27

Transcurrieron tres angustiosos años antes de que Isabelle volviera a París. Lo hicieron cuando Sarah los invitó a la fiesta del trigésimo aniversario de Whitfield's, que se celebró en el Louvre, que ocuparon parcialmente para ello. Nunca se había hecho hasta entonces y Emanuelle tuvo que utilizar sus contactos gubernamentales para conseguir el permiso. Se cerraría toda la zona adyacente y se necesitaría la vigilancia de cientos de guardias del museo y de gendarmes. Pero Sarah sabía que sería un éxito. Lorenzo, por su parte, sabía que no podía perderse un acontecimiento así. La propia Sarah se quedó asombrada cuando aceptaron la invitación. Para entonces, Isabelle y Lorenzo ya llevaban cinco años casados, y Sarah ya casi se había resignado a la distancia entre ellos. Concentró sus energías y su afecto en Xavier, Julian y, hasta cierto punto, Phillip, a pesar de que a este último lo veía poco. Llevaba casado con Cecily desde hacía trece años y en la prensa se hacían insinuaciones sobre sus aventuras extramatrimoniales, que habitualmente nunca se confirmaban por respeto a su posición, en opinión de Sarah. Según algunos, el duque de Whitfield era bastante peligroso.

La fiesta que dio Sarah fue la más deslumbrante que se había visto en París. Las mujeres eran tan hermosas que casi cortaban la respiración, y los hombres tan relevantes que con los que había en la mesa de honor podían haberse formado cinco gobiernos. Asistieron el presidente de Francia, los Onassis, los Grimaldi, los árabes, los griegos, muchos estadounidenses importantes y todas las cabezas coronadas de Europa. Todo aquel que hubiera llevado alguna vez una de sus joyas estaba allí, así como muchas mujeres jóvenes que esperaban llevarlas algún día. Había cortesanas y reinas, personajes muy ricos y muy famosos. En comparación, la fiesta dada cinco años antes fue aburrida. No se reparó en gastos, y la propia Sarah se entusiasmó al verlo. Permaneció sentada tranquilamente, disfrutando de su victoria, contemplándolo todo, mientras mil personas cenaban y bailaban, bebían y charlaban para alegría de la prensa. Indudablemente, muchas de ellas se comportaron maliciosamente en un sentido amplio, aunque nadie pareció enterarse.

Julian acudió acompañado por una joven muy bonita, una actriz sobre la que Sarah había leído recientemente algún escándalo, y que significaba un cambio interesante para él. Últimamente, había estado saliendo con una modelo brasileña despampanante. Nunca le faltaban mujeres, pero siempre se comportaba bien. Le querían cuando llegaba y cuando se marchaba. No podía pedirse más de él. A Sarah le habría gustado que eligiera una esposa pero, a los 29 años, todavía no daba la menor señal de querer hacerlo, y ella tampoco insistía.

Phillip trajo a su esposa, desde luego, pero se pasó la mayor parte de la velada con una joven que trabajaba para Saint Laurent. La había conocido en Londres el año anterior y ambos parecían tener mucho en común. Siempre observaba a las mujeres que acompañaban a Julian, y había visto a la actriz, pero no logró que se la presentara, y luego se perdieron entre la multitud. Más tarde, tardó mucho en encontrar a Cecily, que hablaba educadamente con el rey de Grecia sobre caballos.

Sarah observó complacida que Isabelle era una de las mujeres más hermosas. Llevaba un ceñido vestido de Valentino que revelaba su escultural figura, y el largo cabello negro le caía en cascada por la espalda. Además, lucía un notable collar y brazalete de diamantes, con pendientes a juego, que Julian le había prestado. Pero ni siquiera necesitaba joyas. Sencillamente, era tan hermosa que la gente no podía dejar de mirarla y a Sarah le agradó mucho que hubiera acudido a la fiesta. No se hacía ilusiones acerca del motivo por el que habían venido. Aquella noche, Lorenzo estuvo deambulando entre la multitud, yendo detrás de la realeza y posando constantemente para los periódicos. Sarah lo observó, como hizo su esposa, que lo miraba tranquilamente, pero no hizo ningún comentario, pese a que era fácil ver que algo andaba mal. Esperó a que Isabelle le dijera algo, pero no lo hizo. Se quedó hasta tarde, bailó con sus amigos, sobre todo con un príncipe francés muy conocido que siempre le había gustado. Había muchos hombres a los que les habría gustado cortejarla, ahora que tenía veintitrés años y era tan hermosa, pero ella había estado fuera durante cinco años, y estaba casada con Lorenzo.

