Aquella tarde se presentaron noventa y tres amigos en casa de sus padres, para cuando Sarah bajó la escalera cogida del brazo de su padre, con un aspecto radiante y solemne. Llevaba su pelo largo y moreno recogido en un moño, amén de un hermoso sombrero beige de satén y encaje, del que caía un pequeño velo que no parecía sino añadirle un toque de misterio. El vestido también era de satén y encaje beige, y llevaba un pequeño ramillete de orquídeas, con zapatos a juego. Parecía alta y elegante, de pie en el comedor adornado de flores, junto al duque. Habían convertido el comedor en una especie de capilla para la ocasión. Jane llevaba un vestido de organdí, color azul marino, y Victoria un brillante traje de satén verde, diseñado especialmente para ella por Elsa Schiaparelli, de París. Los invitados eran una selección de los personajes más distinguidos de Nueva York y, comprensiblemente, no asistió ningún miembro de la familia Van Deering.
Después de la ceremonia, cuando William besó discretamente a la novia y ella le miró con el rostro encendido, pues sabía que su vida había cambiado para siempre, los invitados se fueron instalando para la cena, en mesas que se habían colocado en el gran salón, para así habilitar el comedor como sala de baile. Fue una velada perfecta para todos ellos, refinada, discreta, hermosa, a todo el mundo le pareció una boda deliciosa, y no dejaron de admirar a la encantadora pareja. Bailaron casi hasta el final. Luego, Sarah bailó una última pieza con su padre, mientras William lo hacía con su flamante suegra, asegurándole lo mucho que había disfrutado con la boda.
– Gracias por todo, papá -susurró Sarah junto a la oreja de su padre, mientras bailaban-. Ha sido todo perfecto.
Siempre habían sido buenos y amables con ella, y si el verano anterior no hubieran insistido tanto en llevarla a Europa, no habría conocido a William. Durante el baile, intentó decirle todo eso a su padre, pero su voz se entrecortaba por las lágrimas y, por un momento, él también temió echarse a llorar, cosa que no deseaba hacer delante de sus amigos.
– Todo está bien, Sarah. -La apretó cariñosamente por un instante y luego le sonrió, pensando en lo mucho que quería a su hija-. Todos te queremos mucho. Ven a vernos siempre que puedas. Y nosotros también iremos a visitarte.
– ¡Será mejor que lo hagáis! -exclamó ella como quien hace pucheros.
Siguieron bailando aquella última pieza. Era la última oportunidad que le quedaba de ser su niña, aunque sólo fuera por unos minutos. Luego, William los interrumpió con amabilidad, miró a Sarah y no vio en ella a la niña, sino a la mujer.
– ¿Está preparada Su Gracia para partir? -le preguntó con ironía, ante lo que ella se echó a reír.
– ¿Crees que la gente me va a llamar así durante el resto de mi vida?
– Me temo que sí, querida. Ya te lo advertí, a veces resulta una carga insoportable -dijo medio en broma-. Aunque debo añadir que Su Gracia, duquesa de Whitfield, te sienta muy bien.
Ella tenía un aspecto perfectamente aristocrático. La miró cuando dejaron de bailar, y observó los magníficos pendientes de diamantes en forma de perlas que le había entregado como regalo de bodas, junto con un collar, también de diamantes, que completaba el conjunto.
Se despidieron con rapidez y, antes de marchar, ella arrojó el ramillete de flores desde lo alto de la escalera. Besó a sus padres, les dio las gracias por todo, sabiendo que volvería a verlos antes de partir en el barco. Besó a Peter y a Jane y entró corriendo por última vez en la cocina, para darles las gracias a los sirvientes. Y luego, a la carrera, bajo una lluvia de arroz y flores, subieron al Bentley prestado y se marcharon para pasar la noche de bodas en el hotel Waldorf Astoria. Al dejar atrás a su familia, unas lágrimas aparecieron por un momento en los ojos de Sarah. A partir de ahora, su vida iba a ser otra. En esta ocasión, todo era muy diferente. Amaba mucho a William, pero tendrían que irse a vivir muy lejos, a Inglaterra. Por un instante, sintió nostalgia de su antiguo hogar y la idea de separarse de su familia la puso melancólica. Permaneció serena en el coche, abrumada por sus propias emociones.
– Mi pobre amor -exclamó de pronto William, como si le hubiera leído el pensamiento-. Te alejo de todas esas personas a las que tanto quieres. Pero yo también te quiero, te lo prometo. Y también te prometo que haré siempre todo lo posible por hacerte feliz, estemos donde estemos.
La atrajo hacia él y Sarah se sintió segura a su lado y le dijo al oído:
– Yo también lo haré así.
Recorrieron el resto del trayecto hasta el hotel el uno muy cerca del otro, sintiéndose cansados y en paz consigo mismos. Había sido un día maravilloso, pero también agotador.
Al llegar al Waldorf Astoria, en Park Avenue, el director del hotel ya les esperaba. Se inclinó ante ellos y les expresó su devoción incondicional. A Sarah le divirtió la situación. Le parecía tan ridícula. Cuando llegaron a la enorme suite que les habían reservado en la torre, aún seguía riéndose y su ánimo se había reavivado.
– No te da vergüenza -la reprendió William, aunque no lo dijo en serio-. Se supone que debes aceptar esa clase de cosas muy en serio. Pobre hombre, habría sido capaz de besarte los pies sí tú se lo hubieras permitido. Y hasta deberías habérselo permitido -bromeó William.
Estaba acostumbrado a esa clase de situaciones, aunque sabía que ella no.
– Se portó de un modo tan tonto. No pude evitar echarme a reír.
– Pues será mejor que te acostumbres, cariño. Esto no es más que el principio, y será así durante mucho tiempo, e incluso me temo que más del que quisiéramos.
Era el principio de muchas cosas y William había pensado en todo para iniciar su nueva vida de una manera feliz y agradable. Aquella misma mañana les habían traído el equipaje, y el camisón de encaje blanco de Sarah, así como su batín, que se hallaban perfectamente extendidos sobre la cama, junto con las zapatillas de encaje blanco. Él había pedido champaña, que ya les habían servido en la habitación. Poco después de su llegada, mientras todavía estaban conversando sobre la boda y tomando una copa de champaña en el salón de la suite, llegaron dos camareros para traerles la cena. William había pedido caviar y salmón ahumado, unos huevos revueltos por si ella se había sentido demasiado nerviosa como para comer algo antes, como así era, aunque no había querido admitir que tenía mucho apetito. También había un pequeño pastel de bodas, incluyendo las figuras de mazapán del novio y la novia, como cortesía de la dirección del hotel y del cocinero jefe.
– ¡Realmente, piensas en todo! -exclamó ella, dando palmadas con las manos, como si fuera una niña alta y grácil, mirando el pastel y el caviar.
Los camareros desaparecieron en seguida. William se le acercó y la besó.
– Pensé que podrías tener apetito.
– Me conoces muy bien.
Se echó a reír y se dedicó a comer caviar, a lo que William se sumó. A medianoche todavía estaban charlando, a pesar de que para entonces ya habían terminado de cenar. De pronto, parecía haber una fuente infinita de intereses comunes, de temas fascinantes sobre los que hablar, y esta noche más que ninguna. Pero él pensaba en otras cosas y finalmente bostezó y se desperezó, tratando de hacerle comprender la indirecta con discreción.
