7

Al día siguiente, tal y como habían planeado, fueron a la abadía de Westminster, y los padres de Sarah adivinaron que algo sucedía entre su hija y William. Sarah parecía comportarse de modo mucho más dócil, y William la miraba de otra manera, un tanto más posesiva. Mientras caminaban, alejándose de ellos, Victoria Thompson le susurró a su esposo:

– ¿Crees que ocurre algo malo? Sarah parece hoy algo alterada – dijo con un tono de preocupación.

– No tengo ni la menor idea -contestó Edward fríamente.

William regresó a su lado, para indicarles algunos detalles arquitectónicos. Tal y como había hecho durante su visita a la Torre, les ofreció toda clase de historias privadas y detalles interesantes sobre los diversos monarcas. Se refirió a la coronación que había tenido lugar el año anterior e hizo un par de comentarios benevolentes sobre su primo Bertie. Bertie, a pesar de todas sus protestas, se había convertido ahora en el rey. Como quiera que nunca se había preparado para desempeñar ese papel, se sintió horrorizado cuando su hermano David abdicó como rey Eduardo.

Más tarde, caminaron entre las tumbas y la madre de Sarah volvió a pensar que su hija parecía sentirse inusualmente serena. Los Thompson se quedaron un poco rezagados y dejaron a los dos jóvenes a solas. Al alejarse, vieron que Sarah y William se hallaban enfrascados en lo que les pareció una conversación seria.

– Te sientes inquieta, ¿verdad? -preguntó William, con aspecto preocupado, tomándole las manos entre las suyas-. No debería haber dicho nada anoche, ¿verdad? -Pero nunca se había sentido como ahora, con nadie; nunca había experimentado un sentimiento tan fuerte y, desde luego, tan fulgurante. Ahora se sentía como un muchacho, perdidamente enamorado de ella, y no podía evitar las palabras-. Lo siento, Sarah…, pero lo cierto es que te amo. Sé que puede parecerte una locura, y quizá pensarás que he perdido la cabeza. Pero es cierto. Amo todo lo que tú eres, piensas y deseas. -La miró entonces, con una verdadera expresión de preocupación, antes de añadir-: Y no quiero perderte.

Ella volvió hacia él unos ojos angustiados, y por la forma en que le miró dejó ver que también le amaba, pero también daba a entender que no deseaba que eso sucediera.

– ¿Cómo puedes decir eso? Me refiero a lo de perderme… En realidad, nunca podrás tenerme. Recuerda que soy una mujer divorciada, y que tú ocupas un puesto en la línea de sucesión al trono. Todo lo que sacaremos de nuestra relación es una buena amistad, o una aventura casual.

Por un momento, él se balanceó sobre los talones, sin dejar de mirarla y, al hacerlo, apareció en su rostro el atisbo de una sonrisa.

– Mi querida jovencita, si a esto le llamas tú casual, me gustaría que me explicaras qué consideras como serio. Nunca he sido más serio con nadie en toda mi vida, a pesar de que sólo acabamos de conocernos. Y esto, querida, no se corresponde con lo que pudiera considerar como una «aventura».

– Está bien, está bien -dijo ella sonriendo a su pesar, con un aspecto más hermoso que nunca-. Ya sabes lo que quiero decir. Esto no puede conducir a ninguna parte. ¿Por qué nos torturamos de este modo? Deberíamos limitarnos a ser buenos amigos. Yo me marcharé pronto, y tú tienes tu vida aquí.

– ¿Y tú? ¿A qué clase de vida vas a regresar tú? -Parecía sentirse muy enojado ante lo que ella había dicho -. ¿A esa granja miserable donde vivirás tu vida como una anciana? ¡No seas absurda!

– ¡William, soy una mujer divorciada! O lo seré pronto. Eres un tonto por haber llevado esto tan lejos -exclamó con evidente angustia.

– Quiero que sepas que no me importa nada lo de tu divorcio -replicó él con vehemencia-. Eso no significa absolutamente nada para mí, como tampoco lo significa la condenada línea de sucesión que tanto parece preocuparte. Porque todas tus preocupaciones se reducen a eso, ¿verdad? Has vuelto a dejarte confundir por esa que se casó con David.

Se refería, claro está, a la duquesa de Windsor, y ambos lo sabían. Y, además, tenía toda la razón. Sarah se había dejado confundir nuevamente por ella, pero era extremadamente obstinada en sus opiniones.