Al día siguiente Sarah les invitó a almorzar en Le Fouquet, para agradecerles la ayuda que le habían prestado en la fiesta. Emanuelle también estuvo presente, así como Julian, Phillip y Cecily, Nigel, su amigo diseñador, Isabelle y Lorenzo. Xavier ya se había marchado para entonces. Llevaba varios meses rogándole a Sarah que le permitiera visitar a unos viejos amigos de ella que vivían en Kenia. Al principio se había resistido a concederle el permiso, pero se mostró tan insistente, y ella estaba tan ocupada con los planes para la fiesta de aniversario, que al final le dejó partir, cosa que él agradeció profusamente. A los catorce años sólo deseaba ver el mundo, y cuanto más lejos fuese mejor. Le encantaba estar con ella, y vivir en Francia, pero experimentaba un anhelo constante por lo exótico y lo desconocido. Había leído cuatro veces el libro de Thor Heyerdahl y parecía saberlo todo sobre África, el Amazonas y otros muchos lugares repartidos por el mundo a los que ningún miembro de su familia había deseado ir. Definitivamente, era un muchacho muy suyo, algo parecido a William en ciertos aspectos, y a Sarah en otros; poseía algo de la calidez de Julian, y mucho del espíritu divertido de William. Pero también tenía un sentido de la aventura y una pasión por la vida alejada de las comodidades, que no compartía ningún otro miembro de la familia. Todos los demás preferían París o Londres, Antibes o incluso Whitfield.

– Somos un grupo muy aburrido comparados con él -comentó Sarah con una sonrisa.

El muchacho ya le había escrito media docena de cartas sobre los fabulosos animales que había visto. Y ya estaba preguntándole si le permitiría volver otra vez.

– Desde luego, no lo habrá aprendido de mí -dijo Julian con una sonrisa burlona, que se sentía mucho más feliz en un sofá que en un safari.

– Ni de mí -exclamó Phillip riéndose de sí mismo por una vez.

Inmediatamente, Lorenzo se lanzó a contar una historia interminable que aburrió a todos, hablando de su querido amigo el marajá de Jaipur.

A pesar de su presencia, se lo pasaron bien durante el almuerzo y más tarde cada cual siguió por su camino, y todos los Whitfield se despidieron de su madre. Julian se iba a Saint-Tropez con unos amigos para descansar unos días después de todo el trabajo que le había dado aquella fiesta gigantesca. Phillip y Cecily volvían a Londres. Nigel se quedaba en París a pasar unos pocos días con su amigo. Emanuelle se reintegraba al trabajo. Sólo Isabelle parecía no saber qué hacer después del almuerzo. Lorenzo dijo que tenía que recoger algo en Hermès y que deseaba ver a unos amigos. No se marchaban hasta dentro de otro día y, por primera vez en varios años, Isabelle parecía querer hablar con su madre. Cuando finalmente se encontraron a solas, vaciló y Sarah le preguntó si quería tomar otra taza de café.

Ambas pidieron un café, e Isabelle se acercó para sentarse al lado de su madre. Se había instalado en el otro extremo de la mesa, y ahora había algo profundamente desgraciado en sus ojos, miró a su madre con expresión apesadumbrada y, finalmente, las lágrimas se le saltaron de los ojos, por mucho que ella intentó contenerlas.

– Supongo que no tengo el derecho de quejarme ahora, ¿verdad? -empezó preguntando de un modo lastimero. Sarah le acarició la mano con ternura, deseando poderla librar de su dolor, del que ella había tratado de protegerla desde el principio. Pero ya había aprendido hacía tiempo la dura lección de que eso era algo que no podía hacer por su hija-. De hecho, no tengo derecho a quejarme, puesto que me lo advertiste.

– Sí, claro que lo tienes -le dijo Sarah sonriendo tristemente-. Una siempre puede quejarse. -Y entonces decidió ser franca con ella-. Eres desgraciada, ¿verdad?

– Mucho -admitió Isabelle, limpiándose una lágrima de la mejilla-. No tenía ni la menor idea de cómo sería… Era tan joven y tan estúpida. Todos vosotros lo sabíais, y yo estuve tan ciega.

Todo eso era cierto, a pesar de lo cual Sarah se sentía apenada. En esta ocasión, tener razón no representaba ningún consuelo para ella. No a costa de la felicidad de su hija. Le desgarraba el corazón verla tan desgraciada. Durante aquellos años había intentado resignarse a no verla más, pero siempre le había resultado doloroso. Ahora, al verla tan desgraciada, la distancia que su hija había puesto entre ellas parecía un despilfarro.

– Eras muy joven -justificó Sarah-, y muy tozuda. Y él fue muy astuto. -Isabelle asintió con tristeza. Ahora lo sabía muy bien-. Jugó contigo como si tocara un violín para obtener la melodía que deseaba. -En realidad, había jugado con todos ellos, les había ganado la partida al convencer a Isabelle para que se casara con él. Resultaba fácil perdonar a Isabelle, pero no tanto a Lorenzo-. Sabía muy bien lo que hacía.