– ¿Te aburro? -preguntó ella, repentinamente preocupada, ante lo que él se echó a reír.
En cierto modo, Sarah seguía siendo todavía muy joven, y eso le encantaba.
– No, cariño, pero este viejo está cansado hasta los huesos. ¿No podríamos continuar mañana esta conversación tan estimulante?
Habían hablado de literatura rusa, relacionándola con la música rusa, un tema que no parecía nada urgente de discutir precisamente en su noche de bodas.
– Lo siento.
Ella también estaba cansada, pero era tan feliz de estar a solas con él que no le habría importado quedarse despierta toda la noche, hablando. Y, en efecto, era muy joven. A sus 22 años había algunas cosas en las que apenas si era una niña.
La suite contaba con dos cuartos de baño y un momento más tarde él desapareció en uno de ellos. Sarah se metió en el otro, canturreando algo para sí misma, después de haber cogido el camisón de encaje, las zapatillas y su pequeño bolso de maquillaje. Parecieron transcurrir horas antes de que volviera a salir y él la esperó, tras haber apagado las luces discretamente, envuelto ya entre las sábanas. No obstante, a la débil luz que procedía del cuarto de baño observó lo hermosa que estaba con aquel camisón de encaje.
Ella avanzó de puntillas hacia la cama, indecisa, con su larga cabellera morena cayéndole sobre los hombros, e incluso a aquella corta distancia él pudo oler la magia del perfume que se había puesto, Chanel número 5, como siempre, que le hacía pensar en ella cada vez que lo olía. Permaneció quieto por un momento, observándola a la débil luz del cuarto de baño. Ella se quedó quieta, como un joven duendecillo, dubitativa, hasta que finalmente se acercó con lentitud hacia él.
– William -le susurró con una voz casi inaudible-. ¿Duermes…?
Entonces William la miró ávidamente, y ella no pudo evitar el echarse a reír. Había esperado este momento durante cinco largos meses y ella estaba convencida de que se había quedado dormido en su noche de bodas, antes de que se acostara a su lado. Le encantaba esa inocencia que demostraba a veces, y su absurdo sentido del humor. Era una mujer maravillosa, pero esta noche la amaba todavía más.
– No, no duermo, cariño -le susurró en la oscuridad con una sonrisa.
Estaba de todo menos dormido cuando alargó la mano hacia ella y la atrajo hacia sí. Se sentó en la cama, junto a él, un poco temerosa ahora que ya no había ninguna barrera entre ellos dos. William se dio cuenta en seguida de lo que le sucedía, y se mostró infinitamente paciente y dulce con ella, mientras la besaba. Quería que le deseara tanto como él la deseaba ahora. Quería que todo se desarrollara con facilidad, que fuera perfecto y placentero. Pero sólo necesitó un instante para encender su llama, y cuando sus manos empezaron a deslizarse por lugares donde nunca habían estado con anterioridad, se despertó en ella una pasión que no había experimentado nunca. Lo que conocía del amor era muy limitado, breve y casi totalmente desprovisto de ternura o sentimiento. Pero William era un hombre muy diferente a cualquier otro que ella hubiera conocido y, desde luego, le separaba toda una vida de Freddie van Deering.
William anhelaba poseerla, mientras le acariciaba los senos con delicadeza. Luego bajó las manos por las esbeltas caderas, buscando el lugar donde se unían las piernas. Sus dedos actuaron con suavidad y habilidad, oyó un gemido cuando finalmente le quitó el camisón por encima de la cabeza, y lo tiró al suelo. Se deslizó sobre su cuerpo y la penetró controlando sus movimientos todo lo que pudo. Pero no tuvo que contenerse por mucho más tiempo. Le sorprendió y le agradó descubrir que era una compañera tan ávida y enérgica como él. Y tratando de satisfacer el deseo que ambos habían sentido durante tanto tiempo, hicieron el amor hasta el amanecer, hasta que ambos cayeron entrelazados el uno en el otro, saciados en lo más profundo del alma y totalmente exhaustos.
– Dios mío, si hubiera tenido la más ligera idea de que iba a ser así, te habría arrojado al suelo y atacado directamente aquella primera tarde en que nos conocimos en la mansión de George y Belinda -dijo Sarah medio dormida.
Se sentía feliz, sabiendo que había satisfecho los deseos de su esposo, y que él había conocido cosas que jamás había soñado.
– No sabía que pudiera ser así -repitió con suavidad.
– Yo tampoco -dijo él, girándose para mirarla. Ahora que ya la había poseído, todavía le parecía más hermosa-. Eres toda una mujer.
Sarah se ruborizó levemente y pocos minutos más tarde se quedaron dormidos, apretados el uno contra el otro, como dos niños felices.
Ambos se despertaron sobresaltados un par de horas más tarde, cuando sonó el teléfono. Los llamaban de la recepción. Eran las ocho de la mañana y habían encargado que los despertaran a esa hora, pues tenían que estar a bordo del barco a las diez.
– Oh, Dios mío… -gimió él, parpadeando, tratando de encender la luz y tomar el teléfono al mismo tiempo. Dio las gracias al empleado por la llamada. No estaba seguro de si era a causa de su amor o del champaña, pero el caso es que se sentía como si le hubieran arrebatado cada gota de su fuerza vital.
– De repente, sé cómo debió de sentirse Sansón cuando conoció a Dalila -dijo acariciando un largo mechón de cabello negro suelto sobre uno de sus firmes senos, inclinándose para besarle el pezón, y sintiendo despertar de nuevo su excitación, incapaz de creerlo-. Creo que estoy muerto y he subido al cielo.
Hicieron el amor una vez más antes de levantarse, y luego tuvieron que darse prisa para llegar a tiempo al barco. Ni siquiera pudieron desayunar, y se limitaron a tomar un sorbo de té antes de marcharse, riendo y gastándose bromas mientras cerraban las maletas. Bajaron presurosos a la limusina que les esperaba, mientras Sarah trataba de parecer digna y adecuada, como suponía debía hacerlo una duquesa.
– No tenía ni la menor idea de que las duquesas hicieran cosas así -le susurró ya en el coche, después de haber levantado el cristal que los separaba del chófer.
– No lo hacen. Te aseguro que tú eres una mujer notable, cariño, créeme.
Pero él tenía el aspecto de un hombre que acaba de encontrarse el diamante Hope en el zapato en el momento de subir a bordo del Normandie, en el embarcadero 88 de la calle 50 Oeste. Le parecía poco patriótico hacer el viaje en un barco francés, pero eran mucho más divertidos, y había oído decir que el Normandie ofrecía una travesía muy entretenida.
Fueron saludados como la realeza, y se les instaló en la suite Deauville, en la cubierta de sol. La suite gemela, la Trouville, se hallaba ocupada en esta ocasión por el marajá de Karpurthala, que la había ocupado ya en varias ocasiones desde su viaje inaugural. Al observar el camarote, William quedó sumamente complacido.
– No me gusta tener que decirlo, pero debo admitir que la línea francesa supera a la pobre Cunard inglesa cuando se trata de ofrecer comodidades.
