17

No regresaron a Francia hasta la primavera y para entonces William había vuelto a ser el centro de sus vidas. Parecía haber aceptado perder el uso de sus piernas y había recuperado su peso normal. Sólo el cabello blanco le daba un aspecto diferente. Tenía ahora 42 años, pero la experiencia pasada en el campo de prisioneros le había hecho envejecer varios años. Hasta Sarah se comportaba de una forma más seria que antes de la guerra. Todos ellos habían tenido que pagar un precio muy elevado por lo que había ocurrido, incluyendo a Phillip, que era un niño serio que volvió a sentirse muy desgraciado cuando abandonaron Whitfield. Dijo que quería quedarse allí, con su abuela y su pony, pero, desde luego, sus padres se impusieron.

William lloró al regresar al château. Su aspecto era tan exacto a lo que él recordaba, tal y como soñó que sería cuando regresara de nuevo al hogar, que lo único que pudo hacer fue abrazarse a Sarah y llorar como un niño. Al llegar, todo ofrecía un aspecto hermoso. Emanuelle y su madre lo habían preparado todo, en espera de su llegada. Sarah había dejado a Emanuelle a cargo de la mansión durante casi un año entero, y la joven se ocupó de todo a la perfección. Ya no quedaban señales de la presencia de los soldados, ni en el château ni en los terrenos o en los establos. Emanuelle había empleado a brigadas de hombres para limpiarlo todo y prepararlo para la llegada de los Whitfield.

– Está todo muy hermoso -le alabó Sarah en cuanto regresaron, ante lo que Emanuelle se sintió muy complacida.

Se había convertido en una joven muy madura para sus años. Apenas había cumplido los veintitrés, pero sabía dirigir bien las cosas y poseía una gran aptitud para los detalles y la precisión.

La misma tarde de su llegada, Sarah llevó a William a visitar la tumba de Lizzie, y él lloró al ver la pequeña tumba. Ambos lloraron. Camino a casa, volvió a preguntarle a Sarah por los alemanes.

– Estuvieron aquí durante demasiado tiempo -comentó él de un modo natural-. Resulta extraño que no causaran más daños.

– El comandante se portó muy bien. Era un hombre afable y mantuvo controlados a sus hombres. No le gustaba la guerra más que a nosotros.

William enarcó una ceja al oír aquellas palabras.

– ¿Llegó a decirte eso?

– En varias ocasiones -se apresuró a contestar ella, sin saber muy bien por qué le hacía aquellas preguntas, pero percibió en su voz algo que le indicaba su preocupación.

– ¿Entablastes una buena amistad con él? -preguntó sin miramientos, sabiendo que Phillip lo mencionaba con frecuencia.

Había momentos en que le preocupaba que su hijo prefiriera al oficial alemán antes que a su propio padre. Eso significaba un duro golpe para él, aunque, naturalmente, lo entendía. Ahora, cuando Sarah lo miró, comprendió por qué le hacía aquellas preguntas. Se volvió para poder mirar a William, sentado en la silla de ruedas.

– Sólo fuimos amigos, William. Nada más que eso. Él vivió aquí durante mucho tiempo, y nos ocurrieron muchas cosas… Elizabeth nació en esa época. -Decidió ser honrada con él. Tenía que serlo, porque siempre se habían comportado así-. El me ayudó en el parto. De hecho, salvó la vida a la niña, ya que habría muerto de no haber estado él allí. -Pero, de todas formas, la pequeña había muerto, así que quizás eso no importara tanto-. Sobrevivimos aquí durante cuatro años, pasando por todo eso. Resulta difícil ignorarlo. Pero si me preguntas lo que creo me estás preguntando, debo decirte que no, jamás ocurrió nada.

Entonces, él la asombró con sus siguientes palabras, y un pequeño estremecimiento le recorrió todo su cuerpo.

– Phillip dice que lo besaste cuando se marchó.

