A la mañana siguiente, mientras Edward Thompson tomaba el desayuno con su esposa, en el salón de la suite que ocupaban en el hotel Claridge, sonó el teléfono y la voz de la telefonista anunció una llamada del duque de Whitfield. Se produjo un momento de pausa desconcertada y entonces se oyó la voz cálida y alegre de William, que saludaba de forma amistosa.
– Espero no haber llamado demasiado temprano, señor, pero temía que hubieran decidido salir muy pronto, antes de poder contactar con ustedes.
– Nada de eso -dijo Edward mirando a su esposa, que tenía una expresión encantada y asentía con gestos vehementes mientras él seguía hablando. Victoria había comprendido en seguida la situación-. Estamos desayunando, a excepción de Sarah, porque ella no come nunca. No sé cómo se las arregla.
– En tal caso, tendremos que ocuparnos de eso -dijo William tomando nota para encargarle a su secretaria que le enviara un ramo de flores esa misma mañana-. ¿Tienen algún rato libre esta tarde? He pensado que a las damas les gustaría contemplar las joyas de la Corona, en la Torre de Londres. Uno de los pocos privilegios de mi rango consiste precisamente en poder hacer esa clase de visitas en momentos intempestivos. Puede resultar entretenido para Sarah y la señora Thompson. Ya sabe a qué me refiero…
Esta mañana sonaba un tanto distante y muy británico. Pero a Edward le había caído muy bien. Le consideraba un verdadero hombre y era evidente que se había despertado en él un interés considerable por Sarah.
– Estoy seguro de que les encantará. Y eso permitirá mantenerlas alejadas de las tiendas, aunque sólo sea durante una o dos horas. Le quedo muy agradecido.
Los dos hombres se echaron a reír y William dijo que pasaría a recogerles por el hotel a las dos de la tarde. Edward le aseguró que le estarían esperando. Algo más tarde, cuando Sarah salió de su habitación para tomar una taza de té, su padre mencionó con naturalidad que el duque de Whitfield había llamado por teléfono y que acudiría a las dos a recogerlos para ir a ver las joyas de la Corona, en la Torre de Londres.
– Pensé que eso te gustaría -le dijo.
No estaba seguro si su hija se interesaría más por las joyas o por el hombre, pero una simple mirada a su rostro fue suficiente para conocer la respuesta.
– ¿Ha llamado William? -preguntó ella, sorprendida, como si no hubiera esperado volver a tener noticias suyas. De hecho, se había pasado la mayor parte de la noche despierta, diciéndose una y otra vez que él no llamaría-. ¿A las dos de la tarde?
Parecía como si su padre hubiera sugerido algo terrible, lo que no hizo sino sorprender a éste.
– ¿Tienes alguna otra cosa que hacer?
Podía imaginar el qué, como no fuera ir de compras a Harrods o Hardy Amies.
– No, no se trata de eso, sólo que… -Se sentó, ya sin acordarse de la taza de té que quería tomar-. No esperaba que me llamara.
– No te ha llamado a ti -bromeó su padre-, sino a mí. Y ha sido a mí a quien ha invitado, aunque, desde luego, no tengo ningún inconveniente en llevarte conmigo.
Ella le dirigió una mirada de recriminación y cruzó la estancia en dirección a la ventana. Deseaba decirles que se marcharan sin ella, pero sabía lo ridícula que les parecería su respuesta. Sin embargo, ¿de qué serviría volver a ver a William? ¿Qué podía suceder entre ellos dos?
– ¿Qué sucede ahora? -preguntó su padre observando su rostro, mientras ella seguía ante la ventana. Realmente, sería una mujer imposible si estaba dispuesta a perder esta oportunidad tan extraordinaria. William era un hombre muy interesante, y verse con él no le haría daño a nadie. Su padre, al menos, no haría la menor objeción. Sarah se volvió lentamente a mirarle.
– No veo la necesidad -dijo con expresión triste.
– Es un hombre muy agradable. Y le gustas. Aunque no sea por nada más, podéis ser buenos amigos. ¿Te parece algo tan horroroso? ¿No hay en tu vida un sitio para la amistad?
