El timbre de la suite sonó exactamente a las ocho y cinco, y Sarah no tuvo forma de saber que William la había estado esperando en el vestíbulo durante diez minutos. A sus padres no les había importado que no les acompañara al teatro, sobre todo cuando supieron que saldría a cenar con William.
Sarah abrió la puerta envuelta en su vestido de satén negro, que realzaba su delgada figura como si hubieran vertido sobre ella una delgada capa de hielo negro, ribeteada de diminutas lentejuelas.
– ¡Dios mío, Sarah! Estás preciosa.
Se había recogido el cabello en un moño, que dejaba caer mechones y rizos que asemejaban, al moverse, una guirnalda, dando la impresión de que si sólo se quitara un alfiler toda la masa de cabello oscuro se desmoronaría como una cascada sobre sus hombros.
– ¡Realmente preciosa! -volvió a exclamar William.
Dio un paso hacia ella, admirándola, y Sarah se echó a reír tímidamente. Era la primera vez que se encontraba a solas en su compañía, a excepción del rato que habían pasado en la pérgola del castillo, cuando se conocieron, pero incluso en aquel entonces siempre había habido alguien cerca de ellos.
– Tú también estás muy elegante.
Llevaba un esmoquin de su amplio guardarropa, y un hermoso chaleco de seda negra que había sido de su padre, cruzado por la cadena del reloj de bolsillo, adornada de pequeños diamantes, regalo del zar Nicolás de Rusia a su tío. Durante el trayecto hacia el restaurante, le explicó la historia de aquella cadena. Por lo visto había sido cosida al forro del vestido de una gran duquesa y sacada de ese modo de Rusia.
– ¡Conoces a todo el mundo! -exclamó ella, intrigada por la historia.
Pensar en ello hizo que en su mente aparecieran imágenes de reyes, zares y de toda la fascinante realeza.
– Sí -admitió él mirándola con una expresión divertida-, y permíteme decirte que algunos de ellos son perfectamente insoportables.
Esta noche, él mismo conducía el coche, pues deseaba estar a solas con ella y no quería verse molestado por la presencia de un chófer. Había elegido un restaurante tranquilo, donde ya les esperaban. El maître les condujo hacia una mesa recogida, situada al fondo, y se dirigió a él en varias ocasiones con el título de «Su Gracia», inclinándose ligeramente ante ambos antes de alejarse. Poco después trajeron una botella de champaña, pues, por lo visto, William ya había ordenado la cena al hacer la reserva. Primero tomaron caviar, sobre diminutos triángulos de pan tostado, cubiertos con rodajas increíblemente pequeñas de limón. Después, les sirvieron salmón, junto con una delicada salsa, a lo que siguió faisán, ensalada, queso, suflé al Grand Marnier y una pequeña y delicada selección de pastelitos franceses.
– Dios mío, si casi no puedo ni moverme -se quejó ella, dirigiéndole una sonrisa.
Fue una cena maravillosa y una velada encantadora. William le habló de su madre, de lo mucho que significaba para él y de lo abatida que se sintió varios años atrás, al ver que él no mostraba el menor interés por casarse.
– Me temo que, al menos en ese aspecto, he sido una gran desilusión para ella -sentenció con expresión impenitente-. Pero me niego a casarme con la mujer equivocada sólo para complacer a mi familia, y mucho menos a tener hijos. Creo que el hecho de que mis padres me tuvieran tan tarde me ha dado la impresión de que podía dedicarme a cualquier cosa que deseara, y que siempre podría recuperar el tiempo perdido más adelante.
– Y puedes hacerlo. Tienes mucha razón al no permitir que te induzcan a cometer un error.
Y en cuanto hubo dicho estas palabras, él observó en seguida aquella misteriosa tristeza, que volvía a aparecer en su rostro.
– ¿Y tú, Sarah? ¿Te presionan para que te cases?
Ella ya le había hablado de su hermana Jane, de Peter y de los niños.
– Desde hace un tiempo. Mis padres se han mostrado muy comprensivos conmigo.
Así era, en efecto. Habían comprendido sus errores, sus desastres, su desgracia. Al decírselo, apartó la mirada. En ese momento, William extendió la mano y unos fuertes dedos envolvieron los de ella.
– ¿Por qué nunca me hablas de lo que te causó tanto dolor el año pasado?
A ambos les resultaba difícil recordar que sólo se conocían desde hacía dos días. Tenían la impresión de conocerse desde hacía siglos.