– Mucho más de lo que te imaginas. En cuanto llegamos a Roma y consiguió lo que deseaba, todo empezó a cambiar. Por lo visto, incluso había elegido el palazzo, y ya se lo había dicho a todas las personas importantes que conocía, asegurando que lo necesitaríamos para los hijos que íbamos a tener, así como la villa en Umbría. Y luego se compró el Rolls, y el yate, y el Ferrari y entonces, de repente, dejé de verlo. Siempre estaba fuera, con sus amigos, y los periódicos empezaron a publicar cosas sobre él y otras mujeres. Cada vez que yo le preguntaba, se echaba a reír y me decía que eran viejas amigas, o primas. Por lo visto, debía de estar emparentado con media Europa -dijo con una mueca burlona, mirando directamente a su madre-. Me ha engañado durante años. Ahora, ni siquiera se molesta en ocultarlo. Hace lo que quiere, y dice que yo no puedo hacer nada para evitarlo. En Italia no existe el divorcio, y está emparentado con tres cardenales, por lo que dice que nunca se divorciará de mí.

Parecía sentirse impotente, allí sentada. Sarah no sabía que las cosas hubieran llegado hasta tal punto, o que él se hubiera atrevido a mostrarse tan cínico. ¿Cómo se atrevía a venir aquí, a sentarse junto a todos ellos, a participar en la fiesta, perseguir a sus amigas, después de haber abusado tanto de su hija? Palideció de ira.

– ¿Le has pedido el divorcio? -preguntó Sarah preocupada, acariciando la mano de su hija, ante lo que Isabelle asintió.

– Hace dos años, cuando mantuvo una relación apasionada con una mujer muy conocida en Roma. Ya no podía soportarlo más. Lo publicaron todo en los periódicos, y no vi la necesidad de seguir con el juego. -Sarah la abrazó e Isabelle lanzó un bufido y continuó explicando su triste historia-. El año pasado se lo volví a pedir, pero siempre se ha negado, diciéndome que debo resignarme a aceptar el hecho de que estamos casados para siempre.

– Quería casarse con tu cuenta bancaria, no contigo.

Siempre lo quiso así, y según Julian, había tenido mucha suerte. Guardó buena parte del dinero que Isabelle le había entregado, y siguió haciéndola pagar a ella por todo, algo que a Isabelle no le habría importado si él la hubiese amado. Pero Lorenzo no la había amado nunca. Desde que su primera pasión se agotó, cosa que sucedió con bastante rapidez, no hubo absolutamente nada, excepto cenizas.

– Al menos no has tenido hijos con él. Si logras salir de esta situación, todo será menos complicado de esta manera. Y todavía eres joven. Ya los podrás tener más tarde.

– No con él -dijo Isabelle con rabia, bajando todavía más el tono de voz, mientras permanecían sentadas ante la mesa y los camareros se mantenían a una distancia discreta-. Ni siquiera podemos tener hijos.

Esta vez, Sarah quedó asombrada. Hasta entonces, nada de lo que le había dicho su hija la había sorprendido, excepto esto.

– ¿Por qué no? ¿Hay algún problema?

Cuando dijeron de casarse, Lorenzo había amenazado incluso con la posibilidad de que ella pudiera estar embarazada; ésa fue la razón principal por la que no quisieron esperar hasta Navidades. Y no era tan viejo como para no poder tenerlos. Ahora tenía 54 años, y William tenía más cuando ella quedó embarazada de Xavier, y ni siquiera se encontraba con buena salud, recordó Sarah amorosamente.

– Sufrió graves heridas de niño y es estéril. Su tío me lo contó. Enzo nunca me ha contado nada y al preguntárselo se echó a reír. Dijo que yo tenía mucha suerte porque estaba muy versado en el control de natalidad. Me mintió, mamá…, me dijo que tendríamos docenas de hijos. -Las lágrimas seguía derramándose por sus mejillas-. Creo que si tuviéramos hijos hasta podría soportar seguir viviendo con él, por mucho que le odiara.

Ahora había en su corazón un anhelo que nada podía llenar. Durante cinco largos años no había tenido a nadie a quien amar, a nadie que la amara. Ni siquiera su familia, que Lorenzo se había encargado de enfrentar con ella.

– No es ésa la forma de tener hijos, querida -dijo Sarah con serenidad-. No se puede criar a los hijos a partir de una situación tan desdichada.

Pero tampoco deseaba que su hija siguiera viviendo así.

– Ahora ya no nos acostamos juntos. No lo hemos hecho desde hace tres años. Nunca se le ve por casa, excepto para recoger sus camisas y conseguir dinero. -Pero algo de lo que le dijo Isabelle llamó la atención de Sarah, y tomó nota para analizarlo más tarde. El príncipe Di San Tebaldi no era tan astuto como parecía, aunque casi-. Ya no me importa -continuó diciendo Isabelle-. No me importa nada. Es como estar encerrada en una prisión.

Y ése era el aspecto que ofrecía. A la luz del día, Sarah comprendió que Emanuelle tuvo razón con los comentarios que le hizo al regresar de Roma, y ahora sabía por qué. Isabelle tenía un aspecto alicaído y pálido, y se sentía desesperadamente desgraciada con motivos.

– ¿Quieres volver a casa? Probablemente, aquí conseguirías el divorcio. Te casaste en el château.

– Volvimos a casarnos en Italia -dijo Isabelle, con desesperanza-. Por la Iglesia. Si consigo el divorcio aquí, no sería legal en Italia y, de todos modos, nunca podría volver a casarme. Sería ilegal. Lorenzo dice que tengo que resignarme a mi destino, pero que él no va a ninguna parte.

