CAPITULO 24

El domingo, después de que el cónsul americano, Wesley Frost, le entregara un vestido y unos zapatos, Victoria viajó en ferrocarril desde Queenstown hasta Dublín, donde la recibió un representante de la Cunard. Después, junto con varios supervivientes cogió otro tren hasta Liverpool, y Victoria se asombró al ver que varios periodistas les esperaban en la estación para entrevistarles. Entre ellos se encontraba Vance Pitney, del New York Tribune, que ya había estado en Queenstown y luego se dirigiría a Londres. Era la noticia más importante desde el hundimiento del Titanic y ésta era todavía mejor porque la tragedia la había provocado un torpedo alemán. La joven procuró evitar a la prensa y se dirigió al hotel Adelphi, donde decidiría cuál sería el siguiente paso.

Tan pronto como subió a su habitación, encendió un cigarrillo, miró alrededor y comenzó a llorar. Todavía estaba conmocionada por lo sucedido y deseaba regresar a casa.

Esa noche el hotel le envió una bandeja con comida. Sabían quién era y por qué estaba allí, pues se había visto obligada a explicar su situación al recepcionista porque su dinero y la carta de crédito estaban mojados.

Mientras cenaba desfilaban por su mente las terribles imágenes del hundimiento y el rostro de las personas que habían fallecido a su lado. Todavía recordaba la cara del joven oficial que le había aconsejado que cogiera una tumbona; gracias a él había salvado la vida.

Pasó toda la noche en vela, pero a la mañana siguiente, después de desayunar y tomar una taza de café, se sintió mejor. Fue al banco y luego a la tienda más próxima para comprar vestidos, jerséis, dos pares de zapatos y hasta unas botas para las trincheras. No sabía si le darían un uniforme. Necesitaba ropa interior, medias, camisones, cosméticos y un peine, pues había perdido todas sus pertenencias.

– ¿Planeas escaparte de casa? -bromeó la dependienta. Victoria no se rió; simplemente la miró y negó con la cabeza.

– Viajaba en el Lusitania cuando se hundió.

– Tienes suerte de estar viva -repuso la mujer.

Victoria sonrió y se dirigió al hotel. El rostro de los muertos todavía aparecía en su mente, y se preguntó si le perseguirían el resto de su vida, sobre todo el del niño del traje de terciopelo azul que yacía sobre una tumbona; había visto suficiente para odiar a los alemanes.

Sin embargo a última hora de la tarde se sintió más animada y comenzó a pensar en la manera de llegar a Francia. El recepcionista le explicó cómo llegar a Dover y qué debía hacer después. Tendría que tomar un transbordador hasta Calais, pero era arriesgado, porque había submarinos alemanes en el canal de la Mancha.

– Quizá tendría que haberme comprado un traje de baño -comentó al recepcionista con evidente nerviosismo.

– Es usted muy valiente, señorita. No sé si yo me aventuraría de nuevo, después de lo ocurrido.

– No tengo más remedio si quiero llegar a Francia. -Tenía que hacerlo, pues al fin y al cabo por eso estaba allí.

Hacía dos semanas los alemanes habían utilizado gas clorhídrico en la batalla de Ypres, que había sido una matanza y todavía continuaba. Debía encontrar el modo de ponerse en contacto con las personas cuyos nombres le habían facilitado y que estaban en Reims. Lo mejor que podía hacer era intentar hablar con ellas tan pronto como llegara a Calais, siempre y cuando funcionaran los teléfonos. Era una aventura, una peregrinación que consideraba debía realizar. Esperaba no haberse equivocado, por ahora los dioses no parecían muy propicios.

El martes por la mañana se marchó de Liverpool, no sin antes agradecer el trato que le habían dispensado en el hotel, cuyos empleados le habían entregado pequeños obsequios, fruta, pasteles y objetos religiosos. Se dirigió en taxi a la estación de Lime Street y desde allí tomó el tren hasta Dover. Después se encaminó hacia el muelle de donde zarpaban los transbordadores. Negoció el precio del billete con el capitán y embarcó, junto con unos pocos pasajeros más. La tarde era agradable y no hacía frío, pero Victoria pasó toda la travesía sujeta a la barandilla, temerosa de sufrir otro naufragio.

– Vous avez bien peur, mademoiselle -Comentó un marinero con una sonrisa.

Jamás había visto una criatura tan bella ni tan asustada. Victoria permaneció con la vista fija en el agua.

– Lusitania -se limitó a decir. Todo el mundo conocía la noticia.

El marinero comprendió sus temores y, cuando llegaron a Calais, le llevó el equipaje y lo entregó a un taxista que la condujo al hotel más cercano y se negó a aceptar su dinero. Después de conversar con el recepcionista, le die- ron una bonita habitación con vistas al mar.

Victoria pidió permiso para utilizar el teléfono y llamó a su contacto, una mujer que reclutaba voluntarios para la Cruz Roja en París y que le indicaría cuál era el siguiente paso. Sin embargo no la encontró, y quien atendió su llamada no hablaba inglés.

– Rappellez demain, mademoiselle -aconsejó. Debía esperar hasta el día siguiente.

Pasó la noche fumando y reflexionando sobre lo que le había ocurrido. Había engañado a su marido, abandonado a su padre y su hermana, sobrevivido al hundimiento de un barco. A pesar de los contratiempos, estaba decidida a seguir adelante, nada la detendría, ni siquiera la desagradable mujer que contestó al teléfono el día siguiente y le informó de que estaban demasiado ocupados para atenderla.

– ¡No! -exclamó-. Necesito hablar con alguien ahora… maintenant. -De pronto se le ocurrió utilizar la palabra mágica y ver qué sucedía-. Acabo de llegar de Estados Unidos en el Lusitania. -Se produjo un silencio seguido de unos susurros al otro lado de la línea. Un hombre se puso al aparato y le preguntó cómo se llamaba-. Olivia Henderson, me facilitaron el nombre de esta señora en el consulado francés de Nueva York. He venido para ofrecerme como voluntaria. Soy estadounidense y llamo desde Calais.