– ¿Y qué te hace pensar que he sufrido algún dolor? -replicó ella, tratando de desviar su atención, lo que él no permitió, como demostró con la firme pero suave presión de los dedos sobre su mano.
– Porque creo que me estás ocultando algo. No lo entiendo con claridad, pero sé que está agazapado ahí, como un fantasma, entre las sombras, siempre dispuesto a acosarte. ¿Es algo tan terrible como para que no puedas compartirlo conmigo?
No supo qué contestarle. No se atrevía a decirle la verdad y en sus ojos apareció el brillo de una lágrima al oírle hacer la pregunta.
– Yo…, lo siento. -Liberó la mano con suavidad, y se limpió los ojos con la servilleta. El camarero desapareció discretamente-. Sólo es… Se trata de algo horrible. Si te lo cuento, no volverás a sentir lo mismo por mí. No he conocido a nadie desde que… ocurrió.
– Santo Dios, ¿de qué se trata? ¿Acaso asesinaste a alguien? ¿Has matado a un pariente, a algún amigo? Incluso en tal caso tiene que haber sido un accidente. Sarah, no debes hacerte eso a ti misma. -La tomó por ambas manos, apretándolas con fuerza entre las suyas, para que se sintiera protegida-. Lo siento mucho. No tengo la intención de entrometerme en tus cosas, pero me duele verte sufrir.
– ¿Cómo puede ser? -replicó ella, incrédula, sonriendo a través de las lágrimas-. Ni siquiera me conoces.
Era cierto y, no obstante, ambos sabían que no era toda la verdad. Después de dos días se conocían mucho mejor que otras muchas personas después de haber pasado toda una vida juntas.
– Hice algo terrible -admitió finalmente Sarah, sujetándose con firmeza a sus manos. William ni se arredró, ni las retiró.
– No lo creo. Más bien pienso que a ti te pareció algo terrible, pero apostaría cualquier cosa a que nadie más que tú piensa de ese modo.
– En eso te equivocas -repuso ella con tristeza. Suspiró y se volvió a mirarle, pero esta vez retiró las manos-. Me casé hace dos años. Cometí un tremendo error, y traté de vivir con eso. Lo intenté todo. Estaba decidida a permanecer toda la vida con él, y estaba dispuesta a morir en el intento.
William no pareció sentirse afectado por la noticia, a pesar de que ella había esperado causarle una conmoción.
– ¿Y sigues casada con él? -se limitó a preguntar con voz serena, con las manos todavía extendidas, como ofreciéndoselas por si deseaba tomarlas entre las suyas.
Pero Sarah no lo hizo. Sabía que en estos momentos no podía hacerlo. Una vez que él estuviera enterado de todo, ya no querría saber nada más de ellos. Pero le debía una explicación. Tenía que contárselo todo.
– Estamos separados desde hace más de un año. El divorcio será efectivo a partir de noviembre – confesó, como si pronunciara una sentencia por asesinato.
– Lo siento mucho -dijo él con seriedad-. Lo siento por ti, Sarah. No puedo evitar imaginarme lo difícil que ha tenido que ser para ti, y lo desgraciada que has debido sentirte durante este último año.
Se preguntó si su esposo la había abandonado por otra mujer, o qué habría ocurrido entre ellos.
– ¿Le amabas mucho? -preguntó con cierta vacilación, sin querer inmiscuirse, pero con el deseo de saberlo.
Necesitaba saber si el dolor que ella había experimentado se debía al anhelo que sentía por aquel hombre, o sólo se trataba del pesar por lo ocurrido. Ante su pregunta, ella negó con un gesto de la cabeza.
– Si quieres que sea sincera contigo, ni siquiera estoy segura de haberle amado alguna vez. Lo conocía desde muy pequeña y casarme con él me pareció lo correcto en aquel entonces. Me gustaba, aunque, en realidad, no le conocía bien. En cuanto regresamos de la luna de miel, todo pareció desmoronarse y sólo entonces me di cuenta del tremendo error que había cometido. Él sólo quería estar fuera de casa toda la noche, jugando con sus amigos, dedicándose a perseguir a otras mujeres y entregándose a la bebida.
El tono de lamentación que percibió en la voz de Sarah le dijo muchas cosas. Ella no le habló del hijo que había perdido, ni de las prostitutas que él había traído a la fiesta de aniversario en casa de sus padres. Pero William no necesitó saber nada de todo eso para ver en sus ojos lo mucho que había sufrido. Sarah apartó la mirada y él le volvió a rozar las manos, y esperó a que ella volviera a mirarle. Cuando lo hizo, la mirada de Sarah parecía estar llena de recuerdos y preguntas.