Nunca había visto tanto lujo en un barco, a pesar de lo mucho que había viajado por el mundo. Era un barco glorioso y lo que habían visto hasta el momento les prometía un crucero realmente extraordinario.
Su camarote estaba lleno de botellas de champaña, flores y cestas de fruta, y Sarah observó que uno de los ramos más bonitos procedía de sus padres, y que había otro de Peter y Jane. Su familia llegó momentos más tarde y cuando Jane le susurró una pregunta al oído de su hermana, las dos se echaron a reír como unas criaturas. Antes de partir, Sarah y William agradecieron a los Thompson la magnífica boda que les habían ofrecido.
– Lo hemos pasado maravillosamente bien -le aseguró William a Edward-. Ha sido perfecto en todos los sentidos.
– Debéis de sentiros exhaustos.
– Lo estábamos -asintió William tratando de mostrarse vago y confiando en haberlo conseguido-. Tomamos un poco de champaña cuando llegamos al hotel, y luego nos derrumbamos.
Pero en el momento en que lo decía, Sarah lo miró y él sólo pudo confiar en no haberse ruborizado. Le dio una discreta palmadita en el trasero al pasar a su lado, mientras Victoria le comentaba a su hija lo bien que le sentaba el vestido que estrenaba. Lo habían comprado juntas en Bonwit Teller, para su ajuar. Era un vestido de cachemira blanco, con un maravilloso pliegue en una cadera, y sobre él llevaba el nuevo abrigo de visón que le acababan de regalar sus padres. Le dijeron que eso la mantendría caliente durante los largos inviernos ingleses. Lo llevaba con mucho estilo, con un ligero sombrero tocado con dos enormes plumas negras que le caían sobre la espalda.
– Tienes un aspecto encantador, querida -le aseguró su madre y, por un instante, Jane sintió un aguijonazo de celos por su hermana.
Iba a llevar una vida gloriosa, y William era un hombre tan atractivo. Jane amaba tiernamente a su esposo, pero su pareja no resultaba nada excitante. Por otro lado, la pobre Sarah había pasado por momentos tan difíciles que incluso parecía difícil creer que aquella historia tan triste hubiera encontrado un final tan feliz. Podía decirse que era como un final de novela, aunque la historia no había terminado todavía y confiaba en que Sarah encontraría la felicidad que merecía en Inglaterra, con el duque. Era difícil imaginárselo de otro modo, sobre todo teniendo en cuenta la amabilidad y elegancia del hombre. Jane suspiró, sin dejar de mirarlos, cogidos de la mano, con aspecto de felicidad.
– Su Gracia…
El primer oficial del barco acudió a la puerta del camarote para anunciar discretamente que todos los invitados debían desembarcar en el término de pocos minutos. El anuncio hizo aparecer lágrimas en los ojos de Victoria y Jane, y Sarah tuvo que hacer un esfuerzo para no ponerse a llorar al besarlas, así como a su padre y a los niños. Se abrazó a todos ellos y luego estrechó a su padre por última vez.
– Escribidme, por favor. No lo olvidéis. Estaremos en Londres después de Navidades.
Pasarían las fiestas solos, en Europa. La madre de William había insistido en que tendría tantas cosas que hacer en Whitfield que difícilmente les echaría de menos, y a William le encantó la idea de pasar las Navidades a solas con Sarah, en París.
Ella se puso el visón y todos salieron a cubierta, donde volvieron a besarse y a dar la mano a William. Poco después, Edward Thompson condujo a su familia por la pasarela. Había lágrimas en sus ojos que se encontraron con los de Sarah desde el muelle y sólo entonces empezaron a deslizarse las lágrimas por las mejillas de ésta, incontenibles, sin poder hacer ya nada para ocultarlas.
– Te amo -murmuró, moviendo frenéticamente una mano para despedirse, y aferrándose a William con la otra.
Lanzaron besos al aire, a medida que el barco se alejaba lentamente del muelle, entre una lluvia de confetis y serpentinas, y en alguna parte de otra de las cubiertas una banda de música interpretaba La Marsellesa. Al contemplar cómo se iba alejando el barco pensó que jamás olvidaría lo mucho que aquellos días habían significado para ella.
William le sostuvo la mano con firmeza hasta que el enorme transatlántico empezó a surcar con lentitud la desembocadura del río Hudson y ya no pudieron ver a nadie sobre el muelle. Las lágrimas corrían por las mejillas de Sarah, que contuvo un sollozo en la garganta en el momento en que su esposo la abrazó de nuevo.
– Todo está bien, cariño. Yo estoy aquí. Volveremos a verlos pronto, te lo prometo.
Y lo decía muy en serio.
– Lo siento…, parece tan desagradecido por mi parte. Sólo es que… les quiero tanto a todos. Y también te amo a ti.
En los últimos días habían sucedido tantas cosas que todavía se sentía un poco abrumada por las emociones. La acompañó hasta el camarote y le ofreció una copa de champaña, pero ella dijo con una sonrisa de cansancio que sólo le apetecía tomar una taza de café.
William llamó al camarero y le pidió un café para ella y un té de jazmín para él, así como tostadas con canela como desayuno. Y se quedaron allí sentados, comiendo, bebiendo y charlando, hasta que a ella se le pasó la melancolía y se sintió mejor. A él, con todo, le agradaba ver que, aunque se asustaba y preocupaba demasiado, demostraba abiertamente sus sentimientos.
– ¿Qué te gustaría hacer hoy? -le preguntó echando un vistazo a los menús y folletos que mostraban todos los deportes y diversiones que ofrecía el enorme barco-. ¿Quieres nadar un rato en la piscina antes del almuerzo? ¿O prefieres una partida de tejo? También podemos ir al cine después del té. Veamos, proyectan El pan y el perdón, de Marcel Pagnol, por si no la has visto.
La había visto, y el año anterior le había gustado mucho Cosecha, del mismo director, pero eso no le importaba ahora. Le divertía tanto hacer cosas con él. Se acercó más a su lado para mirar el folleto, asombrada de las muchas cosas que ofrecía la línea francesa a sus pasajeros. Mientras leía, notó que él le tocaba el cuello, y luego la mano se deslizó muy despacio hasta uno de sus senos. Después, sin transición, la besó, y ya no supo lo que pasó a continuación, hasta que ambos se encontraron en la cama, olvidados de cualquier otra diversión. Cuando recuperaron de nuevo sus sentidos, ya era la hora de almorzar y él se echó a reír al ver que se metía en la boca un pedazo de tostada que había quedado sobrante en el plato.
– Por lo visto, no vamos a practicar mucho deporte en este viaje, ¿no te parece? -preguntó William.
– Ni siquiera estoy segura de que salgamos del camarote.
Y como para demostrárselo, jugueteó de nuevo con él, que le siguió el juego con mucha mayor rapidez de lo que ella había esperado.
Más tarde, se metieron en la bañera y volvieron a hacer el amor allí, y para cuando salieron finalmente de la habitación ya era bien avanzada la tarde y ambos parecían sentirse un tanto incómodos por las horas que habían transcurrido.
– Creo que vamos a ganarnos una mala reputación en este barco -le susurró William-. Después de todo, es una suerte que hayamos decidido embarcar en esta línea.