– ¿ Y estaba a bordo del Lusitania? -preguntó su interlocutor con tono de admiración.

– Sí.

– Dios mío… ¿conseguirá estar en Reims mañana a las cinco?

– No lo sé, supongo que sí. ¿Dónde está?

– A unos doscientos cincuenta kilómetros de donde se encuentra, al sudeste. Si logra encontrar a alguien que la traiga, pueden venir a campo traviesa. Se libran combates en esa zona, pero no son tan terribles como en Soissons. De todos modos, tenga cuidado -le advirtió. El hombre se preguntaba por qué había venido desde tan lejos para participar en una guerra en la que su gobierno se negaba a tomar parte. El presidente Wilson había decidido no involucrarse. Ya habían muerto cinco millones de personas y había siete millones de heridos-. Busque a alguien con coche. Esperamos una delegación de voluntarios mañana. ¿Es usted enfermera?

– No, lo siento -respondió, y temió que la rechazaran.

– ¿ Sabe conducir?

– Sí.

– Bien, podrá conducir una ambulancia o un camión, lo que sea, pero tiene que estar aquí mañana.

El hombre se disponía a colgar cuando Victoria inquirió:

– ¿Cómo se llama usted?

Él sonrió ante su ingenuidad. Era evidente que no sabía cómo funcionaba aquello, y se preguntó de nuevo por qué deseaba arriesgar su vida por una guerra que no era la suya. Respondió que su nombre no importaba, porque él no estaría.

– ¿ A quién busco entonces?

– A cualquiera que esté sangrando, y verá a muchos -contestó él-. Pregunte por el capitán del área. Élla llevará al hospital o a la Cruz Roja. Nos encontrará, no se preocupe, no tiene pérdida.

Esa noche cenó bien, y el propietario del hotel se encargó de buscar a alguien que la llevara a Reims. Le presentó a un chico que tenía un viejo Renault, y éste dijo que, como el trayecto era largo, deberían partir a primera hora de la mañana. Victoria observó que era incluso más joven que ella, y le pagó por adelantado, tal como le pidió. El muchacho, que se llamaba Yves, le recomendó que se pusiera ropa de abrigo y zapatos resistentes. Si el coche se averiaba, no quería caminar hasta Reims con una mujer que llevaba tacones. A Victoria le molestó el comentario y preguntó si el automóvil se averiaba a menudo.

– No más de lo normal. ¿Sabe conducir?

Ella asintió. Quedaron en verse por la mañana e Yves se marchó.

Victoria estaba tan emocionada que no consiguió dormir. Le resultó duro levantarse a la mañana siguiente, pues hacía frío y no había descansado. El dueño del hotel les había preparado unos bocadillos, y el chico portaba un termo de café.

– ¿Por qué ha venido? -preguntó Yves mientras le servía una taza en la primera parada del viaje.

– Porque creo que puedo ayudar. -No sabía cómo explicárselo. De hecho a ella misma le costaba comprenderlo-. Me sentía muy inútil en mi país, no hacía nada por nadie. Esto parece más interesante.

Él asintió. Entendía sus razones.

– No tiene familia -dedujo.

Victoria se abstuvo de mencionar que había dejado atrás a su marido e hijastro, porque temía que pensara que estaba loca o era muy cruel.

– Una hermana gemela, jumelle.

– Era una palabra que conocía en casi todas las lenguas.

A Yves se le iluminó el rostro.

– ldentique?

– Oui.

– Tres amusant. ¿ N o quiso acompañarla?

– No. Está casada, no podía -mintió.

Reanudaron el viaje y permanecieron en silencio mientras pasaban junto a granjas, iglesias y escuelas. Los campos estaban sin cultivar, pues no había hombres jóvenes que se encargaran de esa tarea.

– Vous fumez? -preguntó el muchacho sorprendido cuando Victoria encendió un cigarrillo. Una mujer francesa de su clase jamás lo haría-. Tres moderne.

Victoria rió. También era tres moderne en Nueva York. Atravesaron Montididier, Senlis y llegaron a Reims al anochecer, mucho después de la hora que habían indicado a Victoria. Habían acabado el café y la comida, y se oían disparos a lo lejos.

– Es peligroso estar aquí -comentó Yves con nerviosismo.

No obstante Victoria logró convencerle de que la llevara a Chalons-sur- Marne, y unos minutos más tarde divisaron un hospital de campaña ante el que se detuvieron. Había camillas por todas partes con hombres ensangrentados. Yves se sentía inquieto mientras Victoria contemplaba la escena con los ojos como platos.

Preguntó a una persona si había alguien de la Cruz Roja allí, pero no obtuvo respuesta. Al cabo de un rato Yves anunció que se marchaba; y subió al coche después de que Victoria le diera las gracias. Comprendía que deseara esca- par de allí lo antes posible, pero se preguntaba qué haría allí sola.

Numerosas personas entraban y salían de la tienda, y algunas la miraban extrañadas por su aspecto, tan limpio y cuidado. Sin saber qué hacer, la joven preguntó a un camillero dónde se encontraba el puesto de enfermeras.

– Allí -respondió mientras arrastraba una bolsa con desperdicios.

Victoria se dirigió a donde le había indicado, pero cuando entró las enfermeras estaban demasiado ocupadas para hablar con ella, ya que acababan de llegar más heridos.

– Tome -le dijo un camillero de repente tras tenderle una bata-. La necesito, sígame.

Caminó entre las camillas con cuidado para no pisar a los enfermos. El hombre la llevó a una tienda más pequeña que utilizaban como sala de operaciones.

– No sé qué hacer -reconoció con nerviosismo Victoria, que no había esperado verse rodeada de hombres heridos por las explosiones.

Algunos presentaban quemaduras terribles y muchos sufrían los efectos de los gases que utilizaban los alemanes.

