El viaje hasta Roma en tren le pareció a Sarah absolutamente interminable. Permaneció en silencio la mayor parte del tiempo, con aspecto pálido, y sus padres hablaron entre sí en tonos apagados, pero raras veces se dirigieron a ella. Ambos sabían lo desgraciada que se sentía y lo poco interesada que estaba en mantener cualquier tipo de conversación. William la había llamado por teléfono, justo poco antes de salir para la estación Victoria. La conversación había sido breve, pero cuando recogió el bolso para salir de la habitación todavía tenía lágrimas en los ojos. Sabía que esto era el principio de su separación definitiva, sin que importara lo mucho que se amaban. Sabía mejor que nadie lo irremediable de la situación, y lo estúpida que había sido al permitirse enamorarse de William. Ahora tendría que pagar el precio, sufrir durante un tiempo, hasta obligarse a olvidarlo. Ni siquiera estaba segura de la conveniencia de verlo cuando regresaran a Londres, antes de emprender el viaje en barco. Verse otra vez tal vez sería demasiado doloroso para ambos.
Miraba por la ventanilla mientras el tren seguía su marcha, esforzándose por pensar en Jane y en Peter, en los pequeños James y Marjorie, e incluso en Freddie. Pero por mucho que intentara distraerse, siempre volvía a pensar en William, en su madre, en sus amigos, en la tarde que habían pasado en Whitfield, en las muchas veces que se habían besado o en las noches que habían bailado juntos.
– ¿Te encuentras bien, querida? -le preguntó su madre, solícita, antes de dirigirse al vagón restaurante para almorzar.
Sarah había insistido en que no tenía nada de apetito, y el camarero iba a traerle un plato de fruta y una taza de té que, según aseguró, era todo lo que deseaba. Su madre sospechaba que ni siquiera se molestaría en probarlo.
– Me encuentro muy bien, mamá, de verdad.
Pero Victoria sabía que no era así, y se lo dijo a Edward durante el almuerzo, preocupada por ver a su hija sufriendo de nuevo. Ya había pasado por una época muy difícil con Freddie, y quizá no deberían haber permitido que se entregara a una relación con el duque.
– Quizá sea importante que aprenda ahora lo que siente exactamente por él -comentó Edward con serenidad.
– ¿Por qué? -preguntó Victoria extrañada-. ¿Qué diferencia puede representar eso?
– Uno nunca sabe lo que puede depararnos la vida, ¿no te parece?
Por un momento, Victoria se preguntó si William no le habría dicho algo a su marido, y decidió que no era probable, a pesar de que no se atrevió a preguntarle. Después del almuerzo, regresaron al compartimiento y encontraron a Sarah leyendo un libro. Era La roca de Brighton, de Graham Greene, que acababa de editarse y que William le había regalado para que lo leyera en el tren. Sin embargo, no podía concentrarse en la lectura, ni recordar el nombre de ninguno de los personajes. En realidad, no tenía ni la menor idea de lo que estaba leyendo y, finalmente, dejó el libro a un lado.
Pasaron por Dover, Calais y París, donde hicieron transbordo a un tren directo. Poco después de la medianoche, Sarah seguía despierta, tumbada en la oscuridad, escuchando el traqueteo de las ruedas mientras cruzaban el norte de Italia. Y a cada sonido, a cada kilómetro recorrido, a cada girar de las ruedas no podía dejar de pensar en William y en los maravillosos días que había pasado a su lado. Aquello era mucho peor que todo lo que había sentido con Freddie, y la diferencia ahora consistía en que se había enamorado de verdad, y sabía que era correspondida. Lo que sucedía ahora era que el precio que él tendría que pagar por un futuro en común era excesivo. Ella lo sabía muy bien, y se negaba a consentir que él pagara un precio tan alto.
Se despertó cansada y pálida, después de unas pocas horas de sueño inquieto, cuando ya entraban en la Stazione di Termini, que daba a la piazza del Cinquecento.
El hotel Excelsior envió un coche a recogerlos y Sarah caminó con aire indiferente hacia el chófer. Llevaba un pequeño maletín de maquillaje, el bolso y un gran sombrero que la protegía del sol romano, pero no se daba cuenta de nada de lo que ocurría a su alrededor. El chófer les indicó diversos monumentos durante el trayecto hasta el hotel, las Termas de Diocleciano, el palazzo Barberini y los jardines Borghese cuando ya se aproximaron al hotel. Pero, en realidad, ella lamentaba haber venido a Roma y temía las tres semanas que la esperaban, teniendo que acompañar a sus padres en las interminables visitas turísticas por Roma, Florencia y Venecia, sobre todo sintiendo lo que sentía por William.
Al llegar al hotel, Sarah se sintió aliviada al quedarse a solas en su habitación. Cerró la puerta y se tumbó en la cama, con los ojos cerrados. Pero en cuanto lo hizo así, no pudo evitar volver a pensar en William. Era casi como sí la persiguiera. Se levantó, se lavó la cara con agua fría, tomó después un baño que le sentó divinamente tras el largo viaje en tren, se peinó, se vistió con un vestido de algodón y una hora más tarde salió en busca de sus padres. Ellos también se habían bañado y cambiado de ropa, y todo el mundo parecía sentirse muy animado, a pesar del aplastante calor del agosto romano.