– ¿Crees que se habrán dado cuenta? -preguntó Sarah, mirándole algo nerviosa-. Después de todo, es nuestra luna de miel…
– Oh, Dios, tienes razón. ¡Cómo se me había podido olvidar! ¿Sabes? Creo que me he dejado la cartera en el camarote. ¿Te importaría que volviéramos a buscarla?
– En absoluto -asintió condescendiente, aunque incapaz de imaginar para qué la necesitaría allí, en el barco.
Pero William insistió, de modo que lo acompañó hasta el camarote. Él cerró la puerta con llave, se volvió hacia ella y la tomó en sus brazos.
– ¡William! -exclamó entre risitas-. ¡Eres un obseso sexual!
– Nada de eso. Te aseguro que, normalmente, soy un hombre muy comedido. ¡Todo esto es culpa tuya! -exclamó devorando con sus besos el cuello, los brazos, los senos, los muslos e incluso lugares más atractivos.
– ¿Que es culpa mía? ¿Qué he hecho yo?
Pero disfrutaba de cada uno de aquellos momentos. Se dejaron caer sobre el suelo del salón y volvieron a hacer el amor allí mismo.
– Eres demasiado, excesivamente atractiva -dijo él, cerrando los ojos y penetrándola, sin haberse quitado las ropas del todo, allí tumbados, sobre el suelo del camarote.
– Tú también -murmuró ella.
Y entonces lanzó un pequeño grito y transcurrió un largo rato antes de que se levantaran y se dirigieran al dormitorio, dejando tras ellos un rastro de ropas que se iban quitando apresuradamente.
Aquella noche ni siquiera se molestaron en ir a cenar, y cuando el camarero que les atendía les llamó por teléfono, para ofrecerse a llevarles la cena al camarote, William rechazó la oferta y anunció con voz quejosa que los dos estaban mareados. El hombre ofreció llevarles unas tostadas y sopa, pero William insistió en que ambos estaban durmiendo. Una vez que hubo colgado, el pequeño camarero francés se volvió sonriendo con una mueca a la doncella.
– Mal de mer? -preguntó ella con expresión maliciosa.
Pero el camarero le guiñó un ojo. Les había echado un buen vistazo y tenía una buena idea de lo que estaba sucediendo.
– Mon oeil. Lune de miel -explicó y la muchacha se echó a reír al tiempo que él le daba un pellizco en el trasero.
William y Sarah aparecieron en cubierta a la mañana siguiente, con aspecto saludable y descansado. William parecía incapaz de dejar de sonreírle a su esposa, que tampoco dejaba de reír. Caminaron por la cubierta y finalmente se acomodaron en sendas tumbonas.
– ¿Sabes? Creo que la gente terminará por imaginarse lo que hemos estado haciendo si no dejas de sonreír.
– No puedo evitarlo. Jamás me había sentido tan feliz en toda mi vida. ¿Cuándo podemos regresar al camarote? Te juro que esto se está convirtiendo en una adicción.
– Si vuelves a ponerme una mano encima voy a tener que pedirle auxilio al capitán. A este paso, cuando lleguemos a París no voy a poder dar ni un paso.
– Yo te llevaré -dijo él a la par que se inclinaba hacia ella y la besaba otra vez.
Pero Sarah no parecía nada consternada por lo que había ocurrido. Le gustaba, y también le gustaba él. Ese día, sin embargo, hicieron un esfuerzo por explorar el barco y se las arreglaron para mantenerse alejados de la cama hasta la hora de tomar el té. Luego, se concedieron una breve recompensa y más tarde tuvieron que esforzarse de nuevo para vestirse y salir a tiempo para acudir a cenar.
A Sarah le encantó entrar en el comedor de lujo del Normandie. Su elegancia era la de un cuento de hadas, con techos que tenían la altura de tres pisos, y con un espacio incluso mayor que la galería de los Espejos de Versalles, y no menos impresionante que éste. El techo aparecía adornado por volutas, y en las paredes había columnas tenuamente iluminadas de siete metros de altura. Al llegar, descendieron por una interminable escalera cubierta por una alfombra azul. William vestía de frac como todos los demás hombres.
– El hecho de que esta noche cenemos en el comedor, ¿significa que ya ha terminado la luna de miel? -preguntó ella por lo bajo.
– Yo mismo me estaba temiendo algo así -le confió él mientras devoraba el suflé-. Creo que deberíamos regresar al camarote en cuanto terminemos.
Ella se echó a reír y, una vez que hubieron terminado de cenar, se las arreglaron para pasar por el gran salón, situado sobre el comedor, y bailar durante un rato, antes de dar un último paseo por cubierta y besarse bajo las estrellas. Luego, regresaron de nuevo al camarote. Era una luna de miel perfecta y se lo pasaron de maravilla, nadando, paseando, bailando, comiendo y haciendo el amor como adolescentes. Era como hallarse suspendidos entre dos mundos, el viejo y el nuevo. Trataron de mantenerse alejados de todos, aunque la mayoría de los pasajeros de primera clase sabía quiénes eran y en más de una ocasión, al pasar junto a alguien, oyeron susurrar: «El duque y la duquesa de Whitfield».
– ¿De Windsor? -preguntó una viuda dura de oído-. Pues ella parece mucho más joven de lo que yo creía, y más guapa.
Sarah no pudo reprimir una sonrisa y, después de eso, William se burló de ella y la llamó Wallis.
– ¡No vuelvas a llamarme así, o empezaré a llamarte David!
Sarah no los había conocido todavía, pero William le comentó que pudiera ser que tuvieran que hacerles una visita en París.
– Es muy posible que te agraden más de lo que esperas. Ella no es precisamente de mi gusto, pero debo admitir que es una mujer encantadora. Y él se siente mucho más feliz de lo que solía, y afirma que ahora ya puede dormir. Supongo que ya sé por qué -añadió con una mueca burlona.
Él mismo estaba durmiendo notablemente bien, entre las orgías a las que se entregaba con su esposa.
La última noche de travesía cenaron en la mesa del capitán y asistieron a la gala de despedida. La noche anterior habían acudido al baile de máscaras, vestidos como un marajá y su favorita, con trajes prestados por el contador del barco, y unas joyas que había traído consigo la propia Sarah. Esos papeles les venían como anillo al dedo. William tenía un aspecto muy elegante y Sarah parecía extremadamente exótica. Pero la habilidad empleada con el maquillaje y el vientre al desnudo no hizo sino adelantar un precipitado regreso al camarote. A estas alturas, los camareros ya cruzaban apuestas sobre cuánto tiempo permanecerían fuera de la cama y, por el momento, su límite parecía haber quedado establecido en cuatro horas.
– Quizá debiéramos quedarnos en el barco -sugirió Sarah tumbada en la cama, la última noche, que pasaron dormitando esporádicamente después de haber cenado en compañía del capitán-. No estoy segura de querer ir a París.
William había reservado un apartamento en el Ritz, donde pensaban quedarse durante un mes, dedicados a visitar los alrededores de París, aunque también querían ir al Loira, Tours Burdeos y visitar el Faubourg-Saint Honoré, a lo que ella añadió, con una mueca burlona, Chanel, Dior, Mainbocher y Balenciaga.
– Eres una mujer malvada -acusó William volviendo a meterse en la cama, a su lado.