Ella se sintió estúpida al oírselo decir de aquel modo, pero le dio la razón. Su padre estaba en lo cierto. Era una tontería darle tanta importancia, pero la verdad es que el día anterior se había sentido embelesada por William. En esta ocasión, debía recordar no comportarse de un modo tan tonto e impulsivo.
– Tienes razón. No lo había pensado así. Sólo que…, bueno, quizá sea diferente porque se trata de un duque. Antes de enterarme de eso fue todo tan…
No supo cómo decirlo, pero su padre lo comprendió.
– Eso no debería tener importancia. Es un hombre agradable. A mí me ha caído muy bien.
– A mí también -reconoció Sarah tomando la taza de té que le tendía su madre, quien le pidió que comiera al menos una tostada antes de salir de compras-. Pero no quiero verme metida en una situación desagradable.
– Es poco probable, si se tiene en cuenta que sólo pasaremos aquí algunas semanas, ¿no te parece?
– Pero yo todavía estoy en trámites para obtener el divorcio -dijo ella sombríamente-. Y eso podría ser desagradable para él.
– No, a menos que quieras casarte con él, y creo que pensar así sería prematuro, ¿no te parece? -replicó su padre, contento de que, al menos, hubiera pensado en William como hombre.
A Sarah le sentaría bien coquetear un poco. Ella sonrió al oír las palabras de su padre, se encogió de hombros y pasó a su habitación para terminar de arreglarse. Salió media hora más tarde con un hermoso traje de seda roja de Chanel que había comprado en París la semana anterior. Parecía una princesa. Se había puesto también alguno de los últimos diseños de Chanel; algunas piezas que simulaban perlas y otras rubíes, así como dos hermosas pulseras, que habían pertenecido a la propia madame Chanel, esmaltadas en negro, con joyas multicolores engarzadas. Eran de fantasía, claro está, pero su aspecto resultaba muy chic, y en Sarah parecían más deslumbrantes aún.
Llevaba el cabello peinado hacia atrás y recogido en una larga cola de caballo, enlazada con una cinta de satén negro, y como último detalle se puso los pendientes de perlas que le habían regalado sus padres para el día de su boda.
– Estás muy bonita con esas joyas, querida -le comentó su padre en el momento de abandonar el hotel, con lo que le arrancó una sonrisa-. Deberías ponértelas más a menudo.
En realidad, no tenía muchas joyas: un collar de perlas de su abuela, los pendientes de perlas que llevaba ahora y unas pocas sortijas. Había devuelto su anillo de compromiso, así como el collar de diamantes rivière de la abuela de Freddie.
– Quizá me las ponga esta tarde -bromeó, y Victoria dirigió una mirada de satisfacción a su marido.
Al mediodía almorzaron en un pub, pasaron por Lock's, en la calle Jame's, donde encargaron un sombrero para su padre, y regresaron al hotel a las dos menos diez. Encontraron a William sentado en el vestíbulo, esperándoles. Paseaba con nerviosismo y cuando entraban estaba mirando su reloj. Pero su rostro se iluminó en cuanto vio a Sarah.
– ¡Tienes un aspecto espléndido! -dijo, sonriéndole alegremente-. Siempre deberías ponerte algo de color rojo. -Sarah incluso había aceptado pintarse un poco los labios, y sus padres, que entraron tras ella, acababan de comentar lo hermosa que estaba-. Siento mucho haber llegado tan temprano… -se disculpó William ante ellos-. Siempre me ha parecido igual de descortés llegar demasiado pronto como demasiado tarde, pero no quería que te escaparas.
Sarah le sonrió serenamente, mirándole a los ojos. El hecho de hallarse a su lado era suficiente para que se sintiera bien.
– Me alegro de verte… -hizo una breve pausa, le regaló una caída de ojos maliciosa y musitó-: Su Gracia.
William parpadeó, sorprendido.
– Creo que la próxima vez que vea a Belinda le voy a dar unos buenos azotes. Si vuelves a decirme eso otra vez, te rompo la nariz, señorita Thompson, ¿o quieres que te llame Su Alteza?
