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Sarah Thomson había nacido en Nueva York en 1916; era la más joven de dos hermanas y, aunque quizá menos agraciada, era prima sumamente apreciada y respetada por sus tíos, los Astor y Biddle. Su hermana Jane contrajo matrimonio con un Vanderbilt a la edad de diecinueve años, y Sarah se comprometió con Freddie van Deering dos años más tarde, el día de Acción de Gracias. Por aquel entonces, ella también tenía diecinueve años, y Jane y Peter acababan de tener su primer hijo, James, un niño adorable de rizos dorados.

El compromiso matrimonial de Sarah con Freddie no supuso ninguna sorpresa para su familia, ya que todos conocían a los Van Deering desde hacía años; y aunque conocían menos a Freddie, pues había pasado varios años en un internado, lo habían visto con frecuencia en Nueva York, cuando él estudiaba en Princeton. Se graduó en junio del mismo año en que se comprometieron, y desde aquel solemne acontecimiento destacó por su afición a las fiestas, aunque también encontraba tiempo para cortejar a Sarah. Era un joven inteligente y dinámico, y siempre gastaba bromas a sus amigos, con el firme propósito de que todos, y en especial Sarah, se lo pasaran bien allí donde fueran. Rara vez se le veía serio y siempre solía bromear. A Sarah le fascinaba su galantería y le divertía su buen humor. Era una persona alegre, de conversación agradable, y sus risas y su buen humor acababan por contagiarse. Todos querían a Freddie, y a nadie parecía importarle su falta de ambición para los negocios excepto tal vez al padre de Sarah. Sin embargo, todos sabían muy bien que podría vivir sobradamente de la fortuna familiar aunque no trabajara nunca. Pero el padre de Sarah consideraba necesario que un joven como él entrara en el mundo de los negocios, con independencia de su fortuna o la de sus padres. Él mismo tenía un banco y, justo antes de hacer oficial el compromiso, habló largo y tendido con Freddie acerca de sus planes. Su futuro yerno le aseguró que tenía intención de labrarse un porvenir. De hecho, le habían ofrecido un puesto excelente en J. P. Morgan & Co., en Nueva York, además de otro incluso mejor en el banco de Nueva Inglaterra en Boston. Una vez pasado Año Nuevo, Freddie estaba dispuesto a aceptar uno de los dos; esa decisión agradó sobremanera al señor Thompson, y fue entonces cuando consintió que el noviazgo siguiera adelante.

Ese año, las vacaciones fueron muy divertidas para Sarah. Se celebraron interminables fiestas para festejar su compromiso, y noche tras noche salían, se divertían, se veían con los amigos y bailaban hasta altas horas de la madrugada. Patinaban con despreocupación en Central Park, organizaban comidas, cenas y numerosos bailes. Sarah advirtió que, durante ese período, Freddie parecía haberse aficionado a la bebida, pero por mucha que fuera la cantidad de alcohol ingerida, siempre se mostraba inteligente, educado y extremadamente encantador. Todo el mundo en Nueva York adoraba a Freddie van Deering.

La boda estaba prevista para junio, y ya en primavera Sarah desarrolló una actividad incesante supervisando la lista de boda, y acudiendo a las pruebas para su vestido de novia así como a numerosas fiestas con los amigos. Sentía como si la cabeza le diera vueltas. Durante esos meses, rara vez conseguía estar a solas con Freddie, y daba la impresión de que su única ocasión de encuentro eran las fiestas. Freddie ocupaba el resto del tiempo con sus amigos, quienes lo «preparaban» para el decisivo paso de la vida en matrimonio.

Sarah era consciente de que deberían haber sido momentos de alegría, aunque en realidad no era así, tal y como le confesó a Jane en mayo. Era un verdadero torbellino de acontecimientos, todo parecía fuera de control y ella estaba totalmente agotada. Sarah acabó por llorar una tarde, después de probarse por última vez el vestido de novia, mientras su hermana le entregaba muy dulcemente su pañuelo bordado y le acariciaba con suavidad el pelo largo y oscuro, que le caía por los hombros.

– No pasa nada. Le sucede a todo el mundo antes de casarse. Se supone que todo esto es muy bonito, pero en realidad es muy difícil. Pasan tantas cosas de golpe que no tienes un solo momento de tranquilidad para pensar, sentarte o estar a solas… Yo también lo pasé muy mal antes de mi boda.

– ¿De veras? -preguntó Sarah, volviendo sus enormes ojos grises hacia su hermana mayor, que acababa de cumplir 21 años, y que a sus ojos aparecía infinitamente más juiciosa.

Fue un gran alivio para ella saber que alguien se había sentido igual de nerviosa y confusa antes de casarse.