– Eso es algo que tiene que ver con la tradición y la responsabilidad. No puedes echarlo a rodar. No puedes ignorarlo o fingir que no existe. Y yo tampoco puedo. Es como conducir por una carretera cuesta abajo a toda velocidad y fingir que no hay ningún muro al final del camino. Está ahí, William, tanto si lo quieres ver como si no. Y tarde o temprano nos va a hacer mucho daño si no nos detenemos a tiempo, antes de que sea demasiado tarde.

No deseaba hacerle daño a nadie, ni a él, ni a sí misma. No quería dejarse arrastrar y enamorarse de él sin remisión. Eso no les conduciría a ninguna parte, por mucho que creyera amarlo, o que él la amara.

– Entonces, ¿qué sugieres que hagamos? -protestó William de mal humor sin gustarle nada lo que ella había dicho-. ¿Insinúas que debemos detenernos ahora? ¿Que no volvamos a vernos nunca más? Dios santo, no estoy dispuesto a hacer eso, a menos que me mires directamente a los ojos y me asegures que no sientes lo mismo que yo, que no te has enamorado de mí.

La tomó de las manos y la miró a los ojos, hasta que ella no pudo resistir su mirada.

– No puedo decirte eso -concedió Sarah en un susurro y luego volvió a mirarle-. Pero quizá sólo debiéramos ser buenos amigos. Eso es lo único que puede dar de sí nuestra relación. Prefiero tenerte como amigo para siempre, antes que perderte. Pero si insistimos en seguir adelante, en precipitarnos cuesta abajo de una forma tan peligrosa y estúpida, estoy convencida de que tarde o temprano todo aquello que conoces y amas se volverá en contra tuya, y también contra mí. Y entonces llegará el desastre.

– Ya veo la fe que tienes en mi familia. Mi madre es medio francesa, ¿sabes?, y el tema de la sucesión al trono siempre le ha parecido algo accesorio. Ocupar el decimocuarto puesto en la línea de sucesión al trono es una bicoca, querida. Podría renunciar ahora mismo y jamás lo echaría de menos. Creo que a cualquiera le sucedería lo mismo.

– Yo nunca permitiría que lo hicieras.

– Oh, por favor… Por el amor de Dios, Sarah, ya soy adulto, y debes creer que sé lo que me hago. Ahora mismo, tus preocupaciones son prematuras y absurdas.

Trató de tomárselo a la ligera, pero en el fondo ambos sabían que ella tenía razón. William habría renunciado a sus derechos de sucesión en un instante de haber creído que ella se casaría con él, pero temía preguntárselo. Había demasiadas cosas en juego como para arriesgarlas con tanta alegría. Nunca le había pedido a ninguna mujer que se casara con él, y ahora ya sabía lo mucho que amaba a Sarah.

– Buen Dios, todo esto resulta bastante extraño -comentó, bromeando, mientras regresaban al interior de la abadía en busca de sus padres-. La mitad de las mujeres de Inglaterra sería capaz de matar con tal de convertirse en duquesas, y tú ni siquiera deseas hablar conmigo por temor a que sea una especie de enfermedad contagiosa. -Se echó a reír, pensando en lo dócil que había sido siempre, y en lo reacia y amable que se mostraba Sarah-. Te amo, y lo sabes. Realmente, te amo, Sarah Thompson.

Y entonces la atrajo con firmeza hacia su pecho, para que lo viera todo el mundo, y la besó en medio del esplendor de la abadía de Westminster.

– William… -empezó a protestar ella.

Pero pronto se abandonó a él, abrumada por su poder y su magnetismo, y cuando finalmente la apartó, ella le miró a la cara y, por un instante, olvidó todas sus reservas.

– Yo también te amo, pero sigo pensando que los dos estamos locos.

– Lo estamos -asintió él sonriendo con una expresión de felicidad. Le pasó un brazo por los hombros y la llevó de regreso hacia la entrada principal de la abadía, en busca de sus padres-. Pero quizá se trate de una locura de la que no podamos recuperarnos nunca -le susurró en voz baja, ante lo que Sarah no dijo nada.

– ¿Dónde habéis estado? -preguntó Edward Thompson, fingiendo una preocupación que, en realidad, no sentía.

A juzgar por la expresión que detectó en las miradas de ambos, se dio cuenta de que se hallaban más cerca que nunca el uno del otro, y que todo andaba muy bien.

– Estuvimos hablando, paseando… Su hija le aturde a uno con suma facilidad.

– Más tarde hablaré con ella -dijo Edward sonriéndoles a ambos.

Luego, los dos hombres caminaron un rato, hablando del banco de Edward y de cómo se contemplaba en Estados Unidos la posibilidad de una guerra. William le habló del reciente viaje que había hecho a Munich.

