicional hasta la médula, se consideraba obligado a mantenerla para sus hijas, por lo que simplemente la cerró. Ya hacía dos años que no la visitaba y, ahora que vivía en Croton, tampoco la extrañaba; no añoraba su antiguo hogar ni Nueva York, y tampoco la vida social que había dejado atrás.
Olivia proseguía con su inventario; había extendido sobre la mesa unas grandes hojas de papel en las que anotaba con minuciosidad tanto lo que debía reemplazarse como lo que habían de encargar. En ocasiones había enviado a algún miembro del servicio a la casa de Nueva York para que trajera alguna pieza, pero ahora estaba cerrada. Sabía que a su padre no le gustaba la ciudad y, al igual que él, era feliz en Croton-on-Hudson. Desde que era pequeña pasaba muy poco tiempo allí, a excepción de una corta estancia hacía dos años, cuando su padre la llevó junto con su hermana para presentarlas en sociedad. La experiencia fue interesante pero agotadora, le abrumaban tantas fiestas, visitas al teatro y convenciones sociales, era como estar continuamente en lo alto de un escenario y detestaba ser el centro de atención. En cambio su hermana, Victoria, había disfrutado mucho, y el regreso a Croton por Navidad le resultó muy triste. A Olivia la alivió retornar a sus libros, su casa, sus caballos y sus paseos tranquilos por el acantilado; le gustaba cabalgar, contemplar el despertar de la primavera mientras el invierno se desleía despacio y admirar el esplendor de las hojas caídas en octubre. Era feliz llevando la casa de su padre, lo que hacía casi desde niña con la ayuda de Alberta Peabody, el ama de llaves. Bertie era lo más parecido a una madre que jamás había conocido. De vista cansada pero mente despierta, era capaz de distinguir a las niñas en la oscuridad y con los ojos cerrados.
En ese momento Bertie se acercó para interesarse por los progresos de Olivia con el inventario. Carecía de la paciencia y la agudeza visual necesarias para efectuar un trabajo tan meticuloso y agradecía que se ocupara de ello Olivia, que siempre estaba dispuesta a realizar las labores domésticas, a diferencia de Victoria. De hecho las dos hermanas eran muy distintas en todos los aspectos.
– ¿ Están todos los platos rotos o podremos celebrar la comida de Navidad? -inquirió Bertie sonriente mientras le ofrecía un vaso de limonada helada y un plato de galletas recién cocidas.
Hacía veinte años que Alberta cuidaba de estas niñas, de «sus niñas», que pasaron a ser suyas el día en que nacieron y falleció su madre. Jamás se había separado de ellas desde entonces. De corta estatura y formas redondas, llevaba el cabello canoso recogido en un pequeño moño y tenía un busto generoso sobre el que Olivia a menudo había recostado la cabeza durante su niñez. El ama de llaves siempre las había confortado cuando eran pequeñas y su padre estaba ausente. Edward Henderson había llorado mucho la muerte de su esposa y se había mostrado distante con sus hijas, pero en los últimos años se había acercado más a ellas. También su carácter se había dulcificado desde que sufrió los primeros problemas de corazón y se retiró del negocio. Achacaba su afección cardiaca por un lado al hecho de haber perdido a dos mujeres jóvenes y, por otro, a las dificultades del mundo de los negocios. Sin embargo, ahora que gestionaba sus asuntos desde Croton y delegaba todo el trabajo en sus abogados vivía feliz.
– Necesitamos más platos hondos -explicó Olivia. Al retirarse el cabello de la cara reveló un bello rostro de cutis blanco y grandes ojos azul oscuro enmarcados por una melena de un negro azabache-. También hacen falta más platos de pescado. Los encargaré la semana que viene. Habrá que decir a los empleados de la cocina que tengan más cuidado.
Bertie asintió sonriente. Olivia podría estar ya casada y tener su propia vajilla, pero era feliz cuidando de su padre, no sentía necesidad de ir a otro lado, a diferencia de Victoria, que siempre hablaba de lugares remotos y consideraba un desperdicio no utilizar la casa de Nueva York, pues consideraba que se estaba perdiendo todo un mundo de diversión en la ciudad.
Olivia dedicó a Bertie una sonrisa infantil. Con su vestido de seda azul celeste que le llegaba casi hasta los tobillos, daba la impresión de estar envuelta por un pedazo de cielo estival. Había copiado el modelo de una revista y encargado la confección a la modista del pueblo; el patrón era de Poiret y resaltaba su figura. Siempre era ella quien seleccionaba y diseñaba los trajes tanto para ella como para Victoria, que no mostraba el menor interés por la moda.
– Las galletas están buenísimas, a mi padre le encantarán. -Olivia las había preparado especialmente para él y su abogado, John Watson-. Habrá que ponerlas en una bandeja, ¿o ya lo has hecho tú?