El camillero, un hombre bajo, delgado, y pelirrojo, se llamaba Didier y por fortuna hablaba inglés. Victoria casi se desmayó al comprender qué pretendía: quería que le ayudara a atender a los soldados que acababan de llegar de las trincheras.

– Haga lo que pueda -dijo él en medio del alboroto. De pronto la joven recordó a las personas que había visto en el mar cuando se hundió el Lusitania, pero esto era peor. Muchos seguían con vida-. No sobrevivirán, porque han tragado demasiado gas. No podemos ayudarles.

Victoria observó que un hombre expulsaba un líquido verdoso por la nariz y la boca y agarró el brazo de Didier con fuerza.

– No soy enfermera -explicó mientras contenía las arcadas. Eso era demasiado para ella. Se arrepentía de estar allí-. No puedo…

– Yo tampoco soy enfermero… sino músico… ¿Se queda o se va? No tengo tiempo que perder. -Parecía enfadado, pero su mirada fue como un reto.

– Me quedo -respondió, y se arrodilló junto a un hombre al que le faltaba la mitad de la cara.

Tenía vendajes por todas partes, pero los cirujanos habían decidido no malgastar el tiempo con él, pues no tenía posibilidades de salvarse…en un hospital, quizá, pero aquí no. Moriría en unas horas.

– Hola…¿ cómo te llamas? -preguntó con voz mortecina-. Yo soy Mark. -Era inglés.

– Olivia -contestó ella mientras le cogía la mano.

– Eres americana -observó. Tenía acento de Yorkshire-. Estuve allí una vez…

– Soy de Nueva York.

– ¿ Cuándo has llegado?

El soldado se aferraba a la poca vida que le quedaba, pensaba que si hablaba con ella podría sobrevivir, pero los dos sabían que era imposible.

– Hoy -respondió con una sonrisa.

En ese instante otro enfermo le tiró de la bata.

– De Estados Unidos… quería decir… ¿cuándo? -preguntó Mark.

– El fin de semana pasado…en el Lusitania.

A Victoria se le encogía el corazón al oír los gritos y sollozos de los heridos.

– Malditos boches… matar a mujeres y niños así… son como animales.

Victoria se volvió hacia el otro soldado que reclamaba su atención. Tenía sed y llamaba a su madre. Contaba diecisiete años, era de Hampshire y murió veinte minutos más tarde con la mano de Victoria en la suya. La joven habló con cientos de hombres esa noche, y docenas de ellos fallecieron ante sus ojos. No podía hacer gran cosa por ellos, se limitaba a tomarles la mano, encenderles un cigarrillo, confortarles. Les daba agua aunque no deberían beber, pero ya no importaba. Cuando salió de la tienda por la mañana, se preguntó si habría servido de algo lo que había hecho. Estaba cubierta de vómito y sangre, no sabía adónde ir ni dónde estaba su maleta. Se había olvidado de todo mientras estaba junto a esos muchachos heridos que la llamaban por su nombre, le apretaban la mano y morían en sus brazos. Ayudó a Didier a sacar a los muertos en camillas para que los enterraran. Había miles de cadáveres, la mayoría de jóvenes.

– Hay comida allí. -El camillero señaló una tienda más grande, pero Victoria no se sentía con ánimos de caminar tanto. No había dormido en toda la noche y tenía el cuerpo dolorido. En cambio Didier no parecía cansado-. ¿Te arrepientes de haber venido, Olivia?

– No -respondió.

Didier adivinó que mentía. Había trabajado de firme, y valdría la pena contar con su ayuda, si se quedaba. La mayoría de los voluntarios acababan marchándose después de unos días, horrorizados por lo que habían visto. Otros, los más fuertes, no abandonaban. En todo caso Victoria no le parecía preparada para esa clase de vida, era demasiado joven y guapa. Con toda probabilidad había acudido en busca de aventura.

– Te acostumbrarás, espera a que llegue el invierno.

Durante meses la zona había sido un lodazal a consecuencia de las continuas lluvias, pero era mejor que lo que les había ocurrido a los rusos, que habían muerto congelados en Galitzia. Sin embargo Victoria no estaría allí en in- vierno, ya habría regresado a Nueva York, con Charles y Geoffrey.

Se dirigió con paso tambaleante a la tienda habilitada como comedor y, al acercarse, olió a café y comida, y se dio cuenta de que, a pesar de la carnicería que había visto, tenía un hambre feroz. Se sirvió unos huevos y un cocido de aspecto dudoso, así como una rebanada de pan más duro que una piedra, pero lo devoró todo y tomó dos enormes tazas de café negro. Varios camilleros y enfermeras la saludaron, pero estaban demasiado ocupados o exhaustos para hablar con ella. Aquello parecía una ciudad, con barracones, un hospital, un almacén y el comedor. A lo lejos se distinguía el castillo en que estaban destacados los oficiales, incluido el general, el oficial al mando. También había una granja donde se alojaban los soldados veteranos, mientras que el resto dormía en los barracones. Victoria no sabía todavía dónde se hospedaría.

– ¿Estás con la Cruz Roja? -le preguntó una chica regordeta de rostro afable.

Llevaba el uniforme de enfermera y se había servido un buen desayuno. Tenía la bata manchada de sangre, y Victoria pensó que, doce horas antes, la habría contemplado con horror, pero ahora le parecía normal. Se llamaba Rosie y era inglesa.

– Tenía que encontrarme con ellos ayer -explicó Victoria-, pero no sé qué ha pasado.

– Yo sí. Su coche fue alcanzado por una bomba ayer, en Meaux. Murieron los tres ocupantes. -Victoria sintió un escalofrío al pensar que ella podría haber estado en el automóvil-. ¿Qué vas a hacer ahora?