– Pues no suena nada mal… Su Alteza… Su Opulencia… Su Vulgaridad… ¡Me encantan esa clase de títulos! -exclamó, pronunciando las palabras con un deliberado y fuerte acento estadounidense, parpadeando con falso aire de inocencia, mientras él le tiraba de la cola de caballo que le caía sobre la espalda, con su cinta de satén negro.
– Eres imposible…, hermosa, pero imposible. ¿Siempre te comportas así? -preguntó, sintiéndose feliz, mientras los padres de Sarah preguntaban en recepción si había algún mensaje para ellos.
– A veces soy más mala -contestó ella orgullosamente, pero muy consciente de que en otras ocasiones era mucho más comedida, al menos durante los dos últimos años.
Desde su matrimonio con Freddie no habían aparecido en su vida muchas ocasiones para el regocijo. Ahora, no obstante, sin esperarlo, se sentía diferente al lado de aquel hombre, que despertaba en ella el deseo de volver a reír. Y reparó en que con William era capaz de crear situaciones maliciosas, algo que William también percibía y que le encantaba.
Sus padres se les sumaron y William les acompañó al exterior, donde subieron a su Daimler. Les condujo a la Torre de Londres, charlando amigablemente durante todo el trayecto, señalando los lugares de interés por donde pasaban. Su madre había insistido en que Sarah se acomodara en el asiento delantero, mientras ellos lo hacían en el de atrás. De vez en cuando, William la miraba, como para asegurarse de que todavía seguía allí, a su lado, y podía seguir admirándola. Al llegar a la torre, la ayudó a bajarse del coche, e hizo lo propio con los padres de Sarah. A continuación, entregó una tarjeta a uno de los guardianes, y se les permitió inmediatamente la entrada, a pesar de que no eran horas de visita. Apareció otro guardia, que les acompañó por la pequeña escalera de caracol que había que subir para admirar los tesoros reales.
– Esto es algo realmente notable, ¿saben? Todos esos objetos guardados aquí, algunos de ellos increíblemente raros y muy antiguos, tienen una historia mucho más fascinante que las propias joyas. Siempre me han interesado.
De niño ya se había sentido fascinado por las joyas de su madre, por la forma en que estaban hechas, por las historias que las acompañaban y los lugares de donde procedían.
En cuanto llegaron a las salas donde se guardaban las joyas, Sarah comprendió en seguida por qué le parecían tan cautivantes. Allí se exponían coronas que habían llevado monarcas durante los últimos seiscientos años, cetros y espadas, y piezas que nunca se veían en público, como no fuera durante un acto de coronación. El cetro con la cruz era particularmente bello, con un diamante de 530 kilates, el más grande de las Estrellas de África, regalado por Suráfrica a Eduardo VII. William insistió en que ella se probara diversas tiaras y por lo menos cuatro coronas, entre las que estaban las de las reinas Victoria y María. A Sarah le extrañó comprobar lo pesadas que eran y se maravilló al pensar que alguien pudiera llevarlas sobre la cabeza.
– El rey Jorge llevó ésta el día de su coronación -dijo William señalando una y, al decir estas palabras, Sarah comprendió que él ya había estado allí, que conocía muy bien todo aquello, y se acordó de quién era. Pero durante la mayor parte del tiempo, mientras hablaba con él, le resultaba muy fácil olvidarlo-. Debo admitir que eso supuso una cierta tensión, sobre todo después de ese asunto con David. -Al principio, ella se preguntó qué quería decir con aquellas palabras, y sólo entonces recordó que el nombre de pila del duque de Windsor era David-. Fue algo en verdad muy triste. Dicen que ahora es muy feliz, y quizá lo sea, pero hace unos pocos meses que lo vi en París, y no acabo de creérmelo. Ella es una mujer un tanto difícil, con un pasado a sus espaldas.
Era evidente, se refería a Wallis Simpson, la duquesa de Windsor.
– Todo pareció terriblemente egoísta por su parte -apuntó Sarah con serenidad-. Y muy injusto para él. La verdad es que se trata de un asunto muy triste.
Sus palabras reflejaron lo que verdaderamente sentía, de un tiempo a esta parte había sentido un sutil lazo que la unía con ella. Pero el estigma del divorcio parecía pesar mucho más sobre Sarah que sobre la propia Wallis.
