28

Julian e Yvonne contrajeron matrimonio en una ceremonia civil que se llevó a cabo en la mairie de La Marolle, en Navidad. Luego, todos regresaron al château y participaron en un almuerzo suntuoso. Hubo unos cuarenta invitados y Julian parecía muy feliz. Yvonne lucía un corto vestido de encaje beige de Givenchy, que a Sarah le recordó un poco el que llevó el día de su boda con William. Pero las similitudes terminaban ahí. Aquella mujer irradiaba una dureza y una frialdad que asustaban a Sarah.

Eso también fue igualmente evidente para Emanuelle, y las dos mujeres permanecieron juntas, riéndose y hablando en un rincón tranquilo.

– ¿Por qué nos sucede siempre lo mismo? -preguntó Sarah sacudiendo la cabeza ante su amiga, que posó una mano sobre su hombro.

– Ya te lo dije…, cada vez que te miro agradezco a mi buena estrella el hecho de no tener hijos.

Pero eso no era cierto del todo. Había momentos en que la envidiaba, sobre todo ahora que empezaba a sentirse vieja.

– A veces me dejan asombrada. No lo comprendo. Ella es como el hielo, pero él está convencido de que lo adora.

– Confío en que nunca se vea obligado a ver la verdad -dijo Emanuelle serenamente, sin decirle a Sarah que le había comprado para la boda una sortija con un diamante amarillo de treinta kilates, y que también había pedido dos brazaletes a juego.

Ya había conseguido mucho, y Emanuelle estaba convencida de que eso no era más que el principio.

Isabelle también acudió a la boda, esta vez sin Lorenzo, y tenía muchas cosas que contar de la joyería en Roma. Todo funcionaba de forma brillante y sólo le fastidiaba que tuvieran que gastar tanto dinero en seguridad. La situación en Italia hacía las cosas difíciles, con los terroristas, las Brigadas Rojas. Pero el negocio iba muy bien. Phillip tuvo incluso la gentileza de admitir que se había equivocado, pero no el ánimo suficiente para acudir a la boda de su hermano, algo que, por otra parte, a Julian no le importó. Lo único que veía, lo único que sabía y deseaba era a Yvonne. Y ahora ya era suya.

Iban a pasar la luna de miel en Tahití. Yvonne dijo que nunca había estado allí y siempre había querido hacer ese viaje. En el viaje de vuelta a casa pasarían por Beverly Hills para ver a tía Jane, a quien Sarah no había visto desde hacía años, pero con quien se mantenía en estrecho contacto, y Julian siempre había tenido espíritu familiar. Y además, Yvonne también quería ir a Beverly Hills.

Sarah les vio partir, junto con el resto de los invitados. Isabelle se quedó en el château hasta Año Nuevo, lo que agradó a Sarah. Celebraron el decimosexto cumpleaños de Xavier con él, e Isabelle comentó que resultaba difícil creer lo crecido que estaba. Todavía lo recordaba cuando era un crío, lo que hizo reír a Sarah.

– Pues imagínate lo que debo sentir yo cuando os miro a ti, a Julian y a Phillip. Parece como si fuera ayer cuando erais pequeños.

Sus pensamientos parecieron volar por un momento, pensando en William y en todos aquellos años. Habían sido tan felices…

– Todavía lo echas mucho de menos, ¿verdad? -preguntó Isabelle con suavidad, y Sarah asintió.

– Eso nunca desaparece, aunque una aprenda a vivir con ello.

Era como la pérdida de Lizzie. Nunca había dejado de quererla o de sentir su ausencia, pero había aprendido a vivir día tras día con ese dolor, hasta que se convirtió en una carga a la que se había acostumbrado. Pero la propia Isabelle también sabía ahora algo de eso. La ausencia de hijos en su vida era un dolor constante en su corazón, y el odio que sentía por Lorenzo pesaba en ella cada vez que lo pensaba, algo que, últimamente, era cada vez menos frecuente. Por suerte, estaba muy ocupada con la tienda como para pensar demasiado en otras cosas. A Sarah le encantaba haber tomado la decisión de abrir otra tienda en Roma para que la dirigiera Isabelle.

