Victoria murió el 21 de junio de 1916, y Olivia perdió la mitad de su alma y de su ser. No soportaba la idea de seguir viviendo sin ella. A pesar de haber estado separadas un año entero, siempre había sabido que algún día se reu- nirían, pero ahora jamás volvería a verla. La vida se había acabado para Olivia; había perdido a Charles, tendría que renunciar a sus hijas y su hermana había muerto. Era inconcebible un destino peor que ése. Pensaba que la existencia sin Victoria carecía de sentido, hasta que recordó su promesa de cuidar de su hijo.
Olivia entró en las oficinas y preguntó si alguien estaría dispuesto a llevarla al castillo. Explicó sus intenciones y un joven francés se ofreció a acompañarla. Conocía a Édouard y Olivia, como llamaban a Victoria en el campamento, pero no sabía que hubiera fallecido. Olivia pensó en avisar a Charles, pero no debía hablar con él. Ya no tenía ningún derecho. Él había afirmado que ya no le importaba.
Estaba a punto de partir hacia el castillo cuando Charles entró en el hospital para ver a Victoria. Al llegar a su cama la encontró vacía, pero no sintió pena por ella, pues sabía que no deseaba vivir más. Sin embargo necesitaba loca- lizar a Olivia. Debía consolarla. A pesar de estar enfadado con ella por haberle engañado, tenía que brindarle su apoyo.
– ¿Ha visto a mi mujer? -preguntó a la enfermera. Ésta explicó que se había marchado después de fallecer su hermana. Debían de ser las siete de la mañana. Charles la buscó en el comedor, pero no la halló. En ese instante Olivia se encontraba de camino hacia Toul después de haber preguntado por el paradero de la condesa en el castillo. Marcel, el joven que la había conducido hasta allí, se había ofrecido a llevarla.
Olivia casi no habló durante el viaje. El joven, que apenas contaba dieciocho años, la miró de soslayo un par de veces y vio que lloraba en silencio. Le ofreció un cigarrillo, pero ella lo rechazó con un movimiento de cabeza. No obstante su gesto sirvió para romper el hielo y hablaron de la guerra hasta que llegaron a Toul. Una vez allí, la condesa le dio el pésame y la llevó junto al niño. Era un hermoso bebé rubio y sonrosado, que gorjeó complacido cuando lo cogió en sus brazos.
A la condesa le entristecía separarse del chiquillo, pero le alegraba saber que estaría a salvo en Nueva York con su tía. Advirtió a Marcel que debía tener cuidado, pues había varios francotiradores apostados en las colinas. Olivia acomodó en su regazo al niño, que durmió durante la mayor parte del trayecto. A medio camino, Marcel divisó un movimiento extraño a su izquierda, desvió el coche y logró esquivar las balas.
– Merde!-exclamó-. ¡Agáchese!
Olivia se acurrucó en el suelo con el niño en sus brazos. Los francotiradores dispararon de nuevo, y Marcel se vio obligado a tomar un sendero que conducía a una vieja granja abandonada. Escondieron el vehículo en el establo y se ocultaron en el granero, donde permanecieron todo el día. Estaban rodeados de alemanes y no disponían de agua ni de comida.
– ¿Qué vamos a hacer? -preguntó Olivia con inquietud.
El niño lloraba, y ella no era tan valiente como su hermana. Cuando decidió viajar a Francia no pensó en que podría encontrarse en semejante atolladero.
– Intentaremos salir cuando anochezca -respondió Marcel con expresión preocupada.
No podían hacer nada más. Sin embargo al caer la noche oyeron de nuevo el sonido de las balas. Olivia rezó para que los alemanes no atacaran con gases, pues no portaba su máscara.
– Tenemos que dar de comer al niño -dijo.
Hacía horas que no probaba bocado, pero no tenían nada que ofrecerle.