Las dos mujeres intercambiaron una sonrisa de complicidad fruto de compartir responsabilidades y obligaciones desde hacía años.
Olivia se había convertido en toda una mujer y era la encargada de llevar la casa. Bertie la respetaba y siempre tenía en cuenta su opinión, lo que no impedía que discutiera con ella o la amonestara si lo juzgaba conveniente, a pesar de que ya tenía veinte años.
– Ya he preparado la bandeja, pero he dicho a la cocinera que esperara hasta que dieras tu aprobación.
– Gracias.
Olivia descendió de lo alto de la escalera con movimientos gráciles para darle un beso en la mejilla y apoyó la cabeza sobre su hombro, como una niña; luego salió corriendo para atender a su padre y su abogado.
Pidió una jarra de limonada en la cocina, un gran plato de galletas y unos emparedados de pepino con finas rodajas de tomate. También había jerez y alguna bebida más fuerte. Al haberse criado con su padre, a Olivia no le escandalizaba que los hombres tomaran whisky o fumaran.
Tras dar el visto bueno a la bandeja, fue a la biblioteca para reunirse con su padre. Había corrido antes las cortinas rojas de brocado para evitar que se calentara la habitación y ahora las ajustó mientras preguntaba:
– ¿Qué tal te encuentras hoy? Hace calor, ¿verdad?
– Sí, pero me gusta -respondió Henderson, y le dedicó una mirada llena de orgullo.
Henderson solía decir que sería incapaz de llevar la casa sin Olivia. Asimismo afirmaba en broma que uno de los Rockefeller acabaría tomándola por esposa para que se ocupara de la gran mansión de Kyhuit, dotada de todas las modernidades imaginables, desde teléfonos hasta calefacción central. Henderson incluso había llegado a declarar con sorna que Henderson Manor era una cabaña al lado de la residencia de sus vecinos.
– A mis pobres huesos les va bien el calor -dijo mientras encendía un cigarro-. ¿ Dónde está tu hermana? -preguntó.
Siempre era fácil encontrar a Olivia en algún lugar de la casa, ya fuera confeccionando listas, redactando notas para los empleados o colocando flores en el escritorio de su padre, pero era más difícil seguir la pista a Victoria.
– Creo que está en casa de los Astor jugando a tenis -respondió Olivia.
No sabía dónde se encontraba su hermana, pero lo sospechaba.
– No me digas. Creía que los Astor pasaban el verano en Maine.
La mayoría de sus vecinos se trasladaba a la costa cuan- do llegaba el calor, pero a Henderson no le agradaba abandonar Croton, por muy bochornoso que fuera el estío.
– Disculpa. -Oliva se sonrojó por la mentira que había dicho para encubrir a su hermana-. Creía que habían regresado de Bal Harbor.
– Por supuesto -repuso su padre divertido-. Sólo Dios sabe dónde andará tu hermana y qué estará tramando.
Ambos sabían que las travesuras de Victoria eran inofensivas; era tan independiente como su difunta madre y, aunque Edward Henderson temía que fuera algo excéntrica, estaba dispuesto a tolerarlo siempre y cuando no se pasara de la raya. Lo peor que podía sucederle era que cayera de un árbol, pillara una insolación después de caminar kilómetros para visitar a sus amigos o se adentrara demasiado en el río cuando iba a nadar. Sus diabluras eran inocentes. Victoria no mantenía ningún romance en la vecindad ni tenía pretendientes, aunque varios jóvenes Rockefeller e incluso Van Cortland habían mostrado considerable interés por ella. No obstante, Henderson sabía que era mucho más intelectual que romántica.
– Iré a buscarla -dijo Olivia cuando subieron la bandeja de la cocina.
– Necesitamos otro vaso -observó su padre mientras encendía de nuevo el cigarro.
A continuación dio las gracias al criado, de cuyo nombre no se acordaba.
Henderson no era como Olivia, que conocía a todos los empleados, sus nombres y sus vidas, a sus padres, herma- nos e hijos. Conocía sus virtudes y defectos e incluso sus travesuras; sin duda era la señora de la casa, quizá más de lo que jamás lo hubiera sido su madre. A veces Olivia presentía que era su hermana quien más se parecía a Elizabeth.
– ¿John trae compañía? -preguntó sorprendida.
El abogado solía acudir solo, excepto cuando había problemas, pero Olivia no había oído nada al respecto, y su padre solía compartir esa clase de información con sus hijas. Sus negocios acabarían pasando a sus manos algún día, aunque seguramente vendería la acería, a menos que una se casara con un hombre capaz de dirigirla, algo en lo que Edward no confiaba demasiado.
El hombre suspiró antes de responder:
– Por desgracia sí, hija mía. Me temo que ya he vivido demasiado tiempo. He sobrevivido a dos esposas y un hijo. Mi médico falleció el año pasado, he perdido a la mayoría de mis amigos en la última década y ahora John Watson ha decidido retirarse. Por eso viene con un nuevo abogado de su bufete que al parecer le agrada mucho.