No era correcto que el niño le hubiera dicho eso a su padre, o al menos de ese modo, pero posiblemente no comprendía lo que había hecho, o quizá sí. A veces, no estaba muy segura de comprender al niño. Se había mostrado tan arisco con ella desde la muerte de Lizzie…, desde que se marchó Joachim y regresó William. Ahora, la evitaba todo lo que podía. Aún tenía muchas cosas que asimilar y comprender. A todos les sucedía lo mismo.

– Tiene razón, lo hice -respondió Sarah con serenidad. No tenía nada que ocultarle a William y quería que lo supiera-. Se hizo amigo mío. Joachim odiaba lo que estaba haciendo Hitler casi tanto como nosotros. Y contribuyó mucho a garantizar nuestra seguridad. Cuando se marchó, sabía que no volvería a verle. No sé si logró sobrevivir o si murió, pero le deseo lo mejor. Le di un beso de despedida, pero no te traicioné.

Al decirlo, unas lágrimas le cayeron por sus mejillas. Y sus palabras eran ciertas: le había sido fiel, y Phillip había cometido un grave error al provocar los celos en su padre. Desde aquel preciso instante supo que el niño se sentía enojado con ella por haber besado a Joachim, y por haberle dejado marchar. En realidad, estaba enfadado por muchas cosas, pero jamás había esperado que hiciera nada al respecto. Ahora, le alegraba haber podido hablar sinceramente con William. No le había engañado. Eso era lo único por lo que había valido la pena pasar todas aquellas noches en soledad.

– Siento haberlo preguntado -dijo él, con expresión culpable.

Ella se arrodilló ante su esposo y le tomó el rostro entre las manos.

– No, no lo sientas. No hay nada que no puedas preguntarme. Te amo, William. Siempre te he amado. Jamás renuncié a ti. Nunca. Jamás dejé de amarte. Y siempre estuve convencida de que regresarías algún día.

Era verdad, y él pudo verlo reflejado en sus ojos, eso y lo mucho que le amaba.

Suspiró, aliviado por lo que ella le había dicho, y la creyó. Se había sentido aterrorizado cuando Phillip se lo contó. Pero también sabía que Phillip, a su modo, trataba de castigarlo por haberlos abandonado.

– Nunca creí que pudiera volver. Me decía una y otra vez que lo conseguiría, aunque sólo fuera para sobrevivir otra hora más, otra noche, otro día…, pero en el fondo no estaba convencido. Hubo muchos que no lo consiguieron. -Había visto morir a tantos hombres, torturados hasta la muerte por los alemanes -. Son una nación de monstruos -añadió mientras regresaban a la casa.

Y ella no se atrevió a decirle que Joachim era diferente. Tal y como él mismo había dicho una vez, la guerra era un asunto muy feo. Pero ahora, gracias a Dios, ya había terminado.

Llevaban apenas tres semanas instalados en el château cuando un día Emanuelle y Sarah se encontraban en la cocina haciendo pan. Hablaron sobre muchas cosas y fue entonces cuando Emanuelle empezó a hacer preguntas.

– Debe de estar muy contenta de tener a monsieur le duc otra vez en casa -empezó a decir, lo que era bastante evidente para todo aquel que les viera.

Sarah no se había sentido tan feliz desde hacía muchos años y ahora, lentamente, hacía nuevos descubrimientos sobre su vida sexual. Algunas de las alteraciones resultaron desafortunadas, pero muy pocas cosas parecían haber cambiado, ante la satisfacción de William, ahora que tenía la oportunidad de intentarlo.

– Es maravilloso -dijo Sarah sonriendo con una expresión de felicidad, amasando el pan bajo la mirada de Emanuelle.

– ¿Ha traído mucho dinero de Inglaterra?

Le pareció una pregunta extraña y Sarah levantó la cabeza para mirarla, sorprendida.

– No, desde luego que no. ¿Por qué debía hacerlo?

– Sólo me lo preguntaba.

Emanuelle pareció sentirse en una situación embarazosa, aunque no demasiado. Por lo visto, algo le rondaba por la cabeza, pero Sarah fue incapaz de imaginar de qué se trataba. Nunca le había hecho una pregunta como aquélla.