Una vez más, como en otra ocasión, los tenía a todos bien atrapados, algo que a Sarah no le gustó lo más mínimo. Aquello era mucho peor de lo que había sido su primer matrimonio o, en todo caso, bastante similar. Y su padre había logrado sacarla del atolladero. Sabía que tenía que encontrar un medio de ayudar a su hija.

– ¿Qué puedo hacer para ayudarte? ¿Qué quieres, cariño? -preguntó Sarah afectuosamente-. Hablaré inmediatamente con mis abogados, pero creo que deberás esperar el momento oportuno. Finalmente, habrá algo que deseará más que a ti, y entonces quizá podamos llegar a un acuerdo con él.

Debía admitir, sin embargo, que no sería nada fácil. Era un tipo duro.

Entonces Isabelle la miró de un modo extraño. Había algo que deseaba mucho, no tanto como el divorcio o un hijo, pero al menos le ayudaría a dar a su vida un cierto significado. Lo llevaba pensando desde hacía tiempo, pero tuvo la sensación de que no debía pedírselo, dada la distancia que había existido entre ellas.

– Me gustaría tener una tienda -susurró, y Sarah la miró nuevamente sorprendida.

– ¿Qué clase de tienda?

Sarah se imaginó que se refería a una especie de boutique, pero no se trataba de nada de eso.

– Una joyería Whitfield's -contestó ella con la más absoluta seguridad.

– ¿En Roma? -A Sarah nunca se le había ocurrido pensarlo. Los italianos ya tenían a Buccellati y a Bulgari. Ni siquiera había considerado la posibilidad de abrir una sucursal en Roma aunque, desde luego, ahora le pareció una idea excelente, a pesar de que Isabelle era demasiado joven para dirigirla-. Es una idea interesante, pero ¿estás segura?

– Absolutamente.

– ¿Y si tienes éxito y logras divorciarte de él, o sencillamente decides marcharte, divorciada o no? ¿Qué haremos entonces?

– No haré nada de eso. Me gusta Italia. Lo que odio es a Lorenzo y mi vida con él. Pero allí se vive de maravilla. -Su rostro se iluminó por primera vez en toda la conversación-. Tengo amigos fantásticos y las mujeres son muy elegantes y llevan toneladas de grandes joyas. Mamá, sería un gran éxito, te lo prometo.

Sarah no estaba en desacuerdo con lo que había dicho sobre las mujeres italianas, pero para ella se trataba de una idea nueva y tenía que pensar sobre ella.

– Deja que me lo piense. Y tú piénsatelo también. No te metas en esto apresuradamente. Representa una gran cantidad de trabajo y un tremendo compromiso. Tendrás que trabajar muy duro, durante muchas horas. En todo esto hay mucho más que apariencias. Habla con Emanuelle, con Julian. Tienes que estar muy convencida antes de dar un paso así.

– Es todo lo que he deseado desde hace un año, pero no sabía cómo decírtelo.

– Bueno, pues ya lo has hecho -dijo Sarah sonriéndole-. Ahora, deja que me lo piense y habla con tus hermanos. -Y luego, poniéndose nuevamente seria añadió-: Y déjame también pensar cómo puedo ayudarte con Lorenzo.

– No puedes -dijo Isabelle con tristeza.

– Nunca se sabe.

En el fondo de su corazón sospechaba que lo único que se necesitaría sería dinero. De la forma correcta y en el momento oportuno. Sólo esperaba que ese momento llegara pronto, para que Isabelle no tuviera que permanecer casada con él durante mucho más tiempo.

Permanecieron allí sentadas, hablando durante otra hora, y luego regresaron caminando lentamente hacia la joyería, cogidas del brazo. A Sarah le agradó mucho volverla a sentir a su lado, como no había estado desde hacía años, desde que era una dieciochoañera y la perdió tan dolorosamente. Había sido casi tan penoso como perder a Lizzie ya que Isabelle había estado como muerta para ella en muchos sentidos. Pero ahora había vuelto, y Sarah se sentía contenta por ello.

Isabelle la dejó a la entrada de la tienda y se marchó a tomar el té con una vieja amiga de la escuela y que iba a casarse pronto. Isabelle envidiaba su inocencia. Qué hermoso habría sido poder empezar todo de nuevo. Pero sabía que para ella no existía esa esperanza. Su vida, por muy vacía que estuviera, terminaría con Lorenzo. Al menos, si su madre le permitía abrir una tienda tendría algo que hacer, podría concentrarse en eso, en lugar de permanecer todo el tiempo sentada en casa odiando a su esposo, llorando siempre que veía a un niño, al pensar en los hijos que nunca había tenido. Podría haber vivido sin ellos si él la hubiera amado, o sin su amor de haber tenido un hijo que la consolara, pero no tener ninguna de las dos cosas era un doble castigo para ella y a veces se preguntaba qué había hecho para merecerse esto.


