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Tres años más tarde, Xavier se graduó en Yale con honores, y su familia cruzó el océano para estar presente, o al menos la mayoría de sus miembros. Sarah y Emanuelle llegaron juntas. Julian también acudió, naturalmente, llevando consigo a Max, que ya tenía cuatro años y se hallaba muy ocupado destruyendo todo lo que encontraba a su paso. Isabelle también fue, pero no llevó a sus hijos. Estaba embarazada de nuevo, y ya casi estaban acostumbrados a verla en ese estado. Éste sería su tercer hijo en cuatro años. Adrianna y Kristian se habían quedado en Munich, con su padre. Lukas todavía tenía que divorciarse de su esposa, pero Isabelle parecía haber aceptado la situación. Como cabía predecir, Phillip e Yvonne no se molestaron en ir. Ella estaba en un balneario en Suiza y él dijo hallarse muy ocupado, pero le envió a Xavier un reloj de la nueva línea Whitfield's, diseñado por Julian.

Fue una ceremonia encantadora en Yale y más tarde todos fueron a Nueva York y se alojaron en el hotel Carlyle. Julian seguía bromeando con Xavier, diciéndole que había llegado el momento de que abriera una tienda en Nueva York, ante lo que su hermano, muy diplomáticamente, le dijo que quizá lo hiciera algún día, pero todos sabían que antes quería recorrer el mundo. En cuanto saliera de Nueva York, se dirigiría de regreso a Botswana, vía Londres, para desde allí volar a Ciudad de El Cabo. Y lo único que deseaba hacer durante los próximos años era encontrar piedras raras para Whitfield's. Después quizá decidiera instalarse, pero no hizo promesas que no pudiera cumplir. Se sentía demasiado feliz en una jungla, con un pico, un rifle y una mochila para aceptar tan pronto la responsabilidad de dirigir una tienda como las de París, Londres y Roma. Prefería dedicarse a vagabundear y explorar, en alguna parte de la selva. Eso le cuadraba más y le respetaban por ello, aunque, desde luego, él era diferente.

– Creo que eso se debe al sombrero a lo Davy Crockett que solías ponerte cuando eras pequeño -bromeó Julian-. Creo que te afectó al cerebro o algo así.

– Tuvo que ser así -asintió Xavier sonriente y despeinado, como iba siempre.

Era un joven atractivo, y de todos ellos el que más se parecía a William, aunque en otro sentido fuera el menos parecido a él. Había tenido una novia muy interesante en Yale. Ella iniciaría sus estudios en la Facultad de Medicina de Harvard durante el otoño, pero mientras tanto había estado de acuerdo en unirse a él en Ciudad de El Cabo. Por el momento, sin embargo, no había nada serio, y Xavier sólo se interesaba por sus viajes y su pasión por las piedras. Para su graduación, Sarah se puso las dos enormes sortijas de esmeraldas que él le había regalado. De hecho, se las ponía casi a diario, y le encantaban.

Isabelle y Julian consiguieron una niñera para Max y se las arreglaron para tomar una copa esa noche en el Bemelmans Bar, mientras Bobby Short tocaba en la sala contigua, donde estaban Sarah y Emanuelle. Xavier se había ido a Greenwich Village, a cenar con su novia.

– ¿Crees que se casará contigo alguna vez? -le preguntó Julian a su hermana, observando el grueso vientre.

Pero ella se limitó a sonreír y se encogió de hombros.

– ¿Quién sabe? No creo que eso siga preocupándome más. Estamos prácticamente casados. Él siempre está ahí cuando lo necesito y los niños se han acostumbrado a verle ir y venir.

Ahora, cada vez que podía, ella se pasaba mucho tiempo en Munich, con Lukas. Era una situación perfectamente cómoda a la que incluso la propia Sarah se había adaptado. La esposa de Lukas estaba enterada de la existencia de Isabelle desde hacía dos años, a pesar de lo cual se resistía a divorciarse de él. Tenían asuntos familiares muy complicados y unos terrenos en el norte en los que habían invertido juntos, y ella hacía todo lo posible por comprometer el dinero de él e impedirle de esa manera que se divorciara.