De lo único que Sarah no tenía duda era del amor que le profesaba a Freddie, de la clase de hombre que era y de la felicidad que experimentarían una vez casados. Lo que sucedía ahora era que habían excesivas diversiones, demasiadas distracciones, fiestas y confusión. A Freddie sólo le preocupaba salir y pasárselo bien. No habían mantenido una conversación seria desde hacía semanas, y él todavía no se había pronunciado sobre sus proyectos profesionales, tan sólo se limitaba a decirle que no se preocupara. No se molestó en aceptar el trabajo del banco a primeros de año porque había tanto que hacer antes de la boda que un empleo hubiera distraído demasiado su atención. Por aquel entonces, Edward Thompson ya tenía una impresión muy desfavorable de los planes de trabajo de Freddie, pero se abstuvo de comentárselo a su hija. Había hablado de ello con su mujer, y Victoria Thompson estaba segura de que después de la boda Freddie sentaría la cabeza. Al fin y al cabo, había estudiado en Princeton.

La boda se celebró en junio, y los minuciosos preparativos valieron la pena. La ceremonia, preciosa, se celebró en la iglesia de Santo Tomás, en la Quinta Avenida, y el banquete se ofreció en el Saint Regis. Asistieron cuatrocientos invitados que se deleitaron con una música maravillosa y una comida que resultó exquisita, y las catorce damas de honor estaban encantadoras con sus vestidos de organdí, de un delicado color melocotón. Sarah llevaba un primoroso vestido de encaje blanco, con una cola de seis metros, y un velo de encaje del mismo color, que había pertenecido a su bisabuela. Estaba realmente arrebatadora. El sol brilló radiante todo el día, y Freddie no podía estar más atractivo. Fue, en todos los sentidos, una boda perfecta.

La luna de miel fue también casi perfecta. A Freddie le habían prestado una casa y un yate en el cabo Cod, y fue allí donde pasaron las primeras cuatro semanas de su matrimonio, completamente solos. Al principio Sarah se mostró un tanto tímida, pero Freddie era amable y atento, y era un placer estar con él. Mantenía a todas horas la compostura, algo inusual en él. Ella descubrió que su marido era un magnífico navegante. Por encima de todo, se sentía feliz al comprobar que ya no bebía como antes, algo que le había venido preocupando desde antes de la boda. Tal y como él le dijo, tan sólo se trataba de momentos de diversión.

La luna de miel fue tan maravillosa que sintieron pesadumbre al tener que volver a Nueva York en julio, pero la gente que les había prestado la casa estaban a punto de regresar de Europa. Sabían que su deber era empezar a organizarse e irse a vivir a su casa, un apartamento que habían encontrado en Nueva York, en la parte residencial de la zona este. De todas maneras, pasarían el verano en Southampton con sus padres, hasta que las reformas en la decoración y otros detalles quedaran listos.

Una vez llegaron a Nueva York, después del día del Trabajo, Freddie no encontraba el momento de ponerse a trabajar. A decir verdad, estaba demasiado ocupado para hacer nada que no fuera ver a los amigos. Y parecía que la bebida volvía a ser una de sus aficiones preferidas. Sarah ya se lo había notado durante el verano, cada noche que él volvía de la ciudad. Y ahora que ya se habían mudado al apartamento, era imposible no darse cuenta. Aparecía borracho cada tarde, tras pasar el día con los amigos. A veces, ni se dignaba aparecer por casa hasta bien entrada la medianoche. En alguna ocasión Freddie la llevó a bailar o a alguna fiesta; él era siempre el centro de atención, el mejor amigo de todo el mundo, porque todos sabían que estar con Freddie van Deering era sinónimo de pasárselo en grande. Todos menos Sarah, que empezó a sentirse desesperadamente infeliz mucho antes de Navidad. Nunca más volvió a mencionar la posibilidad de trabajar, y siempre que Sarah intentaba abordar el tema no recibía de él más que desaires, por mucho tacto que empleara al hacerlo. No quería saber nada que no fuera beber o divertirse.

Al llegar enero, a Jane le extrañó el pálido aspecto de su hermana, y la invitó una tarde a tomar el té para averiguar qué le sucedía.

– Estoy bien -dijo.

Quiso restar importancia a las muestras de preocupación de su hermana pero, una vez servido el té, su cara palideció aún más y no pudo terminar de bebérselo.

– Cariño, ¿qué sucede? ¡Dímelo, te lo ruego! ¡Debes hacerlo!

Jane sabía desde antes de Navidad que algo no iba bien. Sarah nunca estuvo tan reservada como en la cena de Nochebuena en casa de sus padres. Freddie los cautivó a todos en el brindis con aquellos versos dedicados a toda la familia, incluyendo a los criados, que trabajaban en aquella casa desde hacía años, y a Júpiter, el fiel perro de los Thompson, que se mordía la cola mientras los demás aplaudían encantados con el poema. Nadie pareció darse cuenta de que llevaba ya algunas copas más de la cuenta.

– En serio, estoy bien -insistió Sarah.