Ya era tarde cuando por fin salieron del granero. Marcel sugirió que ella y el bebé se quedaran en la granja mientras iba a pie hasta el campamento en busca de ayuda; no tardaría más de dos horas y no quería que corrieran riesgo alguno. A Olivia le pareció razonable, aunque estaba asustada. Si los alemanes le capturaban, irían a por ella y la matarían junto con la criatura, o quizá permanecieran allí para siempre y murieran de hambre, pero no tenía elección. Marcel salió corriendo en medio de la oscuridad pero, cuando estaba a punto de llegar alos árboles, le dispararon en la cabeza y se desplomó. No existía esperanza alguna de que siguiera con vida. Los francotiradores lo abando- naron en el prado y se marcharon en busca de otra presa. Olivia estaba atrapada en la granja con su sobrino. No sabía qué hacer. Podía esperar a que alguien la encontrara o coger el coche y huir de allí, pero apenas sabía conducir.
Olivier, que se había quedado dormido en sus brazos, se despertó llorando de hambre a las seis de la mañana. Olivia tenía miedo de que se deshidratara si no ingería líquido pronto. Pensó en caminar hasta el campamento y decir que era americana si los alemanes la detenían, pero temía que dispararan antes de preguntar. Así pues decidió esperar y rogó que el niño se durmiera de nuevo, pero no fue así. Desesperada, se desabrochó la blusa y le ofreció su pecho. No tenía leche, pero al menos la criatura se tranquilizaría.
Por fin, a las cuatro de la tarde dos camiones aliados pasaron junto a la granja. Olivia gritó y agitó la mano desde la ventana. Los vehículos dieron media vuelta, y ella salió con el bebé en brazos. Quedó sorprendida al ver a la sar- gento Morrison y Charles, que al observar que ella y Marcel no regresaban había insistido en mandar un convoy en su busca.
– ¡Gracias a Dios! -exclamó aliviada. Había llegado a creer que moriría en la granja con Olivier. Charles la miraba de hito en hito sin pronunciar palabra. Parecía enfadado.
– Podrías haber muerto -dijo por fin con voz temblorosa. Jamás había sufrido tanto como en los últimos dos días: la revelación sobre la identidad de su esposa, el fallecimiento de Victoria, la guerra, los heridos y Olivia atrapada en un granero, a punto de morir por salvar al hijo de su hermana. Era demasiado para él.
– Lo siento -se disculpó ella.
Charles la miró, y le recordó a su hermana, pero ni siquiera tuvo tiempo de decirle lo mucho que lamentaba su muerte, pues la sargento Morrison indicó a Olivia que subiera al camión con el niño y se dirigió al campamento. Olivia le explicó lo ocurrido con Marcel, pero ya lo sabía; habían encontrado su cuerpo.
Tan pronto como llegaron al campamento fue al comedor en busca de comida para el niño. Charles se dirigió a las oficinas para organizar el viaje de vuelta.
Al día siguiente dieron sepultura a Victoria. El funeral fue muy extraño. Un sacerdote ofició una misa por ella y varias personas más, y la enterraron en un sencillo ataúd de madera de pino, sin nombre. Victoria no era más que otra pequeña cruz blanca en una colina de Francia. Olivia esperó que al menos se hallara cerca de Édouard. Estaba tan aturdida que apenas podía llorar, era como si sepultaran una parte de su ser.
Charles la observaba compungido por su dolor, pero Olivia, orgullosa, no dejó que se acercara. Permanecieron de pie, como dos desconocidos, mientras colocaban el féretro en la tumba, sobre la que Olivia depositó una pequeña flor blanca antes de marcharse con el niño en brazos. Le habían arrebatado todo en una semana, hasta a sus hijas, pero el dolor por la pérdida de su hermana era superior, casi insoportable.
Charles caminó a su lado hasta el campamento y, antes de que pudiera hablar con ella, Olivia desapareció en los barracones de mujeres. Cuando más tarde preguntó por ella, nadie supo decirle su paradero.
Las enfermeras del barracón tomaron al niño cuando Olivia entró y se ocuparon de él. Ella pasó el día llorando en su camastro. No quería ver a nadie, ni siquiera a Charles. Pensaba en las cosas que le había dicho cuando Victoria le contó la verdad y en la forma en que la había mirado cuando fue a buscarla a la granja.