– Es demasiado joven -dijo Phillip con absoluta firmeza cuando Sarah se lo dijo.

Ya lo había discutido con Julian, quien creía que se trataba de una idea interesante. Le gustaban algunas de las joyas antiguas de Buccellati, así como muchos de los nuevos diseños que estaban haciendo los jóvenes diseñadores italianos. Pensaba que podrían hacer algo original en Roma, diferente tanto de París como de Londres, con cada una de las joyerías manteniendo su propio estilo, y con sus propios clientes. Londres tenía a la reina y a la vieja guardia, París a los personajes deslumbrantes, los elegantes y muy ricos, sobre todo a los nuevos. Y Roma tendría a todos aquellos italianos ávidos de estilo que devoraban las joyas.

– Podríamos conseguir a alguien que la ayudara; eso no es lo importante -dijo Sarah, rechazando las objeciones de su hijo-. La verdadera cuestión consiste en saber si Roma es el mercado adecuado.

– Creo que lo es -dijo Julian con tranquilidad, que participaba en la misma conversación.

– Creo que no sabéis de lo que habláis, como siempre -espetó Phillip, haciendo que a Sarah le doliera el corazón con sus palabras.

Siempre hacía cosas así. Julian era todo lo que él mismo quería ser, y precisamente todo lo que no era: atractivo, encantador, joven, adorado por todos y el preferido de las mujeres. Con el paso de los años, Phillip se había vuelto particularmente rígido, tanto que casi parecía marchitado, y en lugar de ser sensual, era perverso. Tenía ya cuarenta años y, para tristeza de su madre, daba la impresión de tener cincuenta. El estar casado con Cecily no le había servido de nada, pero ésa había sido su elección, y seguía siendo la clase de esposa que deseaba, respetable, apagada, bien educada y habitualmente ausente. Se pasaba la mayor parte del tiempo en el campo, con sus caballos. Y recientemente había comprado una caballeriza en Irlanda.

– Creo que todos deberíamos estar juntos en esto -dijo Sarah con naturalidad-. ¿Podéis venir aquí tú y Nigel? ¿O quieres que nos desplacemos nosotros a Londres?

Al final, decidieron que sería más sencillo que Nigel y Phillip fueran a París. Isabelle y Lorenzo ya se habían marchado, y los cinco discutieron durante tres días, pero al final ganó la idea de Emanuelle, al señalar que si William y Sarah no hubieran tenido el valor suficiente para intentar algo nuevo y diferente, y entonces casi tan arriesgado como esto parecía ahora, las joyerías Whitfield's no existirían, y que si no continuaban creciendo y expandiéndose llegaría el día en que dejarían de existir. Estaban a punto de entrar en los años ochenta, una época de expansión. Tenía la sensación de que debían mirar hacia Roma, incluso Alemania o tal vez Nueva York. El mundo no empezaba y terminaba en Londres y París.

– Argumento bien desarrollado -dijo Nigel.

En estos últimos tiempos tenía muy buen aspecto, siempre con aire distinguido, y a Sarah le aterraba la idea de que algún día decidiera jubilarse. Ahora ya casi contaba con setenta años. No obstante, y a diferencia de Phillip, Nigel aún miraba hacia el futuro, atento al mundo, probando nuevas ideas y atreviéndose a avanzar.

– Creo que ella tiene razón -añadió Julian-. No podemos permanecer sentados, satisfechos con lo alcanzado. Ésa es la forma más segura de acabar con el negocio. En realidad, creo que deberíamos haber pensado en algo así desde hace tiempo, sin necesidad de que Isabelle lo planteara. Su idea ha llegado en buen momento.

Por la noche, todos se habían puesto de acuerdo, aunque Phillip sólo de mala gana. Creía que abrir una sucursal en cualquier otra parte de Inglaterra tenía mucho más sentido que hacerlo en Roma, idea que vetaron todos los demás. De algún modo, nunca creía realmente que hubiera cualquier otro sitio que importara excepto Inglaterra.

Sarah se encargó de llamar a Isabelle esa misma noche, le dio la noticia y pareció como si le hubieran regalado la Luna. La pobre estaba anhelante, de vida, de amor, de afecto y de un sentido para su vida. Sarah le prometió ir a verla la próxima semana, para discutir sus planes. Cuando lo hizo, le intrigó darse cuenta de que no había visto ni una sola vez a Lorenzo durante los cinco días que duró su estancia en Roma.

– ¿Dónde se ha metido? -se atrevió a preguntar al final.

– Está en Cerdeña, con unos amigos. He oído decir que tiene una nueva amante.

– Muy amable por su parte -dijo Sarah con acritud, recordando de repente a Freedie, cuando apareció con sus fulanas durante la fiesta de aniversario.

Entonces se lo contó a Isabelle por primera vez, y su hija se la quedó mirando, incrédula.

– Siempre supe que te habías divorciado, pero en realidad no sabía por qué. Creo que ni siquiera se me ocurrió pensarlo de pequeña. Jamás se me ocurrió que tú hubieras podido cometer un error o ser desgraciada…

O casarse con un hombre capaz de traer a unas prostitutas a casa de sus padres. Incluso cuarenta años más tarde constituía toda una historia.