– John no es tan viejo -repuso Olivia-, y tú tampoco; no quiero que hables así.
No obstante sabía que se sentía mayor desde que comenzó a padecer problemas de salud y todavía más desde que se jubiló.
– Sí lo soy, no tienes ni idea de lo que se siente cuando te abandonan las personas que te rodean -masculló al tiempo que pensaba en el nuevo abogado, al que no le apetecía conocer.
– Por ahora no te va a abandonar nadie; John tampoco, están segura -le tranquilizó mientras le ofrecía una copa de jerez y unas galletas.
Edward la miró complacido.
– Quizá decida seguir trabajando cuando pruebe estas galletas; haces verdaderas maravillas en la cocina.
– Gracias. -Olivia le agradeció el cumplido con un beso. Edward la contempló con la misma satisfacción que sentía cada vez que la miraba. A pesar del calor, su aspecto era fresco y juvenil.
– ¿ y quién es ese abogado nuevo? -preguntó curiosa transcurridos unos minutos. Watson era un par de años menor que su padre y a Olivia le parecía todavía joven para retirarse, pero quizás era mejor traer a una persona nueva antes de que fuera demasiado tarde-. ¿ Le conoces?
– Todavía no. John dice que es muy bueno. Ha llevado varios asuntos para los Astor, antes de entrar en su bufete trabajaba en una empresa muy importante y sus referencias son excelentes.
– ¿Por qué cambió de empleo? -preguntó Olivia.
Le gustaba estar al día de los asuntos de su padre. A Victoria también le interesaban, pero sus ideas eran más radicales. A menudo los tres charlaban de política o negocios pues, al no tener hijos varones, a Edward Henderson le complacía mantener esta clase de conversaciones con ellas.
– Por lo que me ha explicado John, este abogado, Dawson, sufrió un duro revés el año pasado. Lo cierto es que me dio tanta pena que supongo que por eso he permitido que John lo traiga. Por desgracia comprendo muy bien su situación. El año pasado perdió a su mujer en el Titanic. Era hija de lord Arnsborough, creo que iban a visitar a su hermana. Casi perdió a su hijo también pero, al parecer, logró subir a uno de los últimos botes salvavidas. Como estaba muy lleno, la esposa de Dawson cedió su lugar a otro niño y dijo que saldría en el próximo, pero ya no hubo más. Después de esta desgracia Dawson viajó con su hijo a Europa y permanecieron allí un año entero; sólo hace dieciséis meses de la tragedia, y trabaja con Watson desde mayo o junio. Según John es muy bueno, pero de carácter algo sombrío. Lo superará, todos lo logramos, y él tiene que hacerlo por su hijo.
Henderson pensó en Elizabeth. Aunque no perdió a su mujer en una tragedia como la del Titanic, fue un duro golpe y sabía cómo debía de sentirse Dawson.
Edward estaba absorto en sus pensamientos, al igual que Olivia, cuando de pronto John Watson apareció en el umbral de la puerta.
– ¿Cómo has conseguido entrar sin que te anunciaran? ¿ Es que ahora te dedicas a escalar ventanas?
Edward se echó a reír mientras se levantaba para saludar a su amigo.
– Nadie se fija en mí -respondió el abogado con tono jocoso.
John Watson era alto, de cabello blanco y abundante, y porte aristocrático, al igual que Henderson. De joven, el pelo de éste era de color azabache, como el de sus hijas, quienes habían heredado también sus ojos azules.
Los dos hombres se habían conocido en el colegio, donde Henderson había sido el mejor amigo del hermano mayor de John, que había fallecido unos años antes. Desde entonces les unía una buena amistad y cooperación en todos los asuntos legales.
Mientras conversaban, Olivia echó un último vistazo a la bandeja antes de abandonar la estancia para comprobar que todo estaba en orden. Al dar media vuelta casi tropezó con Charles Dawson. Era extraño verle allí después de haber hablado sobre él, y también le resultaba embarazoso estar al corriente de su tragedia sin ni siquiera conocerse. Pensó que era un hombre atractivo pero de carácter serio y jamás había visto unos ojos tan tristes; eran verdes, como el mar. El joven abogado esbozó una leve sonrisa al estrechar la mano de su padre. Cuando habló, Olivia detectó algo más que tristeza en su mirada, descubrió una gran bondad y ternura, y sintió un impulso incontrolable de consolarle.
– Encantado -dijo Dawson mientras le tendía la mano y la estudiaba con curiosidad.
– ¿Le apetece una limonada? -preguntó Olivia, que de pronto se sintió tímida y buscó refugio en sus obligaciones domésticas-. ¿O prefiere una copita de jerez? He de admitir que a mi padre le gusta más el jerez, incluso en días tan calurosos como éste.