Y entonces rompió a llorar, refugiándose entre los brazos de su hermana y, entre sollozos, admitió que las cosas no funcionaban bien. Era desgraciada. Freddie nunca estaba en casa, siempre estaba fuera, en compañía de sus amigos. Sin embargo, no comentó su temor de que algunas de aquellas amistades pudieran ser mujeres. Había intentado por todos los medios atraer la atención de su marido para pasar más tiempo juntos, pero él no parecía tener el más mínimo interés. Bebía más que nunca. Se tomaba la primera copa antes del mediodía, incluso a veces nada más levantarse por la mañana, y continuaba insistiendo en que no había motivo de preocupación. La llamaba «su pequeña niña remilgada», y le divertía mostrarse indiferente cuando mostraba inquietud por él. Para colmo de desgracias, acababa de recibir la noticia de que estaba embarazada.

– ¡Pero eso es maravilloso! -exclamó Jane, con satisfacción-. ¡Yo también! -añadió, y a Sarah se le escapó una sonrisa entre las lágrimas, al verse incapaz de explicar a su hermana mayor lo desdichada que se sentía.

Jane llevaba una vida distinta por completo. Su marido era un hombre serio y respetable, feliz de estar casado con una mujer como la suya, mientras que, probablemente, no fuera ése el caso de Freddie van Deering, un hombre encantador, divertido e ingenioso, pero con una manera de ser incapaz de entender el significado de la responsabilidad. Y Sarah empezaba a sospechar que no la tendría nunca. Todo continuaría como hasta entonces. Hasta su padre compartía esa creencia, pero Jane seguía convencida de que todo acabaría por salir bien, especialmente cuando hubiera nacido la criatura. Ambas se dieron cuenta de que sus respectivos embarazos se habían producido exactamente al mismo tiempo (de hecho, era sólo cuestión de días), y esa pequeña coincidencia alegró a Sarah durante unos instantes, antes de volver a su solitario apartamento.

Como era de esperar, Freddie no estaba en casa. No regresó en toda la noche, sino al día siguiente, al mediodía, y le dijo que estaba arrepentido, que la noche anterior había estado jugando al bridge hasta las cuatro de la madrugada, pero que luego no había querido volver a casa por miedo a despertarla.

– ¿Eso es todo cuanto puedes decirme? -inquirió Sarah con vehemencia.

Por primera vez, ella le volvió la espalda, enojada, y él se quedó pasmado ante el tono de sus palabras. Su esposa siempre había tenido un comportamiento muy comedido, pero esta vez parecía estar enfadada de verdad.

– ¿Qué quieres decir con eso? -se extrañó él.

Fue incapaz de decir nada más, y se quedó allí, con la boca abierta, como un pequeño Tom Sawyer, con aquellos ojos tan azules e inocentes abiertos como platos, y su pelo castaño.

– ¿Y tú me lo preguntas? ¿Qué haces tú cada noche fuera de casa hasta las dos de la madrugada? -le espetó con rabia, dolor y decepción.

Él sonrió como un crío, convencido de que podría seguir engañándola durante toda la vida.

– A veces te pones a tomar unas copas y no te das cuenta de la hora. Eso es todo. Y me parece mejor quedarme donde esté que no volver a casa si tú ya estás durmiendo. Ya sabes que no quiero molestarte, Sarah.

– ¡Bueno! ¿Y qué te crees que haces? Siempre te vas con los amigos, y regresas cada noche borracho. Se supone que un marido no debe comportarse así.

Estaba a punto de estallar.

– ¿Ah, no? ¿Piensas por casualidad en tu cuñado, en la gente normal que trata de ser algo en la vida y se empeña en ello con ilusión? Lo siento, querida, pero yo no soy Peter.

– Nunca te he pedido que lo fueras. Lo que me gustaría saber es qué clase de hombre eres tú. ¿Con quién me he casado? Nunca nos vemos como no sea en una fiesta y, entonces, te dedicas a jugar a las cartas con tus amigos, a hablar de vuestras cosas y a beber. Y cuando te marchas por ahí…, ¡sabe Dios a dónde vas! -exclamó con tristeza.

– ¿Acaso preferirías que me quedara contigo en casa?

Parecía como si aquella situación le divirtiera y, por primera vez, Sarah observó algo mezquino y perverso en sus ojos. Pero ella estaba dispuesta a enfrentarse con él, a reprocharle su ritmo de vida, su adicción al alcohol.

– Pues sí, preferiría que te quedaras conmigo en casa. ¿Acaso te parece algo tan difícil de entender?

– No, me parece más bien estúpido. Te casaste conmigo porque yo era una persona con la que todo el mundo se lo pasaba bien, ¿no? Si hubieras querido un tipo aburrido como tu cuñado me imagino que lo habrías encontrado. Pero el caso es que me quisiste a mí. Y ahora quieres convertirme en alguien como él. Pues bien, querida, puedo asegurarte que eso no sucederá nunca.