– Quizás algún día. Mientras tanto, somos felices.

– Lo pareces -tuvo que admitir su hermano-. Te envidio por tener tantos hijos.

– ¿Y qué me dices de ti? Hasta Roma han llegado algunos rumores -bromeó.

– No creas nada de lo que leas en los periódicos.

Pero se ruborizó al decirlo. A sus casi treinta y seis años, no había vuelto a casarse, aunque había una mujer de la que estaba muy enamorado.

– Vale, entonces dime la verdad. ¿Quién es ella?

– Consuelo de la Varga Quesada. ¿Te suena ese nombre?

– Un poco. ¿No fue su padre embajador en Londres hace unos pocos años?

– En efecto. Su madre es estadounidense, y creo que podría ser una prima lejana de mamá. Consuelo es maravillosa. La conocí el invierno pasado, cuando fui a España. Es artista, pero también es católica y yo soy un hombre divorciado. No creo que sus padres se mostraran muy entusiasmados cuando se lo dijo.

– Pero tú no te casaste por la Iglesia católica, así que, para ellos, nunca has estado casado.

Después de su divorcio con Lorenzo, casi se había convertido en una experta sobre ese tema. Esa parte de su vida, al menos, había quedado atrás.

– Eso es cierto, pero creo que se muestran prudentes. Ella sólo tiene 25 años y…, oh, Isabelle, es una mujer muy dulce. Te encantará conocerla.

Julian le mostró una fotografía y parecía una jovencita. Tenía unos enormes ojos pardos, un largo cabello moreno y una tez suave y olivácea que le daba un aspecto ligeramente exótico.

– ¿Esto va en serio?

De ser así, se trataría de la primera relación realmente seria que hubiera tenido desde Yvonne. Durante largo tiempo, se había dedicado de nuevo a jugar.

– Me gustaría que lo fuera, pero no sé qué van a pensar sus padres sobre mí, o qué dirá ella misma.

– Deberían sentirse muy felices. Eres el hombre más agradable que conozco, Julian -le dijo su hermana, besándole tiernamente.

Siempre le había querido mucho.

– Gracias.

A la mañana siguiente todos volvieron a marcharse, como pájaros que siguen su propio destino. Julian a París, y después a España. Isabelle a Munich, para estar con Lukas y sus hijos. Sarah y Emanuelle de regreso a París. Y Xavier a Ciudad de El Cabo, con su novia.

– Realmente, parecemos un grupo de aves migratorias, diseminados por todo el mundo, como nómadas -comentó Sarah mientras el Concorde despegaba.

– Yo no diría eso -dijo Emanuelle sonriéndole.

Ella y el ministro de Finanzas estaban a punto de emprender unas largas vacaciones. La esposa de él había muerto ese mismo año, y acababa de pedirle que se casara con él, lo que a ella le produjo una verdadera conmoción, después de todos aquellos años. Pero se sentía muy tentada a aceptar. Llevaban juntos desde hacía tanto tiempo, que realmente le amaba.

– Deberías casarte con él -le aconsejó Sarah mientras tomaban champaña y caviar.

– Después de todos estos años, el aura de respetabilidad puede ser una novedad excesiva para mí.

– Inténtalo -dijo Sarah dándole unas palmaditas en la mano.

Cuando llegaron, Sarah regresó al château, pensando en sus hijos. Sólo confiaba en que Isabelle no tuviera que esperar para casarse tanto tiempo como había esperado Emanuelle. Le extrañaba ahora pensar en Emanuelle como una mujer casada… Eran amigas desde hacía tantos años, habían llegados tan lejos, y habían aprendido tanto juntas.


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