De súbito se preguntó si después de tantas veces como habían hecho el amor durante la travesía no habría quedado encinta. Quería preguntárselo, pero aún se sentía un tanto incómodo ante el tema y por fin, a últimas horas de esa noche, reunió el valor necesario para hacerlo.
– Tú…, nunca has estado embarazada, ¿verdad? Quiero decir cuando estuviste casada antes.
Sólo sentía curiosidad y era algo que nunca le había preguntado. Pero la respuesta de ella le sorprendió.
– Sí, me quedé embarazada -le contestó Sarah con suavidad, sin mirarle.
– ¿Y qué ocurrió?
Era evidente que no había tenido el hijo, por lo que no pudo dejar de preguntarse por qué. Confiaba en que no hubiese abortado, ya que eso podría haber sido traumático y dejarla incapacitada para tener más hijos. Antes de casarse, no se había atrevido a preguntárselo.
– Lo perdí -confesó ella, sintiendo todavía el dolor de aquella pérdida, aunque ahora estuviera convencida de que eso había sido lo mejor.
– ¿Y sabes por qué? ¿Ocurrió algo? -Se percató entonces de que aquélla era una pregunta estúpida. Con un matrimonio como el de ella, podría haber sucedido cualquier cosa-. No importa -añadió-. No volverá a suceder.
La besó tiernamente y algo más tarde ella se quedó durmiendo, y soñó con bebés y con William.
A la mañana siguiente, desembarcaron en Le Havre y tomaron el tren directo a París, sin dejar de reír y hablar durante todo el rato. En cuanto llegaron, se dirigieron directamente al hotel y luego volvieron a salir para ir de compras.
– ¡Ajá! Acabo de descubrir algo de lo que disfrutas tanto como haciendo el amor. Me siento desilusionado.
Pero se lo pasaron muy bien visitando casas de modas como Hermès, Chanel, Boucheron y algunas joyerías, en las que él le compró un bonito brazalete de zafiros, con un cierre de diamantes, y un deslumbrante collar de rubíes, a juego con unos pendientes. Finalmente, en Van Cleef compró un enorme broche de rubí, en forma de rosa.
– Dios mío, William…, me siento tan culpable.
Sabía que él se había gastado una verdadera fortuna, pero no parecía importarle lo más mínimo. Y las joyas que le había comprado eran fabulosas y a ella le encantaban.
– ¡No seas tonta! -exclamó sin darle importancia-. Sólo tienes que prometerme que no abandonaremos la habitación durante dos días. Ése será el impuesto que te exija cada vez que vayamos de compras.
– ¿No te gusta ir de compras? -preguntó ella con expresión desilusionada.
El verano anterior había tenido la impresión de que le gustaba.
– Me encanta, pero preferiría hacer el amor con mi mujer.
– Ah, es eso… -exclamó riendo.
Y se ocupó de satisfacer sus deseos en cuanto entraron en su habitación del Ritz.
Después de eso, salieron de compras repetidas veces. Le compró hermosas ropas en Jean Patou, y un fabuloso abrigo de piel de leopardo en Dior, así como un enorme collar de perlas en Mouboussin, que ella empezó a ponerse a diario. Incluso se las arreglaron para visitar el Louvre, y durante su segunda semana de estancia en París acudieron a tomar el té con el duque y la duquesa de Windsor. Sarah se vio obligada a admitir que William tenía razón. Aunque estaba predispuesta a que ella no le gustara, la duquesa le pareció realmente encantadora. En cuanto a él, era un hombre muy cariñoso, tímido, prudente, reservado pero extremadamente amable cuando se le llegaba a conocer. Y muy ingenioso cuando se sentía relajado, en compañía de personas a las que conocía bien. Al principio, la entrevista con ellos fue un tanto incómoda y, ante la desazón de Sarah, Wallis intentó establecer una desafortunada comparación entre ellas dos. Pero William se apresuró a desalentar la sugerencia de tal comparación, y Sarah se sintió en una situación un tanto embarazosa al ver con qué frialdad William se comportaba con la duquesa. No cabía la menor duda acerca de lo que pensaba de ella, a pesar de lo cual profesaba el mayor de los afectos y respeto por su primo.
– Es una pena que se hayan casado -comentó de vuelta al hotel-. Es increíble pensar que, de no haber sido por ella, David podría seguir siendo el rey de Inglaterra.
– Tengo la impresión de que él nunca estuvo interesado en ello, aunque podría estar equivocada.
– No, no lo estás. Ese puesto no le sentaba nada bien. Pero, en cualquier caso, ése era su deber. Debo decir, sin embargo, que Bertie lo está haciendo fenomenalmente bien. Es un deportista muy bueno, y odia a esa mujer.
– No obstante, comprendo por qué la gente se siente tan atraída por ella. Tiene una forma muy curiosa de manejar a los demás del modo más sutil.
– Creo que es una gran intrigante. ¿Has visto las joyas que él le ha regalado? Ese brazalete de diamantes y zafiros debe de haberle costado una fortuna. Van Cleef se lo hizo expresamente para ella cuando se casaron.
Y durante la visita ella hizo un despliegue de joyas, en forma de collar, pendientes, broches y dos anillos.
– Me ha gustado más el brazalete que llevaba en la otra mano -dijo Sarah en voz baja-. La cadena de diamantes con las pequeñas cruces.
Le parecía mucho más discreto, y William tomó nota mental para regalarle algo similar algún día. Wallis también les había enseñado un hermoso brazalete de Cartier que acababa de recibir, todo hecho a base de flores y hojas de zafiros, rubíes y esmeraldas. Algo a lo que ella denominó «ensalada de frutas».
– En cualquier caso, hemos cumplido con nuestro deber, querida. Habría sido una descortesía por nuestra parte no haber ido a visitarlos. Ahora ya puedo decirle a mamá que lo hemos hecho. A ella siempre le ha gustado mucho David, y cuando él decidió renunciar al trono, creí que a mi madre le iba a dar algo.
– Y, sin embargo, aseguró que no le importaba cuando tú hiciste lo mismo -observó Sarah con tristeza, sintiéndose todavía culpable por lo que eso le había costado a él.
Sabía que se trataba de algo que le preocuparía durante toda su vida, a pesar de que no parecía molestar para nada a William.
– No es lo mismo -matizó William-. Él ya había sido coronado, querida. Yo, en cambio, jamás lo habría alcanzado. Mamá abriga fuertes sentimientos con respecto a estas cosas, pero tampoco es una persona ridícula. No esperaba que yo me convirtiera en rey.
– Supongo que no.
Bajaron del coche unas pocas manzanas antes de llegar al hotel y continuaron su camino a pie, hablando de nuevo sobre el duque y la duquesa de Windsor. Les habían invitado a volver otra vez, pero William les explicó que precisamente a la mañana siguiente se disponían a iniciar su viaje en coche.
Ya habían planeado visitar el Loira, y él quería pasar a ver Chartres, puesto que nunca había estado allí.
A la mañana siguiente se sentían muy animados al partir en el pequeño Renault que habían alquilado y que él mismo conducía. Se llevaron un almuerzo ya preparado por si acaso no encontraban un restaurante que les gustara en el camino, y a una hora de distancia de París todo les pareció maravillosamente rural, salpicado de verde aquí y allá. Había caballos, vacas y granjas, y al cabo de otra hora de marcha un rebaño de ovejas se les cruzó en el camino, y una cabra se detuvo a mirarles mientras almorzaban en un campo, junto a la carretera. Habían traído consigo mantas y abrigos, pero en realidad no hacía frío y el tiempo era sorprendentemente soleado. Temieron que lloviese pero el tiempo estaba siendo perfecto, al menos por el momento.