– ¿Y qué ocurrirá entonces? ¿Te pondrás a trabajar? El año pasado se lo prometiste a mi padre y no lo has hecho.

– No necesito trabajar, Sarah. Empiezas a cansarme. Deberías alegrarte de no estar casada con un hombre que se vea obligado a arrastrarse por ahí buscando un trabajo penoso con el que poder alimentar a los suyos.

– Pues mi padre piensa que te iría muy bien. Y yo también lo creo.

Fue lo más valiente que le había dicho hasta entonces. No en vano se había pasado en vela toda la noche anterior, pensando en lo que le habría de decir cuando regresara. Tan sólo anhelaba que la vida se portara con ella un poco mejor, tener un marido de verdad antes de que naciera la criatura.

– Tu padre pertenece a otra generación, y tú pareces tonta.

Sus ojos tenían un brillo especial.

Al oír estas palabras, pensó que ya debía habérselo figurado desde el momento en que lo vio entrar por la puerta. Había bebido. Sólo era mediodía, pero su embriaguez era evidente. Se lo quedó mirando y sintió asco.

– Quizá sería mejor discutirlo en otro momento.

– Creo que es una buena idea.

Ese mismo día volvió a salir, pero regresó antes de lo habitual. Al día siguiente hizo el esfuerzo de levantarse temprano, y sólo entonces cayó en la cuenta de lo mal que lo estaba pasando su mujer. Incluso llegó a asustarse cuando hablaron del tema durante el desayuno. Todos los días acudía una mujer a limpiar la casa, planchar la ropa y prepararles la comida si era necesario. Por lo general, a Sarah le gustaba cocinar, pero desde hacía un mes se le habían quitado todas las ganas, aunque, después de todo, Freddie no había tenido ocasión de notarlo.

– ¿Te pasa algo? ¿Estás enferma? ¿Crees que habría que ir al médico? -preguntó preocupado, mientras la observaba por encima del periódico.

Esa misma mañana la había oído vomitar, y se preguntaba si podía deberse a algo que hubiera comido.

– He ido al médico -respondió con tranquilidad.

Lo miró fijamente, pero él ya había apartado la mirada, como si hubiera olvidado su pregunta.

– ¿Cómo dices? Ah, bueno… vale. ¿Y qué te ha dicho? ¿Gripe? Deberías cuidarte, ya sabes que este tiempo es muy propicio. La madre de Parker lo pasó fatal la semana pasada.

– No creo que se trate de eso.

Sarah sonrió levemente mientras él volvía la atención al periódico. Tras un largo silencio, la miró de nuevo, sin recordar lo que estaban hablando.

– Vaya revuelo que se ha armado en Inglaterra con la abdicación de Eduardo VIII para poder casarse con esa tal Simpson. Debe de haber algo raro de por medio para que esa mujer le haya arrastrado a hacer una cosa así.

– Es muy triste -opinó Sarah, muy seria-. Ese hombre ha sufrido tanto… ¿Cómo puede una mujer destrozarle la vida de esa manera? ¿Qué clase de vida les espera?

– A lo mejor una muy picante -apuntó él, esbozando una sonrisa.

Se mostraba más simpático que nunca, para mayor desesperación de Sarah, que ya no sabía si lo amaba o lo odiaba. Su vida se había convertido en una pesadilla. Quizá Jane tenía razón, quizá todo se arreglase después de nacer la criatura.

– Voy a tener un niño.

Fue casi un susurro y, por un momento, pareció como si él no la hubiera oído. Entonces se giró hacia ella, se puso en pie y la miró como deseando que todo fuera una broma.

– ¿Hablas en serio?

Saltándosele las lágrimas, Sarah asintió con la cabeza, incapaz de articular palabra. En cierto modo, habérselo dicho era un consuelo. Lo sabía desde antes de Navidad, pero no había tenido el valor de contárselo. Necesitaba todo su cariño, un momento de tranquilidad y felicidad entre los dos, algo que no sucedía desde su luna de miel en el cabo Cod, y de eso hacía ya siete meses.

– Sí, hablo en serio.

Al contemplar sus ojos, Freddie supo que no mentía.

– Lo que me faltaba. ¿No te parece que es un poco pronto? Yo creía que tomabas precauciones.

Parecía molesto y nada entusiasmado con la noticia. Ella sintió que algo espeso le recorría la garganta, y rogó a Dios no hacer el ridículo delante de su marido.

– Yo también lo creía así -dijo entre sollozos.

Freddie se le acercó y le acarició el cabello, como a una hermana pequeña.

– No te preocupes más, todo saldrá bien. ¿Cuándo será el acontecimiento?

– En agosto.

Se esforzó por no llorar, pero era difícil controlarse. Por lo menos no estaba furioso, tan sólo contrariado. Al fin y al cabo, ella tampoco se había emocionado al enterarse. En esto no diferían mucho. Pero estaban tan poco tiempo juntos, hablaban tan poco, disfrutaban de tan poco calor de hogar.