– ¿Por qué has tenido que preguntar una cosa así?

Sabía que, durante la guerra, la joven tuvo que ver con la Resistencia, a través de su hermano, y más tarde con el mercado negro, pero ahora no tenía ni la menor idea de en qué andaba metida.

– Hay personas que… a veces…, andan necesitadas de dinero. Me preguntaba si usted y monsieur le duc estarían dispuestos a…

– ¿Quieres decir darles dinero? ¿Así de fácil?

Sarah estaba un tanto desconcertada, y Emanuelle parecía muy pensativa.

– Quizá no. ¿Y si esas personas tuvieran algo que vender?

– ¿Quieres decir algo así como comida? -Sarah no acababa de comprender lo que la joven pretendía dar a entender. Terminó de preparar el pan y se lavó las manos, observándola con una mirada prolongada y dura, preguntándose una vez más en qué andaría metida. Nunca había sospechado de ella hasta entonces, pero ahora recelaba, y no le gustaba esa sensación-. ¿Te refieres a alimentos o aperos para la granja, Emanuelle?

Ella negó con la cabeza y bajó el tono de voz al contestar.

– No…, quiero decir cosas como joyas… Hay personas… dans les alentours, por los alrededores, que necesitan dinero para reconstruir sus hogares, sus vidas. Han ocultado cosas durante la guerra, a veces oro, plata o joyas, y ahora necesitan venderlas.

Emanuelle había reflexionado durante algún tiempo acerca de cómo podía ganar dinero ahora que había terminado la guerra. No quería pasarse toda la vida limpiando para los demás, ni siquiera para ellos, aunque les quería mucho. Y se le había ocurrido esa idea. Conocía a varias personas ansiosas por vender algunos objetos de valor, como joyas o plata, pitilleras Fabergé y otras pertenencias que habían ocultado. En concreto conocía a una mujer en Chambord, propietaria de un magnífico collar de perlas que necesitaba vender desesperadamente por cualquier cantidad que se le ofreciera. Los alemanes habían destruido su casa y necesitaba el dinero para reconstruirla.

Se trataba de una especie de permuta. Emanuelle conocía a personas que poseían objetos hermosos y que se encontraban muy necesitadas, y los Whitfield tenían dinero para ayudarlas. Había querido comentarlo desde hacía días, pero no estaba segura de cómo abordar la cuestión. Sin embargo, cada vez acudían a ella más personas, conocedoras de la estrecha relación que mantenía con los duques, rogándole que les ayudara. La mujer de las perlas, por ejemplo, había acudido a verla en dos ocasiones, lo mismo que otras muchas personas.

También había judíos que salían de sus escondites. Y mujeres que habían aceptado regalos caros de los nazis y que ahora temían conservarlos. Se pasaban joyas de unas manos a otras a cambio de vidas o de información para la Resistencia. Y Emanuelle quería ayudar a esas personas a venderlas. Ella también obtendría una ganancia, aunque relativamente pequeña. No quería aprovecharse de ellas, sino que sólo deseaba ayudarlas y obtener un pequeño beneficio. Pero Sarah seguía mirándola ahora, perpleja.

– Pero ¿qué podría hacer yo con las joyas?

Precisamente esa misma mañana había recuperado las suyas del escondite bajo las tablas de la habitación de Phillip.

– Ponérselas -contestó Emanuelle pizpireta. A ella misma le habría gustado llevarlas, pero todavía no podía permitirse el comprarlas. Quizá lo hiciera algún día-. También podría volver a venderlas. Hay muchas posibilidades, madame.

– Algún día serás una gran mujer -le dijo Sarah sonriendo.

Sólo les separaba seis años de edad, pero Emanuelle poseía un gran espíritu de supervivencia y de empresa, una forma de inteligencia que Sarah sabía le faltaba a ella. Lo que ella poseía era fortaleza interior y resistencia, algo muy diferente a lo que tenía Emanuelle: astucia.