Victoria no sabía siquiera si quería quedarse, aquello era más duro de lo que había sospechado. Cuando estaba en Nueva York y asistía a las conferencias, todo le había parecido sencillo. Pensaba que le permitirían conducir. Entonces no suponía que sólo vería hombres moribundos y cadáveres. No obstante, sabía que podía ser útil.

– No lo sé. No soy enfermera, no sé en qué podría ayudar. -Miró a Rosie con timidez-. ¿Con quién debería hablar?

– Con la sargento Morrison. Está a cargo de los voluntarios. y no te engañes necesitamos toda la ayuda posible, estés preparada o no… siempre y cuando lo puedas aguantar.

– ¿Dónde puedo encontrarla? -preguntó Victoria. Rosie rió mientras se servía otra taza de café.

– Si te esperas diez minutos, ella te encontrará. La sargento Morrison está al corriente de todo lo que sucede en el campamento. Es una advertencia.

La enfermera tenía razón. Al cabo de cinco minutos una mujer vestida de uniforme se acercó a ellas y observó a Victoria con atención. Didier ya le había explicado todo sobre la recién llegada. La sargento Morrison medía un metro ochenta, tenía el cabello rubio y los ojos azules. Era australiana, llevaba casi un año en Francia e incluso había sido herida. Según Rosie, no toleraba ninguna clase de tonterías.

– Me han comentado que empezó a trabajar anoche -dijo con tono agradable.

– Sí. -De pronto Victoria se sintió como un soldado raso.

– ¿ Le gustó?

– No creo que la palabra «gustar» sea la más adecuada.

Rosie se marchó a la sala de operaciones, pues todavía le quedaban doce horas de servicio. Se trabajaba en turnos de veinticuatro horas o hasta que uno cayera muerto de cansancio.

– La mayoría de los hombres a los que cuidé fallecieron antes del amanecer -añadió Victoria.

Penny Morrison asintió con una expresión de compasión en el rostro.

– Suele suceder. ¿ Cómo se siente al respecto, señorita Henderson? -Conocía su nombre y, sin que Victoria lo supiera, ya había ordenado que llevaran su maleta al barracón de mujeres, donde le había asignado un catre-. Podría ayudarnos si quisiera. No sé por qué ha venido ni me importa pero, si tiene estómago, nos sería de gran utilidad. La lucha se ha recrudecido mucho.

Victoria ya estaba al corriente. La noche anterior le habían entregado una máscara antigás por si los alemanes atacaban el campamento.

– Me gustaría quedarme -afirmó.

– Bien. -La sargento se puso en pie y consultó su reloj. Tenía una reunión con los oficiales en el castillo, a la que había sido convocada como jefe de voluntarios. Si no se equivocaba, sería la única mujer-. Por cierto, he ordenado que envíen su equipaje al barracón de las mujeres. Ya le indicarán dónde está. Preséntese en la tienda médica dentro de diez minutos.

– ¿Ahora?

Victoria la miró con perplejidad. No había dormido en toda la noche y necesitaba descansar.

– Estará libre a las ocho de la tarde. Ya le he dicho que necesitamos su ayuda, Henderson. -La sargento la miró con severidad, y Victoria pensó que era una tirana. Por lo visto prefería reservar a las enfermeras y utilizar los voluntarios; tenían que racionarlo todo, incluso a las personas-. Por cierto, será mejor que se recoja el pelo.

Victoria tomó otra taza de café mientras se preguntaba si aguantaría doce horas más de trabajo y se dirigió a donde le había indicado.

– ¿ Ya estás de vuelta? Eso significa que te has encontrado con la sargento Morrison -comentó Didier al verla de nuevo.

La joven cogió una bata limpia, se recogió el pelo y se colocó un gorro. Durante las doce horas siguientes volvió a estar rodeada de muchachos moribundos, miembros arrancados, ojos cegados y pulmones llenos de gases venenosos. Cuando salió de la tienda, se sentía tan cansada que pensaba que vomitaría. Al llegar al barracón ni siquiera buscó su maleta, se tendió en el catre más cercano y se quedó dormida en el acto. No despertó hasta la tarde del día siguiente. Tras ducharse en una tienda contigua, se dirigió al comedor, donde se sirvió un buen plato y un tazón de café negro, sin el cual no sobrevivirían allí; era como el combustible para los coches. Mientras comía se preguntó cuándo debería regresaral trabajo, pues desconocía su horario. Al ver a Didier se acercó a él y se lo preguntó. El hombre llevaba treinta y seis horas de servicio y estaba exhausto.

– Me parece que no empiezas hasta la noche. El horario está colgado en los barracones. Supongo que Morrison pensó que necesitabas descansar.

– Me parece que tú también lo necesitas. -Empezaba a sentirse parte del equipo, y eso le gustaba-. Gracias, Didier, te veré más tarde.

– Salut! -dijo él mientras se servía una taza de café, aunque sabía que no le mantendría despierto, nada podía, ni las bombas.

A pesar de su agotamiento sonrió a Victoria. Le gustaba esa joven. No sabía por qué había venido. Todos tenían sus razones, pero no solían explicarlas, salvo a los amigos más íntimos. Algunos huían de vidas infelices, otros tenían grandes ideales.

Victoria regresó al barracón y consultó su horario. Disponía de un par de horas para descansar, de modo que se tumbó un rato. Cuando se presentó en la tienda médica, observó que no había ningún rostro familiar, excepto el de la sargento Morrison, que tras echarle un vistazo se mostró satisfecha al ver que se había recogido el pelo. A continuación le entregó un uniforme, una bata blanca y un gorro con una cruz roja. Era una mezcla curiosa de prendas, pero con ellas todos sabrían quién era. La sargento le preguntó cómo se encontraba.

– Bastante bien, creo -respondió Victoria.

– Me alegro. Recoja su tarjeta de identidad en la tienda del estado mayor. En la reunión de ayer se aprobó su estancia. Creo que lo hará muy bien.