– Peter y Jane también van a tener uno.

– Mejor para ellos -atajó con un deje de sarcasmo, pensando en qué iba a hacer con su mujer.

Para él, el matrimonio había llegado a convertirse en una carga mucho más inaguantable de lo que cabía esperar. Tenía una esposa que se pasaba la vida en casa, a la espera de que él regresara para atraparlo. Al bajar la mirada se encontró a una madre joven, más desconsolada y angustiada que nunca.

– Para nosotros no lo es tanto, ¿verdad?

Se le escaparon dos lágrimas, que le recorrieron lentamente las mejillas.

– El panorama no es muy halagüeño. Aunque no sé cómo lo llamarías tú.

Sarah hizo un gesto con la cabeza, y él salió de la habitación. No se volvieron a hablar hasta media hora más tarde, cuando Freddie se aprestaba a salir. Había quedado para comer con los amigos aunque no comentó a qué hora volvería. De hecho, nunca lo hacía. Sarah se pasó toda la noche llorando, hasta que apareció él, a las ocho de la mañana. Se hallaba inmerso en tal estado de embriaguez que no pudo ni llegar hasta el dormitorio, pues tropezó con el sofá de la salita. Ella le oyó entrar, pero lo encontró completamente inconsciente.

Al cabo de un mes, todavía estaba afectado por la noticia. El matrimonio era algo que le aterrorizaba, pero la idea de tener un hijo le hacía sentir verdadero pavor. Peter conversó con Sarah un día en que ella acudió a casa de sus cuñados a cenar. Ellos ya sabían que no era feliz en su matrimonio. Nadie más lo sabía, pero ella confiaba en ambos desde que le confesó a su hermana lo del embarazo.

– Algunos hombres sienten terror ante este tipo de responsabilidades. Eso quiere decir que todavía han de madurar. Confieso que, al principio, a mí me pasó lo mismo -dijo, al tiempo que miraba a Sarah con ternura-. Ya sé que la sensatez no es la mejor cualidad de Freddie, pero con el tiempo quizá se dé cuenta de que ser padre no es ninguna cosa horrible que te prive de libertad. Los crios son mucho más llevaderos cuando todavía son pequeños. Pero es posible que pases momentos muy duros hasta que lo tengas.

Peter trataba de ser benévolo con Sarah, con todo y que solía decirle a su mujer que Freddie era un verdadero malnacido. Sin embargo, no quiso decirle a su cuñada lo que pensaba. Prefirió ofrecerle todo su apoyo.

Pero tampoco eso logró animarla mucho. El comportamiento de Freddie y su afición a la bebida no hicieron sino empeorar. Sarah necesitaba toda la ayuda que le prestaba Jane para soportarlo. Un día, se la llevó de compras. Al llegar a Bonwit Teller, en la Quinta Avenida, Sarah palideció de repente, dió un traspiés, y cayó sobre los brazos de su hermana.

– ¿Qué te pasa? -preguntó Jane, asustada.

– Nada…, estoy bien. No sé qué me ha ocurrido.

Había sentido un dolor terrible, pero ya se le había pasado.

– ¿Qué tal si nos sentamos?

Jane se apresuró a pedir a alguien una silla y un vaso de agua, en el momento en que Sarah le apretó de nuevo la mano. Unas gotas de sudor descendían por la frente, y su cara adquirió un color verde grisáceo.

– Lo siento mucho, Jane, no me encuentro nada bien…

Apenas hubo dicho esto, se desmayó. La ambulancia se presentó en seguida, y se la llevaron con presteza en una camilla. Jane pidió que le dejaran llamar a su marido, y a su madre, que poco después acudieron al hospital. Peter se mostró preocupado, sobre todo por Jane, a quien abrazó estrechamente, intentando consolarla, mientras la madre entraba a ver a Sarah. La visitó durante largo rato y, al salir, se quedó mirando a su hija mayor sin poder contener las lágrimas.

– ¿Cómo está? ¿Se encuentra bien? -preguntó Jane, nerviosa.

Su madre, demostrando serenidad, asintió con la cabeza y se sentó. Siempre había sido una madre excelente para las dos. Era una persona tranquila, modesta, con buen gusto, convicciones firmes y unos valores morales que ambas hijas compartían, aunque las juiciosas lecciones que les había inculcado no le servían a Sarah de gran ayuda con Freddie.

– Se pondrá bien -dijo Victoria Thompson, a la vez que tendía sus manos a Peter y a Jane y éstos se las apretaron con fuerza-. Ha perdido el niño…, pero todavía es muy joven.

Victoria Thompson también perdió un hijo, antes de traer al mundo a Jane y a Sarah, pero nunca había compartido con sus hijas ese doloroso pesar. Ahora se lo acababa de confesar a Sarah, en un intento de reconfortarla.

– Algún día podrá tener otro -añadió con un tono de tristeza.