La mañana siguiente partieron hacia Burdeos. Antes de marcharse, se despidió de la sargento Morrison y de las enfermeras. Didier le dijo adiós con lágrimas en los ojos.
Llegaron a Burdeos a última hora de la tarde y esperaron en el vestíbulo de un pequeño hotel hasta que embarcaron a medianoche. No llevaban mucho equipaje, y Olivia sólo había comprado unas cosas para el niño. El hecho de cuidarle había creado un vínculo especial entre ellos. Tras ofrecerle su pecho como consuelo había vuelto a tener leche, tres meses después del nacimiento de sus hijas. El bebé era el último regalo de su hermana.
– ¿Qué vas a hacer con él? -preguntó Charles mientras esperaban a que el Espagne zarpara.
– Le llevaré a Croton conmigo.
– ¿Es allí a donde irás?
– Supongo que sí.
Charles había reservado dos camarotes individuales, uno a su nombre y otro al de la señorita Olivia Henderson, y apenas la vio durante el viaje.
Pasó la mayor parte de la travesía solo. Necesitaba tiempo para lamerse las heridas y reflexionar. No entendía cómo Olivia se había atrevido a suplantar a su hermana durante un año entero. Pensó que tal vez Victoria estaba en lo cierto al decir que él lo sabía desde el principio, pero que había preferido no admitirlo. Recordó las veces en que albergó alguna sospecha que optó por no tomar en serio. Comprendió que Victoria debía de haber prometido a su hermana una relación sin amor y sin contacto físico, pero todo había cambiado de repente por obra de la dulzura y bondad de Olivia… a la que él había deseado con toda su alma. A pesar de no estar casados, había compartido con ella algo que jamás había tenido con ninguna otra mujer. Recordó la noche en que Olivia dio a luz a las gemelas, curiosamente habían nacido con pocas horas de diferencia respecto al hijo de Victoria. Todo era tan extraño e increí- ble. Resultaba difícil distinguir dónde empezaba una y terminaba la otra, dónde estaba la mentira y dónde la verdad. También costaba distinguir entre amor y deseo. Victoria tenía razón, Charles había tenido miedo de amar y dejarse amar, pero con Olivia todo había sido diferente. Había pasado un año de su vida con cada una y, por sorprendente que pareciera, tenía claro quién era su esposa de verdad, la mujer a la que amaba.
El tercer día Charles no aguantó más y llamó a la puerta de Oliva. Su camarote era más pequeño, pues ella había insistido en que fuera así y en reembolsarle el dinero del pasaje cuando llegaran a Nueva York. Para Charles había sido como un insulto.
La mujer abrió la puerta unos centímetros. Estaba muy pálida, parecía cansada y era evidente que había llorado.
– ¿ Puedo entrar? -preguntó Charles cortésmente.
Olivia titubeó antes de abrir la puerta un poco más.
– El niño duerme -informó para desanimarle.
Charles sonrió.
– No levantaré la voz. Hace días que deseo hablar contigo, desde antes de que muriera Victoria, pero me ha sido imposible acercarme a ti. Conversé con tu hermana la mañana antes de que falleciera.
– Lo sé. Me dijo que ya no estabas enfadado.
– Es cierto, y creo que tenía razón en muchas de las cosas que dijo, pero fui demasiado tonto para darme cuenta. Yo me hubiera quedado en el barco hasta que se hundiera, pero Victoria era más lista y fuerte y escapó antes. Yo de- bería haber hecho lo mismo.
– No siempre es fácil-concedió Olivia, que a continuación agregó-: Quería disculparme. Tú también tienes razón en algunas cosas. No teníamos derecho a hacer lo que hicimos contigo, no era correcto…No sé en qué pensaba. Supongo que era mi única oportunidad de estar contigo. Fue un disparate.
– En realidad no -repuso Charles-. Era la única manera de estar juntos. Lo cierto es que hacemos buena pareja.