– Limonada, por favor -contestó sonriente.
Olivia ofreció otro vaso de refresco a John Watson y los tres hombres pasaron a degustar las galletas. Una vez cumplidas todas las formalidades, la joven se retiró y cerró la puerta tras de sí, pero la mirada de Charles Dawson seguía fija en su mente. Se preguntó cuántos años tendría su hijo y cómo se las apañaría sin su esposa; probablemente ya había encontrado a otra mujer. Intentó apartarlo de sus pensamientos, era ridículo preocuparse así por uno de los abogados de su padre, además de inadecuado. Se reprendió mientras se dirigía hacia la cocina. De camino hacia allí, se topó con Petrie, el ayudante del chófer, un muchacho de dieciséis años. Había trabajado en los establos hasta que Henderson, que era un apasionado de las máquinas modernas, compró un coche, y como el chiquillo entendía más de automóviles que de caballos ascendió a un puesto que le satisfacía más.
– ¿Qué sucede, Petrie? -preguntó Olivia al notar que el chico estaba muy alterado.
– Tengo que hablar con su padre de inmediato, señorita -comunicó. Parecía a punto de romper a llorar.
Olivia le alejó de la puerta de la biblioteca para impedir que interrumpiera la reunión de los tres hombres.
– Ahora no es posible, está ocupado. ¿ Puedo ayudarte yo?
El muchacho vaciló y miró con inquietud alrededor, como si temiera que alguien le oyera.
– Se trata del Ford…lo han robado. Tenía los ojos bañados en lágrimas. Cuando todos se enteraran, perdería el mejor trabajo que jamás había tenido. No entendía cómo podía haber sucedido algo así.
– ¿ Robado? -exclamó Olivia, tan sorprendida como él-. ¿ Cómo es posible? ¿ Cómo puede haber entrado alguien y habérselo llevado sin más?
– No lo sé, señorita. Esta mañana lo lavé hasta que quedó tan reluciente como el primer día. Después dejé la puerta del garaje entreabierta para que se aireara un poco, hace tanto calor ahí dentro…y media hora más tarde había desaparecido.
El chico se mostraba compungido y Olivia posó una mano sobre su hombro. Algo le había llamado la atención del relato.
– ¿ A qué hora fue eso, Petrie? ¿ Lo recuerdas? -preguntó con calma.
Estaba acostumbrada a resolver pequeños problemas casi a diario, y éste en particular no parecía demasiado grave.
– Eran las once y media, estoy seguro.
Olivia recordó que había visto a su hermana por última vez a las once. Habían comprado el Ford un año atrás para hacer recados en la ciudad; en ocasiones más formales utilizaban el Cadillac Tourer.
– ¿ Sabes qué? Creo que es mejor no decir nada por ahora. Tal vez lo ha cogido alguien del servicio para hacer un encargo. Quizás haya sido el jardinero; le pedí que fuera a casa de los Shepard a buscar unos rosales y se habrá olvidado de avisarte.
Olivia, que estaba convencida de que el coche no había sido robado, necesitaba ganar tiempo. Si su padre se enteraba, llamaría a la policía y sería muy embarazoso. Tenía que impedirlo.
– Kittering no sabe conducir, señorita. Nunca cogería el Ford, sino uno de los caballos, o la bicicleta.
– Bueno, quizás haya sido otra persona. De todos modos no debemos decir nada a mi padre por el momento. Esperemos a ver si lo devuelven; estoy segura de que así será. ¿ Por qué no tomas una limonada y unas galletas?
Condujo hacia la cocina a Petrie, que seguía muy nervioso, pues le aterraba la idea de que Edward Henderson le despidiera. Olivia le tranquilizó mientras le ofrecía un refresco y un irresistible plato de galletas. Le aseguró que pasaría a verle más tarde, no sin antes hacerle prometer que no diría ni media palabra a su padre, y guiñó un ojo a la cocinera antes de apresurarse a salir con la esperanza de evitar a Bertie, que avanzaba en su dirección. Logró esquivarla y se dirigió al jardín, donde percibió el calor bochornoso propio del norte del estado de Nueva York. Por eso todos sus vecinos emigraban a Newport y Maine durante los meses estivales. En otoño el lugar volvería a ser delicioso, y en primavera era idílico, pero los inviernos resultaban muy duros y los veranos todavía más. La mayoría de residentes se trasladaba a la ciudad en invierno ya la costa en verano, pero su padre no se movía de Croton-on Hudson en todo el año.
Olivia deseó tener tiempo para ir a nadar mientras recorría su sendero favorito, que conducía a un hermoso jardín oculto en la parte posterior de la finca, por donde le agra- daba cabalgar. En esa parte, una valla estrecha separaba Henderson Manor de las tierras del vecino, pero a menudo la saltaba para disfrutar de un largo paseo a caballo. A nadie le importaba, todos compartían estas colinas como una gran familia.