– ¿Se lo preguntará a monsieur le duc? -le rogó a Sarah antes de que ésta saliera de la cocina con la bandeja del almuerzo para su esposo.

Sarah percibió en su voz un tono de ansiedad.

– Así lo haré -le prometió-, pero te aseguro que pensará que me he vuelto loca.

Curiosamente, al decírselo, él no pensó que estuviera loca. La miró divertido.

– Es una idea inteligente. Esa muchacha es extraordinaria ¿verdad? De hecho, se trata de una manera muy limpia y bonita de ayudar a la gente, proporcionándole dinero. Me gusta la idea. Hace poco estaba pensando en lo que podríamos hacer para ayudar a las gentes del lugar. -Sonrió con una mueca-. Pero ésa es una posibilidad. ¿Por qué no le dices a Emanuelle que no me parece del todo mal y vemos qué ocurre?

Lo que ocurrió fue que, tres días más tarde, sonó el timbre de la puerta principal del château, a las nueve de la mañana. Cuando Sarah bajó a abrir, se encontró con una mujer que llevaba un brillante vestido negro con aspecto de haber sido muy caro, unos zapatos gastados y un bolso Hermès que Sarah reconoció de inmediato. Pero no reconoció a la mujer.

Oui?… ¿Sí? ¿En qué puedo ayudarla?

En effet… je m 'excuse.… Yo…

Parecía asustada, y no dejaba de mirar por encima del hombro, como si temiera que alguien pudiera asaltarla. Al mirarla con detenimiento, Sarah sospechó que sería judía.

– Debo disculparme, pero… una amiga mía me ha sugerido… El caso es que tengo un grave problema, Su Gracia. Mi familia…

Los ojos de la mujer se llenaron de lágrimas y empezó a explicarse poco a poco. Sarah la invitó amablemente a entrar en la cocina y le ofreció una taza de té. Ella explicó que toda su familia había sido deportada a campos de concentración durante la guerra. Por lo que sabía, era la única superviviente. Había permanecido oculta durante cuatro años en un sótano, en casa de unos vecinos. Su esposo había sido médico, director de un importante hospital en París. Pero los nazis lo habían deportado, así como a sus padres, a sus dos hermanas e incluso a su propio hijo. Empezó a llorar de nuevo, mientras la propia Sarah trataba de contener las lágrimas. La mujer dijo que necesitaba dinero para encontrarlos. Quería viajar a Alemania y a Polonia, para visitar los campos y ver si podía encontrar alguna información sobre ellos entre los supervivientes.

– Creo que la Cruz Roja podría ayudarla, madame. En toda Europa hay organizaciones que se dedican a ayudar a la gente en casos como el suyo.

Sabía que William ya había donado bastante dinero a esa clase de organizaciones en Inglaterra.

– Quiero ir yo misma. Y algunas de las organizaciones privadas resultan muy caras. Y una vez que los encuentre o… -Apenas si pudo pronunciar las siguientes palabras-. Quiero ir a Israel. -Lo dijo como si aquélla fuera realmente la tierra prometida, y Sarah la comprendió. Entonces, la mujer extrajo dos cajas grandes del bolso-. Tengo algo que vender… Emanuelle me dijo que usted podría…, dijo que eran ustedes muy amables.

Y que su esposo era muy rico, aunque la señora Wertheim, que así se llamaba, fue lo bastante educada como para no decirlo. Lo que sacó del bolso eran dos cajas de Van Cleef, una que contenía un enorme collar de esmeraldas y diamantes, y la otra un brazalete a juego. Las joyas eran magníficas, impresionantes, y estaban hermosamente trabajadas.

– Yo… ¡Dios mío! ¡Son realmente hermosas! No sé qué decirle.

No se imaginaba a sí misma llevando una cosa así. Se trataba de piezas importantes y, desde luego, valdrían lo que ella quisiera pedir, pero ¿cómo podía fijarse un precio para algo así? Y, sin embargo, al mirarlas y por razones que no pudo explicarse, Sarah tuvo que admitir que la idea de comprarlas le parecía interesante. Nunca había poseído nada parecido. Y a la pobre mujer casi le temblaban las piernas, y rezaba para que se las compraran.