La entristeció verla partir y, después, la vida continuó su pacífico curso. Ese año pareció pasar volando, como sucedía siempre. Y entonces, sin esperarlo, en el verano, todos anunciaron su visita para el día de su cumpleaños. Iba a cumplir 65 años, algo que, por alguna razón, ella temía, pero todos insistieron en ir al château y celebrarlo con ella, lo que constituyó su único consuelo.

– No soporto pensar que ya soy tan vieja -le admitió a Isabelle cuando llegaron.

En esta ocasión, Lorenzo tenía que venir, lo que no pareció nada agradable. Isabelle siempre se mostraba más tensa cuando él estaba presente, pero tenían mucho de que hablar sobre la tienda, y eso la mantuvo distraída.

Phillip y Cecily también acudieron, desde luego. Ella estaba muy animada y hablaba sin parar de su nuevo caballo. Se había relacionado con el equipo olímpico inglés de equitación, y ella y la princesa Ann acababan de regresar de Escocia, donde habían participado en una cacería. Eran viejas amigas de la escuela, y Cecily ni siquiera parecía querer darse cuenta de que Phillip ni la escuchaba ni hablaba con ella. Simplemente, ella seguía hablando. También vinieron sus hijos, Alexander y Christina. Ahora tenían catorce y doce años respectivamente, y Xavier se encargó de mantenerlos muy ocupados, aunque era mayor que ellos. Se los llevó a nadar a la piscina, jugó al tenis con ellos, y bromeó con ellos haciendo que le llamaran «tío» Xavier, lo que no dejó de divertirles.

Para acabar, llegaron Yvonne y Julian, en su nuevo y reluciente Jaguar. Ella estaba más guapa que nunca, y bastante lánguida. Sarah no supo decir si ello se debía al calor o al aburrimiento. Probablemente, no sería un fin de semana muy excitante para ninguno de ellos, y se sintió un poco culpable por el hecho de que hubieran venido por su causa. Al menos pudo hablarles del viaje que había hecho a Botswana con Xavier. Había sido fascinante, y hasta visitaron a unos parientes de William que vivían en Ciudad de El Cabo. Llevó pequeños regalos para todos, pero Xavier se trajo unos fósiles y rocas extraordinarios, algunas gemas raras en bruto y una colección de diamantes negros. El muchacho tenía una verdadera pasión por las piedras, un gran ojo para distinguirlas y un instinto inmediato para valorarlas, incluso sin montar, y para saber cómo habría que tallarlas para conservar su belleza. Le habían encantado, sobre todo, las minas de diamantes que visitaron en Johannesburgo, y trató de convencer a su madre para que trajeran a casa una tanzanita del tamaño de un pomelo.

– No tenía ni la menor idea de lo que hacer con ella -explicó, después de haberles contado esa historia.

– Pues ahora son muy populares en Londres -dijo Phillip, aunque no estaba de buen humor.

Nigel se había puesto enfermo hacía poco y hablaba ya de jubilarse a finales de ese mismo año, lo que eran malas noticias para Phillip. Le dijo a su madre que sería imposible sustituirlo después de todos aquellos años, pero ella no le recordó lo mucho que lo había odiado al principio. Si se marchaba, todos lo echarían de menos, y ella todavía confiaba en que no lo hiciera.

Siguieron hablando durante un rato sobre el viaje a África, mientras almorzaban, y luego se disculpó por aburrirles. Enzo se había quedado contemplando el cielo, y se dio cuenta de que Yvonne se mostraba inquieta.

Cecily dijo que quería ver los establos después del almuerzo, y Sarah le informó que no había nada nuevo allí, y que seguían estando los mismos, viejos y cansados caballos de siempre, a pesar de lo cual Cecily fue para allí. Lorenzo también desapareció para hacer una siesta, Isabelle quería mostrarle a su madre unos dibujos que había diseñado y Julian había prometido a Xavier y a los hijos de Phillip darles una vuelta en su nuevo coche, lo que dejó a Phillip y a Yvonne a solas, sintiéndose ambos un tanto incómodos. Él sólo la había visto en una ocasión desde la boda, pero debía admitir que era una beldad. El cabello rubio era tan pálido que casi parecía blanco bajo el sol del mediodía. Le ofreció salir a dar un paseo por los jardines y, mientras caminaban, ella lo llamó «Su Gracia», algo que a él no pareció importarle aunque a ella le encantaba que la llamaran lady Whitfield. Le habló de su única y breve experiencia en Hollywood y él se mostró interesado, y a medida que caminaban y hablaban ella se acercaba cada vez más a él. Phillip percibía el olor del champú que había utilizado en su cabello y al mirarla desde su altura pudo observar por debajo del escote de su vestido. A duras penas podía controlarse mientras estaba allí, cerca de ella, de una mujer joven tan increíblemente sensual.