– Lo siento, Sarah -susurró William-. Tiene que haber sido un completo idiota. -Sarah sonrió aliviada al oír ese comentario, pero eso no fue suficiente para tranquilizarla. Sabía que siempre se sentiría culpable por haberse divorciado, pero continuar la vida con Freddie habría terminado por destruirla, y ella lo sabía-. ¿Y ése es el terrible pecado que me has ocultado todo este tiempo? -Ella asintió y William esbozó una sonrisa-. ¿Cómo puedes ser tan tonta? Ya no estamos en el siglo pasado. Otras muchas personas se han divorciado. ¿Habrías preferido permanecer toda la vida con él, sufriendo esa tortura?
– No, pero me he sentido muy culpable por mis padres. Fue todo tan incómodo para ellos. Nadie de nuestra familia se había divorciado hasta ahora. Y ellos han sido tan increíblemente comprensivos… Sé que tienen que haberse avergonzado hasta cierto punto, pero nunca me han hecho la menor crítica.
– ¿Se opusieron al principio? -preguntó él con franqueza.
– No, en absoluto -contestó ella sacudiendo la cabeza-. En realidad, me animaron a dar ese paso. -Recordó la reunión familiar mantenida en Southampton, la mañana después de la desastrosa fiesta de aniversario-. De hecho, mi padre se encargó de todo. Se portaron admirablemente conmigo, pero para ellos tuvo que ser angustioso tener que explicárselo a sus amigos, en Nueva York.
– ¿Es eso lo que te han dicho?
– No. Fueron demasiado amables como para reprocharme nada.
– ¿Y has vuelto a ver a sus amigos, y a los tuyos? ¿Te han ignorado por tu delito?
Ella negó con la cabeza y sonrió al oír cómo lo expresaba él.
– No -contestó echándose a reír. De repente, se encontró más joven y con el corazón más ligero de lo que lo había sentido en varios años-. Me pasé todo ese tiempo ocultándome en Long Island.
– Pequeña tontuela. Estoy seguro de que si hubieras tenido el valor de regresar a Nueva York, habrías descubierto cómo te aplaudía todo el mundo por haberte librado de ese canalla.
– No sé -suspiró ella-. La verdad es que no he visto a nadie hasta…, hasta que te he conocido a ti.
– ¡Qué afortunado he sido entonces, Sarah! Y de qué forma más tonta te has comportado. Casi no puedo creer que te hayas pasado todo un año lamentando la pérdida de un hombre al que ni siquiera sabías si amabas. En serio, Sarah, ¿cómo has podido hacer una cosa así? -preguntó con expresión encendida y risueña a un tiempo.
– El divorcio no es ninguna bagatela para mí -se defendió-. Me sigue preocupando la idea de que los demás piensen que todo fue como lo sucedido con esa ambiciosa mujer que se ha casado con tu primo.
– ¿Qué dices? -replicó William asombrado-. ¿Terminar como Wallis Simpson? ¿Con regalos en joyas por valor de cinco millones de dólares, con una mansión en Francia y un esposo que la adora, por muy estúpido que haya podido ser? Dios mío, Sarah, menudo destino. ¡Espero que a ti no te haya pasado lo mismo!
Sin lugar a dudas, se burlaba, pero no del todo, y ambos se echaron a reír ante la evidente exageración.
– Hablo en serio -le reprendió ella, aunque sin dejar de reír.
– Y yo también. ¿Crees acaso que ella ha terminado mal?
– No, pero fíjate en lo que dice la gente de ella. No quiero que a mí me suceda lo mismo -dijo volviendo a ponerse seria.
– A ti no puede pasarte eso, patito. Recuerda que ella obligó a un rey a renunciar a su trono. Tú, en cambio, eres una mujer honrada que cometió un error terrible, se casó con un idiota y luego decidió enderezar su vida. ¿Qué hombre o mujer podría acusarte por ello? Oh, claro, estoy seguro de que alguien lo sacará a relucir algún día, y seguro que de ser así se tratará de algún desgraciado que no tiene otra cosa que hacer que señalar a los demás con el dedo. Pues bien, ¿sabes lo que te digo? Al infierno con esa clase de gente. Si estuviera en tu lugar, no me preocuparía lo más mínimo por tu divorcio. Cuando regreses a Nueva York deberías gritárselo a todo el mundo desde los tejados. Yo en tu lugar, sólo me avergonzaría de haberme casado con él, no de haberme divorciado.