– ¿Me permite mostrárselas a mi marido? Sólo será un momento. – Subió la escalera con rapidez, llevando las dos cajas, y entró precipitadamente en el dormitorio-. No te lo vas a creer -exclamó con la respiración entrecortada-. Hay una mujer en la cocina que… -se interrumpió y arrojó el contenido de las cajas sobre el regazo de William-. Quiere vendernos esto.

Sacudió las magníficas esmeraldas y él emitió un silbido.

– Muy bonitas, cariño. Te sentarían muy bien en el jardín. Hacen juego con el verde…

– Esto es serio -dijo ella y le contó sucintamente la historia de la mujer de tal manera que él también sintió pena por ella.

– ¿No podemos darle un cheque? Me siento como un bribón quitándole estas preciosidades, aunque debo decir que tú estarías divina con ellas puestas.

– Gracias, mi amor. Pero ¿qué vamos a hacer con ella?

– Bajaré y yo mismo hablaré con esa mujer.

Ya se había afeitado y se había puesto los pantalones, la camisa y el batín. Había desarrollado una gran habilidad para vestirse, a pesar de sus limitaciones. Siguió a Sarah fuera del dormitorio y bajó la escalera por la rampa que habían construido exprofeso para él.

La señora Wertheim todavía les esperaba en la cocina, con aspecto de estar muy nerviosa. Se sentía tan asustada que casi se hallaba a punto de huir de allí sin las joyas, por temor a que ellos le hicieran algo horrible, pero Emanuelle había insistido en que se trataba de personas de categoría. La joven conocía a las personas que habían ocultado a la señora Wertheim en el sótano. Había contactado con ellas a través de la Resistencia.

– Buenos días -la saludó William con una sonrisa, y la mujer intentó relajarse mientras esperaba a saber lo que harían con sus piedras-. Temo no haber hecho nada parecido hasta ahora, y para nosotros resulta una novedad. -Decidió sacar de dudas a la mujer y abordar directamente el asunto. Ya había decidido que deseaba ayudarla-. ¿Cuánto pide por ellas?

– No lo sé. ¿Diez? ¿Quince?

– Eso es ridículo.

La señora Wertheim se estremeció y habló en un susurro.

– Lo siento…, ¿cinco?

Las habría vendido por casi nada de tan desesperadamente como necesitaba el dinero.

– Yo estaba pensando más bien en treinta. ¿No le parece razonable? Es decir, treinta mil dólares.

– Yo…, oh, Dios mío. -Empezó a llorar, incapaz de controlarse por más tiempo-. Que Dios le bendiga…, que Dios le bendiga, Su Gracia.

Se limpió los ojos con un viejo pañuelo de encaje y besó a los dos antes de marcharse con el cheque guardado en el bolso. Hasta la propia Sarah tenía lágrimas en los ojos.

– Pobre mujer.

– Lo sé -dijo él, que pareció sombrío por un momento. Luego, le puso el collar y el brazalete a Sarah-. Disfrútalos, querida.

Ambos se sintieron contentos con la caritativa obra que acababan de hacer. Y antes de que terminara la semana, tuvieron oportunidad de hacer otra.

Sarah ayudaba a Emanuelle a lavar los platos después de la cena, y William se encontraba en su estudio, que a Sarah todavía le hacía pensar vagamente en Joachim, cuando, de pronto, apareció una mujer ante la puerta de la cocina. Era joven y parecía incluso más asustada que la señora Wertheim. Llevaba el pelo corto, pero no tanto como cuando se lo raparon al cero, inmediatamente después de la ocupación. Sarah creyó haberla visto en compañía de uno de los oficiales alemanes que habían vivido en el château, a las órdenes de Joachim. Era una mujer hermosa y antes de la guerra había trabajado como modelo para Jean Patou, en París.