– Eres muy hermosa -dijo sin previo aviso y ella le dirigió una mirada casi tímida.

Se encontraban al fondo del jardín de rosas y el aire era tan caluroso y quieto que ella hubiera deseado quitarse la ropa.

– Gracias -dijo bajando los párpados, moviendo lentamente las largas pestañas.

Entonces, incapaz de contenerse, Phillip extendió una mano y la tocó. Fue algo casi más poderoso que él mismo, un deseo tan grande que no pudo controlarlo. Le introdujo una mano dentro del vestido y ella gimió, acercándose más a él, hasta apoyarse contra su cuerpo.

– Oh, Phillip… -exclamó dulcemente como si deseara que se lo volviera a hacer, como así fue, en efecto.

Le tomó los dos pechos en las manos y le acarició los pezones.

– Dios mío, eres tan encantadora… -susurró.

Y luego, poco a poco, la hizo estirarse sobre la hierba, a su lado, hasta que quedaron tumbados allí, sintiendo cómo la pasión iba aumentando en ellos, hasta que ambos casi estaban fuera de sí.

– No…, no podemos -dijo ella dulcemente mientras él tiraba de su tenue ropa interior de seda, por debajo de las rodillas-. No deberíamos hacerlo aquí…

Planteaba objeciones al lugar, pero no al acto o a la persona. Pero él sin embargo ya no podía detenerse. Tenía que poseerla allí mismo. Tenía la impresión de hallarse a punto de explotar de deseo por ella, y en ese momento, mientras estaban allí bajo el sol, nada podría haberle detenido. Al penetrar lentamente en su cuerpo, lentamente, con cuidado, y luego con una fuerza abrumadora, ella se apretó contra él, incitándole, provocándole, estimulándole con el deseo y luego burlándose hasta que él emitió un grito ahogado en el aire en calma, y todo hubo terminado.

Permanecieron jadeantes el uno junto al otro y él se volvió a mirarla, incapaz de creer lo que habían hecho, o lo extraordinario que había sido. Nunca había conocido a nadie como ella, y sabía que tenía que poseerla de nuevo, una y otra vez. Ahora, al mirarla, la quiso de nuevo y al sentir que su miembro se endurecía la penetró sin decir una sola palabra. Lo único que oía eran sus deliciosos gemidos, hasta que volvieron a correrse y entonces él la sostuvo en sus brazos.

– Dios mío, eres increíble -le susurró él, preguntándose al concluir si les habría oído alguien, pero sin que le preocupara mucho.

No le importaba nada que no fuera esa mujer que le arrastraba a la locura.

– Y tú también -dijo ella con la respiración entrecortada, como si notara todavía el movimiento del hombre en su interior-. Nunca había disfrutado así.

Phillip la creyó y entonces se le ocurrió algo y se apartó lentamente para observarla mejor.

– ¿Ni siquiera con Julian? -Ella negó con la cabeza y hubo en sus ojos algo que le indicó a Phillip que no se lo estaba diciendo todo-. ¿Ocurre algo malo? -preguntó esperanzado.

Pero ella se encogió de hombros y se abrazó tiernamente al hermano mayor de su marido. Sabía desde hacía tiempo que un lord no era un duque y que el hermano mayor no era el segundón. Le gustaba la idea de llegar a ser una duquesa y no simplemente una dama.

– No es…, no es lo mismo -dijo tristemente-. No sé. -Volvió a encogerse de hombros, con expresión apenada-. Quizá le suceda algo…, pero no tenemos vida sexual -susurró.

Phillip se la quedó mirando atónito, con una sonrisa de felicidad.

– ¿Es verdad eso? -Parecía tan complacido. Julian era un impostor. Su reputación no significaba nada. Todos aquellos años odiándole no habían representado nada-. Qué extraño.