Almorzaron en Old Cheshire Cheese, en el Wine Office Court, y tomaron empanada de pichón. Después, William tuvo que dejarlos.

– Les prometí a mis abogados que pasaría una tarde con ellos, lo que constituye una desagradable necesidad de vez en cuando -se disculpó por abandonarlos. Luego, le preguntó a Sarah si podían salir a cenar y a bailar, como la noche anterior. Al ver que vacilaba, él se mostró desconsolado-. Sólo como amigos, una vez más -mintió y ella se echó a reír.

Ya le conocía lo bastante como para saber lo que había detrás de sus palabras.

– Eres imposible.

– Quizá. Pero la verdad es que necesitas practicar un poco más el tango. -Ambos se echaron a reír, al recordar las numerosas veces que ella había pisado en falso entre sus brazos-. Nos ocuparemos de eso esta noche, ¿te parece?

– Está bien -asintió de mala gana, preguntándose cómo iba a poder resistirse.

Era un hombre notable, y nunca se había sentido tan enamorada de nadie, y mucho menos de Freddie van Deering. El encaprichamiento de quien todavía era su esposo le había parecido muy correcto en su momento, pero entonces no era sino una adolescente alocada. Ahora esto también era un error, aunque de una forma diferente y, con todo, nunca había amado tanto a nadie, ni había tenido la sensación de conocer tan bien a alguien como ya creía conocer a William.

– Es un hombre encantador -le dijo su madre mientras Edward volvía a llevarlas a Hardy Amies.

Sarah, desde luego, no pudo mostrarse en desacuerdo con esa apreciación. Sin embargo, no quería arruinar la vida de William y la suya propia entregándose irreflexivamente a una relación que no podía conducirles a ninguna parte. A pesar de la voluntad de William de no tener ninguna precaución, ella no estaba dispuesta a actuar de una forma tan precipitada. Pero aquella tarde ya había olvidado todos sus temores, sobre todo después de que su madre le comprara un fabuloso vestido de seda blanco que realzaba hasta la perfección su cabello moreno, su delicada piel y aquellos ojos verdes.

Aquella noche, cuando William la vio, se quedó mirándola sin bajar la vista. Estaba deslumbrante.

– Buen Dios, tienes un aspecto muy peligroso, Sarah. No estoy muy seguro de que debas permitirme salir contigo. Debo decir que tus padres son realmente muy confiados.

– Les dije que no lo fueran, pero por lo visto te has ganado su más completa confianza -bromeó ella al salir al exterior, donde esperaba el Bentley de William, esta vez provisto de chófer.

– Estás realmente preciosa, querida -dijo él, convencido de que tenía el mismo aspecto que una princesa.

– Gracias -dijo ella sonriéndole, llena de felicidad.

Una vez más, se lo pasaron divinamente y Sarah decidió relajarse. Era divertido estar en su compañía, le gustaban sus amigos, que él le presentó y que se comportaron de forma encantadora con ella. Bailaron toda la noche, hasta que por fin logró dominar el ritmo de la rumba y el tango. Verla bailar sobre la pista, en compañía de William, constituía un placer extraordinario.

La acompañó al hotel hacia las dos de la madrugada, y la velada pareció haber transcurrido en un momento. Ella se sentía más relajada, mientras que William se comportaba con mucha naturalidad. Esta noche, ni siquiera mencionaron las preocupaciones que acosaban a Sarah, ni los sentimientos de William. Fue una noche agradable y espontánea, y al llegar al hotel ella se dio cuenta de que no le gustaba nada la idea de despedirse y subir a su habitación.

– ¿Qué monumento vas a visitar mañana, querida? -preguntó arrancándole una sonrisa ante la forma de decirlo.

– Ninguno. Vamos a quedarnos aquí, en el hotel, a descansar. Papá tiene algún asunto que atender, y almorzará con un viejo amigo. Mamá y yo no tenemos absolutamente nada que hacer.

– Eso parece muy atractivo -dijo él con un timbre grave-. ¿Podría convercerte para no hacer nada conmigo? ¿Qué te parece un pequeño paseo por el campo para tomar un poco de aire fresco?

Sarah dudó, pero acabó por estar conforme. A pesar de todas las advertencias que se hacía, ahora ya sabía que no podía resistirse. Y casi había decidido no intentarlo siquiera hasta que se marcharan de Londres.

Al día siguiente, William acudió a recogerla poco antes de la hora del almuerzo, en un Bugatti de serie que nunca le había visto conducir. Emprendieron el camino hacia Gloucestershire y, mientras conducía, fue mencionándole los lugares de interés por los que pasaban, para así entretenerla.