Su padre había planeado dar un paseo hasta el Coliseo aquella misma tarde, y el sol brillaba deslumbrante mientras exploraban cada minúsculo detalle. Ya era bien entrada la tarde cuando regresaron al hotel; Sarah y su madre se sentían verdaderamente agotadas por el calor. Su padre sugirió detenerse a beber algo antes de subir a sus habitaciones, pero ni siquiera eso las animó. Sarah tomó dos limonadas y se sintió como una anciana al levantarse de la mesa y regresar sola a su habitación. Dejó a sus padres charlando, tomando una copa de vino y caminó lentamente, cruzando el vestíbulo, sosteniendo en la mano el gran sombrero de paja que había llevado durante todo el día, sintiéndose cansada y, por una vez, sin pensar en nada, lo que constituyó un verdadero alivio.
– ¿Signorina Thompson? -preguntó uno de los empleados de recepción en el momento de pasar junto al mostrador.
– ¿Sí? -replicó, perturbada, mirando en su dirección, preguntándose por qué la habría llamado.
– Hay un mensaje para usted.
Le entregó un sobre, en el que distinguió una letra de trazos fuertes y familiar. Se preguntó con aire ausente cómo había llegado a sus manos con tanta rapidez. Abrió el sobre mientras todavía estaba ante el mostrador. Lo único que decía era: «Te amaré siempre. William». Sonrió al leer aquellas palabras, dobló el papel con cuidado y lo introdujo de nuevo en el sobre, percatándose de que tenía que haberlo enviado al hotel incluso antes de que ellos abandonaran Londres. Se dirigió a paso lento hacia el segundo piso, con el corazón lleno de él, con su imagen inundándole la mente. En ese momento, alguien pasó a su lado y la rozó.
– Lo siento -murmuró ella sin levantar la mirada.
Y entonces, de repente, se sintió literalmente levantada del suelo, se encontró en los brazos de alguien y él estaba allí, en Roma, en el hotel, y la besaba como si no estuviera dispuesto a aceptar que se marchara de nuevo. Apenas si podía creer lo que sucedía.
– ¿Qué…? ¡William! ¿Dónde estabas? Oh, Dios mío, ¿qué haces aquí?
Respiraba entrecortadamente y se sentía muy turbada por lo que él había hecho. Pero, al mismo tiempo, muy complacida, realmente encantada.
– He venido a pasar contigo tres semanas en Italia, si es que quieres saberlo, tontuela. Hace un momento acabas de cruzarte conmigo en el vestíbulo.
Le había gustado observar lo ausente que parecía ella. Así era precisamente como se había sentido él en el momento de dejarla en el hotel Claridge, en Londres. Después de eso, sólo había necesitado una hora para decidir no hacer caso de la menor precaución y encontrarse con ella en Roma. Al verla ahora se sintió doblemente contento por haber tomado esa decisión.
– Me temo que tengo malas noticias para ti, querida.
La miró con seriedad, acariciándole la mejilla con suavidad y, por un instante, ella se sintió preocupada por la madre de William.
– ¿Qué ocurre?
– Debo decirte que no creo poder vivir sin ti.
La miraba con una amplia sonrisa, que ella le devolvió. Todavía estaban de pie en la escalera, y la gente que pasaba a su lado sonreía, viéndoles hablar y besarse, como dos jóvenes atractivos y enamorados que animaban el corazón de los demás con su sola presencia.
– ¿No deberíamos intentar al menos resistir? -preguntó Sarah con nobleza, aunque demasiado feliz de tenerle allí como para tratar de desanimarlo ahora.
– No podría soportarlo. Ya será bastante malo cuando tengas que regresar a Nueva York. Aprovechemos este mes que nos queda, y disfrutémoslo.
La rodeó con sus brazos y la besó de nuevo, justo en el instante en que sus padres empezaban a subir la escalera. Se detuvieron de pronto y los miraron, extrañados. Al principio, no vieron de quién se trataba, y sólo observaron a su hija en brazos de un hombre, pero Edward Thompson no tardó en darse cuenta de quién se trataba y les sonrió con una expresión satisfecha. Subieron lentamente la escalera y un momento más tarde estaban todos juntos. El rostro de Sarah se hallaba arrebolado por la felicidad, y todavía sostenía la mano de William entre las suyas cuando sus padres llegaron junto a ellos.
– Por lo que veo, ha venido para servirnos de guía por Italia -dijo Edward con divertido retintín-. Muy considerado por su parte, Su Gracia. Le agradezco mucho que lo haya hecho.
– Me ha parecido que ése era mi deber -dijo William con una expresión de felicidad y un tanto de timidez.
– Nos alegramos mucho de verle -añadió Edward hablando por todos ellos, y especialmente por Sarah, que irradiaba felicidad-. Seguro que ahora será un viaje mucho más placentero. Me temo que a Sarah no le ha gustado mucho el Coliseo.
Sarah se echó a reír. De hecho, había odiado aquella visita sin la compañía de William.
– Intentaré que las cosas salgan mejor mañana, papá.
– Estoy convencido de que así será. -Luego, volviéndose hacia William, preguntó-: Supongo que dispone de habitación, ¿verdad?
Se estaban haciendo buenos amigos y William agradaba mucho a los Thompson.
– En efecto, señor, dispongo de una suite completa. Es muy elegante. Mi secretario se hizo cargo de la reserva, aunque sólo Dios sabe lo que tuvo que decirles para conseguirlo. Si he de juzgar por lo que han hecho, debió situarme por lo menos en el segundo puesto de la línea de sucesión al trono.
Los cuatro se echaron a reír y subieron la escalera, charlando amigablemente sobre adónde irían a cenar aquella noche. Y mientras caminaban, William apretaba con suavidad la mano de Sarah, sin dejar de pensar en el futuro.