A pesar del calor, anduvo. durante largo rato. Ya no pensaba en el coche desaparecido, sino en Charles Dawson y en la manera tan trágica en que había perdido a su mujer. Imaginó su creciente desesperación cuando llega- ron las primeras noticias del hundimiento. Estaba sentada en un tronco, pensativa, cuando de pronto distinguió a lo lejos el ruido del motor de un coche. Aguzó el oído y cuando levantó la vista divisó el Ford robado, que cruzaba la estrecha verja de madera que conducía a la parte posterior de la casa. A pesar de rozar uno de los lados del auto- móvil, el conductor no disminuyó la velocidad. Atónita, Olivia descubrió en el interior del vehículo a su hermana, que sonreía y la saludaba con una mano en la que sostenía un cigarrillo. Observó cómo detenía el coche sin dejar de sonreír y lanzaba una bocanada de humo en su dirección.
– ¿ Sabes que Petrie iba a decir a nuestro padre que alguien había robado el coche y que, si le hubiera dejado, habría llamado a la policía?
No estaba sorprendida de verla en el coche, pero tampoco contenta, si bien se había acostumbrado a las travesuras de su hermana menor. Las dos jóvenes se miraron fijamente: la primera, con semblante tranquilo, pero a todas luces disgustada; la segunda, satisfecha de su hazaña. Con excepción de la diferente expresión de sus rostros y el cabello más alborotado de Olivia, eran totalmente idénticas: los mismos ojos, la misma boca, los mismos pómulos y el mismo pelo, incluso los mismos gestos. Aunque existían innumerables diferencias entre ambas, resultaba muy difícil distinguirlas. Incluso su padre se confundía a menudo cuando se encontraba a solas con una de ellas, y los sirvientes rara vez acertaban. En el colegio sus compañeros jamás habían logrado diferenciarlas, y su padre decidió que recibieran instrucción en casa porque causaban estragos en las aulas y llamaban demasiado la atención. Siempre cambiaban de identidad y martirizaban a los profesores o, según Olivia, al menos eso hacía Victoria. El hecho de recibir clases particulares las había aislado y ahora sólo contaban con su mutua compañía. Aunque añoraron la escuela, su padre no estaba dispuesto a que se convirtieran en una atracción de circo. Si en el colegio no podían controlarlas, la señora Peabody y sus tutores se encargarían de ello. De hecho, la señora Peabody era la única persona capaz de distinguirlas en cualquier parte, de frente, de espaldas, e incluso antes de que pronunciaran media palabra. Además conocía su secreto, el único rasgo que permitía diferenciarlas: Olivia tenía una pequeña peca en la parte superior de la mano derecha, mientras que Victoria la tenía en la izquierda. Su padre también lo sabía, pero era más fácil preguntar y confiar en que no mintieran, lo que hacían bastante a menudo.
Su increíble parecido siempre causaba asombro. Su presentación en sociedad dos años antes en Nueva York había provocado una gran conmoción y por eso Henderson insistió en regresar a Croton antes de Navidad. No le agradaba ser el centro de atención allá donde fueran, tenía la sensación de que todos trataban a sus hijas como extraterrestres, era agotador. Victoria lamentó tener que abandonar la gran ciudad, pero a Olivia no le importó. Desde su regreso, Victoria se quejaba sin cesar de lo aburrido que era Hudson.
Aparte de la vida en Nueva York, lo único que interesaba a Victoria era el sufragio de las mujeres. Olivia estaba harta de que siempre hablara del mismo tema: bien de Alice Paul, la organizadora de la manifestación de abril en Washington, donde fueron arrestadas decenas de mujeres y cuarenta resultaron heridas, y sólo la intervención de la policía logró restablecer el orden, o bien de Emily Davison, que había fallecido hacía dos meses al correr hacia el caballo del rey en un derby; por otro lado estaban las Pankhurst, madre e hijas, que causaban estragos en Inglaterra con su reivindicación de los derechos de las mujeres. Con la mera mención de sus nombres, a Victoria se le iluminaban los ojos, mientras que Olivia los entornaba de aburrimiento.
Olivia esperaba que su hermana le diera alguna explicación.
– ¿Habéis llamado a la policía?- preguntó Victoria divertida.
– No -respondió Olivia con tono severo-. He sobornado a Petrie con una limonada y galletas y le he pedido que no dijera nada hasta la hora de cenar, pero debería haber dejado que lo hiciera; sabía que todo esto era cosa tuya.
– ¿ Cómo lo sabías? -inquirió Victoria, que no se mostraba en absoluto compungida.
– Tenía un presentimiento. Un día de éstos dejaré que avisen a la policía.
– No lo harás -replicó Victoria con seguridad y un brillo desafiante en los ojos.
