CAPITULO 31

Édouard y Victoria decidieron dejar al niño con la condesa que meses atrás había conocido la joven y que ahora se había convertido en la amante del general. Su casa era segura, estaba alejada del frente y contaba con la protección de los aliados. A pesar de que Édouard hubiera preferido que Victoria y su hijo se refugiaran en Suiza, aceptó esa solución. Victoria se trasladó allí hasta que se recuperó por completo. Varias enfermeras la visitaron, y los soldados enviaron obsequios y tallaron juguetes para Olivier. Didier confeccionó un par de calcetines de punto para el pequeño, al que además regalaron un oso de peluche. Olivier Édouard de Bonneville era un niño feliz, una vida floreciente en medio de un campamento rodeado de muerte y cenizas.

En junio Victoria se reincorporó a su puesto. Ahora ya sólo amamantaba a su hijo por la noche y por la mañana. En ausencia de los padres, era la condesa quien se ocupaba del niño y le alimentaba con leche de cabra cuando Victoria debía pasar la noche fuera. A pesar de la guerra, se las apañaban bastante bien. El general estaba contento con Édouard, que recientemente se había reunido con la Escadrille Américaine, compuesta por siete voluntarios estadounidenses. El día que Édouard les presentó a Victoria, se mostraron encantados de conocer a una compatriota.

En junio los Dawson bautizaron a sus hijas. Olivia había insistido en llamarlas Elizabeth y Victoria, en honor a su madre y su hermana, aunque no había sido fácil explicar a Charles por qué quería que una de las niñas se llamara Victoria. El segundo nombre de Elizabeth era Charlotte, y el de Victoria, Susan.

Geoff estaba contento de tener hermanas, y Bertie se ocupaba de bañarlas. Olivia había intentado amamantarlas pero, como aún se encontraba muy débil, el médico opinó que lo mejor sería alimentarlas con biberón. Así pues, todos podían dar de comer a las gemelas.

Cuando bautizaron a las niñas en la iglesia de Saint Thomas, un día antes de su segundo aniversario de boda, Olivia era la mujer más feliz del mundo, si bien la entristecía pensar que todo lo que tenía lo había tomado prestado de su hermana. Ignoraba cuándo volvería Victoria. Quizá vivieran en una mentira el resto de sus vidas. Sólo esperaba que Victoria no hubiera descubierto que estaba locamente enamorada de Charles, aunque en sus cartas no había nin- gún indicio de que así fuera. Presentía que su hermana se traía algo entre manos, pero no sospechaba de qué podía tratarse.

En junio, durante la batalla de Verdún tras la caída de Fort Vaux, Victoria llevó a Édouard a Anscourt, donde mantuvo una reunión secreta con los aliados a la que asistieron todos los oficiales de alto rango, incluido Churchill en representación de su nuevo batallón. Los ánimos estaban decaídos debido al curso que había tomado la batalla de Verdún. La matanza no parecía tener fin. Victoria aguardó fuera con el resto de los conductores hasta que salió Édouard, quien apenas pronunció palabra durante el viaje de regreso. Estaba absorto en sus pensamientos, por lo que tampoco prestó atención a la carretera. Victoria, que conocía el camino como la palma de su mano, tenía prisa por llegar a casa y amamantar a su hijo, lo que no le permitía concentrarse.

Victoria sonrió. Édouard estaba cansado y preocupado porque la guerra no iba demasiado bien para los aliados. Victoria deseaba que los estadounidenses tomaran parte, pero el presidente Wilson se resistía a implicarse en el conflicto. Si supiera cuánto necesitaban su ayuda los ingleses y los franceses, tal vez cambiara de opinión, pensó Victoria, que como; estaba sumida en sus cavilaciones no logró esquivar un bache, y el coche casi chocó contra un árbol.

Faltaba poco para llegar a Chilons-sur-Marne cuando Édouard afirmó haber visto algo de nuevo y le pidió que redujera la velocidad, a lo que ella se negó. Discutieron durante un minuto, hasta que Édouard, en broma, apeló a su rango.