– A mí me pareció que quizá… fuera homosexual -dijo ella con expresión avergonzada, y la extremada juventud de aquella mujer le conmovió-. Pero no creo que lo sea. Creo que, simplemente, no es nada.

Casi varios miles de mujeres se habrían echado a reír estentóreamente de haberla oído hablar así, pero ella era mejor actriz de lo que ninguno de ellos se imaginaba, y sobre todo el propio Phillip.

– Lo siento mucho.

Pero no, no lo sentía. Estaba encantado. Y le resultó difícil apartarse de ella y ponerse las ropas. Él sólo se había bajado la cremallera, pero tuvieron que buscar entre los rosales sus bragas de seda y, al descubrirlas, ambos se echaron a reír, preguntándose qué pensaría su madre si lo descubriera algún día.

– Me atrevería a decir que se imaginaría que el jardinero se había dedicado a divertirse un poco -dijo él con una mueca burlona.

Yvonne se echó a reír con tanta fuerza que volvió a dejarse caer sobre la hierba, rodando por ella, atrayéndole con sus largos y esbeltos muslos, y él volvió a poseerla sin vacilación.

– Creo que ahora deberíamos regresar -dijo él finalmente, con expresión apenada. Pero durante las dos últimas horas parecía haber cambiado toda su vida-. ¿Crees que podrías separarte de él esta noche, durante un rato? -preguntó, pensando por un momento a dónde podrían ir.

Quizás a un hotel cercano. Y entonces se le ocurrió una idea mejor. A los viejos barracones que había en el establo. Todavía se guardaban allí docenas de colchones y las mantas que utilizaban para los caballos. Pero no podía soportar la idea de pasar una noche sin ella, y lo arriesgado del encuentro hacía que éste fuera todavía más excitante.

– Puedo intentarlo -dijo ella insinuante.

Era lo más divertido que ella había hecho desde que contrajo matrimonio… lo más divertido… esta vez. Y ésa era su especialidad: «la doble entente extraordinaria». Le encantaba. Su primer esposo había tenido un hermano gemelo, y ella se había acostado con su hermano y con su padre antes de abandonarlo. Klaus había sido más complicado, pero muy divertido. Y Julian era tierno, pero tan ingenuo… Ella se aburría desde mayo. Y Phillip era lo mejor que le había sucedido durante todo el año… y posiblemente en toda su vida.

Regresaron al camino, uno al lado del otro, rozándose las manos, aparentemente enfrascados en una conversación normal, aunque en voz baja ella le decía lo mucho que lo amaba, lo bueno que había sido, lo húmeda que estaba y cómo apenas si podía esperar a que llegara la noche. Cuando llegaron a la casa ya había vuelto a ponerlo fuera de sí. Estaba sonrojado e ido cuando Julian llegó conduciendo el Jaguar.

– ¡Eh, hola! -gritó-. ¿Dónde os habíais metido?

– Estábamos admirando los rosales -contestó ella con dulzura.

– ¿Con este calor? Pues sí que tenéis ánimos.

Los jóvenes bajaron del coche y él observó lo acalorado y cansado que parecía su hermano, y casi se echó a reír, aunque no lo hizo.

– Pobre, ¿no te ha aburrido mortalmente? -le preguntó a Yvonne una vez que Phillip se hubo marchado-. Es muy propio de él arrastrarte por toda la finca para contemplar los jardines, en un día tan caluroso.

– Tenía buenas intenciones -dijo ella, y subieron a su habitación para hacer el amor antes de cenar.

Aquella noche, la cena fue muy alegre. Todos habían pasado un buen día y estaban muy animados. Cecily se las había arreglado para encontrar unas sillas militares alemanas en el cobertizo y estaba fascinada con su descubrimiento, hasta el punto que le preguntó a Sarah si podía llevarse una a Inglaterra. Sarah le contestó que podía llevarse lo que quisiera. Xavier había obtenido permiso para conducir el coche de Julian; los niños más pequeños se lo habían pasado muy bien e Isabelle parecía estar relajada y feliz, a pesar de la presencia de Lorenzo. Los recién casados también parecían muy animados, y Phillip se mostraba bastante amable, lo que era un tanto insólito en él. Hasta Sarah daba la impresión de haberse reconciliado, en el día de su cumpleaños, con lo que ella denominaba «esas cifras apabullantes». Pero también se sentía feliz de verlos a todos, hasta el punto de que el día del cumpleaños le parecía menos importante. Y lamentaba que todos tuvieran que marcharse a la tarde siguiente. Sus visitas siempre eran muy cortas pero al menos eran bastante agradables, sobre todo después del regreso de Isabelle al rebaño.