Habían reservado habitaciones en pequeños hoteles situados a lo largo del camino y tenían la intención de estar fuera de París durante ocho o diez días. Pero al tercer día sólo se habían alejado unos ciento cincuenta kilómetros de París, se encontraban en Montbazon, alojados en una posada encantadora donde se sentían tan a gusto que no se decidían a abandonarla.
El propietario les indicó diversos lugares para visitar, y fueron a ver pequeñas iglesias y una hermosa granja antigua y dos increíbles tiendas de antigüedades. En cuanto al restaurante local, era el mejor que habían encontrado en mucho tiempo.
– Me encanta este lugar -dijo Sarah con expresión feliz, antes de devorar lo que tenía en el plato.
Desde que estaban en París comía bastante mejor y ya no estaba tan delgada, lo que le sentaba muy bien. A veces, a William le preocupaba la idea de que estar tan delgada no era del todo saludable.
– Deberíamos marcharnos mañana.
Ambos lamentaron tener que marcharse y una hora más tarde, ante el fastidio de William, el coche se quedó sin combustible en plena carretera. Un campesino les ayudó a ponerlo en marcha de nuevo y les ofreció más combustible para seguir su camino. Media hora más tarde, se detuvieron a comer cerca de una antigua puerta de piedra, con una verja de hierro afiligranado que permanecía abierta y que daba a un viejo camino cubierto de hierba.
– Parece como la puerta de entrada al paraíso -dijo ella bromeando.
– O al infierno. Eso depende de lo que nos merezcamos -replicó él sonriente.
Pero él ya conocía su destino. Se encontraba en el cielo desde que se había casado con Sarah.
– ¿Quieres que lo exploremos?
Sarah siempre se mostraba aventurera y joven, algo que a él le encantaba.
– Supongo que podemos. Pero ¿y si nos dispara algún propietario enojado por nuestra intromisión?
– No te preocupes. Yo te protegeré. Además, da la impresión de que este lugar está deshabitado desde hace años -dijo ella animándole.
– Toda esta zona parece estar así, patito. Esto no es Inglaterra.
– ¡Mira que eres esnob! -se burló ella.
Echaron a andar por el camino que se alejaba de la verja. Decidieron dejar el coche aparcado en la cuneta, para no llamar más la atención sobre su aventura.
Durante largo rato no descubrieron nada más que aquel viejo camino rural, hasta que finalmente llegaron a un largo allée, bordeado por enormes árboles y cubierto de hierba y matorrales. Si aquello hubiera estado un poco más arreglado, podría haber parecido incluso la entrada a Whitfield, o a la propiedad de Southampton.
– Es muy bonito.
Oyeron el canto de los pájaros, sobre los árboles y ella se puso a canturrear algo mientras avanzaban sobre la hierba y los matorrales.
– No creo que haya gran cosa que ver por aquí -dijo finalmente William cuando ya casi habían llegado al final de la doble hilera de altos árboles. Pero justo en el momento de decirlo, distinguió un enorme edificio de piedra que se levantaba en la distancia-. ¡Dios mío! ¿Qué es eso?
Parecía Versalles aunque, al acercarse, pudieron comprobar que se hallaba en un estado lamentable, necesitado de urgentes reparaciones. Todo el lugar aparecía destartalado y desierto, y algunos de los edificios auxiliares daban la impresión de estar a punto de desmoronarse. Había una pequeña casa de campo al pie de la colina que, años antes, debía de haber sido la vivienda del guarda, pero que ahora apenas si podía considerarse como tal.
A la derecha se levantaban unos establos, y también había enormes cobertizos para carruajes. William, fascinado por todo lo que veía, echó un vistazo en su interior. Había dos carruajes antiguos, con el blasón de la familia cuidadosamente ornamentado sobre paneles.
– Qué lugar tan extraño -dijo, sonriéndole, contento ahora de que ella le hubiera animado a explorarlo.
– ¿Qué te imaginas que es? -preguntó Sarah mirando a su alrededor, contemplando los carruajes, los arreos, las viejas herramientas de fragua, totalmente fascinada.
– Se trata de un viejo château, y éstos fueron los establos. Todo el lugar da la impresión de haber permanecido deshabitado durante doscientos años.
– Quizá lo haya estado -dijo ella sonriendo con excitación-. ¡Quizás haya un fantasma!
William empezó a hacer ruidos fantasmagóricos y fingió abalanzarse sobre ella cuando iban hacia el camino. Luego subieron por una colina en dirección a lo que parecía un castillo de un cuento de hadas, o un sueño. Evidentemente, no era tan antiguo como Whitfield, o como el castillo de Belinda y George donde ellos se habían conocido, pero William calculó que debía de tener fácilmente entre doscientos cincuenta y trescientos años de antigüedad y, al aproximarse, observaron que su arquitectura era muy bella. Sin lugar a dudas, en otro tiempo hubo un parque, y jardines, y quizás incluso un laberinto, aunque la mayoría de todo eso se hallaba cubierto ahora por la maleza. Se detuvieron delante de la entrada a la regia mansión. William comprobó las ventanas y las puertas, pero todas estaban cerradas. Sin embargo, pudieron echar un vistazo al interior, a través de las tablas rotas, y pudieron ver suelos muy hermosos, molduras talladas delicadamente y unos techos muy altos. Resultaba difícil ver más, pero no cabía la menor duda de que era un lugar increíble. Estar allí era como retroceder en el tiempo, hasta la época de Luis XIV, XV o XVI. Uno se imaginaba un carruaje lleno de hombres con pelucas y calzas de satén, que podían aparecer por la esquina en cualquier momento para preguntarles qué estaban haciendo allí.
– ¿A quién crees que pertenecía? -preguntó Sarah, muy intrigada por el lugar.
– Los vecinos deben saberlo. No debe de ser ningún secreto. Es un lugar enorme.
– ¿Crees que debe de ser propiedad de alguien?
Parecía haber permanecido abandonado durante muchos años, pero seguro que tenía un propietario.
– Imagino que sí, aunque, lógicamente, no le tiene mucho cariño, o que no puede permitirse mantenerlo.
Se encontraba en un terrible estado de abandono, y hasta los mármoles de los escalones estaban rotos. Todo daba la impresión de haber permanecido abandonado durante décadas. Pero la mirada de Sarah se iluminó al mirar a su alrededor.
– ¿No te gustaría comprar un lugar así, remozarlo y al mismo tiempo restaurarlo tal y como fuera antes? Ya sabes a qué me refiero, realizar un buen trabajo de restauración y conseguir que volviera a ser como antes.
Los ojos se le animaron sólo de pensarlo, y él levantó la mirada y fingió una expresión de horror y agotamiento.
– ¿Tienes acaso una ligera idea del mucho trabajo que costaría hacer eso? ¿Te lo imaginas? Y eso sin calcular el coste. Se necesitaría un verdadero ejército de obreros para adecentar este lugar, además de todo el Banco de Inglaterra.