Ella sonrió ante la forma que tenía él de ver las cosas; confiaba en que, de algún modo, tuviera razón, y se sintió mucho mejor de lo que se había encontrado en mucho tiempo. Quizá tuviera razón. Quizá las cosas no fueran tan horribles como temía. Y entonces, de golpe, se echó a reír.
– Si continúas haciéndome sentir tan bien por todo esto, ¿cómo voy a llevar una vida de reclusión en mi granja?
William le sirvió otra copa de champaña y ella le sonrió, mientras él se quedaba mirándola fijamente.
– Tendremos que volver a hablar de ese tema en cualquier otro momento. No creo que esa perspectiva sea tan acertada como me lo pareció la primera vez que me hablaste de ello.
– ¿Por qué no?
– Porque la utilizas para huir de la vida. Lo mismo podrías ingresar en un convento. -Y tras decir esto hizo girar los ojos en las órbitas, al tiempo que tomaba un sorbo de champaña-. ¡Qué desperdicio! Dios santo, no me hagas ni pensar en ello porque podría ponerme realmente furioso.
– ¿Te refieres a lo del convento o a la granja? -preguntó ella burlona.
William le había ofrecido un regalo increíble. Era la primera persona con la que hablaba de su divorcio, y no se había mostrado conmocionado, ni horrorizado, ni siquiera sorprendido. Eso constituía para ella el primer paso hacia la libertad.
– Las dos cosas. Pero no sigamos hablando de eso ahora. Quiero sacarte a bailar.
– Eso sí que parece una buena idea. -Hacía más de un año que no bailaba y, de pronto, la idea le pareció extremadamente atractiva-. Si es que me acuerdo de bailar.
– Yo te recordaré cómo se hace -dijo él acariciándole la mejilla.
Pocos minutos más tarde emprendían el camino hacia el Café de París, donde la entrada de William, acompañado por ella, produjo una pequeña sensación y, de repente, pareció como si todo el mundo echara a correr en direcciones distintas para ayudarles. «Sí, Su Gracia», «Por supuesto, Su Gracia», «Buenas noches, Su Gracia». William empezó a aburrirse con tanta etiqueta y a Sarah le divirtió la expresión de su rostro.
– No puede ser tan malo como aparenta -dijo-. Vamos, alégrate por ello.
Trato de que sus palabras le tranquilizaran y poco después se dirigieron hacia la pista de baile.
– No tienes ni idea de lo tedioso que puede llegar a ser. Supongo que sería algo estupendo si uno tuviera noventa años, pero a mi edad me parece realmente horrible. Ahora que lo pienso, hasta mi padre afirmaba que era una molestia, y lo dijo a los ochenta y cinco años.
– Así es la vida -dijo ella con una mueca burlona.
Empezaron a bailar al compás de Ese viejo sentimiento, una melodía popular desde el invierno anterior. Al principio, ella estaba un tanto rígida, pero al cabo de unos compases se movía por la pista de baile como si hubieran bailado juntos desde hacía años, y lo más importante, descubrió que a William le gustaban sobre todo el tango y la rumba.
– ¿Sabes que lo haces muy bien? -le alabó William-. ¿De veras que has estado oculta durante un año? ¿No te habrás dedicado a tomar lecciones de baile en Long Island?
– Muy gracioso, William, pero lo que acabo de pisar ahora mismo ha sido tu pie.
– Tonterías. Sólo mi dedo gordo. ¡Pero vas mejorando!
Rieron, hablaron y bailaron hasta las dos de la madrugada, y cuando él la condujo hasta el hotel, Sarah bostezó y le sonrió, con expresión soñolienta, apoyando la cabeza sobre su hombro.
– Me lo he pasado tan bien esta noche…, William. Te lo agradezco, de veras.
– Yo, en cambio, me lo he pasado espantosamente mal -dijo él con un tono serio y convincente, aunque eso sólo duró un instante-. No tenía ni la menor idea de que saldría con una mujer caída. Pensaba que sólo eras una jovencita agradable de Nueva York, ¿y qué ha resultado de todo eso? Mercancía usada. ¡Dios mío, qué golpe tan terrible!
Sacudió la cabeza, como lamentándose y ella le golpeó en broma con el bolso.