– ¿A dónde vamos?

– A una de las propiedades rurales más antiguas de Inglaterra – contestó con expresión seria-. La casa principal data del siglo XIV, aunque me temo que es un poco triste, pero en la finca existen algunas otras casas que son un poco más modernas. La mayor de ellas la construyó sir Christopher Wren en el siglo XVIII y ésa sí que es realmente magnífica. Hay unos establos enormes, una granja y un bonito pabellón de caza. Creo que te gustará.

Su descripción le pareció muy interesante y se volvió hacia él para hacerle una pregunta.

– Parece maravilloso, William. ¿Quién vive allí?

Él vaciló antes de contestar con una mueca burlona.

– Yo. Bueno, en realidad paso allí el menor tiempo posible, pero mi madre vive permanentemente en la mansión principal. Yo prefiero el pabellón de caza, que es un poco más rústico. Pensé que quizá te gustaría almorzar con ella, puesto que dispones de un poco de tiempo libre.

– ¡William! ¡Me llevas a almorzar con tu madre y no me has dicho nada! -exclamó, horrorizada, asustada al comprender lo que él había hecho.

– Es una mujer bastante agradable, te lo prometo -replicó él con aire inocente-. Creo que te gustará, de veras.

– Pero ¿qué va a pensar de mí? Sin lugar a dudas, se preguntará por qué vamos a almorzar.

De repente, volvió a sentir miedo de él, de sus sentimientos desbocados y de a dónde podían conducirles a los dos.

– Le dije que estabas desesperadamente hambrienta. Bueno, en realidad, la llamé ayer por teléfono y le dije que me gustaría presentarte antes de que te marcharas.

– ¿Por qué? -quiso saber Sarah dirigiéndole una mirada acusadora.

– ¿Que por qué? -replicó él, mirándola sorprendido-. Pues porque eres amiga mía y me gustas.

– ¿Fue eso todo lo que le dijiste? -preguntó casi gruñendo, a la espera de una respuesta.

– En realidad, no. Le dije que íbamos a casarnos el sábado que viene y que me parecía correcto presentarle antes de la boda a la que iba a convertirse en la próxima duquesa de Whitfield.

– ¡Basta, William! ¡Estoy hablando en serio! No quiero que tu madre piense que ando detrás de ti, o que voy a arruinar tu vida.

– Oh, no, también le hablé de eso. Le dije que vendrías a almorzar pero que, por el momento, te habías negado en redondo a aceptar el título.

– ¡William! -exclamó echándose a reír de improviso-. ¿Qué estás haciendo conmigo?

– Todavía nada, querida, aunque te aseguro que ahora mismo me gustaría hacer muchas cosas.

– ¡Eres imposible! Deberías haberme dicho a dónde me llevabas. ¡Ni siquiera me he puesto el vestido adecuado!

Llevaba pantalones y una blusa de seda, y sabía que eso se consideraría bastante descarado en algunos círculos. Estaba segura de que la duquesa viuda de Whitfield no lo aprobaría en cuanto la viera.

– Le dije que eres estadounidense, y eso lo explica todo -bromeó él tratando de apaciguarla aunque, en realidad, creía que se lo había tomado bastante bien.

Le había preocupado un poco la posibilidad de que se enojara en cuanto le comunicara que la llevaba a almorzar con su madre, pero de hecho se lo había tomado con bastante deportividad.

– Puesto que pareces habérselo dicho todo, ¿le has informado también que sigo los trámites para divorciarme?

– Maldición, eso se me ha olvidado -contestó él con una mueca burlona-. Pero asegúrate de decírselo tú misma durante el almuerzo. Seguro que querrá saberlo todo al respecto.

Le dirigió una sonrisa encantadora, más enamorado de ella que nunca, totalmente indiferente ahora a sus temores y objeciones.

– Eres verdaderamente repugnante -le acusó burlona.

– Gracias, cariño. Siempre a tu disposición – sonrió él.

Poco después llegaron a la entrada principal de la mansión y

Sarah quedó impresionada ante lo que vio. La propiedad se hallaba rodeada por altos muros de piedra que daban la impresión de haber sido construidos por los normandos. Los edificios y los árboles parecían centenarios y todo producía la impresión de haberse conservado impecablemente. La vista parecía un poco abrumadora. La casa principal tenía más aspecto de fortaleza que de mansión, pero al pasar ante el pabellón de caza donde William se alojaba con sus amigos, observó con agrado su aspecto acogedor. Era más grande que su propia casa en Long Island. Y la mansión donde vivía su madre era realmente hermosa, llena de hermosas antigüedades francesas e inglesas. Sarah quedó asombrada al conocer a la diminuta, frágil pero todavía hermosa duquesa de Whitfield.