– Pero piensa en lo maravilloso que sería el resultado. Realmente, creo que valdría la pena.
– ¿Para quién? -quiso saber él echándose a reír, divertido. Desde que la conocía, nunca la había visto tan excitada por nada-. ¿Cómo puede entusiasmarte tanto un lugar como éste? Si no es más que un absoluto desastre. -Pero lo cierto era que él también se sentía entusiasmado, aunque la enormidad de los trabajos que se necesitaría emprender fuera algo desalentador-. Preguntaremos cuando regresemos a la carretera. Seguro que nos dirán que aquí se cometieron diez asesinatos y que es un lugar terrible.
Bromeó con ella sobre lo mismo durante el camino de regreso al coche. A ella le parecía lo más hermoso que había visto en su vida y aseguró que, si pudiera, lo hubiera comprado en ese mismo instante, afirmación que William estuvo dispuesto a creer.
Poco después encontraron a un viejo campesino al borde de la carretera, y William le preguntó en francés por el destartalado castillo que acababan de ver. El hombre tenía muchas cosas que contarles. Sarah se esforzó por comprender todo lo posible y lo consiguió. Más tarde, William le explicó con detenimiento los detalles que no había captado. El lugar se llamaba Château de la Meuze, y llevaba abandonado unos ochenta años, desde finales de 1850. Antes lo había habitado la misma familia durante más de doscientos años, pero el último propietario había muerto sin descendencia. A continuación, pasó a manos de varias generaciones de primos y parientes lejanos, y el viejo campesino ya no estaba seguro de saber a quién pertenecía. Dijo que cuando él era joven todavía vivía allí gente; se trataba de una anciana que no pudo ocuparse de cuidar el lugar, la comtesse de la Meuze, una prima de los reyes de Francia. Pero la anciana murió cuando él no era más que un niño, y el lugar había permanecido cerrado desde aquel entonces.
– Qué triste. Me pregunto por qué no habrá aparecido nadie dispuesto a arreglarlo.
– Probablemente porque eso costaría mucho dinero. Los franceses han pasado por malos tiempos. Y una vez que se restaura una casa como ésta, tampoco resulta fácil mantenerla -dijo William que sabía muy bien cuánto dinero y atención se necesitaba para mantener Whitfield, y con la certeza de que hacer lo mismo con ese lugar sería mucho más costoso.
– Creo que es una pena.
Sarah se entristecía sólo de pensar en la vieja mansión, en lo que podía haber sido o había sido alguna vez. Le habría encantado arremangarse y ayudar a William a restaurarlo. Volvieron a subir al coche y él se volvió a mirarla con curiosidad.
– ¿Hablas en serio, Sarah? ¿De veras te gusta tanto este lugar? ¿Te gustaría de verdad hacer una cosa así?
– Me encantaría -contestó ella con la mirada encendida.
– Representa mucho trabajo, y las cosas no funcionarán a menos que tú misma te encargues de hacer una buena parte de ello. Tienes que martillear, trabajar y sudar al lado de los hombres que te ayuden a hacerlo. Mira, he visto a Belinda y a George restaurar su castillo y no tienes ni la menor idea del trabajo que les ha costado.
Pero también sabía lo mucho que les gustaba, y el cariño que les había llegado a coger en tan poco tiempo.
– Sí, pero ese castillo es mucho más grande que éste, además de más antiguo -explicó Sarah, deseando tener una varita mágica que le permitiera tomar posesión del Château de la Meuze.
– Esto tampoco sería nada fácil -dijo William con buen sentido-. Hay que restaurarlo absolutamente todo, incluida la casa del guarda, los establos y los cobertizos.
– No me importa -afirmó ella con tenacidad-. Me encantaría hacer algo así…, si tú me ayudaras -añadió mirándole.
– Creía que no volvería a embarcarme en un proyecto como éste. He tardado más de quince años en conseguir que Whitfield estuviera como es debido. Pero no sé, tal y como lo planteas, parece muy sugerente.
Le sonrió, volviendo a sentirse afortunado y feliz, como desde que la había conocido.
– Podría ser algo tan maravilloso…
Los ojos de Sarah volvían a brillar y él sonrió. En manos de ella, se dejaba convencer con facilidad y habría hecho cualquier cosa que ella deseara.
– Pero ¿aquí, en Francia? ¿No te parece que sería mejor en Inglaterra?
Intentó ser amable, pero lo cierto era que Sarah se había enamorado del lugar, aunque no quería presionarle ni mostrarse caprichosa. Quizá fuera algo demasiado caro o, como él decía, llevara mucho trabajo.
– A mí me encantaría vivir aquí. Pero quizá podamos encontrar algo parecido en Inglaterra.
Eso, sin embargo, no parecía tener mucho sentido. Él ya poseía Whitfield que, gracias a sus esfuerzos, se encontraba en un excelente estado de conservación. Aquí, en cambio, todo era diferente. Podían convertirlo en un nido para los dos, que habrían restaurado con sus propias manos; algo que habrían creado y reconstruido ellos, el uno junto al otro. Sarah nunca se había sentido tan ilusionada en toda su vida, y sabía que era realmente una locura. Lo último que necesitaban era un destartalado castillo en Francia.
Mientras se alejaban en el coche, hizo esfuerzos por olvidarse de la idea, pero durante el resto del viaje no pudo dejar de pensar en el solitario château del que ya se había enamorado. Casi parecía tener alma propia, como un niño abandonado, o como un anciano muy triste. Pero sabía que, fuera lo que fuese, no estaba destinado a ser suyo, y no volvió a mencionarlo hasta que regresaron a París. No quería que William tuviera la impresión de que le presionaba, y ella sabía que era un sueño imposible.
Para entonces ya era Navidad y París tenía un aspecto hermoso. Acudieron una noche a cenar con los Windsor, en la casa que éstos tenían en el Boulevard Suchet, que había sido decorada por Boudin. En cuanto al resto del tiempo, lo pasaron a solas, disfrutando de sus primeras Navidades juntos. William llamó a su madre en varias ocasiones para asegurarse de que no se sentía sola, pero la anciana salía constantemente para visitar propiedades vecinas, cenar con parientes, y el día de Nochebuena estuvo en Sandringham, con la familia real, para su tradicional cena de Navidad. Bertie le había enviado un coche, con dos lacayos y una dama de compañía especialmente puestos a su disposición.
Sarah llamó a sus padres en Nueva York, sabiendo que Peter y Jane estarían en casa para Nochebuena y, por un momento, sintió nostalgia del hogar, pero William se comportaba tan bien con ella que su felicidad era completa. El día de Navidad le regaló un extraordinario anillo de zafiro comprado en Van Cleef, engarzado con diamantes, esmeraldas cabochon, zafiros y rubíes, todo ello en motivos florales. Ella había visto uno igual en la mano de la duquesa de Windsor y lo había admirado. Se trataba de una pieza poco corriente, y ella se quedó anonadada cuando William se la entregó.
– Cariño, me estás malcriando -le dijo.
Contempló con asombro todo lo que él le regaló; bolsos y pañuelos de seda, libros que sabía le gustarían, y que había obtenido en los puestos de librerías de lance situados a lo largo de la orilla del Sena, y pequeñas chucherías que le hicieron reír, como una muñeca idéntica a una que le había comentado que tuvo de pequeña. William la conocía muy bien y se mostraba increíblemente generoso y condescendiente.