– Cualquiera puede cometer un error. Yo cometí uno muy grande. Y tú también. Pero logré salir de aquello, con la ayuda de mi familia. Fue entonces cuando conocí a tu padre. Algún día tú también conocerás a alguien maravilloso. Espera y verás.

La besó con ternura en la mejilla y regresó al Excelsior, donde se alojaba.

Durante todo el siguiente año trabajaron frenéticamente en el local que habían alquilado en Via Condotti. Era más grande que las otras dos tiendas, y sumamente distinguida. Fue un verdadero espectáculo; Isabelle estaba tan nerviosa que apenas si podía soportarlo. Según comentó con unos amigos, era casi como tener un hijo. La nueva joyería era todo lo que podía comer, pensar, beber, hablar, y ahora ya no le preocupaba no ver a Enzo, quien se lo tomaba a guasa, y le decía que algún día caería de bruces. Pero no había contado con Sarah.

Contrató a una empresa de relaciones públicas para que adulara a la prensa italiana, hizo que Isabelle diera fiestas, se relacionara con la alta sociedad romana de muchas formas que a ella no se le habían ocurrido. Se entregó a hacer obras de caridad, ofreció almuerzos y asistió a acontecimientos importantes en Roma, Florencia y Milán. De repente, lady Isabelle Whitfield, la principessa Di San Tebaldi, se convirtió en uno de los personajes más solicitados de Roma. Cuando ya estaban a punto de inaugurar la joyería, hasta su esposo prestaba atención a lo que hacían. Lorenzo hablaba con sus amigos sobre la tienda, fanfarroneaba sobre las fabulosas joyas que él mismo decía seleccionar y presumía de la gente que ya le había comprado. Isabelle se enteró de esas historias, pero no les dio la más mínima importancia. Se hallaba demasiado ocupada trabajando día y noche, comprobando estudios, hablando con los arquitectos, contratando al personal. Durante los dos últimos meses, Emanuelle acudió a Roma para ayudarla, y contrataron a un hombre joven muy capaz, hijo de un antiguo amigo suyo que había trabajado para Bulgari durante los últimos cuatro años, ocupando un puesto de cierta importancia. Se lo quitaron con relativa facilidad y su misión sería ayudar a Isabelle a dirigir la tienda. Casi no podía creer en su buena fortuna, y la miraba con mucho respeto, de modo que al cabo de poco tiempo se hicieron muy buenos amigos, y a Isabelle le gustaba. Era un hombre inteligente, bondadoso, amable y con un gran sentido del humor. También tenía esposa y cuatro hijos. Se llamaba Marcello Scuri.

La fiesta de inauguración que ofrecieron fue todo un acontecimiento social en Roma, y acudieron todos los personajes importantes de Italia, además de algunos de sus más fieles clientes de Londres y París. Llegó gente de Venecia, Florencia, Milán, Nápoles, Turín, Bologna y Perugia. Acudieron de todo el país. El año que se había pasado preparándolo todo dio sus frutos y la previsión de Sarah demostró ser brillante. Phillip tuvo que admitir a regañadientes que era una joyería fabulosa y, al verla, Nigel dijo que si se hubiera muerto en ese momento se habría sentido feliz. Todo fue absolutamente perfecto en Roma, las joyas que se exponían eran hermosas y selectas, con una mezcla perfecta entre lo viejo y lo nuevo, espectaculares y discretas a un tiempo, caras y realmente brillantes. Isabelle se sintió encantada con el éxito, como también lo estuvo su madre.

Marcello, el joven director, hizo un trabajo espléndido, como también Isabelle. Emanuelle se sintió muy orgullosa de ambos. Y los hermanos de Isabelle la alabaron por los excelentes resultados alcanzados. Había hecho un trabajo maravilloso. Tres días más tarde, cuando la dejaron para reincorporarse a sus propias joyerías, la tienda funcionaba a la perfección.

Emanuelle ya se había marchado el día anterior, para afrontar una pequeña crisis surgida en la joyería de París. Se había producido un asalto, aunque milagrosamente no se habían llevado nada, gracias al cristal a prueba de balas y a las puertas blindadas. Pero a Emanuelle le pareció mejor estar presente para levantar los ánimos a los empleados. El personal de la joyería estaba trastornado. Proteger las joyerías del robo se estaba convirtiendo en una tarea cada vez más complicada. Pero, por el momento, disponían de excelentes sistemas de seguridad, y habían tenido mucha suerte.

Sarah todavía estaba pensando en lo bien que había ido la inauguración de la sucursal de Roma cuando ella y Julian subieron al avión que les llevaría a París. Le preguntó a su hijo si se lo había pasado bien y él contestó afirmativamente. Lo había visto conversar con una joven y hermosa principessa, que más tarde sería bien conocida como modelo de Valentino. Desde luego, las mujeres romanas eran hermosas, pero ella tenía la sensación de que su hijo aminoraba el ritmo. Estaba a punto de cumplir los treinta años y había ocasiones en que Sarah sospechaba que empezaba a comportarse y a controlarse. Había cometido locuras durante un tiempo pero, a juzgar por lo que ahora leía sobre él en los periódicos, últimamente no lo hacía. Y cuando ya se disponían a aterrizar en Orly, Julian le explicó por qué.