– Me alegra mucho conocerla, Su Gracia -dijo Sarah con cierto nerviosismo, sin saber muy bien si debía inclinarse ante ella o estrecharle la mano, aunque la anciana le tomó la suya cuidadosamente y la sostuvo durante un momento.

– Y a mí conocerla a usted, querida. William me ha dicho que era una joven preciosa, y veo que tiene toda la razón. Pase, por favor.

Indicó el camino al interior. Caminaba bien, aunque apoyada en un bastón que, luego supo, había pertenecido a la reina Victoria y que recientemente le había regalado el propio Bertie la última vez que vino a visitarla.

Le mostró a Sarah los tres salones de la planta baja, y luego salieron al jardín. Hacía un día cálido y soleado, en uno de esos veranos insólitamente calurosos para Inglaterra.

– ¿Se quedará aquí durante mucho tiempo, querida? -preguntó agradablemente la anciana, ante lo que Sarah negó con la cabeza y una expresión de pena.

– Nos marchamos a Italia la semana que viene. Regresaremos a Londres para pasar unos pocos días más a finales de agosto, antes de emprender el viaje de regreso. Mi padre tiene que estar de vuelta en Nueva York a principios de septiembre.

– William me ha dicho que su padre es banquero. Mi padre también lo fue. ¿Le ha comentado William que su padre perteneció a la Cámara de los Lores? Fue un hombre maravilloso, y se parecía mucho a William.

Miró a su hijo con una evidente expresión de orgullo y éste le sonrió, rodeándola con un brazo, en una abierta muestra de afecto.

– No es bueno jactarse, mamá -dijo burlón, aunque era evidente que su madre pensaba lo mejor de él.

Había sido el consuelo de su vida, su alegría desde el momento en que nació, y constituía para ella la recompensa definitiva a un matrimonio extremadamente prolongado y feliz.

– No me estoy jactando de nada. Sólo pensé que a Sarah le gustaría saber algo sobre tu padre. Quizás algún día tú mismo sigas sus pasos.

– No es probable, mamá. Eso me daría demasiados dolores de cabeza. Es posible que ocupe mi escaño, pero no creo que me dedique a ello por completo.

– Quizás algún día te sorprendas a ti mismo.

Se volvió hacia Sarah, sonriéndole. Poco después, entraron para almorzar, La anciana era un encanto, extraordinariamente alerta para su edad, y no cabía la menor duda de que adoraba a William, a pesar de lo cual no parecía aferrarse a él, ni quejarse por no verse suficientemente atendida o por no disfrutar lo que quisiera de la compañía de su hijo. Por lo visto, le agradaba dejar que su hijo llevara su propia vida y sentía un gran placer cada vez que sabía cosas de él. Le contó a Sarah algunas de sus divertidas travesuras de pequeño y de lo bien que le habían ido las cosas durante sus estudios, en Eton. Más tarde había completado sus estudios en Cambridge, especializándose en historia, política y economía.

– Sí, y lo único que hago ahora es acudir a fiestas y bailar tangos. Resulta aleccionador comprobar lo útil que puede llegar a ser una buena educación.

Pero Sarah ya sabía que hacía algo más que eso. Dirigía sus propiedades, la granja, que por lo visto era muy provechosa, y participaba en los debates de la Cámara de los Lores; viajaba, era un hombre muy bien informado y seguía con interés la política. Se trataba de un hombre muy interesante y, aún a su pesar, Sarah tuvo que admitir que le gustaba todo lo que se relacionaba con él. Incluso le gustó su madre, quien también pareció quedar complacida con Sarah.

Después de almorzar, los tres dieron un largo paseo por los jardines, y Annabelle Whitfield le habló a Sarah de su niñez, que había pasado en Cornualles, así como de las visitas a sus abuelos, en Francia, y de los veranos pasados en Deauville.

– A veces, hecho de menos todo eso -confesó con una sonrisa nostálgica.

– Nosotros estuvimos allí en el mes de julio. Sigue siendo un lugar de embeleso -dijo Sarah, devolviéndole la sonrisa.

– Me alegra saberlo. No he ido por allí desde hace por lo menos cincuenta años. -Se volvió y le sonrió a su hijo-. Una vez que llegó William, me quedé en casa. Quería estar con él en todo momento, cuidarlo, atenta a cada palabra y sonido que dijese. Casi me sentí morir cuando el pobre muchacho tuvo que marcharse a Eton. Intenté convencer a George para que lo dejara aquí, conmigo, con un tutor, pero él insistió y supongo que tenía razón. Para William habría resultado muy aburrido quedarse en casa, con su vieja madre.