A Victoria le sorprendió su elogio pero, una vez se hubo marchado la sargento, ya no tuvo tiempo para pensar. Esa noche se libró una batalla terrible y llegaron centenares de hombres en camillas. Trabajó durante catorce horas sin descanso y, cuando por fin abandonó la tienda, estaba demasiado cansada para comer. Le resultaba imposible no pensar en los muchachos que había visto morir, así como en los niños que habían perecido en el Lusitania. Nada tenía sentido. El sol brillaba sobre las colinas de Francia y los pájaros cantaban. En lugar de dirigirse al barracón, paseó hasta un pequeño claro, se sentó en el suelo, con la espalda apoyada contra un árbol, y encendió un ci- garrillo. Necesitaba estar un rato sola para poner en orden sus pensamientos. No estaba acostumbrada a estar rodeada a todas horas de gente que necesitaba sus cuidados y había descubierto que era agotador.

– Puede que consiga un buen bronceado aquí, pero se me ocurren mejores lugares para ir de vacaciones.

La voz era de un hombre que hablaba en inglés con fuerte acento francés.

Victoria abrió los ojos y le miró. Por un momento le pareció que era tan alto como el árbol contra el que estaba reclinada. Tenía el cabello rubio, medio canoso.

– ¿ Cómo sabía que hablo inglés? -preguntó con curiosidad.

– Di el visto bueno a sus papeles ayer -respondió mirándola con frialdad y semblante serio-. He reconocido el uniforme, y la descripción.

Penny Morrison había comentado que era una joven americana muy guapa que había llegado en el Lusitania y que seguramente no se quedaría más de diez minutos.

– ¿Se supone que tengo que ponerme en pie y saludar? -preguntó ella.

El hombre sonrió.

– No, al menos que se una al ejército, y yo no lo haría si fuera usted. Puede desarrollar su labor sin pertenecer al ejército, a no ser que sienta la necesidad de tener un rango, pero como no es enfermera sólo sería un soldado raso. No se lo recomiendo. -Hablaba un inglés perfecto y había estudiado en Oxford y Harvard. Contaba treinta y nueve años y tenía un porte muy aristocrático-. Por cierto, soy el capitán Édouard de Bonneville.

Los ojos de Victoria se iluminaron con un brillo que no tenían desde que partió de Nueva York. Apenas había hablado con nadie desde entonces, excepto con lady Mackworth, en el Lusitania.

– ¿Es usted el oficial al mando? -inquirió-. Sé que debería levantarme pero, a decir verdad, no creo que me sostengan las piernas -añadió con una sonrisa.

– Ésa es otra ventaja de no estar en el ejército, no tiene por qué saludar. Le recomiendo que no se aliste -dijo con tono jocoso y se sentó en un tronco frente a ella-. Además, no soy el oficial al mando, soy el tercero o cuarto en el escalafón y no tengo autoridad alguna.

– No me lo creo. Es usted quien ha firmado mis papeles.

– Tampoco me he alejado demasiado de la verdad. -Lo cierto era que había estado en Saumur, la escuela de caballería para nobles, y estaba realizando la carrera militar. Si todo iba bien, acabaría siendo general. De todos modos, prefería hablar más de la joven que de sí mismo. Penny Morrison se sentía intrigada por ella, porque saltaba a la vista que era de buena cuna, además de joven y hermosa, y nadie entendía qué hacía allí. No parecía la clase de chica dispuesta a pasar penalidades-. Me han comentado que estuvo a bordo del Lusitania. -Observó el dolor y la pena que reflejaban sus ojos-. No es un buen principio, desde luego, pero…éste tampoco es el mejor de los destinos. ¿Se ha perdido o ha venido aquí a propósito?

Victoria rió. Le gustaba ese hombre, era muy directo, además de sarcástico.

– Quería estar aquí; de lo contrario no creo que lo aguantara. -Sus miradas se encontraron. Tenían los ojos casi del mismo color. Cualquiera que los hubiera visto habría pensado que formaban una buena pareja, aunque el capitán era mucho mayor que ella. En realidad podría ser su padre.

– Estudié en Oxford un año después de licenciarme en la Sorbona y, luego, para perfeccionar mi inglés -añadió mientras imitaba el acento de Boston-, pasé otro en Harvard. Más tarde ingresé en Saumur, que no es más que una escuela tonta para militares donde hay muchos caballos. -A Victoria le gustó la manera que tenía de describirla. Incluso ella había oído hablar de Saumur, que era el equivalente a West Point-. Ahora estoy aquí y, si quiere que le sea sincero, preferiría no haber venido -admitió mientras encendía un cigarrillo. Victoria admiró su franqueza. La mayoría de los hombres con que había hablado afirmaban lo mismo, por lo que les extrañaba que ella hubiera recorrido cinco mil kilómetros para estar allí-. Si tuviera dos dedos de frente, subiría a un barco, esta vez a uno americano, y regresaría de donde ha venido. Por cierto, ¿de dónde es?

– De Nueva York.

– ¿ Acaso ha huido de unos padres tiranos?

Había visto en su pasaporte que tenía veintidós años, por lo que era lógico suponer que aún vivía con sus padres. O quizá la había llevado allí un desengaño amoroso; si era así, había sido muy tonta.

– No; Mi padre es muy bondadoso.

– ¿ Y le ha permitido venir aquí? Qué hombre tan extraño. -Victoria negó con la cabeza. Se sentía a gusto hablando con él-. No creo que yo consintiera que mi hija pusiera en peligro su vida. Menos mal que no tengo ninguna.

Victoria observó que no lucía ninguna alianza en el dedo, lo que no significaba nada, pues tampoco ella la llevaba y estaba casada con Charles.

– No sabe que estoy aquí -explicó-. Cree que estoy en California.

– No debería haberle engañado. -Édouard la miró con desaprobación. ¿Quepásaría si le sucedía algo? ¿Qué habría ocurrido si se hubiera ahogado en el naufragio?-. ¿ Nadie sabe que está aquí? -Era una joven muy valiente.