– Frena, Victoria. Quiero echar un vistazo. Estaba seguro de haber percibido un movimiento entre los arbustos. Si los alemanes preparaban un ataque por la retaguardia, tendría que mandar un aviso a Chiteau- Thierry.Permanecieron parados un minuto, lo que para Victoria era un suicidio, y al no notar nada extraño reanudaron la marcha. Cuando el jeep empezó a tomar velocidad, un perro se cruzó en su camino. Victoria lo esquivó y el vehículo estuvo a punto de colisionar contra un árbol. De pronto la joven oyó un silbido que le recordó, sin ninguna razón en particular, al Lusitania. Miró a Édouard con expresión asustada.

– ¡Agáchate! Baisse-toi… -exclamó él.

Inclinaron la cabeza y Victoria siguió conduciendo. Al cabo de unos minutos se volvió hacia Édouard y observó que sangraba, por lo que se dispuso a detener el automóvil, pero él le indicó que continuara. En ese instante oyeron una ráfaga. Eran francotiradores. Aumentó la velocidad sin saber qué hacer. Llevaba consigo el teléfono de campaña, pero estaban demasiado lejos. Édouard comenzó a escupir sangre por la boca y perdió la consciencia.

Victoria se debatía entre llevarle al hospital o parar el vehículo para atenderle. Édouard se inclinó sobre el asiento, agonizante. Victoria frenó.

– Édouard -musitó. Había visto esa misma expresión en miles de caras en los últimos trece meses, pero nunca en la de un conocido. No podía ser verdad, no podía pasarle a él, ahora no. Pronunció su nombre a voz en grito y le zarandeó para reanimarle, pero no había nada que hacer, le habían disparado en la cabeza. Parecía imposible que siguiera respirando-. ¡Édouard! -exclamó entre sollozos-. Escúchame…escúchame…Édouard, por favor…

Él abrió los ojos y sonrió. Le apretó la mano con las pocas fuerzas que le quedaban.

– ]e t'aime… siempre estaré contigo…

– Édouard -susurró Victoria-. No me dejes… por favor…

Mientras contemplaba horrorizada su rostro cubierto de sangre, Victoria apenas notó el impacto de la bala que la alcanzó en la parte superior de la espalda, aunque oyó el proyectil que sobrevoló su cabeza. Acomodó el cuerpo de Édouard en el asiento con cuidado y, mientras sentía que algo frío le recorría la espalda, apretó el acelerador. Tenía que llevarle al hospital, quizá los médicos pudieran hacer algo…sólo estaba durmiendo. Victoria estaba conmocionada. Únicamente pensaba en trasladar a Édouard al campamento. Al llegar chocó contra un árbol y de camino a la tienda comedor a punto estuvo de atropellar a dos enfermeras, que gritaron y la insultaron.

– ¡Está herido! -exclamó Victoria-. ¡Haced algo, está herido!

Era evidente que el capitán Bonneville había muerto. Enseguida repararon en la sangre que manchaba la camisa de Victoria.

– Tú también -dijo una enfermera mientras se acercaba a ella.

En ese instante Victoria cayó sobre el volante inconsciente. Tenía la espalda cubierta de sangre.

– ¡Una camilla! -exclamó una de las mujeres.

Acudió un camillero que pronto reconoció a Victoria y a Édouard.

– ¿El capitán? -preguntó. La enfermera asintió…

– No podemos hacer nada por él. Lleva a la mujer a la sala de operaciones e initenta localizar a Chouinard…o Dorsay…a quien sea.

Mientras el camillero y su compañero trasladaban a Victoria al hospital, dos soldados llevaron el cuerpo de Édouard al depósito e informaron al cuartel general de su muerte…

Los cirujanos trataban de extraer la bala alojada en la espalda de Victoria. Si sobrevivía, lo que parecía improbable, seguramente quedaría paralítica, pues el daño causado por el proyectil era terrible. Esa misma noche los nombres del capitán Bonneville y Victoria estaban en boca de todas las enfermeras y camilleros que habían trabajado con ellos. La sargento Morrison recogió los papeles de Olivia Henderson, estadounidense, originaria de Nueva York, y buscó su dirección y el nombre de su pariente más próximo: una mujer llamada Victoria Dawson. Con lágrimas en los ojos, escribió el telegrama.

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