CAPITULO 22

El sonido de voces y los gritos de los pájaros despertaron a Victoria. Notó que alguien la arrastraba por los pies y cómo se golpeaba la cabeza contra cada escalón. Quería gritar, pero no podía, y le dolía todo el cuerpo. Abrió los ojos con dificultad y vio la cara del hombre que estaba a punto de introducirla en un ataúd.

– iDios mío! ¡Sean, está viva!

Victoria tosió y escupió mucha agua. Tenía el cabello pegado a la cabeza, los labios resecos, los ojos enrojecidos y le parecía que los pulmones le iban a estallar. Era de noche. Estaba rodeada de féretros, y se percibía el olor de la muerte y el mar.

– Creíamos que estaba muerta -dijo el hombre.

– Así me siento -repuso ella, y expulsó más agua.

Se preguntó qué les había sucedido a los demás, pero era fácil de adivinar. Cientos de cuerpos yacían alrededor, la mayoría de niños. Le partía el corazón verlos; eran tan hermosos. Algunos tenían los ojos abiertos, y varias madres sollozaban junto a los cadáveres.

– Los alemanes torpedearon el barco -informó el hombre llamado Sean-. Se hundió en dieciocho minutos, hace cinco horas. Mi hermano y yo la recogimos cerca del puerto. Hemos salido todos en busca de supervivientes, pero hay muy pocos. -Tenía acento irlandés-. Hace semanas que los submarinos llegaron a esta zona. -Victoria se preguntó si el capitán Turner lo sabía-. Vamos, deje que la ayude a levantarse. Es una chica con suerte.

Victoria descubrió que sus medias habían desaparecido, así como gran parte de su vestido, pero al introducir la mano en el bolsillo descubrió que su monedero seguía allí. Se apoyó en los pescadores, que la condujeron al bar del pueblo adonde llevaban a los supervivientes. También habían abierto las puertas dela iglesia, el hotel Queen's y el ayuntamIento.

Victoria miró alrededor cuando entró en el local ayudada por Sean y distinguió algunas caras conocidas, entre ellas la del capitán. Había llegado a Queenstown en un pequeño barco de vapor, el Blue-bell, que también había re- cogido a Margaret Mackworth.

– Bonito vestido -comentó una mujer. Era una de las pocas madres que conservaba a sus dos hijos; los tres estaban desnudos.

En otras partes de la estancia había mujeres llorando por sus maridos e hijos, que habían desaparecido en el mar. Victoria contempló la escena con estupor. Lo primero que pensó fue que debía mandar un telegrama a su hermana. Aunque era peligroso ponerse en contacto con ella, tenía que hacerle saber que estaba viva.

A medianoche el cónsul americano, Wesley Frost, se acercó a las localidades que habían acogido a los supervivientes para preguntarles si podía hacer alguna cosa por ellos. Victoria le dio el nombre de Olivia, su dirección y un mensaje críptico que su hermana comprendería, y le rogó que le confirmara su envío. El hombre prometió hacerlo. Tenía mucho trabajo, pues a bordo del barco viajaban ciento ochenta y nueve estadounidenses, y todavía no se sabía cuántos habían sobrevivido. Alrededor de él se agolpaban varios pasajeros de diversas nacionalidades, muchos de ellos heridos de gravedad, para pedirle que se pusiera en contacto con sus familiares.

– Me ocuparé de ello lo antes posible, señorita Henderson -aseguró al tiempo que le tendía una manta.

– Se lo agradezco mucho -dijo Victoria.

Le castañeteaban los dientes y le costaba respirar, pues había tragado mucha agua. Se apoyó contra la pared, sentada en el suelo, y pensó en lo sucedido, en el horror que había presenciado. Se preguntó si Alfred Vanderbilt se habría salvado. De pronto se acordó de Geoffrey, que había asistido a un desastre similar y había sido testigo de la muerte de su madre. Sintió gran compasión por él y deseó poder abrazarle. Cerró los ojos para borrar las terribles imágenes que asaltaban su mente. Entonces vio a Olivia sentada en la cama, en su dormitorio de Nueva York. Ansiaba tender la mano y tocarla. Victoria concentró todos sus esfuerzos en intentar comunicar a Olivia que estaba a salvo y rogó a Dios que recibiera su mensaje.

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