– ¿Recuerdas a Yvonne Charles? -le preguntó inocentemente, ante lo que Sarah sacudió la cabeza.

Un momento antes habían estado hablando de negocios y no recordaba si la mujer mencionada era una clienta.

– Sólo de nombre. ¿Por qué? ¿La he conocido?

– Es una actriz. La conociste en la fiesta del aniversario, el año pasado.

– Junto con quizás otras mil personas. Al menos no voy a meter la pata. -Pero de repente la recordó, aunque no por la fiesta, sino por algo que había leído en los periódicos-. ¿No tuvo un divorcio bastante escandaloso hace unos años… y luego se volvió a casar? Creo recordar que leí algo sobre ella… ¿Por qué?

Pareció sentirse incómodo por un momento, mientras el avión aterrizaba. Era una pena que su madre tuviera todavía tan buena memoria. Pero a los 64 años seguía siendo una mujer tan despierta como siempre, fuerte y todavía hermosa para su edad. La adoraba, pero había veces en que deseaba que no prestara tanta atención a las cosas.

– Algo así… -contestó vagamente-. En realidad, ahora vuelve a divorciarse. La conocí entre dos de sus matrimonios… -o posiblemente durante, conociéndola como la conocía-, y hace unos pocos meses nos encontramos de nuevo.

– Qué coincidencia más afortunada -dijo Sarah sonriendo; a veces, todavía le parecía muy joven; en realidad, se lo parecía a todos-. Muy afortunada para ti.

– Sí, lo es. -Y entonces percibió en sus ojos algo que por un segundo la asustó-. Es una mujer muy especial.

– Debe serlo, sobre todo después de haber pasado por dos matrimonios. ¿Qué edad tiene?

– Tiene 24 años, pero es muy madura para su edad.

– Tiene que serlo.

No sabía qué decirle, ni a dónde pretendía ir a parar, pero tenía la sensación de que no le iba a gustar.

– Voy a casarme con ella -dijo Julian con calma.

Sarah sintió como si el suelo del avión hubiera desaparecido bajo sus pies.

– ¿De veras? -preguntó tratando de parecer indiferente, aunque el corazón le latió con fuerza en el momento de aterrizar-. ¿Y cuándo lo decidiste?

– La semana pasada. Pero estábamos todos tan ocupados con la inauguración que no quise decir nada hasta que hubiera pasado. -Qué considerado por su parte. Qué maravilloso que se casara con una joven que ya había estado casada dos veces, y que se lo dijera a su madre-. Te va a gustar mucho.

Confió en que tuviera razón, pero hasta el momento no le había gustado ninguna de las mujeres con las que salía. Empezaba a abandonar la esperanza de tener nueras y yernos a los que pudiera tolerar, y mucho menos que le cayeran bien. Por el momento, eso no había ido nada bien.

– ¿Cuándo voy a conocerla?

– Pronto.

– ¿Qué te parece el viernes por la noche? Podríamos cenar en Maxim's antes de que me marche de París.

– Eso sería estupendo -dijo él sonriéndole cálidamente. Y entonces ella se atrevió a preguntarle algo que intuyó no debería haber preguntado.

– ¿Te has decidido ya?

– Del todo. -Se lo había temido. Entonces, él se volvió a mirarla y se echó a reír-. Mamá…, confía en mí.

Hubiera deseado poder hacerlo, pero tenía en la boca del estómago la profunda sensación de que su hijo estaba cometiendo un error. Y cuando se encontraron en Maxim's, el viernes por la noche, supo que tenía razón.

La joven era muy hermosa, desde luego. Poseía esa belleza fría que uno se imagina tienen las suecas. Era alta, delgada, con una piel cremosa y unos grandes ojos azules, y el cabello de un rubio pálido cayéndole directamente sobre los hombros. Dijo que había sido modelo ya a los catorce años, pero que luego intervino en películas, y se había dedicado a actuar desde los diecisiete años. Había intervenido en cinco películas en siete años, y Sarah recordó vagamente que se había producido un escándalo al descubrirse que se había acostado con un director cuando todavía era menor de edad. Luego se había publicado algo sobre su primer divorcio de un joven actor con una vida agitada. Su segundo esposo había sido una elección más interesante. Se había casado con un playboy alemán y había tratado de atraparlo por una gran cantidad de dinero. Pero Julian insistió en que ambos habían llegado a un compromiso y querían casarse en Navidades.