Eran como dos gotas de agua, pues además del parecido físico llevaban un vestido de seda azul idéntico. Olivia preparaba la ropa de las dos cada mañana, y Victoria se la ponía sin rechistar. Estaba encantada de tener una hermana gemela, a ambas les gustaba. Victoria había salido de muchos atolladeros gracias a Olivia, que siempre estaba dispuesta a hacerse pasar por ella para sacarle de algún apuro o por mera diversión, como cuando eran pequeñas. Aunque su padre las reprendía, a veces resultaba difícil evitar la tentación. No tenían una vida normal, estaban muy unidas, en ocasiones incluso tenían la impresión de ser una sola persona, pero en el fondo eran muy diferentes. Victoria era más atrevida y traviesa, siempre era ella la que se metía en líos, la que deseaba ver otros mundos, mientras que a Olivia le agradaba estar en casa y actuar dentro de los límites establecidos por la familia, el hogar y la tradición. Victoria quería luchar por los derechos de las mujeres y consideraba el matrimonio una costumbre bárbara e innecesaria, ideas que en opinión de Olivia eran una locura, un capricho pasajero.
– ¿ Cuándo has aprendido a conducir?
Olivia acompañó la pregunta con unos golpecitos impacientes del pie.
Victoria se echó a reír y lanzó el cigarrillo sobre un montón de tierra. Olivia siempre representaba el papel de hermana mayor, aunque sólo se llevaban once minutos, que sin embargo marcaban una gran diferencia, pues Victoria había confesado hacía tiempo que se sentía culpable de la muerte de su madre. «¡Tú no la mataste! -había protestado Olivia-. «¡Dios nos la arrebató!»
Un día la señora Peabody presenció la discusión y les explicó que un parto siempre era difícil, incluso en circunstancias normales, y que tener gemelos era una hazaña que sólo los ángeles podían acometer. Por tanto, estaba claro que su madre era un ángel que las había depositado en la tierra para regresar después al cielo. Aunque esta idea le sirvió de consuelo durante algún tiempo, Victoria seguía convencida de que ella era la culpable de su muerte y su hermana no había logrado hacerla cambiar de opinión.
– Aprendí yo sola este invierno -respondió Victoria encogiéndose de hombros
– ¿Tú sola? ¿Cómo?
– Cogí las llaves y lo intenté. Al principio abollé el coche un poco, pero Petrie no sospechó nada, pensó que le habían dado un golpe mientras estaba aparcado -explicó Victoria con orgullo
Olivia la observó con severidad al tiempo que reprimía una carcajada.
– No me mires así; es algo muy útil; podré llevarte a la ciudad cuando quieras
– O estrellarnos contra un árbol, me temo. -Olivia se negaba a dejarse ablandar por su hermana. Podría haberse matado, estaba loca-. Además, no me gusta que fumes.
Al menos eso sí lo sabía desde hacía tiempo, pues un día encontró un paquete de cigarrillos en el tocador; Victoria se había limitado a reírse y encogerse de hombros cuando le pidió explicaciones
– No seas tan anticuada -repuso Victoria con dulzura- Si viviéramos en Londres o París, tú también fumarías para estar a la moda.
– Seguro que no Es un hábito desagradable para una mujer Por cierto, ¿dónde has estado?
Victoria vaciló un instante siempre era sincera con su hermana, no existían secretos entre ellas y, si alguna vez los había, la otra adivinaba instintivamente la verdad Era como si pudieran leerse el pensamiento.
– Confiesa -insistió Olivia
– De acuerdo He estado en Tarrytown, en una reunión de la Asociación Nacional Americana por el Sufragio de la Mujer Estaba Alice Paul, que ha venido expresamente para organizar la conferencia y crear un grupo de mujeres aquí, en Hudson, pero la presidenta de la asociación, Anna Howard Shaw, no ha podido acudir.
– Dios Santo, Victoria ¿qué estás haciendo? Nuestro padre llamará a la policía si participas en alguna manifestación. Lo más probable es que te arresten y tenga que pagar la fianza.
Lejos de desanimarse, a Victoria parecía gustarle esa posibilidad..
– Valdría la pena, Ollie, es una mujer tan interesante. La próxima vez me acompañarás.
– La próxima vez te ataré a la pata de la cama. Si vuelves a coger el coche para una cosa así, dejaré que Petrie avise a la policía y les diré quién se lo ha llevado.
– Sé que no lo harás. Ven, sube; te llevaré al garaje. -Fantástico, así acabaremos las dos en un lío. Muchas gracias, hermanita.
– No seas tan intransigente -repuso Victoria-, nadie tiene por qué saber que he sido yo.
Como siempre, su parecido les proporcionaba la coartada perfecta. Nadie sabía quién había hecho qué, algo de lo que se aprovechaba más Victoria que su hermana, que raras veces necesitaba un chivo expiatorio.
– Lo adivinarían si fueran un poco más listos -replicó Olivia mientras subía al coche.