Lo que a decir verdad le preocupaba era lo que Sarah le había contado de su matrimonio con Freddie. A lágrima viva, su hija insistió en que la culpa era sólo suya. Le contó que la noche anterior tuvo que cambiar un mueble de sitio, pues Freddie nunca estaba en casa para ayudar. Y después, le explicó toda la historia: el poco tiempo que pasaban juntos, cómo bebía, lo desdichada que se sentía con él y todo lo referente al drama de su embarazo.

Transcurrirían varias horas antes de que los médicos les permitieran visitarla de nuevo, así que Peter regresó a la oficina, e hizo prometer a Jane volver al mediodía a casa para poder descansar y recuperarse de la inquietud que experimentaba. Después de todo, ella también esperaba un hijo, y con una desgracia ya era bastante.

Intentaron encontrar a Freddie, pero había salido, como de costumbre, y nadie sabía dónde estaba ni a qué hora volvería. A la criada también le había afectado mucho el accidente de la señora Van Deering, y prometió dar cuenta de lo sucedido al señor para que llamara al hospital o se presentara a la mayor brevedad, algo que, como ya sabían todos, era bastante improbable.

Cuando pudieron visitarla otra vez, Sarah seguía sollozando.

– Toda la culpa es mía… -se lamentaba sin cesar-. No lo deseaba lo suficiente… Me sentía desconsolada porque Freddie se disgustó al saberlo, y ahora…

Al ver que no reaccionaba, la madre la tomó entre sus brazos. Las tres mujeres no hacían más que llorar, y finalmente tuvieron que calmar a Sarah con un sedante. Como debía permanecer ingresada durante algunos días, Victoria avisó a las enfermeras que esa noche se quedaría con su hija. Tras enviar a casa a Jane en un taxi, habló largo rato por teléfono con su marido, desde el vestíbulo.

Cuando Freddie regresó a casa, le sorprendió encontrar a su suegro, que le esperaba en la sala de estar. Por fortuna, había bebido menos de lo habitual, por lo que estaba sobrio, algo sorprendente si tenemos en cuenta que ya pasaba de medianoche. La velada estaba siendo de lo más aburrida, por lo que decidió volver pronto a casa.

– ¡Cielo Santo! ¿Qué…, qué hace usted aquí?

Sintió un gran sofoco, y le lanzó una de sus generosas e infantiles sonrisas. Entonces se dio cuenta de que debía de haber ocurrido algo muy grave para que Edward Thompson le estuviera esperando en su apartamento a aquellas horas.

– ¿Sarah está bien?

– No, no lo está. -Apartó la mirada por un momento y después la volvió a fijar en Freddie. No había otra forma de decirlo-. Sarah… ha perdido el niño esta mañana; ahora se encuentra en el hospital Lenox Hill. Su madre está con ella.

– ¿Que lo ha perdido? -preguntó sorprendido. Por un momento experimentó una sensación de alivio, pero esperaba estar lo bastante sobrio como para poder disimular-. Siento oírte decir eso. -Hablaba como si no se tratara de su mujer y su hijo-. ¿Cómo está ella?

– Creo que podrá tener más hijos. Lo que aparentemente no va tan bien, sin embargo, es eso que me ha contado mi esposa de que la relación entre vosotros dos podría calificarse de algo menos que idílica. No suelo interferir en la vida privada de mis hijas, pero en estas circunstancias tan anómalas, con Sarah tan…, tan… enferma, me parece el momento más oportuno para discutir el tema. Me ha dicho mi esposa que Sarah ha tenido ataques de histeria durante toda la tarde, y me ha parecido bastante extraño que desde esta mañana temprano nadie haya podido localizarte. No creo que ésta sea vida para mi hija, ni para ti tampoco. ¿Hay algo ahora que debamos saber, o te ves capaz de continuar tu matrimonio con mi hija con el mismo ánimo con que lo iniciaste?

– Yo…, desde luego…, ¿le apetece tomar algo, señor Thompson?

Se dirigió con premura al lugar donde guardaban los licores y se sirvió una copa larga de whisky, con apenas un chorrito de agua.

– Me parece que no.

Edward Thompson se sentó expectante, mientras observaba a su yerno con desagrado. Freddie sabía que aquel hombre seguramente no encontraría satisfactorias ninguna de las respuestas que se le iban pasando por la cabeza.

– ¿Hay algún problema que te impida comportarte como un marido de verdad?

– Bueno…, señor…, el caso es que lo del niño fue un tanto inesperado.

– Lo comprendo, Frederick. Por lo común todos lo son. Pero ¿ha habido algún malentendido entre mi hija y tú que yo deba saber?

– En absoluto. Ella es maravillosa. Yo…, lo único que necesito es un poco de tiempo para hacerme a la idea del matrimonio.

– Y a la de trabajar, espero.

Lo miró con fijeza. Freddie ya esperaba que sacara a relucir ese tema.

– Sí, sí…, claro. Pensaba ocuparme de eso una vez naciera el niño.