Le miró amorosamente, y él la besó en la mejilla.

– Nunca me he aburrido en casa contigo, mamá, y tú lo sabes. Te adoraba, y sigo adorándote.

– Bobo -dijo la anciana sonriendo, pero feliz de oír aquellas palabras.

Abandonaron Whitfield a últimas horas de la tarde, y la duquesa le pidió a Sarah que regresara a verla de nuevo antes de marcharse de Inglaterra.

– Quizá después de su viaje a Italia, querida. Me encantaría que me lo contara todo sobre ese viaje cuando vuelva a Londres.

– Me gustará volver a verla -afirmó Sarah con una sonrisa.

Había pasado una tarde muy agradable y ella y William charlaron durante el viaje a Londres.

– Es una mujer maravillosa -dijo Sarah sonriéndole, pensando en las cosas que la anciana le había contado.

La había recibido cariñosa y cálidamente y había mostrado cierto afecto por Sarah.

– ¿Verdad que es maravillosa? No hay nada mezquino en ella. Jamás la he visto enfadada con nadie, excepto quizá conmigo. – Se echó a reír ante los recuerdos-. Nunca se ha mostrado descortés con nadie, ni ha levantado la voz en el calor de una discusión. Y adoraba a mi padre, tanto como él a ella. Es una pena que no hayas podido conocerlo, pero me alegra mucho que hayas tenido tiempo para venir a conocerla.

La mirada de sus ojos le decía algo más, pero Sarah aparentó ignorarla No se atrevía a permitirse a sí misma sentirse más cerca de él de lo que ya estaba.

– Me alegra que me hayas traído -dijo Sarah con suavidad- A ella también le ha encantado. Le has caído muy bien -aseguró, volviéndose a mirarla, conmovido por lo asustada que ella parecía.

– También le habría encantado saber que soy una mujer divorciada, ¿verdad? -preguntó Sarah, implacable al tiempo que él tomaba una curva pronunciada de la carretera, conduciendo el Bugatti con habilidad.

– En realidad, no creo que eso le hubiera importado gran cosa -dijo sin faltar a la verdad.

– Bueno, en cualquier caso, me alegra que no hayas decidido ponerla a prueba -dijo aliviada.

William, sin embargo, no pudo resistir la oportunidad de burlarse un poco.

– Creía que ibas a decírselo tú misma durante el almuerzo.

– Se me olvidó. Lo haré la próxima vez, te lo prometo -replicó ella, devolviéndole la broma.

– Estupendo. Seguro que se sentirá muy excitada al enterarse

Ambos se echaron a reír y disfrutaron de la compañía mutua durante el resto del trayecto hasta el hotel, donde él la dejó apenado por tener que separarse. Aquella noche, Sarah tenía previsto cenar con sus padres y unos amigos. Pero William insistió en verla al día siguiente, a primera hora de la mañana.

– ¿No tienes ninguna otra cosa que hacer? -preguntó Sarah volviendo a burlarse cuando él se lo pidió, junto a la entrada del Claridge.

Ambos ofrecían el aspecto de dos amantes jóvenes y felices

– Esta semana no. Quiero pasar contigo todo el tiempo que pueda, hasta que te marches a Roma, siempre y cuando no tengas inconveniente, claro.

Por un momento, Sarah pensó que debía plantear algunas objeciones, incluso en consideración hacia él, pero en realidad no deseaba hacerlo. William era ideal, y sus atractivos demasiado fuertes como para resistirlos.

– ¿Nos vemos en Hyde Park mañana por la mañana? Luego iremos a la Galería Nacional, y más tarde haremos un corto viaje a Richmond, para pasear por los Jardines Kew. Y almorzaremos en el hotel Berkeley.

Por lo visto, ya lo había planeado todo, ante lo que ella se echó a reír. No le importaba saber a dónde irían, siempre y cuando pudiera estar con él. Se dejaba arrastrar y, a pesar del constante temor de implicarse excesivamente en la relación, se dejaba llevar por la excitación de hallarse a su lado. Era un hombre difícil de resistir, pero, de todos modos, ella no tardaría en marcharse, y entonces tendría que hacer considerables esfuerzos por olvidarlo. Pero ¿qué daño podía hacer el disfrutar de un poco de felicidad durante unos días? ¿Por qué no, después de todo el tiempo que había pasado sola durante el año anterior, y la época miserable que había vivido?