– Mi hermana. -La joven se apoyó de nuevo contra el árbol. Había algo en ese hombre que la incitaba a sincerarse con él, aunque dudaba de que fuera conveniente-. Somos gemelas.

– ¿ Idénticas?

Victoria asintió.

– Sí, pero todo lo que yo tengo en la izquierda, ella lo tiene en la derecha, y viceversa. Como esta peca. -Tendió la mano para mostrársela-. Nadie nos diferencia, excepto la mujer que nos cuidaba de pequeñas. Incluso mi padre nos confunde -agregó con una sonrisa pícara, y el capitán sospechó el desconcierto que las hermanas solían causar.

– Eso ocasionará muchos problemas, sobre todo con los hombres. ¿Han engañado alguna vez a sus amigos? -Era muy listo, más de lo que suponía.

– Sólo a algunos -reconoció con expresión inocente.

– Pobres diablos. Me alegro de no haberlas conocido a la vez, aunque debe de ser todo un espectáculo. ¿ Cómo se llama su hermana?

– Victoria -respondió tras titubear un segundo.

– Olivia y Victoria. De modo que su hermana es la única que sabe que está aquí. ¿ Piensa quedarse hasta que acabe la guerra?

Édouard lo dudaba mucho. ¿Por qué iba a quedarse? Era de buena familia, bien educada, inteligente y muy hermosa. Podía regresar a casa cuando quisiera, y seguro que lo haría en cuanto se cansara de los peligros y las penalidades.

– No lo sé, depende de mi hermana.

– ¿De su hermana? ¿Por qué?

Arqueó una ceja en expresión de sorpresa. Era una criatura preciosa y le habría encantado pasar el día con ella para conocerla mejor.

– Ella se ocupa de todo.

– No lo entiendo.

– Es muy complicado -repuso ella con un brillo extraño en los ojos.

– Quizá me lo explique algún día.

Victoria se levantó despacio. No le apetecía marcharse, pero estaba muy cansada y le dolía todo el cuerpo. Para su asombro, Édouard la acompañó hasta el barracón.

Durante la semana siguiente le vio con bastante frecuencia. El capitán la visitó en la tienda médica mientras atendía a los enfermos, y en el comedor, donde tomó café con ella. Hablaron de diversos temas, algunos muy graves, como las nubes de gas, los miles de muertos, los heridos, y otros banales como el tenis, los yates y los caballos.

Victoria ya llevaba un mes en el campamento cuando la invitó a una cena que se ofrecería en el castillo.

– ¿Aquí?

No tenía nada que ponerse, lo había perdido todo en el barco y la ropa que había comprado en Liverpool era fea y funcional. Sólo tenía el uniforme.

– Me temo que no puedo llevarte a Maxim's de París.

Édouard la miró divertido. Después de llevar batas ensangrentadas y conducir ambulancias, de pronto actuaba de una forma muy femenina.

– No tengo nada que ponerme, sólo el uniforme.

Le halagaba que la hubiera invitado, pero también le sorprendía. Se habían convertido en amigos, pero jamás pensó que se sintiera atraído por ella. Además, ése no era el lugar más adecuado para iniciar un romance, aunque varias de sus compañeras mantenían relaciones amorosas con soldados. A veces la tragedia unía más a las personas, si bien había quien pensaba que era mejor guardar las distancias. Victoria siempre había supuesto que Édouard pertenecía a este último grupo.

– Yo tampoco tengo otra cosa que ponerme, Olivia. -Victoria siempre se reía al oírle utilizar el nombre de su hermana. Había pensado en contarle la verdad un par de veces, pero no se atrevía-. Te recogeré a las siete.

Victoria habló con Didier, que se ofreció a cambiarle el turno y arqueó una ceja al enterarse de que tenía una cita.

– Me preguntaba cuándo ocurriría.

Le gustaba Victoria. Era sincera y trabajadora, y nunca se quejaba.

– Sólo somos amigos. -Victoria sonrió ante su insinuación.

– Eso crees tú. No conoces a los franceses.

– No seas tonto -repuso ella antes de salir corriendo para ponerse un uniforme limpio.

Su única concesión a la feminidad fue soltarse el cabello. No tenía maquillaje, desde su llegada a Francia no lo había necesitado, pero ahora lo echó en falta.

Édouard la recogió en un camión cerca del barracón.

– Estás muy guapa, Olivia.

– ¿Te gusta mi vestido? -preguntó coqueta-. Lo compré en París. ¿ y mi peinado? He tardado horas en arreglarme.

– Eres un monstruo. No me extraña que tu familia te enviara aquí. Seguro que estaban desesperados por librarse de ti.

– Sí.

Victoria pensó en Charles y en Geoffrey, a quienes no añoraba en absoluto.

– ¿Has recibido noticias de tu hermana?

– Sí. Me ha enviado dos cartas, y yo también le he escrito, pero es difícil explicar lo que ocurre aquí.

– Es difícil comprender la guerra si no se vive.

Cuando entraron en el castillo, Victoria estaba muy nerviosa. Había dos mujeres más en la cena. Una era la propietaria del edificio, una condesa con edad suficiente para ser su madre y que se mostró muy cordial. La otra era la esposa de un coronel que había viajado desde Londres para ver a su marido.

La cena fue informal y la conversación se centró al principio en la guerra y la campaña de Galitzia. Más de un millón de polacos habían muerto en el último mes, lo que horrorizó a Victoria, que al pensarlo mejor se dio cuenta de que desde su llegada había visto morir a más de mil hombres.

Después la conversación tomó otros derroteros. El general se mostró muy amable con Victoria y todos le hablaron en inglés, aunque su francés había mejorado. A las diez de la noche Édouard la llevó a los barracones. Victoria había impresionado a la condesa y al general, pero no era consciente de ello. Mientras se dirigían al campamento, oyeron el familiar silbido de las balas. Victoria rogó que esa noche no hubiera un gran número de víctimas.