– Pues ahora es el momento, ¿no crees?

– Por supuesto, señor.

Edward Thompson permaneció impasible. Mientras contemplaba el semblante descompuesto de su yerno proyectaba una amedrantadora sensación de respeto.

– Supongo que te sentirás ansioso por visitar a Sarah mañana a primera hora.

– Desde luego, señor.

Lo acompañó hasta la puerta, deseoso de verlo marchar por fin.

– Telefonearé a su madre al hospital a las diez. A esa hora ya estarás allí, ¿verdad?

– Claro, señor.

– Muy bien. -Abrió la puerta y le lanzó la última mirada-. Creo que ya nos vamos entendiendo.

Eran palabras llenas de significado, y ambos lo sabían.

– Creo que sí, señor.

– Buenas noches, Frederick, hasta mañana.

Freddie dió un suspiro de alivio al cerrar la puerta. Antes de irse a la cama se preparó otro whisky, para pensar en Sarah y en el niño. Se preguntó cómo había podido suceder todo, pero prefirió no darle demasiadas vueltas al tema. No sabía casi nada sobre ese tipo de cosas, y no tenía la intención de averiguarlas ahora. Lo sentía por Sarah, porque estaba seguro de que para ella había debido de ser un golpe muy duro, pero resultaba extraño que sintiera tanta indiferencia, no sólo por el niño sino también por su mujer. Antes de la boda pensó que ella sería la esposa ideal, pues así tendría siempre a alguien con quien salir, que le acompañara a todas las fiestas. Nunca imaginó que llegaría a aburrirse tanto, a sentirse tan oprimido, tan encadenado. Su casa le producía claustrofobia. No le gustaba nada la vida conyugal, ni siquiera su mujer. Sarah era bonita, la clase de mujer capaz de hacer feliz a cualquier hombre. Sabía cómo cuidar la casa, cocinaba bien, daba gusto estar en su compañía, era inteligente, agradable y con un físico muy atractivo. Su matrimonio era lo que menos le interesaba en el mundo. Se sintió tan aliviado al conocer la pérdida del niño… Incluso se le había pasado por la cabeza la idea de desembarazarse de él.

A la mañana siguiente se presentó en el hospital, un poco antes de las diez, para que su suegro lo encontrara allí cuando llamara a su esposa. Freddie llevaba puesto un sombrío traje oscuro, aunque en verdad no se sentía nada afligido. Las flores que le trajo no parecieron animarla. Sarah seguía postrada en la cama, con la mirada perdida a través de la ventana. Cuando él entró en la habitación: Sarah tenía la mano de su madre cogida entre las suyas. Durante un instante, sintió pena por ella. Al girar la vista hacia Freddie, su mujer no pudo evitar algunas lágrimas; no dijo una sola palabra. Tras apretarle la mano, la señora Thompson se dirigió hacia la puerta en silencio y, al pasar junto a su yerno, le tocó el hombro como muestra de cortesía.

– Lo siento -le dijo Freddie.

Ella era una mujer mucho más inteligente de lo que él creía y, nada más mirarlo a los ojos, supo que aquellas palabras no eran ciertas.

– ¿Estás furioso conmigo? -le preguntó Sarah entre hipidos.

No realizó ningún esfuerzo por incorporarse, prefirió seguir echada. Su aspecto era lastimoso. Los cabellos, largos y brillantes, se extendían enmarañados sobre la almohada, los labios se le habían quedado casi azules y la cara mostraba una palidez preocupante. Había perdido mucha sangre, y no encontraba fuerzas para incorporarse. Todo lo que hizo fue apartar la mirada; Freddie no sabía qué decirle.

– Por supuesto que no. ¿Por qué habría de estar furioso contigo?

Se acercó un poco más y la cogió con delicadeza de la barbilla para que lo mirara de nuevo, pero el dolor que reflejaban sus ojos era mucho mayor del que imaginaba. No había acudido a verla para tratar el problema, y ella lo sabía.

– Fue culpa mía. La otra noche arrastré aquel estúpido mueble de la habitación y…, no sé…, el médico dice que estas cosas forman parte del destino.

– Vamos… -Se fue al otro lado de la cama y cuando ella cerró los puños él intentó abrírselos, pero no alcanzó a tocarla-. Mira, de todas maneras es mejor así. Yo tengo veinticuatro años, tú veinte y no estamos preparados todavía para tener un hijo.

Sarah permaneció largo rato en silencio. Lo miró y tuvo la sensación de que no conocía a aquel hombre.

– Te alegras de que lo haya perdido, ¿no es eso?

Freddie padecía un dolor de cabeza tremendo. La mirada de Sarah era tan penetrante que casi le hizo daño.

– Yo no he dicho eso.

– No era necesario. No lo sientes, ¿verdad?

– Lo siento por ti.

Era cierto, su aspecto provocaba lástima.