Mientras avanzaban por el abrupto sendero, Olivia no dejó de protestar por su modo de conducir. Cuando Victoria le ofreció un cigarrillo, quiso reñirla de nuevo, pero comenzó a reír. Era imposible controlar a su hermana. Al entrar en el garaje casi atropellaron a Petrie, que las contempló boquiabierto. Las gemelas se apearon al mismo tiempo, le dieron las gracias al muchacho al unísono y Victoria se disculpó por los daños causados.
– Pero… yo pensaba que… Quiero decir… señorita… gracias…señorita Olivia…señorita Victoria…
– No sabía quién era quién ni quién había hecho qué, pero tampoco pretendía averiguarlo. Sólo tenía que arreglar los desperfectos y darle una capa de pintura. Al menos nadie lo había robado.
Con aire muy digno, las dos jóvenes se dirigieron a la casa, subieron por los escalones de la entrada y prorrumpieron en carcajadas.
– Eres terrible -comentó Olivia-. El pobre muchacho pensaba que nuestro padre iba a matarle. Un día de éstos acabarás con tus huesos en la cárcel, estoy segura.
– Yo también -repuso Victoria con despreocupación-. Si eso ocurriera, podrías hacerte pasar por mí un par de meses para permitirme tomar el aire y asistir a alguna que otra reunión. ¿ Qué te parece?
– Fatal. Me niego a seguir encubriéndote -avisó Olivia.
A pesar de todo, quería a su hermana más que a nadie en el mundo, disfrutaba de su compañía, era su mejor amiga. Se conocían a la perfección y nunca eran tan felices como cuando estaban juntas, aunque últimamente Victoria pasaba mucho tiempo fuera metiéndose en toda clase de líos.
Charlaban y reían en el vestíbulo cuando se abrió la puerta de la biblioteca y salieron los tres hombres. Al verles las jóvenes guardaron silencio. Olivia advirtió que Charles las miraba con perplejidad, como si tratara de comprender cómo era posible que existieran dos mujeres tan idénticas y hermosas, aunque presentía que había ciertas diferencias entre ellas. Dawson tenía la vista clavada en Victoria, que llevaba el cabello un poco más alborotado que su hermana; notaba en ella un espíritu indomable.
– ¡Vaya! -Henderson sonrió al advertir la reacción de Charles-. ¿No le había avisado?
– Sí, ya me lo había advertido, es cierto -respondió el abogado ruborizado.
Apartó la mirada de Victoria, la posó de nuevo en Olivia y después se volvió hacia el padre de las jóvenes.
– No es más que una ilusión óptica, no se preocupe -bromeó Edward. Le gustaba Charles, era un buen hombre. La reunión había sido fructífera, había aportado nuevas ideas y maneras de mejorar el negocio y proteger sus inversiones-. Debe de ser el jerez -añadió.
Charles rió, lo que le hizo parecer más joven de repente. Sólo tenía treinta y seis años, pero en los últimos doce meses se había tornado muy serio, hasta sus amigos decían que había envejecido de golpe. Aun así, mientras observaba con expresión aturdida a las gemelas, que se acercaron a él para tenderle la mano, parecía un niño. Edward le presentó de nuevo a Olivia, ya Victoria por primera vez. Las jóvenes prorrumpieron en carcajadas al instante: su padre se había confundido.
– ¿ Le sucede a menudo? -preguntó Charles.
– Todo el tiempo, pero no siempre se lo decimos -con- testó Victoria mirándole fijamente a los ojos.
Charles estaba fascinado por ella, en cierta manera era más sensual que su hermana; la ropa, el rostro y el cabello eran idénticos, pero no el engranaje interior de cada una.
– Cuando eran niñas solíamos colocarles en el pelo lazos de diferentes colores para identificarlas. El sistema funcionó muy bien hasta que un día descubrimos que los diablillos habían aprendido a quitárselos y atarlos de nuevo para confundirnos. Durante meses se hicieron pasar la una por la otra, eran terribles -explicó Edward con evidente orgullo y cariño.
A pesar de que le desagradaba la expectación que despertaban dondequiera que fueran, las adoraba. Eran un regalo de la mujer a la que más había amado, nunca había querido tanto a nadie, excepto a sus hijas.
– ¿Se portan mejor ahora? -inquirió Charles divertido.
– Sólo un poco. -El comentario provocó las risas de todos, y Henderson se dirigió a sus hijas con tono gruñón-. De todos modos, será mejor que os portéis bien a partir de ahora. Según estos caballeros es necesario que vaya a Nueva York a principios de septiembre y permanezca allí un mes para ocuparme de algunos negocios y, si esta vez con- seguís no alborotar a toda la ciudad, os llevaré conmigo. Pero si alguna de vosotras hace alguna tontería -añadió mientras deseaba saber cuál de las dos era Victoria-, os enviaré de vuelta con Bertie.