Ella le regaló una magnífica pitillera de oro y esmalte azul de Cari Fabergé, que contenía una inscripción de la zarina Alejandra al zar, en 1916, y algunos objetos de equitación comprados en Hermès por los que él había mostrado interés, así como un nuevo reloj de Cartier, de mucho estilo, en cuya parte posterior había hecho grabar: «Primeras Navidades. Primer amor, con todo mi corazón, Sarah». William se sintió tan conmovido al leerlo que unas lágrimas aparecieron en sus ojos y luego la llevó a la cama e hicieron el amor de nuevo. Se pasaron la mayor parte del día de Navidad en la cama, contentos de no haber regresado a Londres para participar en toda la pompa, las ceremonias y las interminables tradiciones.
Al despertar, cuando ya acababa la tarde, él le sonrió al tiempo que ella entreabría lentamente los ojos. La besó en el cuello y le dijo una vez más lo mucho que la quería.
– Tengo algo más para ti -confesó.
No estaba muy seguro de saber si a ella le gustaría o no. Era la mayor locura que había cometido, el momento más alocado de su vida y, sin embargo, tenía la sensación de que a ella le encantaría. Y, en efecto, le agradó de tal manera que William dio por bien empleados todos los problemas que había tenido que superar para conseguirlo. Sacó un paquete de un cajón, envuelto en papel dorado y atado con una cinta del mismo color.
– ¿Qué es? -preguntó ella mirándole con la curiosidad de una niña, mientras él se sentaba a su lado.
– Ábrelo.
Así lo hizo, lenta, cuidadosamente, creyendo que quizá contenía otra joya. El paquete era lo bastante pequeño como para dar esa impresión. Pero al quitar el papel encontró una caja, dentro de la cual había una diminuta casita de madera hecha con cerillas. Sin saber de qué se trataba, le miró con expresión interrogante.
– ¿Qué es, cariño?
– Levanta el tejado -insistió él, expectante y burlón.
Lo levantó y dentro de la casita encontró una diminuta tira de papel, en la que sólo decía: «Château de la Meuze. Feliz Navidad, 1938. De William, con todo mi amor».
Sarah volvió a mirarle, atónita. Leyó de nuevo las palabras y entonces, de pronto, comprendió lo que él había hecho. Lanzó un grito de sorpresa, incapaz de creer que su esposo hubiera hecho algo tan maravillosamente insensato. Ella nunca había deseado tanto una cosa.
– ¿Lo has comprado? -preguntó, resplandeciente, rodeándole el cuello con los brazos, y luego se dejó caer desnuda sobre su regazo, llena de excitación-. ¿Lo has hecho? -insistió.
– Es tuyo. No sé si es un disparate o si hemos hecho algo brillante. Si no lo quieres, siempre podemos vender el terreno, o dejar que se pudra y olvidarnos de él.
Ella estaba tan excitada que casi parecía fuera de sí, y a él le emocionaba que se sintiera tan contenta con su regalo.
No le había costado gran cosa, a excepción de los muchos problemas que había encontrado para cerrar el trato. En cuanto al dinero en verdad la cantidad que había pagado resultó ser ridícula. Le había costado mucho más restaurar su pabellón de caza en Inglaterra que comprar el Château de la Meuze, con todos sus tierras, terrenos y edificios.
Lo que fue bastante más complicado de lo que imaginó en un principio resultó ser encontrar a los herederos, pues había cuatro, dos de ellos vivían en Francia, otro en Nueva York y el último en alguna parte de Inglaterra. Pero sus abogados le habían ayudado a solucionarlo todo. Y el padre de Sarah se encargó de ponerse en contacto a través del banco con la heredera de Nueva York. Todos ellos eran primos lejanos de la condesa que había muerto ochenta años antes, tal y como les había dicho el campesino. En realidad, las personas a las que había comprado el château se hallaban alejadas de ella desde hacía varias generaciones, pero nadie había sabido hasta entonces qué hacer con aquella mansión, o cómo dividirla, de modo que terminaron abandonándola a su destino, hasta que Sarah la descubrió y se enamoró de ella.
Entonces, ella miró preocupada a William.
– ¿Te ha costado una fortuna?
Se habría sentido muy culpable en tal caso, aun cuando en el fondo de su corazón pensara que habría valido la pena. Pero la verdad era que la había comprado por poco dinero. De hecho, los cuatro herederos se sintieron muy aliviados al librarse de ella, y ninguno de ellos se había mostrado particularmente ávido.
– La fortuna tendremos que gastarla cuando empecemos la restauración.
– Te prometo que yo misma haré todo el trabajo…, ¡todo! ¿Cuándo podemos regresar y empezar?
Saltaba alegremente sobre su regazo, como una niña, y él gemía de angustia y placer.
– Antes tenemos que regresar a Inglaterra. Tengo un par de asuntos que solucionar allí. No sé…, quizá podamos venir en febrero… ¿Qué te parece en marzo?
– ¿No podríamos venir antes? -preguntó como una niña pequeña y feliz en la mañana de Navidad, ante lo que él sonrió.
– Lo intentaremos. -Se sentía inmensamente complacido al ver lo mucho que le había gustado a ella. Ahora, él también estaba excitado y pensó que incluso resultaría divertido ayudarla en la restauración, si es que eso no los mataba a los dos-. Me alegro mucho que te haya gustado. En una o dos ocasiones dudé, creyendo que ya lo habías olvidado y que en realidad no lo querías. Y te aseguro que tu padre está convencido de que me he vuelto loco. En otra ocasión te mostraré algunos de los cables que me ha enviado. Ha llegado a decir que esta idea parece tan equivocada como la granja que tenías la intención de comprar en Long Island, y que ahora ya tiene claro que los dos no estamos en nuestros cabales y que, por lo tanto, nos complementamos a la perfección.
Ella se echó a reír al pensar de nuevo en la mansión y luego observó a William con una mirada maliciosa cuyo significado él no tardó en comprender.
– Yo también tengo algo para ti… No quería decirte nada hasta que regresáramos a Inglaterra y estuviera totalmente segura, pero ahora creo que es posible que…, que vayamos a tener un hijo.
Le miró tímidamente, aunque complacida al mismo tiempo y él se quedó mirándola durante un rato, mudo de asombro.
– ¿Tan pronto? ¿Lo dices en serio, Sarah? -preguntó al fin, incrédulo.
– Creo que estoy embarazada. Tuvo que haber sucedido en nuestra noche de bodas. Estaré segura del todo dentro de unas pocas semanas.
Pero, en rigor, ya había reconocido las primeras señales. Esta vez se había dado cuenta por sí sola.
– Sarah, cariño, ¡eres realmente extraordinaria!
Y así, en una sola noche, acababan de adquirir un château en Francia y de formar una familia, aunque el niño apenas había sido concebido y el château estuviera medio en ruinas desde hacía casi un siglo, a pesar de lo cual ambos se sintieron tremendamente orgullosos.
Se quedaron en París, y esos días pasearon al borde del Sena, hicieron el amor y cenaron tranquilamente en pequeños bistros hasta poco después del Año Nuevo. Luego, regresaron a Londres para ser el duque y la duquesa de Whitfield.