– En realidad, no es una mala persona, pero muy astuta. Siempre he creído que sabía muy bien lo que hacía. Mi primo…, el duque -añadió, como sí necesitara puntualizarlo-, le regaló más de un millón de dólares en joyas con anterioridad a su matrimonio. Como anillo de pedida, le entregó la esmeralda Mogol. Hizo que el propio Jacques Cartier se la buscara, y la encontró en Bagdad. Después, ordenó que se la preparara para él, o más bien para Wallis. Es lo más extraordinario que he visto nunca, aunque, en rigor, siempre me han gustado mucho las esmeraldas.
A Sarah le parecía fascinante oírle hacer aquellos comentarios sobre las joyas que acababan de ver, como si se tratara de un guía turístico privado, casi íntimo. No hizo comentario alguno sobre las habladurías, sino que les habló de joyas que habían sido hechas para Alejandro Magno, de collares regalados a Josefina por Napoleón, de diademas especialmente diseñadas para la reina Victoria. Había incluso una notablemente hermosa, de diamantes y turquesas, que le hizo probarse a Sarah y que, sobre su cabello negro, tenía un aspecto majestuoso.
– Deberías tener una como ésta -le dijo William zalamero.
– Sí, y podría ponérmela en mi granja de Long Island -replicó ella sonriéndole con una mueca.
– Eres una irreverente. Mira, llevas puesta en la cabeza una diadema que perteneció a la reina Victoria, ¿y qué se te ocurre? ¡Nada menos que hablar de una granja! ¡Ah, qué mujer!
Era obvio, empero, que no pensaba así.
Permanecieron en su compañía hasta bien entrada la tarde y todos recibieron de él una abundante lección de historia, y se enteraron de los caprichos, hábitos y manías de los monarcas de Inglaterra. Fue una experiencia que ninguno de ellos podría haber tenido de no ser por él. Y Edward Thompson se lo agradeció efusivamente cuando regresaron al Daimler.
– Resulta bastante divertido, ¿verdad? Siempre me ha gustado mucho visitar esta exposición. Lo hice por primera vez acompañando a mi padre, que disfrutaba mucho comprando joyas para mi madre. Me temo que ahora ya no se las pone. Se encuentra un poco frágil de salud, y ya no sale de casa, pero sigue estando maravillosa cuando se las pone, a pesar de que ahora afirma que se siente como una tonta cuando lo hace.
– No puede tener muchos años -comentó la madre de Sarah con tacto.
Ella misma sólo tenía 47 años. Había tenido a Jane cuando apenas contaba 23 años, y se había casado con Edward a los 21. Perdió a su primer bebé un año más tarde.
– Tiene 83 años -dijo William con tono de orgullo-. Es una mujer muy vital, y no parece tener más de sesenta. Pero el año pasado se rompió la cadera y eso le ha hecho ser un tanto asustadiza cuando se trata de salir de casa. Yo intento sacarla de casa siempre que puedo, pero no siempre me resulta fácil.
– ¿Es usted el pequeño de una familia numerosa? -preguntó Victoria, intrigada por lo que había dicho.
Pero él negó con un gesto de la cabeza y dijo que era hijo único.
– Mis padres llevaban treinta años de casados cuando yo nací, y ya hacía mucho tiempo que habían abandonado toda esperanza de tener hijos. Mi madre siempre dijo que mi llegada fue como un milagro, como una bendición concedida directamente por Dios, si me permiten expresarme de una forma tan pomposa -añadió dirigiéndoles una sonrisa maliciosa-. Mi padre, en cambio, afirmaba que era un poco obra del diablo. Murió hace varios años. Fue un hombre encantador. Les habría gustado conocerle -les aseguró, poniendo el coche en marcha-. Cuando yo nací, mi madre ya tenía 48 años de edad, lo que es inusual. Mi padre tenía 60 años y contaba 85 cuando murió, lo que no está nada mal. Debo admitir que todavía le echo de menos. En cualquier caso, la vieja jovencita es todo un carácter. Quizá tengan ustedes la oportunidad de conocerla antes de marcharse de Londres.