Emanuelle casi rezongó al verla, pero ella misma le había dicho que viniera. Esta vez, sin embargo, se prometió a sí misma pedir una comisión más elevada. Casi no había recibido nada de la señora Wertheim, aunque la mujer había insistido en darle algo.

La joven miró nerviosa a Emanuelle, y luego a Sarah. Después, la escena pareció repetirse.

– ¿Puedo hablar con Su Gracia?

Tenía un brazalete de diamantes para vender. Era de Boucheron y muy bonito. Según le dijo a Sarah, se trataba de un regalo. Pero el alemán que se lo había dado, también le había regalado otras muchas cosas. La había dejado con un niño.

– Siempre está enfermo, y no puedo comprarle comida, ni medicamentos. Temo que pueda haber contraído la tuberculosis.

Aquellas palabras conmovieron profundamente a Sarah, que pensó en seguida en Lizzie. Miró a Emanuelle, como preguntándole si era cierto lo que decía, y ésta asintió con un gesto.

– Sí, tiene un bastardo alemán…, de dos años de edad, y siempre está enfermo.

– ¿Me promete que le comprará comida y medicamentos y ropas calientes si le damos algún dinero? -preguntó Sarah con expresión dura.

La joven juró que así lo haría. Luego, Sarah fue a ver a William, que acudió a la cocina para ver a la joven y el brazalete. Quedó impresionado con ambos y tras hablar con ella durante un rato, decidió que no mentía. No quería comprar joyas que podrían haber sido robadas, pero en este caso no parecía tratarse de nada de eso.

Le compraron el brazalete por un precio que les pareció justo, puede que el mismo que había pagado el alemán, y ella se marchó dándoles las gracias. Luego, Sarah miró a Emanuelle y se echó a reír, sentándose en la cocina.

– ¿Qué estamos haciendo exactamente?

– Quizá yo consiga hacerme rica y usted obtendrá un montón de joyas bonitas – contestó con una amplia sonrisa.

Sarah no pudo evitar sonreír ante aquellas palabras. Aquello era casi una locura, pero divertido y conmovedor al mismo tiempo. Al día siguiente compraron un extraordinario collar de perlas de una mujer de Chambord, para que pudiera reconstruir su casa. Las perlas eran fabulosas y William insistió en que se las pusiera.

A finales del verano, Sarah ya tenía diez brazaletes de esmeraldas, tres collares a juego, otros cuatro de rubíes, una cascada de hermosos zafiros y varios anillos de diamantes, además de una soberbia diadema de turquesas. Todas esas joyas procedían de gente que había perdido sus fortunas, sus casas o los hijos, y necesitaban el dinero para encontrar a sus parientes desaparecidos, reconstruir sus vidas o simplemente para comer. Se trataba de una filantropía que podrían haber descrito a sus amigos sin sentirse estúpidos por ello y que, sin embargo, ayudaba a las personas a las que compraban las joyas, al mismo tiempo que Emanuelle, en efecto, se enriquecía con las comisiones. La joven empezaba a ir muy bien vestida, iba a la ciudad para arreglarse el cabello y compraba sus ropas en París, que era algo más de lo que había hecho la propia Sarah desde que terminara la guerra. En comparación con ella, Sarah empezaba a parecer poco elegante.

– William, ¿qué vamos a hacer con todas estas joyas? -le preguntó un día en que rompió el equilibrio de media docena de cajas de Van Cleef y Cartier que guardaba en el armario, y que le cayeron sobre la cabeza, ante lo que su esposo se echó a reír.

– No tengo ni la menor idea. Quizá debiéramos organizar una subasta.

– Hablo en serio.

– ¿Por qué no abrimos una tienda? -le preguntó William de buen humor.

Pero la idea le pareció absurda a Sarah. Al cabo de un año, sin embargo, el inventario del que disponían parecía ser superior al de Garrard's.

– Quizá debiéramos venderlas -sugirió Sarah esta vez.