Durante el resto de su estancia en Londres, William les acompañó casi a todas partes. De vez en cuando tenía que asistir a alguna reunión que no podía aplazar, pero la mayor parte del tiempo se puso a su más entera disposición. El último día que pasaron en la ciudad, él y Edward Thompson comieron en White's, el club de William.

– ¿Te lo has pasado bien? -le preguntó Sarah a su padre cuando éste vino de almorzar.

– William ha sido muy amable. Y pertenece a un club estupendo. -Pero no era el ambiente o la comida lo que más le había gustado, sino el hombre y lo que éste le había dicho-. Nos invita a cenar esta noche, y luego te llevará a bailar. Supongo que Italia te parecerá terriblemente aburrida sin él, después de todo esto -dijo seriamente, ávido por observar su expresión al contestar.

– Bueno, también me acostumbraré a eso, ¿no crees? -replicó ella con firmeza-. Todo esto ha sido muy divertido, y William ha sido muy amable, pero no puedo continuar así de forma indefinida.

Se encogió de hombros y abandonó la estancia. Aquella noche todos salieron a cenar al Savoy Grill. William fue una compañía encantadora, como era habitual, y Sarah también se encontraba de buen humor. Después de cenar, dejaron a sus padres en el hotel y se marcharon al Four Hundred Club a bailar.

Pero esta noche, ella se mostró muy distante entre sus brazos, a pesar de todos los intentos que había hecho hasta entonces por actuar con alegría. Resultaba fácil observar la tristeza que sentía y finalmente, al regresar a su mesa, se cogieron de las manos, y estuvieron hablando el resto de la noche.

– La semana que viene ¿será tan dura para ti como sin duda lo será para mí? -preguntó él obteniendo un gesto de asentimiento por parte de ella-. No sé qué voy a hacer sin tí, Sarah.

Durante aquellas cortas semanas habían llegado a sentirse muy cerca el uno del otro, lo que no dejaba de extrañar a ambos. William seguía tratando de sobreponerse. Jamás había conocido y amado a nadie como ella.

– Ya encontrarás alguna otra cosa que hacer -dijo ella sonriéndole valerosamente-. Quizás encuentres un puesto de trabajo como guía del Museo Británico o de la Torre de Londres.

– ¡Qué buena idea! -exclamó, siguiéndole la broma. Luego, le pasó un brazo por el hombro y la atrajo hacia sí-. Te voy a echar mucho de menos durante las tres próximas semanas. Es una pena que luego pases tan poco tiempo en Londres, apenas una semana.

Ese pensamiento le entristeció. Sarah asintió en silencio. En ese momento deseó haberlo conocido muchos años antes, haber nacido en Inglaterra y que nunca hubiera existido Freddie en su vida. Pero desear las cosas no cambiaba nada y ahora tenía que hacerse a la idea de la partida. Le parecía duro y difícil imaginar que no lo volvería a ver al día siguiente, dejar de reír y de bromear, no ir en su compañía a nuevos lugares, no reunirse con sus amigos, volver a contemplar otra vez las joyas de la Corona en la Torre de Londres, o visitar a su madre en Whitfield, o sencillamente sentarse en algún lugar tranquilo y hablar con él.

– Quizá vengas algún día a Nueva York -dijo esperanzada, aun sabiendo que no era probable o que, si lo hacía, su visita sería demasiado corta.

– ¡Podría ir! -exclamó dejando entrever un breve rayo de esperanza-. Siempre y cuando no nos metamos en problemas en Europa. El «líder supremo» alemán podría dificultar mucho los viajes transatlánticos. Nunca se sabe. -Estaba convencido de que habría una guerra, y Edward Thompson se mostraba de acuerdo con ese punto de vista-. Quizá debiera emprender ese viaje antes de que suceda nada.

Pero Sarah sabía que ver a William en Nueva York no era más que un sueño distante que, con toda seguridad, jamás llegaría a realizarse. Había llegado el momento de las despedidas, y lo sabía. Aunque volviera a verle una vez que regresara de Italia, para entonces las cosas ya serían diferentes entre ellos. Tenían que distanciarse ahora el uno del otro y reanudar sus vidas.

Bailaron un último tango y lo hicieron a la perfección, pero ni siquiera eso logró hacer sonreír a Sarah. Y luego bailaron una última pieza, mejilla contra mejilla, cada uno de ellos perdido en sus propios pensamientos. Al regresar a la mesa, se besaron durante largo rato.