– ¿Cómo acabará todo esto? -inquirió.

Édouard aparcó el camión a un lado de la carretera antes de llegar al barracón. No había ningún otro lugar donde pudiera hablar, con calma, pues el comedor estaba lleno a todas horas y siempre estaban rodeados de gente. Ahora deseaba estar a solas con ella, tenía algo que decirle.

– Las guerras nunca llevan a ninguna parte -sentenció-. Sólo hay que recordar la historia. Al final todos pierden.

– ¿ Por qué no salimos ahí fuera y se lo decimos? Podríamos ahorrarles mucho trabajo.

– No olvides que al mensajero siempre le cortan la cabeza. -Hizo una pausa y añadió-: Me lo he pasado muy bien esta noche. -Mientras la miraba se preguntó qué había dejado atrás en Nueva York. Con toda probabilidad muchos corazones partidos, pero la había observado durante el último mes y no parecía que el suyo estuviera ocupado-. Tu compañía me resulta muy agradable, espero que podamos repetir esto alguna vez.

Deseó estar en París con ella. Allí todo hubiera sido diferente. La habría llevado a su castillo en Chinon, de caza a Dordoña, le habría presentado a sus amigos… habría sido maravilloso. Pero lo único que tenían eran las trincheras entre Streenstraat y Poelcapelle, y miles de hombres que morían a causa del fosgeno. No era un ambiente muy romántico.

– Yo también me lo he pasado bien -dijo Victoria mientras fumaba un cigarrillo francés-. El general es todo un personaje.

Édouard tomó su mano y se la besó.

– También lo eres tú. -Por fin decidió sincerarse, aunque temía su reacción-. Debo explicarte algo, Olivia, no quiero que haya ningún malentendido entre nosotros…

Al oír sus palabras ella se puso rígida.

– Estás casado -interrumpió Victoria, que no deseaba que le hicieran daño de nuevo.

– ¿Por qué dices eso?

Édouard la miró con asombro. Era mucho más lista de lo que pensaba y se preguntó una vez más qué le había ocurrido en el pasado. Percibía el dolor y la tristeza en sus ojos.

– Simplemente lo sé. ¿Qué más hay que contar?

– Muchas cosas… todos llevamos nuestra cruz… y ésta es la mía. No es un verdadero matrimonio.

– No, claro, es un matrimonio sin amor, no deberías haberte casado con ella…quizá la dejes cuando acabe la guerra o quizá no… -Victoria se interrumpió y miró por la ventanilla.

– No es eso. Ella me abandonó hace cinco años y, sí, era un matrimonio sin amor. Ni siquiera conozco su paradero. Se fugó con mi mejor amigo, pero fue un alivio. Estuvimos casados durante tres años y nos odiábamos, pero no puedo divorciarme, éste es un país católico. Quería que lo supieras.

Victoria le miró sorprendida, no sabía si creerle.

– ¿Ella te dejó? -preguntó.

Édouard asintió. Hacía mucho que había ocurrido y había habido un par de mujeres en su vida desde entonces, pero no en los últimos doce meses.

– Se marchó hace seis años. Podría decirte que me partió el corazón, pero no fue así. Me sentí aliviado, debo a Georges un gran favor, un día de éstos le escribiré para agradecérselo. El pobre quizá se sienta culpable -dijo con una sonrisa.

– ¿Por qué la odiabas?

– Porque era una niña mimada insoportable. Era la mujer más egoísta que jamás he conocido.

– ¿Por qué te casaste con ella? ¿Era guapa?

– Mucho, pero no me casé con ella por eso. Estaba prometida con mi hermano, que murió en un accidente de caza. Tenían fijada ya la fecha de la boda, y él había sido lo bastante estúpido para dejarla embarazada. Así pues, hice lo que consideré mi deber y contrajimos matrimonio. Tres semanas después perdió al niño, o eso dijo; todavía dudo de que en verdad estuviera encinta. Creo que cazó a mi hermano y el muy ingenuo la creyó. Estoy seguro de que, si se hubieran casado, la habría matado; él no era tan paciente como yo. Tres años más tarde me dejó por Georges, después de mantener una relación de un año con él. Sospecho que hubo un par más antes. Yo me alegré de que se marchara. El único problema es que, a menos que Georges se haga rico, algo improbable dada su limitada inteligencia, o ella conozca a otro, no se divorciará. Estoy dispuesto a pagarle una bonita cantidad de dinero, pero prefiere el título.

– ¿Título?

– Ahora es baronesa. No lo habría sido si se hubiera casado con mi hermano, que era el más joven. Me temo que a Heloise le encanta pertenecer a la nobleza. -Miró a Victoria y advirtió la tristeza que reflejaba su rostro-. Bien, ahora te toca a ti. Explícame quién te rompió el corazón.

Se sentía aliviado después de haberse sincerado con ella, pues no deseaba crear falsas esperanzas.

– No hay mucho que contar. No es muy importante.

– ¿ Lo bastante importante para que vinieras aquí?

– Son muchas cosas. -Se sentía obligada a abrirse a él-. Sí, hubo alguien. Yo era muy joven y tonta. Sucedió hace dos años, sólo tenía veinte. Me enamoré locamente de él y cometí muchas estupideces en un período de tiempo muy breve. Estábamos en Nueva York de visita…él era mayor que yo… muy encantador… y estaba casado… tenía tres hijos. Me aseguró que odiaba a su mujer, que el suyo era un matrimonio de conveniencia, que pensaba dejarla. Se divorciarían y entonces nos casaríamos. Todo era mentira…pero le creí y puse mi reputación en peligro. Alguien se lo contó a mi padre y cuando mandó a alguien para que hablara con él…afirmó que yo le había seducido, negó ha- berme hecho ninguna promesa…Incluso reconoció que jamás había pensado abandonar a su esposa, que además estaba embarazada. -Había llegado el momento de revelarle toda la verdad. No tenía nada que perder-. Su esposa estaba encinta…y yo también. Cuando regresamos a nuestra casa de Croton-on-Hudson, me caí del caballo un día y perdí al niño. Me ingresaron en el hospital porque sufrí una hemorragia. Mi padre estaba furioso, decía que en Nueva York corrían rumores sobre mí y que era preciso salvar la reputación de la familia. -Suspiró mientras recordaba lo terrible que había sido. Después se volvió hacia Édouard y forzó una sonrisa-. Así pues, me obligó a casarme con uno de sus abogados. Yo siempre había dicho que jamás contraería matrimonio… quería ser una sufragista, hacer huelgas de hambre, ir a prisión…

Édouard se rió.