Ahora, sin embargo, William ya no estaba tan seguro. Estaba enfrascado con la idea de plantar viñedos en las tierras del château, y no disponía de tiempo para preocuparse por las joyas, que de todos modos seguían comprando. Ahora ya eran conocidos por su generosidad y amabilidad. En el otoño de 1947 William y Sarah decidieron ir a París para estar a solas, dejando a Phillip con Emanuelle durante unos días. Ya hacía año y medio que habían regresado desde Inglaterra, y no habían salido del château desde entonces por hallarse demasiado ocupados.

París estaba mucho más hermosa de lo que Sarah había esperado encontrarla. Se alojaron en el Ritz y se pasaron casi tanto tiempo en la cama como durante su luna de miel. Pero también encontraron tiempo suficiente para ir de compras, y fueron a cenar con los Windsor, en el Boulevard Sachet, en otra casa igualmente encantadora decorada por Boudin. Sarah se puso un vestido negro muy elegante que acababa de comprar en Dior, un espectacular collar de perlas y un fabuloso brazalete de diamantes que le habían comprado meses atrás a una mujer que lo había perdido todo a manos de los alemanes.

Durante la cena, todo el mundo quiso saber dónde había conseguido el brazalete. Pero Wallis también se fijó en las perlas y le dijo amablemente a Sarah que jamás había visto un collar como aquél. También se mostró intrigada por el brazalete y al preguntar de dónde procedía los Whitfield se limitaron a decir: «Cartier», sin dar mayores explicaciones. En comparación, hasta las joyas de Wallis palidecían.

Y ante su propia sorpresa, durante la mayor parte de su estancia en París Sarah se sintió fascinada por las joyas. Tenían joyas magníficas, pero también ellos las poseían en el château. En realidad, incluso tenían más que en algunos establecimientos, y algunas de sus piezas eran mejores.

– Creo que deberíamos hacer algo con todo eso -comentó ella de un modo vago mientras regresaban a casa en el Bentley especialmente construido para él después de que salieran de Inglaterra.

Pero transcurrieron otros seis meses antes de que se les ocurriera. Ella estaba muy ocupada con Phillip, y deseaba disfrutar de su compañía antes de que el pequeño se marchara para Eton al año siguiente. En realidad, hubiera querido que se quedara en Francia pero, a pesar de haber nacido allí y de haber pasado toda su vida en el château, el niño sentía una verdadera pasión por todo lo inglés y tenía grandes deseos de ir a estudiar a Eton.

William se hallaba demasiado ocupado con su vino y sus viñedos como para pensar demasiado en las joyas. Fue en el verano de 1948 cuando Sarah insistió en que hicieran algo con la gran cantidad de joyas que habían ido acumulando, y que incluso ya no eran una buena inversión. Todas quedaban allí guardadas, excepto las pocas que ella misma utilizaba.

– Cuando se marche Phillip, iremos a París y las venderemos todas. Te lo prometo -le dijo William con actitud distraída.

– Se pensarán que hemos robado un banco en Montecarlo.

– Algo así parece, ¿no crees? -replicó él burlonamente.

Pero en el otoño, cuando fueron a París, comprobaron que eran demasiadas para llevarlas todas consigo. Escogieron unas pocas, pero dejaron el resto en el château. Sarah empezaba a sentirse aburrida y un poco solitaria, una vez que Phillip se marchó.

Y cuando ya se encontraban en París desde hacía dos días, William la miró y anunció haber encontrado una solución.

– ¿A qué? -preguntó ella, que se encontraba mirando unos trajes nuevos en Chanel cuando él se lo dijo.

– Al dilema de las joyas. Montaremos nuestra propia joyería y las venderemos.

– ¿Deliras? -replicó ella mirándole fijamente, admirando lo apuesto que era, incluso en la silla de ruedas-. ¿Qué vamos a hacer nosotros con una tienda? El château se encuentra a dos horas de camino de París.

– Le propondremos a Emanuelle que la dirija. Ya no tiene nada que hacer ahora que Phillip se ha ido, y ya se está cansando de ocuparse de la casa.

Últimamente, había comprado sus ropas en Jean Patou y en Madame Gres, y su aspecto era cada vez más elegante.