– ¿ Ah, sí?
– Sí, Olivia. Sería un error que renunciáramos a todo lo que tenemos. Victoria no lo hubiera querido.
– ¿ Y qué quieres tú? -preguntó ella al recordar su mirada de odio y los reproches que le había lanzado.
– Te quiero a ti. Quiero recuperar lo que hemos construido juntos. Desde un principio supe que podría enamorarme de ti, pero tenía tanto miedo de amarte que me arrojé en los brazos de tu hermana. Sabía que nunca sentiría nada por ella.
– Hay que ser estúpido para casarse por una razón así.
– Quizás estamos hechos el uno para el otro. -Charles sonrió.
A continuación Olivia intentó explicarle algo que le provocó una sonrisa aún más amplia.
– Deseo que sepas que nunca tuve la intención de…Victoria me dijo que…-La joven se interrumpió, ruborizada.
Charles sabía muy bien a qué se refería.
– No te creo, estoy convencido de que pretendías seducirme -dijo en broma mientras la tomaba en sus brazos. De pronto se le ocurrió una pregunta-: ¿Sabía Geoff lo que te traías entre manos?
– Conseguí engañarle durante un tiempo. Creo que albergó ciertas sospechas, pero me esforcé por mostrarme desagradable con vosotros de vez en cuando para hacerle dudar. Sin embargo cuando me corté la mano en Croton vio la peca y me reconoció.
– ¿ Y lo ha sabido todo este tiempo?
Olivia asintió.
– Increíble -añadió Charles, que tomó su mano derecha y contempló la pequeña mancha.
A Olivia se le saltaron las lágrimas. Ahora la peca ya no importaba, Victoria se había ido para siempre.
– La echo tanto de menos -susurró.
– Yo también. Lamento que ya no esté aquí para hacerte feliz. Además me arrepiento de las cosas tan terribles que te dije.
Olivia asintió y permaneció largo rato llorando en sus brazos.
– Perdóname, Charles. Yo te quería.
– ¿ Y ahora? ¿Todavía me quieres?
– Claro que sí. Nada puede cambiar eso.
– Entonces ¿aceptas casarte conmigo? -preguntó con tono solemne.
– ¿No te resulta embarazoso tomar esa decisión después de lo que ha ocurrido?
– No. Creo que es más embarazoso estar rodeado de una pandilla de niños ilegítimos. Quizás el capitán pueda casarnos. -Se arrodilló y le preguntó-: ¿ Me aceptas como esposo?
– Sí.
– Gracias. Hablaré con el capitán -dijo antes de darle un beso.
En ese instante el niño comenzó a llorar, y Olivia miró a su futuro marido.
– Con Olivier en casa será como tener trillizos.
– Tal vez ayude a nuestras hijas a ser más equilibradas.
Al día siguiente contrajeron matrimonio en el camarote del capitán. Olivia lucía el único vestido decente que tenía, de color verde, y llevaba las únicas flores que había en la floristería del barco: claveles blancos. Estaban en tiempos de guerra. El capitán les declaró marido y mujer, y Charles besó a la novia.
Cuando se aproximaban a su destino enviaron un cable a Geoff y Bertie para comunicarle que llegarían el viernes y lo firmaron «Papá y Ollie». Cuando el barco ancló en el puerto de Nueva York, Bertie les esperaba con las gemelas y Geoff, quien quedó sorprendido al ver que llevaban a un bebé en brazos y luego se fijó en Olivia para adivinar si era ella o su hermana. Al final la reconoció e hizo una seña al ama de llaves. Su querida Ollie no le había abandonado. Esta vez era ella quien había perdido al ser más querido: su hermana y amiga, su cómplice y confidente. La vida sería diferente sin Victoria. La echaría de menos, pero siempre estaría en su corazón. Su gemela era la persona a la que más había querido hasta que aparecieron Charles y sus hi- jos. Representaba la otra cara de su vida, de su corazón…, la otra cara del espejo.