– No es un estilo de vida muy recomendable. -Se llevó su mano a los labios y se la besó-. Sospecho que en aquella época no era fácil controlarte y supongo que nunca lo será.

Victoria sonrió.

– Quizá no. En fin, me casé con él. Era viudo, su mujer había muerto en el Titanic y buscaba una madre para su hijo.

– ¿ Y lo fuiste? -preguntó con interés.

– No. No fui una madre para él ni una esposa para Charles. El niño me odiaba y me temo que su padre también. No me parecía en nada a su primera mujer, y él… no era el hombre del que estaba enamorada. No podía ser como él quería ni hacer lo que esperaba de mí. Le detestaba…no sentía nada por él, y él lo notaba.

– ¿ Se portaba mal contigo?

– No… no. Simplemente yo no le quería -respondió la joven con lágrimas en los ojos.

– ¿Dónde está él ahora? -susurró Édouard.

– En Nueva York.

– Supongo que seguís casados.

El capitán se sentía decepcionado. No había esperado algo así.

– Sí.

– Si te ha dejado venir, quizá te quiera más de lo que sospechas.

Era un gesto muy generoso por su parte, y Édouard le admiraba por ello. Él jamás habría permitido que su esposa se marchara de casa.

– No sabe que estoy aquí.

Debía contarle toda la verdad, confiar en él. No había confiado en ningún hombre en los últimos dos años, pero estaba segura de que él no la defraudaría.

– ¿Dónde cree que estás?-preguntó él con asombro. Victoria sonrió, porque de pronto toda la historia le pareció muy divertida, aunque sabía que era terrible. -Cree que estoy en casa con él.

– ¿Qué quieres decir? -No acababa de entenderla, pero de pronto la miró con unos ojos como platos-. Dios mío… tu hermana… es eso, ¿verdad? Él cree que…

– Eso espero.

– ¿Tu hermana ha ocupado tu lugar? -Édouard estaba escandalizado, y Victoria temió que la delatara, que escribiera a su casa y revelara la verdad-. No puedo creer que hicieras algo así…Pero…un marido y una mujer…

– No, nunca hemos disfrutado de esa clase de intimidad. Mi hermana sólo tiene que cuidar de la casa, eso es todo.

– ¿Estás segura? -Al capitán le costaba creer que hubiera urdido semejante plan.

– Absolutamente segura; de lo contrario nunca se lo hubiera pedido. A diferencia de mí, mi hermana es dulce y cariñosa, y el niño la adora.

– ¿No la reconocerá?

– No, si tiene cuidado.

Édouard se recostó en el asiento mientras intentaba asimilar toda la información.

– Menudo embrollo has dejado detrás de ti, Olivia.

Ella sonrió, movió la cabeza y posó un dedo sobre sus labios.

– Victoria -susurró.

– ¿ Victoria? Pero en tu pasaporte…

– Es el de mi hermana.

– Menuda bruja… Claro… tenías que cambiar de nombre. Pobre hombre… me da lástima. ¿Cómo se sentirá cuando le expliques la verdad? Porque se la explicarás…

– Tendré que contarle todo cuando regrese. Había pensado revelarle la verdad por carta, pero sería muy cobarde por mi parte y Olivia no se lo merece. No he dejado de pensar en ello desde que me marché y sé que no puedo volver con él. Algún día regresaré a casa, pero no con él. No puedo, Édouard, no le quiero. Fue un error, no debí ceder a las presiones de mi padre, pero pensé que él sabía qué era lo mejor para mí. Quizás haya gente que pueda vivir así, pero yo no. Volveré y viviré con mi hermana, o quizá me quede aquí. No lo sé todavía. En todo caso le pediré el divorcio.

– ¿ Y si no te lo concede? -inquirió Édouard con curiosidad.

– Entonces viviremos separados, aunque sigamos casados. No me importa. Además, él se merece algo mejor, tendría que haberse casado con Olivia, hubiera sido un matrimonio perfecto.

– Quizá se enamore de ella mientras tú estás aquí -conjeturó él.

Le divertía la parte cómica de la historia. No cabía duda de que Victoria era muy valiente y atrevida.

– No creo que ocurra. Olivia es demasiado recatada. Pobre, no debe de resultarle muy agradable simular que soy yo. Fue un ángel al aceptar, le dije que moriría si no se hacía pasar por mí durante una temporada. Cuando éramos pequeñas, fingía ser yo para sacarme de algún apuro. -Victoria sonrió al pensar en su hermana.

– Desde luego tú no eres un ángel, sino un demonio, señorita Victoria Hénderson. Lo que has hecho es terrible. -No obstante, encontraba divertida la situación hasta que de pronto recordó algo-. ¿ Cuánto tiempo te ha concedido?

Victoria titubeó antes de contestar:

– Hasta el fin del verano.

– No nos queda mucho tiempo. ¿Qué te parece tener una aventura con un hombre casado?

Victoria sonrió.

– ¿ Ya ti qué te parece tener una aventura con una mujer casada?

– Creo que estamos hechos el uno para el otro.

Ambos merecían más de lo que habían recibido y, sin añadir nada más, Édouard se inclinó para tomarla en sus brazos y besarla.

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