– Tú nunca deseaste tener un hijo.

– No.

Por una vez fue sincero. Pensó que era lo menos que podía hacer.

– Bueno, ni yo tampoco gracias a ti, y puede que por eso lo haya perdido.

Freddie no supo qué decirle. Instantes más tarde apareció su padre con Jane, mientras su madre arreglaba algunos asuntos con las enfermeras. Sarah debía permanecer ingresada algunos días más, y después iría a casa de sus padres; cuando ya se sintiera fuerte, entonces volvería al apartamento con su esposo.

– Me alegro de verte aquí, Freddie -le dijo el padre de Sarah.

Victoria Thompson le obsequió con una sonrisa a Freddie, si bien no tenía la más mínima intención de permitir que Sarah regresara de nuevo al apartamento. Era preciso vigilarla, y parecía obvio que Freddie no era el más indicado para esa labor.

Al día siguiente le envió unas rosas rojas. Volvió a visitarla en el hospital y luego continuó haciéndolo, ya en casa de los padres de ella.

Él nunca le hablaba del niño. Pero se esforzaba por conversar. Le sorprendía sentirse tan violento cada vez que se encontraba con ella. Era como si de la noche a la mañana se hubieran convertido en seres extraños, como si ya no se conocieran. La verdad es que nunca lo hicieron. El problema consistía en que les costaba ocultarlo muchísimo más que antes. Freddie no compartía el pesar de su mujer. Repetía sus visitas tan sólo porque pensaba que era su obligación, y que el padre de Sarah lo mataría si no hacía ese esfuerzo.

Cada mediodía se presentaba en casa de los Thompson, pasaban una hora juntos, y después se marchaba a comer con sus amigos. Ni siquiera tenía la delicadeza de cambiar sus costumbres para llegarse a verla por la tarde. Aquello tenía su explicación. A diferencia de cuando la visitaba, con los amigos vestía trajes elegantes y no quería que ni Sarah ni sus padres lo vieran así. Realmente le fastidiaba ver a Sarah padecer tanto por la pérdida del niño, entre otras cosas porque ella aún tenía el dolor reflejado en el rostro. Eso no podía soportarlo, como tampoco soportaba la idea de tener que demostrar aflicción, o incluso peor, la de tener otro hijo. Sucumbió ante toda esa presión, y ello agravó su adicción a la bebida. Salía constantemente. Cuando consideraron llegado el momento oportuno para que Sarah volviera con él, Freddie se encontraba inmerso en un proceso de desmoronamiento interior del que nadie podía rescatarle. Bebía tanto que hasta algunos de sus amigos empezaron a preocuparse.

Con todo, se vio en la obligación de ir a buscar a Sarah a casa de sus padres. A la vuelta, la criada les esperaba en el piso. Aunque todo estaba limpio y ordenado, Sarah se sentía incómoda en aquella casa, como si no fuera la suya, como si nunca le hubiera pertenecido.

Su propio marido le parecía un extraño. No en vano, desde que había perdido el niño no aparecía por casa más que para cambiarse de ropa. Se iba de juerga cada noche, aprovechando que ella no podía enterarse. Volver a tenerla en casa le causaba una desagradable sensación de cautiverio.

Tras pasar la tarde con ella, le explicó que había quedado en ir a comer con un viejo amigo para hablar de un trabajo, y que era muy importante. Sabía que, con ese subterfugio, su mujer no pondría ninguna objeción. Y así fue, aunque ella se sintió decepcionada al no poder pasar la primera noche juntos en casa. Lo que ya fue intolerable fue el estado en que regresó a las dos de la madrugada; se quedó abatida al comprobar que el portero tuvo que ayudarle a subir hasta la puerta, sujetándolo para que no se cayera; ni siquiera parecía capaz de reconocer a su mujer. Una vez que el portero le ayudó a acomodarse en un sillón del dormitorio, Freddie le entregó un billete de cien dólares, farfullando que era un tío formidable y un gran amigo. Sarah contempló con repugnancia cómo se acercó tambaleante hasta la cama y quedó postrado en ella, totalmente inconsciente. Con lágrimas en los ojos y después de observarlo durante un largo rato, decidió dormir en la habitación de los invitados. Una vez se hubo alejado de él se le partió el corazón al pensar en la criatura malograda y en el marido que nunca había tenido y que jamás tendría. Por fin se dio cuenta de que su matrimonio con Freddie nunca sería más que una farsa, un sentimiento vacío, una fuente eterna de sufrimiento y decepción. La soledad de la habitación de los huéspedes le aterrorizaba. Ya no podía disimular la verdad por más tiempo. Su marido era un borracho y un vividor. Y lo peor de todo es que le asustaba la idea de divorciarse; sería una deshonra para sus padres y para ella misma.

Aquella noche, mientras yacía en la solitaria cama de los invitados, pensó en el largo y tormentoso camino que le quedaba por delante. Una vida de soledad, junto a Freddie.


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