– Sí, señor -respondió Olivia con una leve sonrisa, consciente de que la advertencia no iba dirigida a ella, sino a su hermana..
En cambio Victoria no estaba dispuesta a prometer nada; sus ojos se habían iluminado ante la idea de pasar un mes en la ciudad.
– ¿En serio? -preguntó.
– ¿Que si os mandaré de vuelta a casa? Por supuesto. -No, me refería a lo de Nueva York -aclaró mirando primero a su padre y luego a los abogados. Todos sonreían.
– Incluso podrían ser dos meses si ellos no hacen bien su trabajo y pierden el tiempo.
– ¡Qué bien! -exclamó Victoria dando palmaditas y haciendo una pequeña pirueta antes de coger a Olivia por los hombros-. ¡Ollie! ¡Imagínatelo! ¡Nueva York!
Victoria estaba fuera de sí de alegría, y su padre sintió una punzada de culpabilidad al pensar en lo aisladas que estaban sus hijas en Croton. A su edad deberían vivir en la ciudad, conocer gente y encontrar marido, pero temía que le abandonaran para siempre, sobre todo Olivia. ¿ Qué haría sin ella? En cualquier caso se preocupaba antes de tiempo; ni siquiera habían preparado el equipaje y ya imaginaba a sus hijas casadas, y a él, solo.
– Espero verle más por la ciudad, Charles -dijo Edward al estrechar la mano del abogado en la puerta.
Mientras Victoria seguía hablando de Nueva York sin prestar atención a las visitas, Olivia observó a Charles, quien aseguró a Henderson que le vería con frecuencia si John Watson le permitía llevar sus negocios. Edward instó a los dos a visitarle más a menudo. Charles agradeció la invitación y miró a Victoria. No sabía de cuál de las dos gemelas se trataba, pero sentía una gran atracción por ella.
Henderson los acompañó al coche, y Olivia les contempló desde la ventana. A pesar de su agitación, Victoria se percató de ello.
– ¿Qué te pasa? -Había interceptado la mirada de Olivia.
– ¿Por qué lo preguntas? -inquirió a su vez su hermana mientras se dirigía a la biblioteca para comprobar si había retirado la bandeja.
– Estás muy seria, Ollie -observó Victoria. Se conocían demasiado bien, lo que en algunas ocasiones resultaba pe- ligroso y, en otras, simplemente irritante.
– Su esposa murió en el Titanic el año pasado y según nuestro padre tiene un hijo pequeño.
– Siento lo de su mujer -dijo Victoria sin que su voz delatara compasión alguna-, pero ¿ no te parece un hombre muy aburrido? -preguntó mientras pensaba en todos los placeres que le esperaban en Nueva York, como reuniones políticas y mítines de sufragistas, actividades que no interesaban en absoluto a su hermana-. Lo encuentro muy seno.
Olivia asintió en silencio y entró en la biblioteca para escabullirse del interrogatorio de su hermana. Cuando salió, satisfecha de que hubieran retirado la bandeja, Victoria ya había subido a cambiarse para la cena. Olivia había preparado el vestido esa misma tarde, ambas llevarían un traje de seda blanco con un broche de aguamarina.
Olivia fue a la cocina en busca de Bertie.
– ¿Te encuentras bien? -preguntó la mujer con preocupación.
A pesar del calor, Olivia había paseado durante largo rato y ahora estaba muy pálida.
– Estoy bien. Mi padre acaba de comunicarnos que a principios de septiembre iremos a Nueva York. Estar mos un par de meses, pues tiene que ocuparse de varios asuntos. -Ambas sabían lo que significaba eso: toneladas de trabajo-. He pensado que podríamos empezar a organizarlo todo mañana a primera hora.
Había mucho en lo que pensar, muchas cosas que preparar, algo que su padre ignoraba por completo.
– Eres una buena chica -dijo Bertie mientras le acariciaba la mejilla y escrutaba sus ojos azules para adivinar qué le había disgustado. En esos momentos Olivia experimentaba una sensación extraña en su interior que la confundía y ponía nerviosa-. Haces tanto por tu padre -la alabó Bertie. Conocía bien y quería a las gemelas, con sus virtudes y defectos. Por muy diferentes que fueran, ambas eran buenas chicas.
– Hasta mañana, entonces.
Olivia subió para cambiarse, pero decidió ir por la escalera trasera con el fin de tener tiempo de pensar y evitar que Victoria leyera su mente como si se tratara de un libro abierto.
Intentó pensar en otras cosas, pero cuando entró en el dormitorio que compartía con su hermana descubrió que no podía apartar de su mente al abogado. Con la mano en el pomo de la puerta, cerró los ojos unos instantes y se obligó a distraerse con asuntos más mundanos, como las sábanas nuevas que tendría que encargar o las fundas de almohada para su padre.