Aquella noche, permanecieron sentados en el salón durante largo rato, Julian haciendo preguntas sobre la ocupación alemana, fascinado con alguna de las historias que ella contaba. Cecily quiso saber cuántos caballos habían alojado allí, y de qué clase. Yvonne se había quedado de pie detrás de Julian, frotándole los hombros. Enzo cabeceaba en un cómodo sillón e Isabelle jugaba a las cartas con su hermano menor, mientras Phillip tomaba un coñac, fumaba un puro y miraba por la ventana hacia los establos.

Y entonces Julian comprendió en qué pensaba Yvonne y ambos desaparecieron discretamente en dirección a su habitación, después de darle un beso de despedida a su madre. Cecily fue la que se marchó a continuación. Dijo sentirse todavía muy cansada después del reciente viaje a Escocia. Al poco, Phillip también desapareció. Enzo continuó dormitando e Isabelle y Sarah charlaron durante largo rato, mientras que Xavier subía a acostarse. La casa quedó en silencio y había una Luna casi llena. Hacía una noche muy hermosa para el cumpleaños de Sarah. Habían comido pastel y tomado champaña y a ella le encantaba verse rodeada de sus hijos.

Mientras tanto, en una de las habitaciones, Yvonne utilizaba sus trucos más exóticos para dar placer a su marido. Había cosas que ella había aprendido en Alemania que le encantaba hacerle y que a él le enloquecían. Media hora más tarde estaba tan agotado y saciado que se quedó profundamente dormido, ante lo que ella se deslizó a hurtadillas fuera de la habitación, con una sonrisa. Se había puesto unos pantalones vaqueros y una vieja camiseta y echó a correr hacia los establos.

Para entonces, Cecily también se había quedado dormida. Había tomado pastillas para dormir, algo que le gustaba hacer para asegurarse una buena noche de sueño. Creía que valía la pena soportar la resaca momentánea que experimentaba por la mañana. Roncaba plácidamente cuando Phillip abandonó el dormitorio. Llevaba todavía las mismas ropas que se había puesto para la cena. Conocía bien los caminos posteriores de la casa, y sólo unas pocas ramitas crujieron bajo sus pies, pero no había nadie que pudiera oírlo. Entró en los establos por la puerta del fondo, tras detenerse un instante para adaptar su visión a la oscuridad.

Entonces la vio, a sólo unos pocos pasos de distancia, hermosa y temblorosamente pálida bajo la luz de la luna, como un fantasma, totalmente desnuda, sentada a horcajadas sobre una de las sillas alemanas. Se colocó de pie detrás de ella y la apretó contra sí, manteniéndose de ese modo durante un rato, sintiendo el tacto satinado de su carne y el aumento del deseo en su interior. Luego la levantó de la silla y la llevó hasta uno de los colchones que había en el establo. Allí era donde habían vivido los soldados alemanes y donde ahora le hacía el amor, penetrándola y rogándole que nunca le abandonara. Permanecieron juntos durante horas, y mientras la sostenía entre sus brazos, Phillip sabía que su vida ya no volvería a ser igual. No podía serlo. No podía dejarla marchar… Era tan extraordinaria, tan rara, tan poderosa…, como si fuera una nueva droga que ahora necesitaba para seguir existiendo.


Isabelle fue a acostarse después de la una, tras haber despertado a Lorenzo, que seguía durmiendo en el salón, y que se disculpó, mientras subía la escalera, soñoliento, y Sarah se quedaba a solas, preguntándose qué iba a hacer con él.

No podían seguir así para siempre. Tarde o temprano tendría que aceptar que ella lo abandonara. La tenía como rehén, y Sarah no tenía la intención de permitirle seguir haciéndolo durante mucho tiempo. Se enfurecía sólo de pensarlo. Isabelle era una mujer muy hermosa y tenía derecho a esperar de la vida algo más de lo que él le ofrecía. Había sido para ella tan malo como todos habían temido, e incluso peor.