– Te amo, cariño. No puedo soportar tu partida. -Durante aquel par de semanas, los dos se habían comportado muy correctamente, y en ningún momento se habían planteado hacer nada diferente a lo que habían hecho-. ¿Qué voy a hacer sin ti durante el resto de mi existencia?

– Sé feliz, disfruta de una buena vida, cásate, procura tener diez hijos… -Lo decía medio en broma, medio en serio-. ¿Me escribirás? -preguntó con cierta ansiedad.

– A cada hora, te lo prometo. Quizás a tus padres no les guste Italia y decidan irse antes de lo previsto -dijo esperanzado.

– Lo dudo mucho.

En el fondo, él también lo dudaba.

– Ya sabes, a juzgar por lo que me dice todo el mundo, Mussolini es casi tan malo como Hitler.

– No creo que nos esté esperando -replicó ella con una sonrisa-. En realidad, ni siquiera estoy segura de que podamos verle mientras estemos allí.

Volvía a burlarse, pero la verdad era que no sabía qué más podía decirle a William. Todo lo que tenían que decirse el uno al otro les resultaba demasiado doloroso.

Regresaron al hotel en silencio. Esta noche conducía él. No quería que la presencia del chófer perturbara los últimos momentos que pasaría con Sarah. Permanecieron sentados en el coche durante largo rato, hablando tranquilamente sobre lo que habían hecho, a dónde les habría gustado ir, qué otra cosa podrían haber hecho y lo que harían una vez que ella regresara a Londres, antes de su partida definitiva.

– Estaré contigo todo el tiempo hasta que te vayas, te lo prometo.

Ella le sonrió, mirándole. Era tan aristocrático, tan elegante. El duque de Whitfield. Quizás algún día le contaría a sus nietos cómo se había enamorado de él hacía muchos años. Pero sabía, mejor que nunca, que ella no podía ser la causa de que él perdiera su derecho en la línea de sucesión al trono.

– Te escribiré desde Italia -le prometió sin saber muy bien lo que decía.

Tendría que limitarse a comentarle lo que harían durante el viaje. No podía permitirse contarle todo lo que sentía. Había tomado la firme resolución de no animarle a cometer una locura.

– Si consigo la comunicación, te llamaré por teléfono. -Y entonces la tomó entre sus brazos-. Cariño mío…, si supieras cómo te amo.

Sarah cerró los ojos y las lágrimas se deslizaron por sus mejillas, mientras se besaban.

– Yo también te amo -dijo y sus labios se apartaron durante un breve instante. Observó que también había lágrimas en los ojos de William y le acarició la mejilla suavemente, con las yemas de los dedos-. Tenemos que sobrellevarlo bien, y lo sabes. No tenemos otra alternativa. Tú tienes responsabilidades que cumplir, William. Y no puedes ignorarlas.

– Claro que puedo -replicó él con suavidad-. ¿Y si tuviéramos una alternativa?

Ésa fue la ocasión en la que estuvo más cerca de prometerle un futuro.

– No, no la tenemos -insistió ella poniéndole un dedo sobre los labios y besándole después-. No lo hagas, William. No te lo permitiré.

– ¿Por qué no?

– Porque te amo -contestó con firmeza.

– Entonces ¿por qué no permites lo que ambos deseamos y nos dedicamos a hablar de una vez sobre nuestro futuro?

– No puede haber ningún futuro para nosotros, William -contestó ella con tristeza.

Más tarde la ayudó a descender del coche, y ambos cruzaron el vestíbulo con lentitud, cogidos de la mano. Ella se había puesto nuevamente el vestido de satén blanco y tenía un aspecto extraordinariamente encantador. Los ojos de William parecían traspasarla, como si absorbiera cada uno de sus detalles para no olvidarlos nunca una vez que se hubiera marchado.

– Te veré pronto -dijo él volviendo a besarla, incluso ante la vista de los empleados de la recepción-. No olvides lo mucho que te amo -añadió con suavidad.

La besó una vez más y ella le dijo que también le amaba. Experimentó una fuerte sensación de angustia al entrar en el ascensor, sin su compañía. Luego, las puertas se cerraron pesadamente y, mientras subía, tuvo la clara sensación de que el corazón se le desgarraba dentro del pecho.

William permaneció de pie en el vestíbulo, observando las puertas cerradas del ascensor durante largo rato. Luego, giró sobre sí mismo y se encaminó hacia el Daimler, que había aparcado ante la puerta del hotel. En su rostro había una expresión de infelicidad, pero también de determinación. Ella se mostraba tenaz en sus opiniones, convencida de que hacía lo más correcto para él, pero William Whitfield era mucho más tenaz.


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