– ¿Hablas en serio? -No se le había ocurrido pensarlo y no estaba muy segura de que le gustara la idea, aunque, en cierto modo, podía ser divertido, y a los dos les encantaban las joyas. Entonces, empezó a preocuparse-. ¿No crees que a tu madre le parecerá algo vulgar?

– ¿Ser propietarios de una tienda? Es vulgar -asintió William-, pero muy divertido. ¿Por qué no? Y mi madre es muy tolerante. Casi me atrevería a decir que le encantaría.

A pesar de tener más de noventa años, cada vez parecía tener una mentalidad más abierta y ahora estaba encantada de tener a Phillip con ella para pasar las vacaciones y los fines de semana.

– Quién sabe, quizá algún día lleguemos a ser los joyeros de la casa real. Tendremos que venderle algo a la reina para conseguirlo. En tal caso, Wallis se volvería loca y nos pediría un descuento.

Era una verdadera quimera, pero durante el trayecto de regreso al château no hablaron de otra cosa y, después de todo, Sarah tuvo que admitir que la idea le encantaba.

– ¿Cómo la llamaremos? -preguntó muy animada cuando ya habían llegado a casa y se hallaban acostados en la cama.

– Whitfield's, desde luego -contestó él con orgullo-. ¿De qué otro modo podríamos llamarla, querida?

– Lo siento -dijo ella rodando sobre la cama para besarlo-. Debería haberlo pensado.

– Sí, deberías haberlo hecho.

Fue casi como tener un nuevo hijo. Un proyecto nuevo y maravilloso.

Anotaron todas sus ideas, hicieron un inventario de las joyas que poseían, y las hicieron valorar en Van Cleef, donde se quedaron atónitos ante lo que habían ido acumulando. Hablaron con abogados y regresaron a París antes de Navidad para alquilar una tienda pequeña, pero muy señorial, en el Faubourg-Saint Honoré, en la que pusieron a trabajar a los arquitectos y los obreros, y hasta se encargaron de buscarle un apartamento a Emanuelle, que se sentía fuera de sí de tanta excitación.

– ¿Estamos locos de atar? -preguntó Sarah mientras estaban en la cama de la suite del Ritz, la víspera de Año Nuevo.

De vez en cuando, todavía se sentía un tanto preocupada.

– No, querida, no lo estamos. Hemos hecho mucho bien a buen número de personas a las que hemos comprado todas esas joyas, y ahora nos vamos a divertir un poco con todo eso. No hacemos ningún daño a nadie. Y hasta es posible que sea un gran negocio.

En Navidades, cuando volaron a Inglaterra para pasar unos días en Whitfield, se lo explicaron todo a Phillip, y a la madre de William, a quien le pareció una idea excelente, y prometió ser la primera en comprarles una joya, si se lo permitían. Y Phillip anunció que algún día abriría una sucursal en Londres.

– ¿No preferirías dirigir la de París? -le preguntó Sarah sorprendida por su reacción.

Para ser un niño criado en el extranjero y que, de todos modos, sólo era medio inglés, se comportaba de una forma sorprendentemente británica.

– No quiero volver a vivir nunca en Francia -anunció el muchacho-, excepto para pasar las vacaciones. Quiero vivir en Whitfield.

– Vaya, vaya -exclamó William, más divertido que preocupado-. Me alegro de que haya alguien que piense así.

Ya ni siquiera podía imaginarse la idea de vivir allí. Al igual que le había sucedido a su primo, el duque de Windsor, se sentía mucho más feliz en Francia, lo mismo que Sarah.

– Tendréis que contarme todo lo que pasa en la inauguración – dijo la duquesa viuda antes de su partida, y obtuvo la promesa de que así lo harían-. ¿Para cuándo es?

– Para el mes de junio -contestó Sarah muy animada, mirando a William con excitación.

Era, en efecto, como tener un nuevo niño, y como eso no había ocurrido, Sarah se entregó al nuevo proyecto con toda su energía durante los seis meses siguientes, y la noche antes de la inauguración todo parecía deslumbrante.


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