– ¡Mercancía usada! ¿Cómo te atreves? -exclamó, medio enojada, medio divertida, pero ambos no dejaban de reír.
– Está bien, entonces he salido con una vieille divorcèe, si lo prefieres así. En cualquier caso, no era ésa la idea que me había hecho.
Aún sacudió un par de veces la cabeza, como si lo lamentara, dirigiéndole de vez en cuando miradas maliciosas. De repente, ella empezó a preguntarse si su situación no significaría para él que la considerara una presa fácil, que la utilizara con descaro durante unas semanas, hasta que se marchara de Londres. Ese simple pensamiento la hizo ponerse rígida y apartarse de él, mientras William conducía el coche en dirección al hotel Claridge. El movimiento de Sarah fue tan brusco que él comprendió en seguida que algo pasaba. Se volvió a mirarla, extrañado, en el momento en que entraban en la calle Brook.
– ¿Ocurre algo?
– Nada. He notado un pinchazo en la espalda.
– Eso no es cierto.
– Sí lo es -insistió ella sin lograr que él la creyera.
– No lo creo. Más bien me parece que algo ha cruzado por tu mente. Algo que te ha inquietado otra vez.
– ¿Cómo puedes decir una cosa así? -¿Cómo era posible que la conociera tan bien, después de tan poco tiempo? Eso le extrañaba mucho-. Eso no es cierto.
– Está bien. Sólo lo decía porque eres una persona que suele preocuparse mucho, a pesar de que la mayoría de tus preocupaciones no son más que memeces. Si te pasaras más tiempo pensando en las cosas buenas que están sucediendo ahora mismo, y menos en las malas que podrían ocurrir, ahora o más tarde, y que a buen seguro nunca llegarán a suceder, te prometo que vivirías mucho más tiempo y serías más feliz.
Le dijo esas palabras como si fuera un padre, y ella hizo un mohín de desagrado.
– Gracias, Su Gracia.
– No hay de qué, señorita Thompson.
Llegaron ante el hotel y William descendió del coche, le abrió la portezuela y la ayudó a bajar. Sarah se preguntó qué haría a continuación, si intentaría acompañarla hasta su habitación. En su fuero interno ya había decidido que no se lo permitiría.
– ¿Crees que tus padres nos permitirán volver a hacer lo que hemos hecho esta noche? -le preguntó respetuosamente-. ¿No te parece que nos dejarían repetirlo mañana por la noche si le explico a tu padre que necesitas mejorar tu estilo de bailar el tango?
Ella le miró con ternura. William era un hombre mucho más decente de lo que ella había imaginado, y eso que esta noche habían progresado mucho. Aunque no sucediera nada más, sabía que a partir de ahora serían por lo menos buenos amigos, y esperaba que esa amistad se mantuviera.
– Es posible. ¿Quieres acompañarnos mañana a visitar la abadía de Westminster?
– No -espetó él con toda la franqueza del mundo-, pero lo haré con el mayor de los placeres. -Deseaba verla a ella, no visitar una iglesia. Pero visitar la abadía sería el pequeño precio a pagar por estar en su compañía-. Y quizás este fin de semana podamos salir a dar un paseo por el campo.
– Eso me gustaría -asintió ella sonriendo.
William la miró, acercó los labios hacia los suyos, y le dio un sosegado beso. La rodeó con unos brazos sorprendentemente fuertes, pero no tanto como para que ella se sintiera amenazada de algún modo, o incluso asustada. Al apartarse, los dos respiraban entrecortadamente.
– Creo que existe la clara posibilidad de que ya no tengamos edad para esto -dijo él en un susurro-, pero la verdad es que me encanta.
Le agradaba la ternura del momento, la promesa que contenía para más tarde.
La acompañó hasta el ascensor y sintió deseos de volver a besarla, pero se lo pensó mejor. No quería atraer la atención del empleado de recepción.
– Te veré por la mañana -le musitó.
Sarah hizo un gesto de asentimiento y William se inclinó hacia ella. Sarah levantó la mirada para encontrarse con la suya, sin saber qué le diría él a continuación. Al escuchar sus palabras, el corazón pareció detenérsele en el pecho. Apenas si fueron algo más que un leve susurro, y las pronunció demasiado pronto. Pero él no pudo hacer nada para evitarlas.
– Te amo, Sarah.
Hubiera querido decirle que ella también le amaba, pero ella se había retirado, y las puertas del ascensor se cerraron entre ellos dos.