Sumida en estos pensamientos, Sarah salió al patio, bajo la luz de la luna. Le recordó algunas de las noches de verano, durante la guerra, cuando Joachim todavía estaba allí y habían hablado hasta últimas horas de la noche de Rilke, Schiller y Thomas Mann, tratando de no pensar en la guerra, en los heridos o en si William vivía o había muerto. Al recordar ahora todo aquello empezó a caminar instintivamente hacia la casa del guarda. Ya no vivía nadie en ella y permanecía sin utilizar desde hacía tiempo. Ahora se había construido una nueva casita cerca de la verja de entrada, bastante más moderna. Pero había conservado la antigua por sentimentalismo. Allí habían vivido ella y William al principio de llegar, mientras trabajaban en el château, y Lizzie había nacido y muerto allí.

Todavía estaba pensando en aquella época, mientras daba un pequeño paseo antes de irse a dormir, cuando oyó un ruido al pasar junto a los establos. Fue un gemido, y por un momento se preguntó si algún animal se habría hecho daño. Conservaban allí media docena de caballos, por si alguien quería montar, aunque la mayoría eran viejos y no invitaban a montar. Abrió la puerta sin hacer ruido y parecía que no había nadie allí. Los animales daban la impresión de estar tranquilos. Entonces percibió de nuevo un sonido, procedente de los antiguos barracones. Parecían sonidos extraños y no podía imaginarse de qué se trataba. Avanzó lentamente hacia el lugar de donde procedían. Ni siquiera se le ocurrió tener miedo, o coger una horca o algo con lo que protegerse por si se trataba de un intruso o de un animal rabioso. Simplemente, entró en el establo de donde procedían, encendió la luz y se encontró con los cuerpos entrelazados de Phillip e Yvonne, ambos completamente desnudos, sin dejar el menor lugar a dudas sobre lo que estaban haciendo. Los miró fijamente, muda por un instante y vio la mirada de horror en el rostro de Phillip, antes de volverse, dándoles tiempo para que se vistieran, pero luego se giró de nuevo hacia ellos hecha una furia.

Primero se dirigió a Yvonne, sin la menor vacilación.

– ¿Cómo te atreves a hacerle esto a Julian? ¿Cómo te atreves, furcia, con su propio hermano, en su propia casa, bajo mi techo? ¿Cómo has osado?

Pero Yvonne se limitó a echarse hacia atrás el cabello largo y se quedó donde estaba. Ni siquiera se había molestado en vestirse de nuevo, y permaneció allí, sin vergüenza, con toda su desnuda belleza.

– ¡Y tú! -exclamó Sarah volviéndose entonces hacia Phillip -. Siempre moviéndote a hurtadillas, siempre engañando a tu esposa, consumido de celos por tu hermano. Me das náuseas. Me avergüenzo de ti, Phillip. -Luego los miró a los dos, temblando de ira, por Julian, por sí misma, por lo que hacían con sus vidas y su falta de respeto por todos aquellos que les rodeaban-. Si descubro que esto continúa, que vuelve a suceder, en cualquier parte, se lo diré inmediatamente a Cecily y a Julian. Y mientras tanto os habré hecho seguir.

No tenía la intención de hacerlo así, pero tampoco quería pasar por alto sus infidelidades, y mucho menos en su propia casa y a expensas de Julian, que no se lo merecía.

– Madre…, lo siento mucho -dijo Phillip, que se las había arreglado para cubrirse con una manta de caballo y se sentía mortificado por haber sido descubierto-. Fue una de esas cosas insólitas… No sé lo que ocurrió -balbuceó a punto de echarse a llorar.

– Ella sí lo sabe -dijo Sarah brutalmente, mirándola directamente a los ojos-. No se te ocurra hacerlo de nuevo -añadió observándola intensamente-. Te lo advierto.

Luego se dio medía vuelta y se marchó. Y en cuanto se hubo alejado un poco, ya en el exterior, tuvo que apoyarse en el tronco de un árbol y se echó a llorar, de dolor, de vergüenza y de desconcierto por ellos y por sí misma. Pero mientras regresaba lentamente hacia el château no podía dejar de pensar en Julian y en el dolor que le esperaba. Qué estúpidos eran sus hijos. ¿Y por qué ella nunca había podido ayudarles?


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