Se volvió a mirar a Sarah, esperanzado, pero ella miraba por la ventanilla, sumida en sus propios pensamientos. Estaba pensando que se sentía demasiado cómoda al lado de aquel hombre, que todo resultaba demasiado fácil. Pero la verdad es que no lo era tanto. Ellos dos nunca podrían ser más que buenos amigos, y debía recordarlo una y otra vez, sobre todo cuando William la miraba de cierta manera, o la hacía reír, o extendía una mano para acariciarle la suya. No había ninguna posibilidad de que pudieran ser otra cosa el uno para el otro. Nada más que amigos. Ella estaba a punto de obtener el divorcio, y él ocupaba el decimocuarto lugar en la línea de sucesión al trono británico. Al llegar al hotel, William la miró al tiempo que la ayudaba a bajar del coche y observó en ella una expresión de distanciamiento.
– ¿Sucede algo?
Le preocupaba haber dicho algo inconveniente, a pesar de que parecía habérselo pasado muy bien, disfrutando probándose las joyas en la torre. Pero Sarah se sentía enojada consigo misma, con la sensación de estar engañándole, cada vez más convencida de que le debía una explicación. William tenía derecho a saber quién y qué era ella, antes de que empleara más tiempo y amabilidad en atenderla.
– No, lo siento. Sólo me duele la cabeza.
– Debo de haber sido un verdadero estúpido al hacerte probar tantas coronas, Sarah. Lo siento, de veras – se disculpó, inmediatamente apenado, lo que no hizo sino conseguir que ella se sintiera todavía peor.
– Anda, no seas tonto. Sólo estoy cansada.
– No has almorzado lo suficiente -le reprochó entonces su padre que había observado la expresión consternada en el rostro del hombre y sintió lástima por él.
– Pues me disponía a invitarte a cenar.
– Quizás en alguna otra ocasión -se apresuró a decirle Sarah y su madre le dirigió una mirada que contenía un interrogante sin palabras.
– Quizás se te pase si te echas un rato -le sugirió esperanzada.
William observó el rostro de Sarah. Sabía que allí estaba ocurriendo algo más, y se preguntó si no habría algún otro hombre de por medio. Quizás ella estuviera ya comprometida con alguien y le resultaba incómodo decírselo. O quizá su prometido hubiera muerto. Ella había mencionado el hecho de haber pasado un año muy penoso… Deseaba saber más al respecto, pero tampoco quería presionarla para que se lo contara.
– Entonces, ¿te parece bien mañana para almorzar? -preguntó mirándola directamente a los ojos.
Ella abrió la boca para decir algo, se detuvo un momento y por fin pudo articular las palabras:
– Yo… lo he pasado divinamente -dijo, con intención de tranquilizarlo.
Los Thompson le dieron de nuevo las gracias y se marcharon, convencidos de que los dos se habían ganado el derecho de estar a solas y sabiendo que Sarah sufría un conflicto interno en presencia de William.
– ¿Qué crees que le va a decir Sarah? -preguntó Victoria a su esposo, con una mirada de preocupación, mientras subían la escalera.
– No estoy muy seguro de querer saberlo, pero sí de que él sabrá capear el temporal. Es un buen hombre, Victoria. En realidad, se trata de la clase de hombre con quien me gustaría que Sarah mantuviera una relación estable.
– A mí también me gustaría -afirmó su esposa.
Pero ambos sabían que no había fundadas esperanzas de que eso sucediera. A él nunca le permitirían que se casara con una mujer divorciada, y todos lo sabían.
Mientras tanto, abajo, en el vestíbulo, William miraba a Sarah y ella se mostraba ambigua a la hora de contestar a sus preguntas.
– ¿Quieres que vayamos a dar un paseo? ¿Te apetece?
Naturalmente, le habría gustado, pero ¿de qué serviría ir a algún sitio con él, o incluso volverlo a ver? ¿Y si terminaba enamorándose de él? ¿O él de ella? ¿Qué harían entonces? Por otra parte, le parecía ridícula la idea de enamorarse de un hombre al que apenas acababa de conocer, y al que no volvería a ver una vez que abandonaran Inglaterra.
– Creo que, sencillamente, me estoy comportando como una estúpida… -dijo con una sonrisa-. Hace tiempo que no me relacionaba con nadie, al menos con hombres, y creo que he olvidado cómo comportarme. Lo siento de veras, William.