Sarah no se entusiasmó lo suficiente como para celebrarlo. Hubiera querido regresar a casa y echarse a llorar. Volvía a suceder. Uno de sus hijos caía ciegamente en la trampa tendida por otra persona y se negaba absolutamente a entenderlo. ¿Por qué no podía limitarse a tener una aventura con ella? ¿Por qué tenía que engañarse diciéndose que esta joven era la más adecuada para casarse? Evidentemente, no lo era, eso lo habría visto hasta un ciego. Sí, se trataba de una mujer increíblemente hermosa y muy sensual, pero la mirada de sus ojos era fría, y todo en ella daba la impresión de estar calculado y planificado. No había nada de espontáneo, de sincero o de cálido. Y por la forma en que miraba a Julian, Sarah sospechaba que le gustaba, que le deseaba, pero no le amaba. Todo lo que veía en aquella mujer sugería que se trataba de alguien acostumbrado a usar y tirar las cosas. Y él se engañaba a sí mismo al decirse que era una joven adorable y que la amaba.

– ¿Y bien? -preguntó con expresión feliz una vez que Yvonne desapareció para empolvarse la nariz, después de cenar-. ¿No te parece fantástica? ¿No te gusta?

Estaba tan ciego que ella se exasperaba. Todos ellos lo estaban. Le dio unas palmaditas en la mano y le dijo que era una mujer muy hermosa, lo que era cierto. Al día siguiente, cuando él acudió a recoger algunos documentos a su despacho, trató de hablar del tema con discreción.

– Creo que el matrimonio es algo muy serio -empezó a decir con la sensación de tener cuatrocientos años y sentirse muy estúpida.

– Yo también lo creo -asintió él, extrañado de que su madre se mostrara tan pedante. Eso no era propio de ella. Por lo general se mostraba muy directa, pero ahora temía serlo. Ya había aprendido esa lección una vez, por mucha razón que hubiera tenido, y no quería perderlo. Pero con Julian sabía que era diferente. Isabelle se había comportado como una joven ardiente, y Julian adoraba a su madre y era menos probable que la rechazara por completo-. Creo que vamos a ser muy felices -dijo con gran optimismo, lo que ofreció a Sarah la ocasión que necesitaba.

– Yo no estoy tan segura. Yvonne es una mujer insólita, Julian. Ha demostrado tener un carácter marcado por frecuentes alteraciones, y lleva diez años cuidando de sí misma. – Según había explicado, abandonó la escuela para dedicarse a trabajar como modelo-. Es una luchadora. Sabe cuidar de sí misma, incluso puede que mucho más que tú. No estoy segura de que busque lo mismo que tú en el matrimonio.

– ¿Qué significa eso? ¿Crees que anda detrás de mi dinero?

– Es posible.

– Te equivocas -dijo Julian, mirándola enojado. Tratándose de él, no tenía razón para decirle aquello. Pero pensó que se lo decía porque era su madre-. Acababa de recibir medio millón de dólares de su esposo, en Berlín.

– Qué bien -dijo Sarah con frialdad-. ¿Y durante cuánto tiempo estuvieron casados?

– Ocho meses. Y lo abandonó porque él la obligó a abortar.

– ¿Estás seguro? Los periódicos dijeron que lo hizo por irse con el hijo de un armador griego, que luego la dejó a su vez por una jovencita francesa. El grupo de gente con el que te relacionas es un tanto complicado.

– Ella es una mujer decente, y lo pasó mal. Nunca ha tenido a nadie que se ocupe de ella. Su madre era una prostituta, y nunca llegó a saber quién fue su padre, que las abandonó antes de que ella naciera. Su madre se despreocupó totalmente de ella cuando apenas tenía trece años. ¿Cómo puedes esperar que en una situación así fuera a algún internado para señoritas, como mi hermana?

A pesar de eso, su hermana también había cometidos errores. Esta joven, en cambio, no estaba cometiendo ningún error, sino que tomaba decisiones inteligentes y calculadas. Y Julian era una de ellas. Podía verse con toda claridad.

– Espero que tengas razón, pero no quisiera verte desgraciado.

– Tienes que dejarnos nevar nuestras propias vidas -dijo él enojado-. No puedes decirnos lo que tenemos que hacer.

– Intento no decirlo.

– Lo sé -reconoció Julian haciendo un esfuerzo por calmarse. No deseaba enfrentarse con su madre, pero le entristecía que no se hubiera sentido más impresionada con Yvonne. Se había vuelto loco por ella desde que la conoció-. Lo que sucede es que siempre creíste saber lo que era bueno para nosotros, y a veces te equivocaste -añadió, aun admitiendo para sus adentros que eso no había sucedido con frecuencia, a pesar de lo cual él tenía el derecho de hacer lo que quisiera.

– Confío en equivocarme esta vez -dijo ella con tristeza.

– ¿Nos darás tu consentimiento?

Eso significaba mucho para él. Siempre la había adorado.

– Si la quieres… -Se inclinó hacia él y lo besó, con lágrimas en los ojos-. Te amo tanto…, no quiero verte sufrir nunca.

– No lo permitiré -dijo él con una expresión radiante.

Se marchó entonces, y Sarah se quedó a solas en su apartamento durante largo rato, pensando en William, en sus hijos, y preguntándose por qué todos ellos eran tan estúpidos.


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