– No te preocupes. ¿Quieres que nos sentemos? – Sarah aceptó y encontraron un lugar tranquilo, en un rincón del vestíbulo-. ¿Has estado acaso en un convento durante el último año? -preguntó él, medio en broma.
– Más o menos. En realidad, amenacé con hacer algo así durante una temporada. De hecho, me hice una especie de convento a mi alrededor. Me quedé en la casa que tienen mis padres junto a la playa, en Long Island -dijo serenamente.
Sabía que él tenía derecho a estar enterado de algo que, al menos ahora, ya no le parecía tan insólito o desesperado como hacía algún tiempo. A veces, incluso le era difícil recordar lo terriblemente mal que se había sentido en aquella época.
– ¿Y te quedaste allí durante todo un año, sin ver a nadie? -Ella asintió en silencio, sin dejar de mirarle a los ojos, pero sin saber todavía lo que le diría-. Pues a mí me parece una temporada demasiado prolongada. ¿Te sirvió de algo?
– No estoy muy segura -contestó con un ligero suspiro y decidió hablar francamente con él-. Así me lo pareció en ese momento. Pero no ha sido fácil regresar al mundo exterior. Ésa es la razón por la que he venido aquí.
– Europa es un buen sitio por donde empezar -dijo él sonriéndole con suavidad, decidido a no hacerle más preguntas. No quería asustarla, ni causarle el menor daño. Se estaba enamorando de ella y lo último que deseaba era perderla-. Me alegro mucho de que decidieras venir.
– Yo también -concedió.
– ¿Quieres cenar conmigo esta noche?
– Yo… no estoy segura. Creo que teníamos previsto ir al teatro. – Se trataba, sin embargo, de una obra que sabía no le gustaría. El grano está verde, de Emlyn Williams-. Debería preguntárselo a mis padres.
– Si no es esta noche, ¿te parece bien mañana?
– William… -Pareció a punto de revelar algo importante, pero entonces se detuvo, le miró con expresión franca, y le preguntó sin ambages-: ¿Por qué quieres volver a verme?
Si la pregunta le pareció ruda, él no lo demostró.
– Creo que eres una mujer muy especial. Nunca he conocido a nadie como tú.
– Pero me marcharé dentro de pocas semanas. ¿De qué nos sirve todo esto a cualquiera de los dos?
Lo que deseaba decirle en realidad era que, en su opinión, su relación no tenía ningún futuro. Y el simple hecho de saberlo hacía que continuar la amistad le pareciera una tontería.
– La cuestión es que me gustas…, y mucho. ¿Por qué no afrontamos tu partida cuando llegue ese momento?
Era su filosofía: vivir el momento, sin preocuparse por el futuro.
– ¿Y mientras tanto? -preguntó Sarah.
Deseaba garantías de que ninguno de los dos resultaría herido, pero ni siquiera William podía prometerle algo así, por mucho que ella le gustara. Ni conocía la historia de Sarah ni qué les tenía reservado el futuro.
– ¿Por qué no nos limitamos a verlo? -replicó él-. ¿Quieres cenar conmigo? -insistió.
Sarah dudaba y le miró, no porque no lo deseara, sino precisamente por todo lo contrario.
– Sí, me gustaría -dijo arrastrando las palabras.
– Gracias. -La miró con serenidad durante lo que pareció un largo rato. Luego se levantó y los hombres que había junto al mostrador de recepción les observaron, admirando su elegancia y la buena pareja que hacían-. En tal caso, pasaré a recogerte a las ocho.
– Estaré abajo esperándote -respondió ella ilusionada, y ya dirigiéndose al ascensor.
– Preferiría subir a tu habitación. No quiero que estés aquí sola, esperando.
Siempre se mostraba protector, siempre atento y respetuoso.
– Está bien -asintió volviendo a sonreírle.
William la besó de nuevo en la mejilla cuando llegó el ascensor y luego cruzó el vestíbulo con paso seguro. Al llegar a la puerta se despidió con un saludo de la mano. Mientras subía en el ascensor Sarah trataba de contener los latidos de su corazón, desbocados por la ilusión.